¿Cómo se pasa la noche pensando que puede ser la última?
¿De dónde obtener la fuerza anímica para soportar otra noche la lluvia helada?
¿Cuánto quedará en mi alma de este tormento cuando todo termine?
¿Cuando el momento llegue al fin, seré capaz de enfrentar el combate?
¿Soportaré el dolor de una herida?
¿Serviré para ayudar a mis compañeros a resistir la llegada del enemigo?
Estos eran sólo algunos de los interrogantes que asechaban mi ánimo por aquellas noches en las que la batalla aullaba allá, lejos de mi posición. Los sonidos y las luces se fueron acercando, lenta e inexorablemente como cae una piedra al fondo del mar. Como Cristo con la vista fija en la Puerta de los Leones, así me sorprendí mirando el negro horizonte desgarrado de luces y violentos destellos.
Las bombas navales me redujeron dramáticamente a mi realidad, otra noche rogando que no nos caiga una encima, otra noche entera rogando que no le caiga a nadie encima. Los odié tan profundamente que me dolió el pecho, hasta ese momento no había sabido lo que significaba el odio pese a estar seguro de haberlo sabido.
Lo habíamos hablado con los compañeros de la sección, a todos nos pasaba lo mismo, no había nadie que en estas instancias finales no prefiriese que lo que debiera suceder, sucediera de una buena vez. Plenamente convencidos que el destino de cada uno se encontraba ya marcado, mi única duda era si yo no los defraudaría a ellos. Los amaba, amaba a los pibes de la sección, desde el Cabo hasta el último de la fila, fueron mis hermanos.
Los buques enemigos detuvieron el bombardeo y casi sin pausa arremeten los británicos, ahora contra nuestra Compañía. Un disparo rompe en mil pedazos una piedra que escupe guijarros sobre mi casco. Recibí la orden de abrir fuego, disciplinado y tiro a tiro abriendo bien los ojos como si con ello pudiera iluminar la negra noche que en frente de mi, amenazaba con tragarme vivo. Oí las órdenes calmadas y claras del Jefe y no sé por qué razón en ese momento me asaltó la idea: el Cabo y yo somos de la misma edad, pero él sabe qué debo hacer, debo permanecer a su lado, es el lugar más seguro.
Quería terminar con aquello cuanto antes pero la rápida reacción de toda la compañía y la precisión de los artilleros, primero los frenaron y seguidamente mandaron a los ingleses para atrás, casi hasta donde habían partido.
Un pausa. Conteo de munición, numerarse a partir del Cabo, estábamos todos y nadie se encontraba herido, todas las voces sonaron excitadas salvo una y me pareció la mía. Seguía furioso y cada momento un poco más, no sé cuánto tiempo pasó, fueron unos pocos minutos creo y se ordenó atender, el Cabo dijo que esta era la vencida, que nos mantengamos bien atentos, que no abriéramos fuego si no veíamos la cara del enemigo antes, que cuidáramos la munición pero por sobre todas las cosas que nos mantuviéramos cerca de él para escuchar sus órdenes.
El fuego recrudeció, aguijones rojos de muerte picaron por todas partes, pero los pibes aguantaron, yo también aguanté pero las ganas de matarlos hasta no verlos, pero antes que pudiera pensarlo nuevamente lo escuché al Cabo repetir la orden del teniente 1º Jefe de la compañía. Claramente pude oír sus gritos: “tercera sección conmigo, a lo gaucho, carrera marrrrrr” y recién entonces sentí que al saltar fuera de mi pozo dejaba enterrado para siempre en él mi miedo. Me sentí fuerte, con el FAL desde la cintura el Cabo marcaba el camino y la sección era un aceitado mecanismo engarzado, nadie trotó adelante y a nadie quedó detrás, pronto las trazadoras empezaron a ralear, los sonidos a callar y la oscuridad a desvanecerse. Siempre imaginé que esa hoja de metal estaría fría y me haría estremecer los músculos al llegar, sin embargo hervía, me quemaba.
Con el impulso de la arremetida, caí boca arriba, apenas me alcanzó el movimiento para ver a mi lado caer a mi Cabo, con los ojos abiertos pero sin vida…
Así como llegó, el ruido ensordecedor de las armas y los gritos se fue alejando, ninguno de los dolores que sobrevinieron después se comparaba siquiera con el que representaba verlo al Cabo a mi lado, de cuerpo yermo y mirada ciega. Entendí, era el final. No sentí miedo, sólo tristeza por mis hermanos con suerte incierta.
Un borceguí se interpuso en mi vista, alguien dejó caer a mi lado un bulto que no entendí y enseguida pude escuchar desgarrarse mi uniforme. Unas manos cálidas me zamarrearon con gentileza y luego golpearon mis mejillas, cuando enfoqué al soldado que me hablaba supe que no era nuestro y sin embargo sonreía, trataba sin duda de confortarme mientras con diligencia se ocupaba de mis heridas. Fuertes brazos me levantaron en vilo y comenzaron a transportarme con torpeza, lentamente me fui alejando de mi Cabo cuando lo único que yo deseaba, era sentirme seguro a su lado.