Walsh y los militares estadounidenses respetaron a rajatabla el protocolo de la ceremonia de clausura, que pareció interminable. Detrás del palco, a través de celulares que hervían, un grupo de oficiales recibía las últimas noticias.
De vuelta en el cuartel, la mayoría vio por primera vez las imágenes televisivas. Allí estaban Walsh, Speer, Brinzoni, el comandante de fuerzas especiales del Comando Sur, Remo Butler, y otros altos oficiales. Los estadounidenses estaban shockeados, y algunos —tipos duros, la mayoría integrante de fuerzas especiales— tenían lágrimas en los ojos. Un oficial cuya esposa trabajaba en Nueva York y no podía comunicarse, estaba visiblemente desencajado. "Pearl Harbor, al lado de esto es insignificante", opinó ante Clarín un alto oficial argentino.
Los estadounidenses recibieron instrucciones directas de su Estado Mayor Conjunto en Washington. Se declararon en alerta máxima, pero evaluaron que no era necesario interrumpir su agenda en esta parte del globo. Con cierta notable frialdad, todos asistieron a un almuerzo con el gobernador Juan Carlos Romero, quien les ofreció el avión de la gobernación.
Era pasado el mediodía cuando Walsh, conmovido pero sin perder la serenidad, anunció a la prensa que había ordenado cerrar su Embajada por razones de seguridad. Reconoció que tenía un "cuasi-vacío" informativo, y lo que sabía era a través de su su Embajada y de la CNN, y no de Washington.
Walsh decidió finalmente retornar a Buenos Aires en el vuelo de Dinar de las 16.50 —el mismo que abordó este enviado—, que salió tarde y en medio de estrechas medidas de seguridad. Lo acompañaron dos generales peso pesado: Richard Collins y Bryan Brown.