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Malvinas 1982
A los hombres de acción...
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<blockquote data-quote="emeldir" data-source="post: 758163" data-attributes="member: 7940"><p><strong>Tumbas blancas.</strong></p><p></p><p>Aqui transcribiré unos segmentos de un artículo publicado en una vieja Revista de la década del 6o llamada Planeta. Era una revista francesa, y el autor de este articulo se llama Aimé Michel, se titula: "Cómo y por qué un lugar se hace sagrado", en él, reivindica de algún modo "el misterio", el "asombro", lo "inexpresable"... y evocando una serie de momentos de su vida en dónde experimentó tales cosas, recuerda una visita a la Cripta de Vieil-Armand (<em>Memorial Hartmannswillerkopf. La montaña de Hartmannswillerkopf ("Vieil Armand" para las tropas francesas) fue uno de los puntos más calientes de la Primera Guerra Mundial. Pasó innumerables veces de un bando a otro y aunque el número exacto de muertos no se sabrá nunca, un mínimo de 30000 soldados murieron victimas de los gases tóxicos. Un gran campo de cruces blancas y una cripta con huesos de 12000 soldados desconocidos, conforman un lugar para el mantenimiento de la memoria, un monumento que está construido encima de una cripta que encierra los restos de los 12.000 soldados desconocidos. Es una amplia terraza coronada por el altar de la Patria, de bronce, cuyas caras representan los escudos de armas de las grandes ciudades de Francia. Tres capillas se encuentran alrededor del osario, una judía, una protestante y una católica. El lugar está lleno de antiguas fortificaciones, segmentos de zanjas y refugios principalmente alemanes.)</em></p><p></p><p><a href="http://www.geocities.com/moragallego/Necropole.jpg">http://www.geocities.com/moragallego/Necropole.jpg</a></p><p></p><p>Y aquí el segmento que inevitablemente me llevó a pensar en el Cementerio Argentino en Malvinas:</p><p></p><p>...."volvamos a los lugares sagrados, y hasta admitamos la explicación inútil e incomprobable de un temor difuso a la muerte. Cuando visitaba por primera vez los Vosgos en compañía de mi esposa. (...) Era el Hartmannswillerkopf, el demasiado famoso Vieil Armand de la Primera Guerra Mundial. Ese nombre me recordaba por otra parte, algo distinto del pesado recuerdo escolar. ¿Qué? Lo comprendí al visitar el cementerio, cuando vi allí blancas, bien alineadas, limpitas como los expedientes de un empleado modelo, las tumbas que dejó el batallón de cazadores alpinos en el que combatió el sargento Jules Michel, mi padre. Nada más monótono que la horrible absurdidad de los cementerios militares, y yo creo sentirla más que cualquier otro, pues tal vez le deba a la protección paradójica de una enfermedad que me libró de la conscripción, el no descansar en uno de ellos.</p><p> <strong>Cada vez que veo la tumba de un soldado no puedo menos de pensar - ¿y por qué he de hacerlo yo?- que su pobre cadáver abandonado no descansa allí sino porque fue el cuerpo de un hombre sano, admirable producto de tres mil millones de años de meditación de la naturaleza y prometido de una vida triunfante y fecunda; y que si hubiese sido menos idóneo para sobrevivir, habría sobrevivido, como yo, pues la guerra practica la selección al revés mediante la exterminación de los mejores.</strong></p><p> Pero estos pensamientos -y otros muchos- que hacen de la visita de un cementerio militar una prueba angustiosa y saludable, dejaron lugar, cuando descendimos a la cripta excavada allí en recuerdo de los muertos, a un sentimiento muy diferente, mucho más difícil de expresar y del que, lo juro, estaba excluido totalmente el temor a la muerte. Ya no había en mí temor alguno cuando leí en la piedra del monumento de la drecha el admirable versículo de Ezequiel XXXVII,9: "Ven, ¡oh, espíritu!, ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos huesos muertos, y vivirán." </p><p> Sentí a mi alrededor la presencia de todos esos muertos inútiles y la formidable masa psíquica de <strong>su valor, de su olvido de sí mismos, de su sufrimiento aceptado y superado hasta la prueba suprema.</strong> Ningún temor, sino más bien ternura y compasión que las que puede contener el corazón de un hombre y las que puede expresar su lenguaje, al mismo tiempo que no se qué extraño orgullo por ser hijo de un planeta capaz de producir tales virtudes. Olvidé entonces que el crimen que había tendido allí a tantos hombres jóvenes franceses y alemanes era también algo terrestre y que yo participaba tal vez en el crimen de los unos más que en el heroísmo de los otros. Los hombres que estaban allí, esperando bajo tierra la promesa de Ezequiel, habían padecido un suplicio del que mi padre me había hablado cien veces con la voz enronquecida por el gas mostaza. Todos odiaban la guerra. (...)</p><p></p><p> Lo comparto con ustedes, gracias a que un gran amigo lo compartió conmigo y me regaló ese número de la Revista.</p><p>Saludos, desde Corrientes.</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="emeldir, post: 758163, member: 7940"] [b]Tumbas blancas.[/b] Aqui transcribiré unos segmentos de un artículo publicado en una vieja Revista de la década del 6o llamada Planeta. Era una revista francesa, y el autor de este articulo se llama Aimé Michel, se titula: "Cómo y por qué un lugar se hace sagrado", en él, reivindica de algún modo "el misterio", el "asombro", lo "inexpresable"... y evocando una serie de momentos de su vida en dónde experimentó tales cosas, recuerda una visita a la Cripta de Vieil-Armand ([I]Memorial Hartmannswillerkopf. La montaña de Hartmannswillerkopf ("Vieil Armand" para las tropas francesas) fue uno de los puntos más calientes de la Primera Guerra Mundial. Pasó innumerables veces de un bando a otro y aunque el número exacto de muertos no se sabrá nunca, un mínimo de 30000 soldados murieron victimas de los gases tóxicos. Un gran campo de cruces blancas y una cripta con huesos de 12000 soldados desconocidos, conforman un lugar para el mantenimiento de la memoria, un monumento que está construido encima de una cripta que encierra los restos de los 12.000 soldados desconocidos. Es una amplia terraza coronada por el altar de la Patria, de bronce, cuyas caras representan los escudos de armas de las grandes ciudades de Francia. Tres capillas se encuentran alrededor del osario, una judía, una protestante y una católica. El lugar está lleno de antiguas fortificaciones, segmentos de zanjas y refugios principalmente alemanes.)[/I] [url]http://www.geocities.com/moragallego/Necropole.jpg[/url] Y aquí el segmento que inevitablemente me llevó a pensar en el Cementerio Argentino en Malvinas: ...."volvamos a los lugares sagrados, y hasta admitamos la explicación inútil e incomprobable de un temor difuso a la muerte. Cuando visitaba por primera vez los Vosgos en compañía de mi esposa. (...) Era el Hartmannswillerkopf, el demasiado famoso Vieil Armand de la Primera Guerra Mundial. Ese nombre me recordaba por otra parte, algo distinto del pesado recuerdo escolar. ¿Qué? Lo comprendí al visitar el cementerio, cuando vi allí blancas, bien alineadas, limpitas como los expedientes de un empleado modelo, las tumbas que dejó el batallón de cazadores alpinos en el que combatió el sargento Jules Michel, mi padre. Nada más monótono que la horrible absurdidad de los cementerios militares, y yo creo sentirla más que cualquier otro, pues tal vez le deba a la protección paradójica de una enfermedad que me libró de la conscripción, el no descansar en uno de ellos. [B]Cada vez que veo la tumba de un soldado no puedo menos de pensar - ¿y por qué he de hacerlo yo?- que su pobre cadáver abandonado no descansa allí sino porque fue el cuerpo de un hombre sano, admirable producto de tres mil millones de años de meditación de la naturaleza y prometido de una vida triunfante y fecunda; y que si hubiese sido menos idóneo para sobrevivir, habría sobrevivido, como yo, pues la guerra practica la selección al revés mediante la exterminación de los mejores.[/B] Pero estos pensamientos -y otros muchos- que hacen de la visita de un cementerio militar una prueba angustiosa y saludable, dejaron lugar, cuando descendimos a la cripta excavada allí en recuerdo de los muertos, a un sentimiento muy diferente, mucho más difícil de expresar y del que, lo juro, estaba excluido totalmente el temor a la muerte. Ya no había en mí temor alguno cuando leí en la piedra del monumento de la drecha el admirable versículo de Ezequiel XXXVII,9: "Ven, ¡oh, espíritu!, ven de los cuatro vientos y sopla sobre estos huesos muertos, y vivirán." Sentí a mi alrededor la presencia de todos esos muertos inútiles y la formidable masa psíquica de [B]su valor, de su olvido de sí mismos, de su sufrimiento aceptado y superado hasta la prueba suprema.[/B] Ningún temor, sino más bien ternura y compasión que las que puede contener el corazón de un hombre y las que puede expresar su lenguaje, al mismo tiempo que no se qué extraño orgullo por ser hijo de un planeta capaz de producir tales virtudes. Olvidé entonces que el crimen que había tendido allí a tantos hombres jóvenes franceses y alemanes era también algo terrestre y que yo participaba tal vez en el crimen de los unos más que en el heroísmo de los otros. Los hombres que estaban allí, esperando bajo tierra la promesa de Ezequiel, habían padecido un suplicio del que mi padre me había hablado cien veces con la voz enronquecida por el gas mostaza. Todos odiaban la guerra. (...) Lo comparto con ustedes, gracias a que un gran amigo lo compartió conmigo y me regaló ese número de la Revista. Saludos, desde Corrientes. [/QUOTE]
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