Esos simpáticos muertos vivientes
por Arturo Pérez-Reverte.
La verdad es que cada uno se lo pasa lo mejor que puede, y en eso no me meto. Faltaría más. Especialmente en lo de vivir emociones intensas. Hay quien disfruta como un gorrino en un charco atado a una cuerda elástica y tirándose de un puente, quien corre en Fórmula Uno, quien les empasta las caries a los tiburones en los cayos de Florida y quien se lo pasa bárbaro dándose, metódica y rítmicamente, martillazos en los huevos. Cada uno tiene su manera de segregar adrenalina, y me parece bien. Siempre y cuando, por supuesto, cuando luego se rompe la cuerda, derrapa el bólido, el tiburón te dice ojos negros tienes o el martillazo te deja mirando a Triana, no vayas reclamando daños y perjuicios, y con tu pan te lo comas. Las emociones, en principio, son libres.
Por eso, supongo, nada tengo que objetar a que trescientos jóvenes aficionados a las películas gore, muertos vivientes, cementerios y casquería con motosierra –afición tan legítima como otra cualquiera– organicen una Marcha del Orgullo Zombie rebozados de carne podrida, borbotones de sangre, ojos colgando, muñones sanguinolentos y cosas así. Al grito de «Sangre, sangre, dame más sangre», los de la Marcha Zombie –lo correcto, por cierto, sería zombi, sin esa innecesaria e gringa– se pasearon el otro día por Madrid, y así me los topé en el paseo del Prado: fulanos bailando con el pescuezo rebanado o con un destornillador incrustado en un parietal, pavas con media cara que parecía arrastrada por el asfalto, muñones sanguinolentos y demás parafernalia del escabeche. Todo divertido a más no poder, oigan. De troncharte y no echar gota. O como se diga.
Tanto me divertí con el espectáculo, que todavía me estoy riendo. Se me parten los higadillos acordándome. Un chute, lo juro. Divino de la muerte. Me desternillo acordándome de mis zombis particulares, que no necesitan que los maquillen con sangre chunga porque el producto natural lo ponen ellos, por la patilla. Me lo paso de miedo cuando estoy un rato pensando, o me despierto de noche, y vienen a hacerme compañía en su Marcha del Orgullo Zombi particular. No pueden imaginar ustedes lo que disfruto yo, y lo que disfrutan ellos. Ahí querría ver a los aficionadillos del paseo del Prado. A ver quién es capaz de competir con una bomba en un cine de Bagdad o un morterazo en el mercado de Sarajevo. Los desafío a todos a competir con mi amigo el comandante Kibreab y sus sesos desparramados sobre un hombro, tirado en el suelo de la plaza de Tessenei, en abril de 1977. O con el fastuoso maquillaje natural de la guerrillera desnuda por la onda expansiva de una granada y con las tetas hechas filetes por la metralla, en el Paso de la Yegua, Nicaragua, 1979. También sería difícil imitar la gracia del negro macheteado en junio de 1988 en Moamba, Mozambique. O la del fulano de Hezbollah hecho un amasijo de carne y tripas en su coche alcanzado por un misil israelí cerca de Tiro, en 1990. O, para terminar y no extenderme mucho, el salero zombi de los treinta y ocho croatas que en septiembre de 1991 vimos Hermann Tersch, Márquez y yo mismo degollados en los maizales de Okuçani, Croacia: cadáveres muy canónicamente gore todos ellos –habrían hecho un brillante papel en la Marcha del Orgullo Zombi–, a los que no imaginan ustedes con cuánta gracia les colgaba la cabeza con la garganta abierta cuando los levantaban del suelo para enterrarlos. Es que me acuerdo, oigan, y me parto. Tan simpático todo, fíjense. Tan divertido.
Estoy lejos de ser el único que puede aportar carnaza fresca a la fiesta, no se crean. Vayan y pregúntenle a Gerva Sánchez, por ejemplo, cuántos muñones sangrantes y sin sangrar, con minas y sin minas, ha fotografiado a lo largo de su vida profesional. O a Alfonso Rojo, Miguel de la Fuente, Paco Custodio, Fernando Múgica y Ramón Lobo, veteranos miembros de la vieja y extinta tribu, que todavía se despiertan a veces preguntándose en dónde diablos están. Lo del Orgullo Zombi tiene que traerles bonitos recuerdos, supongo. Muchas imágenes divertidas y simpáticas. Seguro que les pasa como a mí: les preguntas por el hospital de Sarajevo –chof, chof, hacía el suelo encharcado de rojo cuando lo pisabas– después de un día de buena cosecha de francotiradores y artilleros serbios, y seguro que se rulan de risa. Como habrían hecho, sin duda, Julio Fuentes, Miguel Gil Moreno, Anguita Parrado, el cámara Couso, Juantxu y los demás que ya no están aquí para rularse. A cinco litros de sangre por cabeza, calculen el flash. Los imagino a todos bailando por el paseo del Prado, a los compases de No es serio este cementerio. Qué guay, tíos. De verdad. Menudo subidón.
SALUDOS