20/07/2009 12:00:00 a.m.
Historia de un indio, de Reconquista a Londres (pasando por Malvinas)
Suboficial Mayor José Francisco Guastalla
No importa lo mucho que hayas hecho, sino el amor que pusiste para hacerlo
Madre Teresa de Calcuta
El Pucará está listo. Ya tiene el combustible; las armas están revisadas y cargadas; los motores fueron chequeados. El piloto se acerca al avión, trepa por la escalerilla y se ubica en el asiento delantero. Mientras se acomoda y sujeta los cinturones y el casco, conversa con el mecánico responsable sobre las novedades de la máquina.
Los aviones vuelan en la medida en que los pilotos los sepan poner en el aire, y que los mecánicos los puedan poner en funcionamiento. Y hasta que estos no terminen de hacer su trabajo, aquellos no podrán empezar con el suyo. Por eso, los aviones de combate tienen anotado el nombre de sus mecánicos en el fuselaje. Por eso, cuando un avión sale en una misión de combate, pero especialmente cuando regresa, se siente casi como si esa máquina tuviera vida propia, engendrada por esos sujetos de overall.
En 1977 José Francisco Guastalla era un adolescente de 16 años de edad. Descendiente de inmigrantes europeos, este hijo de empleados vivía en Resistencia (Chaco), y decidió que su vocación pasaba por meter mano en los aviones. Todavía estaba lejos de ser “el Indio”, como se apodó a lo largo de su extensa carrera en la Fuerza Aérea (FAA).
Marchó a Córdoba, a la Escuela de Suboficiales, de donde salió tres años más tarde. ¿Su destino? Reconquista, al norte de la provincia de Santa Fe, sede de la III Brigada Aérea. Allí lo esperaban dos escuadrones de aviones IA-58 Pucará, que para esa época estaban todavía en plena etapa de fabricación e incorporación a la FAA.
Guastalla empezó como auxiliar de primera línea, que es el trabajo de principiante. Su misión consiste en preparar el avión para el vuelo: cargar el combustible, limpiarlo, realizar las inspecciones previas. “No se toca mucho el avión, sino que se lo controla antes de salir”, explica el Indio. “Después de seis meses pasé a motores, a lo que me dediqué toda la vida. Llegué a ser encargado de inspectores”, concluye.
“Pareciera que fue ayer que empecé. Entré a un hangar en donde había varios Pucará y me quedé parado, imaginando la posibilidad de volar alguno de ellos algún día. Al poco tiempo, por suerte se hizo realidad”, recuerda.
Guastalla nunca había volado antes. Su bautismo de vuelo fue a bordo de una “Fortaleza”, tal el significado en quichua del nombre “Pucará”. En estos aviones el mecánico vuela como apoyo técnico o como colaborador de vuelo. Caso curioso el del Indio: en donde el hombre se desespera por volar, él no perdía el sueño por ser piloto. “No es algo que considere como una asignatura pendiente. Mi vocación fue siempre la de ser técnico, y estoy contento por haber seguido eso”, explica.
Fluidos, ductos, tuercas y circuitos. Pronto, las entrañas de esos motores turbo Garrett de 1000 HP cada uno eran terreno conocido para ese joven suboficial, y la Brigada era su casa.
Pero poco tiempo más tarde un llamado le aceleró el corazón, y no justamente por el romance. Era abril del ’82, y la Brigada se movilizaría al Sur, hacia Comodoro Rivadavia, para cruzar luego a Malvinas. Las islas estaban nuevamente bajo posesión argentina, y los Pucará debían desplegarse sobre la turba para contribuir con la defensa.
¿Por qué a él? “Ante situaciones operativas específicas, como el caso de Malvinas, los responsables de cada grupo pueden elegir a sus colaboradores entre los que consideren más adecuados. No hay listas prefijadas por orden, sino que es una elección en el momento. En mi caso fue un orgullo que, siendo tan joven, me seleccionaran para ir al frente”, responde. El entonces cabo Guastalla, con 22 años de edad, se preparó para ir a la guerra.
- ¿Qué sintió en ese momento?
La formación militar está enfocada para prepararse para un conflicto, aunque uno no quiera que suceda nunca. Pero llegado ese momento, fue un orgullo muy grande. Sentía que la sangre corría a mil.
- ¿Cómo lo compartió con su familia?
De a poco. No quería cargarlos con preocupaciones. Les iba dejando pequeños reportes telefónicos sobre nuestro despliegue.
Una vez en las islas, cuando la guerra ya estaba en pleno desarrollo, decidí escribir y enviar una carta a mis padres para cualquier contingencia, por si yo no volvía.
Rumbo al Sur
El 31 de marzo de 1982 el Comando de Operaciones de la Fuerza Aérea ordenó a la III Brigada alistar una escuadrilla de IA-58 con destino a la Base Aérea Militar (BAM) Malvinas, que debía llegar antes de las 17 hs. del 2 de abril. La orden fue cumplida: los primeros cuatro Pucará tocaron suelo malvinense una hora antes de lo estipulado.
Posteriormente, el 8 de abril se completó el escuadrón aeromóvil con 12 Pucará, que salieron pasadas las 2 de la tarde desde Resistencia hacia Comodoro Rivadavia. Luego de cinco horas de vuelo directo, aterrizaron allí sin mayores novedades.
El 12 de abril los integrantes de la primera avanzada comenzaron a evaluar las alternativas de pistas, más allá de Puerto Argentino. Sucesivamente, se descartaron por ser no aptas Bahía Fox, San Carlos y Establecimiento San Carlos. Tampoco Bahía Elefante servía para que los IA-58 pudieran desplegarse. Finalmente, luego de inspeccionar las facilidades en Darwin, se consideró que era el único lugar en el que los Pucará podían tener una base fuera del aeropuerto principal. No era un buen lugar, en lo referido a la calidad de la pista, pero la versatilidad del Pucará permitió operar desde allí. Pese a las limitaciones, además poco menos de una decena de aviones llegó a operar también en la Base Aeronaval Calderón (ubicada en la Isla Borbón). Allí, el 15 de mayo un grupo comando del Escuadrón D del 22 Regimiento del SAS británico realizó una incursión que dejó seis IA-58 destruidos o inutilizados, entre otras aeronaves atacadas.
El 8 de abril comenzó el despliegue desde Reconquista. Cada avión salía con un piloto y un mecánico. El Indio lo hizo a bordo del A-527, “su” avión, el que tenía asignado. Hicieron Reconquista-Comodoro Rivadavia sin escalas. Allí se prepararon las máquinas (camuflado, prueba de sistemas de armas, revisión técnica) y de ahí volaron a Malvinas. Como el Pucará no tenía equipos de navegación adecuados para vuelos sobre el mar, formaron detrás de un Fokker F-27.
Guastalla relata: “Al momento de tocar tierra en las islas se nos hinchaba el pecho. Era un día gris. Al principio estábamos enfrascados en cumplir una misión, como si fuera una más. Teníamos mucha incertidumbre, en cuanto que no sabíamos bajo qué circunstancias deberíamos trabajar. Pero con el correr de los días empezamos a darnos una idea de que el desafío era grande. Cuando al día de hoy uno hace una retrospectiva, me llena el ego el haber sido protagonista de una parte de la historia”.
A Puerto Argentino llegaron a mediados de abril. Operaron allí mientras se preparaba la BAM Cóndor en Pradera del Ganso (Goose Green). Eso implicaba una serie de cuestiones logísticas, como el traslado de las cargas, el alistamiento de la pista y demás asuntos. El 28 de abril finalmente los Pucará fueron a la nueva base.
- ¿Tenían contacto con la población civil?
Poco. Quienes más se daban a la charla eran los chicos, aunque teníamos una barrera importante en el idioma. Una cosa que nos llamaba la atención era que casi todos sabían manejar armas. En términos generales, la convivencia fue muy buena. No era cálida, por cierto, pero era correcta. Un día, uno de los adultos nos dice: “No se puede cambiar con golosinas el sentimiento que tenemos nosotros hacia las islas”. Mentiría si dijera que hubo comportamiento agresivo por parte de ellos en el día a día.
- ¿Y en relación a la guerra?
Estaban incondicionalmente con los ingleses. Colaboraron con las tropas británicas en lo que pudieron: tenían radiobalizas escondidas; mandaban a su ganado a los campos minados para detectarlos. El día del primer ataque casualmente todas las chimeneas tenían humo blanco. Pero bueh… esas son las condiciones de la guerra, y en definitiva nosotros éramos invasores para ellos.
Que empiece el show
Luego de una serie de ataques a la Base de Puerto Argentino, tres aviones Sea Harrier del Escudrón 800 atacaron la BAM Cóndor el 1° de mayo por la mañana, tomando por sorpresa a sus integrantes. El Teniente Daniel Jukic estaba en ese momento preparándose para despegar a bordo del A-527. Los Harrier rociaron la zona con bombas racimo, que provocaron numerosos daños y, lo más trágico, la muerte de Jukic y de siete suboficiales que lo estaban asistiendo.
- ¿Cuándo fue el primer ataque?
A las 8.23 del 1° de mayo. Lo recuerdo porque el reloj de uno de nuestros compañeros muertos en el ataque quedó trabado en esa hora. Ese día arrancamos a las 4 de la mañana.
Nosotros estábamos preparando los Pucará, y tratando de resolver un problema porque uno de ellos (al mando del capitán Grünert) había quedado sin poder salir. En un momento dado, giro la cabeza y veo la silueta de uno de los Harriers que suelta una bomba racimo (Belugas). Y ahí empezaron las explosiones, por lo que tuvimos que cubrirnos para evitar que nos impactaran las esquirlas. Ese día murieron Jukic y cinco suboficiales.
- ¿Tuvieron tiempo de pensar en lo que había pasado?
No, en absoluto. En ese momento teníamos la adrenalina a tope, viendo los daños y cómo resolverlos. A la tarde sí, cuando volvió la calma, nos dimos cuenta de lo que había pasado. Habíamos perdido seis amigos, y nunca había visto la muerte tan de cerca. El precio por la experiencia era carísimo. Si así habíamos empezado nuestro primer combate, ¿cómo seguiría? Ese día fue el más largo de mi vida.
Afortunadamente, el grupo humano era excepcional. Nos apoyábamos mutuamente, evitando caer en la depresión.
- ¿Cómo arrancan el 2 de mayo?
Con muchas preguntas. Nos mirábamos, tratando de entender qué había pasado. Fuimos a ver qué se podía recuperar, a acomodar todo lo que había quedado tirado, y a trabajar como siempre. Había aviones dañados que se pudieron reparar, y a los que no los dejamos como blancos señuelos.
- ¿Se acostumbraron a la situación de ataques permanentes?
En general, sí. Al primer día no teníamos idea de qué había pasado. La segunda vez, era un miedo tremendo, porque habíamos visto en vivo y en directo lo que puede hacer una bomba. Y de ahí en más es como que estábamos más cancheros, nos animábamos a salir y a enfrentar la situación.
- ¿En algún momento se pusieron a pensar “qué hacemos acá”?
No, para nada. Teníamos buena instrucción, con todo lo que eso implica. No era solamente nuestra preparación técnica, sino también el espíritu que teníamos. Lo que nunca habíamos hecho era estar bajo fuego real, con bombas de verdad cayendo sobre nosotros.
Miedo sí tuvimos, mucho. El miedo a la muerte siempre estaba presente. Pero lo podíamos controlar.
La guerra no conoce de excepciones ni descansos. Nadie puede decir “esperen que tengo miedo”. El infierno sigue. A raíz de los ataques, los efectivos de la BAM Cóndor se alojaron en un hotel, que antes del conflicto usaba el personal en tránsito que iba a trabajar a esa zona de la isla en las actividades relacionadas con la cría y faena de ovejas. La escuela en la que estuvieron hasta ese momento era un blanco muy fácil.
Los Pucará salieron a combatir en varias oportunidades. ¿Sus objetivos? Principalmente ataques a tropas británicas en tierra, y también como caza-helicópteros. ¿Los resultados? En general, negativos. La superioridad en armamento que ostentaban los británicos hicieron pagar con varios derribos, ya fuera con aviones Harrier o con misiles antiaéreos. A pesar de las malas condiciones de las pistas, del hostigamiento inglés –con bombardeos aéreos, navales o con ataques comando- y de las malas condiciones meteorológicas que dominaron las islas durante el conflicto (complicando sobremanera la operatividad del escuadrón), en total -entre el 2 de abril y el 13 de junio- el Escuadrón Pucará Malvinas realizó 186 misiones desde sus bases en Malvinas, contabilizando más de 300 horas de vuelo.
- ¿Cómo se organizan ustedes a partir del avance inglés?
Desde el momento en que los ingleses desembarcaron en San Carlos y empezaron a avanzar por tierra, se decidió dividir el escuadrón. Una parte quedó allí, como apoyo técnico por si surgía la necesidad, y la otra fue a Puerto Argentino, con todos los aviones. Cuando se hizo la división, algunos quedaron por voluntad en Pradera del Ganso (Goose Green) y otros –como fue mi caso- fuimos seleccionados para ir a Puerto Argentino.
Sangre
- El 29 a la noche, ya en Puerto Argentino, empieza un cañoneo sobre su guarnición. ¿Cómo fue?
De alguna manera, ya teníamos una cierta rutina de recibir cañoneos. Tiraban una andanada, corregían la puntería, cambiaban el buque de posición, y volvían a disparar. Esa noche era muy cerrada, y yo estaba de guardia con un suboficial del GOE (Grupo de Operaciones Especiales). Sentíamos el ruido de un helicóptero a la distancia, que permanentemente estaba por la zona.
En un momento, el Primer Teniente Castagnari nos reúne para darnos indicaciones, y mientras estábamos todos en círculo sentimos una lengua de fuego que pegó a no más de dos metros de donde yo estaba. Allí murió Castagnari, entre otros, y yo quedé herido.
A las 23.20 hs. del 29 de mayo, un cohete aire-superficie impactó en la posición en donde Castagnari estaba dando indicaciones a sus subordinados. El oficial murió en el acto, y cinco suboficiales resultaron heridos.
- ¿Qué sintió?
La primera sensación fue un golpe fuertísimo en la ingle. Por la explosión quedé sordo, y quedamos cubiertos de tierra y escombros. Mi primera reacción fue tratar de recuperar aire. Empiezo a ver cómo estaban los demás, y cuando me levanto para ayudar a un compañero herido me sentí sin fuerzas. No podía ni levantar el fusil. Nos tiramos cada uno en un refugio, y ahí entré en shock. Sentía alternativamente frío y calor, tuve vómitos. Le comento a otro suboficial que tenía una herida, y sentía que alrededor de ella estaba todo húmedo. El pide una ambulancia, y me llevaron al hospital de campaña en un Unimog.
- ¿Seguía conciente?
Sí, aunque no tenía noción de la gravedad de la herida. Les pasé todos mis datos a los médicos y pasé al quirófano. Cuando salí de ahí me dolía todo. Fueron más de cinco horas de una operación complicada. Perdí un metro del intestino delgado. Y después fueron dos días sin comer, y sin anestesia. Llegué a pesar 45 kilos (poco más de la mitad de lo que pesaba normalmente). Finalmente lograron evacuarme a Comodoro Rivadavia, y de allí a Buenos Aires. En el Hospital Aeronáutico me volvieron a operar, para completar y corregir lo que habían hecho en las islas. Tiempo más tarde me operaron una tercera vez, para sacarme una esquirla que tenía cerca de las vértebras.
El fin de la guerra llegó cuando yo estaba aún internado. Fue una situación angustiante, porque no sabía cómo estaban mis compañeros.
De vuelta a casa
A los siete meses de salir del hospital, Guastalla estaba nuevamente en Reconquista. Empezó de a poco, con tareas que no demandaban mucho esfuerzo físico. De sus compañeros no había nadie: o estaban de licencia, o no habían vuelto.
- ¿Cómo internalizaron la experiencia de guerra?
Entre nosotros formamos un grupo de veteranos, y decidimos ayudar a una escuela rural de la zona. Le pusimos mucho esfuerzo, colaborando con las refacciones del edificio. Era como una forma de terapia. El de Reconquista fue uno de los grupos de veteranos más grandes que se mantuvo en la misma unidad, y todos los años seguíamos juntándonos para los aniversarios. Eso nos ayudó mucho.
- ¿Volvió a trabajar sin problemas?
Sí. En enero o febrero del ’83 volví a trabajar plenamente. Poco tiempo después, en junio, tuve un accidente. Veníamos practicando con un Pucará, simulando una emergencia en un motor. Estábamos en final de aterrizaje, con pérdida, cuando una ráfaga nos quitó del centro de la pista. Cuando el avión reaccionó, fue tarde y nos despistamos. Afortunadamente, no hubo daños personales ni para el piloto ni para mi; apenas algunas roturas en el avión. Lo curioso del caso es que yo estaba por empezar una licencia, y por la otra pista estaba llegando un avión de Resistencia al que yo iba a subir para ir a lo de mis padres. Ya tenía todo listo para irme. Así que tuve que esperar a que llegaran los miembros de la Junta de Accidentes, y recién ahí salir.
- Desde el punto de vista técnico y humano, ¿qué aprendió en Malvinas?
Muchas cosas. En general, por mejor que sea el entrenamiento no se puede igualar a la realidad de una guerra. Por caso, la disposición de los pertrechos alrededor de una pista, del combustible, del armamento. Una cosa es practicarlo en maniobras, y otra es sufrir un bombardeo real.
Además, hubo un aprendizaje en lo humano. La nuestra es una profesión en la que la preparación técnica es importante, pero en donde también importa mucho la ascendencia humana, personal. Cada uno va fijándose en sus referentes, en cómo se comporta en distintas situaciones, en qué disposición tiene para con su trabajo y con su grupo. Uno elije sus modelos, y a su vez también puede ser el modelo de otros. No solamente se siguen casos históricos, como puede ser San Martín o cualquier otro prócer. También se destacan compañeros y colegas contemporáneos. Y la guerra es un laboratorio importante para esas facetas de cada persona.
En la guerra también aprendés –como en ningún otro lugar- el valor de la vida humana. En un momento estás charlando con alguien, y al rato siguiente a lo mejor no está más por un bombardeo. Hay que aprender a convivir, a limar asperezas; situaciones propias de todo grupo, pero que en una situación extrema hay que saber resolver.
- ¿Hay entre los veteranos alguna afinidad o relación especial?
Sí, como en todas las vivencias tan extremas, hay un vínculo especial. Uno puede contarle a cualquiera lo que le pasó en Malvinas, y tratar de ser lo más claro y explícito posible. Pero si el otro no estuvo allí, nunca va a entender a fondo lo que ocurrió. Es algo muy personal. En cambio, con los veteranos tenemos en general los mismos sentimientos por haber tenido vivencias similares. Nos emocionamos distinto cuando nos referimos al tema, y tenemos una relación especial cuando nos encontramos en cualquier situación. Eso es tanto entre pares como también entre efectivos de distintas jerarquías.
- Usted fue a la guerra muy joven, al principio de su carrera. ¿Alguna vez consideró que con lo vivido allí ya era suficiente?
No, en absoluto. El hecho de que un grupo de nosotros haya ido al campo de batalla no implica que uno sea mejor o peor que el resto. Nunca quise que, por ser veterano, me pusieran en un podio ni nada similar. Y tampoco manejé mi carrera sobre la base de haber ido a Malvinas. Al contrario, todo me costó mucho, porque además yo elegí el camino más complejo. En la Brigada era el suboficial que más horas de vuelo tenía, saliendo en cabinas sin presurización con 50 grados de temperatura, con mucho esfuerzo físico. Nunca me fijé si cumplía un horario, sino que el trabajo estuviera terminado.
En definitiva, a lo mejor podría haberme quedado con los laureles de Malvinas, y tal vez con buen resultado en mi carrera. Pero eso no era lo que quería. Quise construir algo que fuera más allá de la guerra, sumando responsabilidades y capacidades también. Como reza la Madre Teresa, “No importa lo mucho que hayas hecho, sino el amor que pusiste para hacerlo”.
- ¿Cómo incorpora su familia el tema Malvinas? (N. del A.: Guastalla está casado y tiene cuatro hijos)
A mi esposa la conocí antes de la guerra, aunque nos pusimos de novios después, cuando yo volví. Parte de mi tratamiento en el hospital, además de las heridas, fue de terapia psicológica. Me fue muy útil, y nunca tuve problemas con el tema de la guerra. Por ende, tampoco hubo problemas en casa.
Mis hijos me han aprovechado para dar charlas en escuelas, y los ayudé en algunos trabajos escolares, pero no es que nos sentemos a hablar del tema específicamente. Sencillamente, no surge.
Londres, y después…
- ¿Cómo fue elegido para ir a Londres?
Desde Presidencia hicieron una invitación a la Fuerza, y me eligieron a mi para concurrir. Fue una sorpresa. Para mi fue un orgullo, por ser el suboficial que representó a la Fuerza Aérea. Y el hecho de estar en un aniversario fuera del país, especialmente en el Reino Unido, le dio un tinte especial, más emotivo.
- ¿Alguna vez se relacionó con militares británicos?
No, hasta ahora no. Pero estoy preparándome para ir en comisión a la embajada argentina allá, y me gustaría poder reunirme con ellos.
- ¿Qué proyectos tiene para el día que se retire?
Me interesaría instalar una granja ecológica, o algún proyecto similar. Mis abuelos eran gente de campo, así que es un poco volver a mis orígenes. Por el momento, estoy dedicado al ciento por ciento a la Fuerza. Me toma mucho tiempo, y yo me vuelco completamente, con mucha intensidad. Es una vocación muy fuerte, y mi familia afortunadamente me acompaña. Por eso aún no proyecté nada concreto sobre mi futuro. Cuando me retire, veré.