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A 70 años del inicio de la II Guerra Mundial
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<blockquote data-quote="Shandor" data-source="post: 808317" data-attributes="member: 50"><p>Los signos de la bestia </p><p></p><p>¿Podría haberse evitado el nazismo? A 70 años del inicio de la Segunda Guerra Mundial, las señales de alarma que Europa ignoró. </p><p></p><p>Cuando escucho a Wagner siento deseos de invadir Polonia”, dijo un personaje entrañable de Woody Allen. De haber analizado a tiempo los métodos de estimulación emotiva con que el hitlerismo convertía en energía de alta agresividad hasta el impulsivo genio wagneriano, no habría sorprendido a Europa aquel septiembre de hace 70 años. Sobre todo de haber analizado el proceso de degeneración de teorías ántropogeográficas y el cientificismo ideológico que fermentaba en la excitación ultranacionalista.</p><p></p><p>Pero quienes debieron realizar esos análisis no parecían gente muy lúcida. Chamberlain y Daladier habían firmado el pacto de Munich y en aquel mes, con las 53 divisiones del general Walter Von Brauchtisch cómodamente instaladas en Polonia y el acorazado Schlewig-Holstein custodiando el puerto de Dantzig, el gobierno francés anunciaba el conflicto en una frase con más pánico y derrotismo que determinación intimidante: “Resulta extremadamente dudoso, y es lo menos que puede decirse, que Francia y Gran Bretaña puedan ganar la guerra contra Alemania. Sin embargo, hay que combatir porque nuestra suerte será peor si dejamos destruir Polonia”. </p><p></p><p>En la historia no debe haber ningún antecedente de declaración de guerra con palabras tan temblorosas y resignadas como esas que dijo el diplomático galo Alexis Saint-Léger. Tampoco había sido lúcido el funcionario comisionado por la Sociedad de Naciones para el caso Dantzig. Afirmó que “el corredor polaco no corre peligro alguno” el día anterior de que Hitler pusiera en marcha su “Fall Weiss” (Plan Blanco) con la complicidad soviética acordada en Brest-Litovsk.</p><p></p><p>Muchos usaron la palabra “blitzkrieg” para autodisculparse tanta negligencia. Si se trató de una “guerra relámpago” no se podía estar preparado para ella, sostenía el burdo razonamiento. Pero la cuestión no era predecir el día y la hora del zarpazo que detonó la Segunda Guerra Mundial; sino dilucidar la inexorable consecuencia del trayecto teórico que Alemania había emprendido en los terrenos de la geografía, la historia y la etnología.</p><p></p><p>Se puede predecir una guerra contando los tanques que acumula un país, pero también prestando atención al discurso dominante. En la cultura, el romanticismo alemán había degenerado en la “völkisch”, un populismo folklórico de alto impacto emocional, mientras los teorizadores de la ideología empezaban a manipular ciencias para convertirlas en herramientas de adoctrinamiento y dominación. </p><p></p><p>Eso era lo que había que advertir. La afirmación en Mein Kampf del “derecho moral” de Alemania a “adquirir territorios para el crecimiento de la población” habría sido entendida antes de que Hitler la escribiera. Al fin de cuentas, era la desembocadura del trayecto que los teóricos nacionalistas emprendieron a partir de Friedrich Ratzel.</p><p></p><p>El lúcido geógrafo del siglo XIX, que había recorrido el mundo como cronista del Kölnische Zeitung, reparó en el paisaje humano, social y político que presentaba cada espacio territorial. Por eso sus dos grandes obras revelan la intención desde los títulos: “Geografía Política” y “Ántropogeografía”.</p><p></p><p>Ratzel hizo que los títulos de sus libros se convirtieran en disciplinas científicas. Sus postulados positivistas y evolucionistas sentaron las bases del determinismo geográfico que tiene en Carl Ritter al otro gran representante. Ese determinismo fue, precisamente, la bacteria infecciosa que el gran geógrafo alemán no supo medir en sus consecuencias.</p><p></p><p>Su teoría del “lebensraum”, espacio vital, implica una afirmación tan determinista como la que construyó Marx con la dialéctica de Hegel. A partir de Ratzel, era posible afirmar que la historia de la humanidad no es otra cosa que la historia de la lucha por el control del lebensraum, el lugar y la dimensión indispensables para la vida.</p><p></p><p>En ese camino era inevitable un siguiente paso, y lo dio el geógrafo y politólogo sueco Johan Rudolf Kjellen. Este profesor de Uppsala y Gotemburgo, sumando a las influencias recibidas de Ritter y Ratzel la de Von Humboldt, creó la “geopolítica”, disciplina que se convirtió en arma de grueso calibre en las manos de Karl Haushhofer.</p><p></p><p>Ese geógrafo y militar dio los toques que faltaban para que alcanzara su plenitud la concepción biológica aplicada al Estado, considerándolo un ser vivo que, como tal, nace y crece. Ese imprescindible crecimiento de todo ser viviente es la doctrina expansionista que, incorporando las teorías raciales de Rosemberg, va a concluir en que todo territorio donde haya población germana es Alemania.</p><p></p><p>Desde esa idea Hitler reclamó los Sudetes checoslovacos que, en forma negligente e impropia, Chamberlain y Daladier le concedieron. Y fue también el argumento por el cual, la Wehrmacht y la Luftwaffe deglutieron Polonia hace exactamente 70 años.</p><p></p><p>Esas teorías hablaban por si mismas, y lo anunciaban todo con muchos años de anticipación. No hacía falta que el partido nazi proclamara como lema “ein volk, ein reich, ein führer”. La degeneración científica dejaba en claro la convicción absoluta de que un único líder y un único imperio debían regir sobre un único pueblo.</p><p></p><p>En todo caso, si quedaban dudas, estaba el discurso hitleriano para despejarlas. Ninguna mente abierta que lo analizara podía no arribar a premoniciones funestas. Lo explica el lingüista alemán Victor Klemperer, reflexionando sobre lo que llama “la hipocresía afectiva” de las ideologías totalitarias. En su libro “La Lengua del III Reich”, señala “la hipocresía afectiva del nazismo” y el “pecado mortal de la mentira consciente que arrastra al campo de los sentimientos”.</p><p></p><p>Klemperer lo resume con esclarecedora contundencia: “el totalitarismo miente con palabras embadurnadas de sentimentalismo”.</p><p></p><p>La suma de discurso más cientificismo daba un resultado inequívoco. Haberlo tenido en cuenta quizá no hubiera evitado el estallido de la Segunda Guerra Mundial, pero al menos las fuerzas del general Walter von Brauchtisch no habrían tomado por sorpresa a Europa y aplastado con tanta facilidad a las escuálidas divisiones de infantería y de artillería que comandaba el mariscal polaco Rydz-Smigly.</p><p></p><p>Más curioso es que la historia se haya repetido tantas veces y en tantos rincones del planeta, tomando siempre por sorpresa a un mundo que insiste en no leer los discursos y movimientos científicos y culturales. O lo hace arteramente para justificar doctrinas de alta peligrosidad, como la de la guerra preventiva.</p><p></p><p>Salvando la sideral diferencia con el caso nazi, hoy ocurre en América Latina, donde Hugo Chávez vocifera sin que reaccione ningún gobierno una interpretación histórica, social y política que, si bien no justifica expansionismo territorial, promueve un expansionismo político, y justifica injerencia en los asuntos internos de países vecinos. </p><p></p><p>Por ejemplo, cuando exhorta a los colombianos a levantarse contra la “oligarquía burguesa” que “impide la Gran Colombia bolivariana” para “servir al imperialismo”, debiera encontrar otra reacción en el área. Obviamente, no la aberrante doctrina de la guerra preventiva, pero sí reproches fuertes y a coro. Sobre todo teniendo en cuenta que al historicismo chavista lo acompaña el discurso “afectivo” y cargado de “sentimentalismo” que Klemperer descubre en la lengua de todos los totalitarios.</p><p></p><p>Las reacciones tardías ante el uso peligroso de la teoría y la palabra, obviamente, nunca evitan los estropicios de los liderazgos ideologizados. Si la prensa norteamericana y la oposición demócrata hubieran reaccionado a tiempo ante los delirios místicos de Bush y las teorías mesiánicas del equipo de extremistas conducido por Dick Cheney, se habría ahorrado mucha destrucción, muerte y sufrimiento.</p><p></p><p>La luz de alarma debe encenderse frente a los historicismos, las teorías deterministas y también la manipulación artística de las emociones. Bien lo sabe el entrañable personaje que cuando escucha a Wagner siente deseos de invadir Polonia.</p><p></p><p> Por CLAUDIO FANTINI - Politólogo y analista internacional.</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Shandor, post: 808317, member: 50"] Los signos de la bestia ¿Podría haberse evitado el nazismo? A 70 años del inicio de la Segunda Guerra Mundial, las señales de alarma que Europa ignoró. Cuando escucho a Wagner siento deseos de invadir Polonia”, dijo un personaje entrañable de Woody Allen. De haber analizado a tiempo los métodos de estimulación emotiva con que el hitlerismo convertía en energía de alta agresividad hasta el impulsivo genio wagneriano, no habría sorprendido a Europa aquel septiembre de hace 70 años. Sobre todo de haber analizado el proceso de degeneración de teorías ántropogeográficas y el cientificismo ideológico que fermentaba en la excitación ultranacionalista. Pero quienes debieron realizar esos análisis no parecían gente muy lúcida. Chamberlain y Daladier habían firmado el pacto de Munich y en aquel mes, con las 53 divisiones del general Walter Von Brauchtisch cómodamente instaladas en Polonia y el acorazado Schlewig-Holstein custodiando el puerto de Dantzig, el gobierno francés anunciaba el conflicto en una frase con más pánico y derrotismo que determinación intimidante: “Resulta extremadamente dudoso, y es lo menos que puede decirse, que Francia y Gran Bretaña puedan ganar la guerra contra Alemania. Sin embargo, hay que combatir porque nuestra suerte será peor si dejamos destruir Polonia”. En la historia no debe haber ningún antecedente de declaración de guerra con palabras tan temblorosas y resignadas como esas que dijo el diplomático galo Alexis Saint-Léger. Tampoco había sido lúcido el funcionario comisionado por la Sociedad de Naciones para el caso Dantzig. Afirmó que “el corredor polaco no corre peligro alguno” el día anterior de que Hitler pusiera en marcha su “Fall Weiss” (Plan Blanco) con la complicidad soviética acordada en Brest-Litovsk. Muchos usaron la palabra “blitzkrieg” para autodisculparse tanta negligencia. Si se trató de una “guerra relámpago” no se podía estar preparado para ella, sostenía el burdo razonamiento. Pero la cuestión no era predecir el día y la hora del zarpazo que detonó la Segunda Guerra Mundial; sino dilucidar la inexorable consecuencia del trayecto teórico que Alemania había emprendido en los terrenos de la geografía, la historia y la etnología. Se puede predecir una guerra contando los tanques que acumula un país, pero también prestando atención al discurso dominante. En la cultura, el romanticismo alemán había degenerado en la “völkisch”, un populismo folklórico de alto impacto emocional, mientras los teorizadores de la ideología empezaban a manipular ciencias para convertirlas en herramientas de adoctrinamiento y dominación. Eso era lo que había que advertir. La afirmación en Mein Kampf del “derecho moral” de Alemania a “adquirir territorios para el crecimiento de la población” habría sido entendida antes de que Hitler la escribiera. Al fin de cuentas, era la desembocadura del trayecto que los teóricos nacionalistas emprendieron a partir de Friedrich Ratzel. El lúcido geógrafo del siglo XIX, que había recorrido el mundo como cronista del Kölnische Zeitung, reparó en el paisaje humano, social y político que presentaba cada espacio territorial. Por eso sus dos grandes obras revelan la intención desde los títulos: “Geografía Política” y “Ántropogeografía”. Ratzel hizo que los títulos de sus libros se convirtieran en disciplinas científicas. Sus postulados positivistas y evolucionistas sentaron las bases del determinismo geográfico que tiene en Carl Ritter al otro gran representante. Ese determinismo fue, precisamente, la bacteria infecciosa que el gran geógrafo alemán no supo medir en sus consecuencias. Su teoría del “lebensraum”, espacio vital, implica una afirmación tan determinista como la que construyó Marx con la dialéctica de Hegel. A partir de Ratzel, era posible afirmar que la historia de la humanidad no es otra cosa que la historia de la lucha por el control del lebensraum, el lugar y la dimensión indispensables para la vida. En ese camino era inevitable un siguiente paso, y lo dio el geógrafo y politólogo sueco Johan Rudolf Kjellen. Este profesor de Uppsala y Gotemburgo, sumando a las influencias recibidas de Ritter y Ratzel la de Von Humboldt, creó la “geopolítica”, disciplina que se convirtió en arma de grueso calibre en las manos de Karl Haushhofer. Ese geógrafo y militar dio los toques que faltaban para que alcanzara su plenitud la concepción biológica aplicada al Estado, considerándolo un ser vivo que, como tal, nace y crece. Ese imprescindible crecimiento de todo ser viviente es la doctrina expansionista que, incorporando las teorías raciales de Rosemberg, va a concluir en que todo territorio donde haya población germana es Alemania. Desde esa idea Hitler reclamó los Sudetes checoslovacos que, en forma negligente e impropia, Chamberlain y Daladier le concedieron. Y fue también el argumento por el cual, la Wehrmacht y la Luftwaffe deglutieron Polonia hace exactamente 70 años. Esas teorías hablaban por si mismas, y lo anunciaban todo con muchos años de anticipación. No hacía falta que el partido nazi proclamara como lema “ein volk, ein reich, ein führer”. La degeneración científica dejaba en claro la convicción absoluta de que un único líder y un único imperio debían regir sobre un único pueblo. En todo caso, si quedaban dudas, estaba el discurso hitleriano para despejarlas. Ninguna mente abierta que lo analizara podía no arribar a premoniciones funestas. Lo explica el lingüista alemán Victor Klemperer, reflexionando sobre lo que llama “la hipocresía afectiva” de las ideologías totalitarias. En su libro “La Lengua del III Reich”, señala “la hipocresía afectiva del nazismo” y el “pecado mortal de la mentira consciente que arrastra al campo de los sentimientos”. Klemperer lo resume con esclarecedora contundencia: “el totalitarismo miente con palabras embadurnadas de sentimentalismo”. La suma de discurso más cientificismo daba un resultado inequívoco. Haberlo tenido en cuenta quizá no hubiera evitado el estallido de la Segunda Guerra Mundial, pero al menos las fuerzas del general Walter von Brauchtisch no habrían tomado por sorpresa a Europa y aplastado con tanta facilidad a las escuálidas divisiones de infantería y de artillería que comandaba el mariscal polaco Rydz-Smigly. Más curioso es que la historia se haya repetido tantas veces y en tantos rincones del planeta, tomando siempre por sorpresa a un mundo que insiste en no leer los discursos y movimientos científicos y culturales. O lo hace arteramente para justificar doctrinas de alta peligrosidad, como la de la guerra preventiva. Salvando la sideral diferencia con el caso nazi, hoy ocurre en América Latina, donde Hugo Chávez vocifera sin que reaccione ningún gobierno una interpretación histórica, social y política que, si bien no justifica expansionismo territorial, promueve un expansionismo político, y justifica injerencia en los asuntos internos de países vecinos. Por ejemplo, cuando exhorta a los colombianos a levantarse contra la “oligarquía burguesa” que “impide la Gran Colombia bolivariana” para “servir al imperialismo”, debiera encontrar otra reacción en el área. Obviamente, no la aberrante doctrina de la guerra preventiva, pero sí reproches fuertes y a coro. Sobre todo teniendo en cuenta que al historicismo chavista lo acompaña el discurso “afectivo” y cargado de “sentimentalismo” que Klemperer descubre en la lengua de todos los totalitarios. Las reacciones tardías ante el uso peligroso de la teoría y la palabra, obviamente, nunca evitan los estropicios de los liderazgos ideologizados. Si la prensa norteamericana y la oposición demócrata hubieran reaccionado a tiempo ante los delirios místicos de Bush y las teorías mesiánicas del equipo de extremistas conducido por Dick Cheney, se habría ahorrado mucha destrucción, muerte y sufrimiento. La luz de alarma debe encenderse frente a los historicismos, las teorías deterministas y también la manipulación artística de las emociones. Bien lo sabe el entrañable personaje que cuando escucha a Wagner siente deseos de invadir Polonia. Por CLAUDIO FANTINI - Politólogo y analista internacional. [/QUOTE]
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