Derruido
Colaborador
El delicado negocio de exportar armas
Por Daniel Larriqueta
Para LA NACION
El gobierno nacional ha reglamentado la ley de defensa nacional, ajustando el modo de conducción de las Fuerzas Armadas al que caracteriza a la política militar en las primeras democracias del mundo. Pero simultáneamente impulsa una ley de procuración de medios para la defensa que, según declaraciones de la ministra Nilda Garré, incluye un objetivo de producción y exportación de armas. Aunque a primera vista tal propósito parece congruente con el crecimiento de nuestro comercio exterior, plantea cuestiones que hacen a la transparencia de la administración militar y a la autonomía de la política exterior.
Cuando, en 1986, asumí la Secretaría de Producción para la Defensa, el país tenía intacta la gran estructura de industrias militares acumuladas en cuarenta años. Las actividades más antiguas, como los aceros de Somisa, los productos químicos de Atanor y el trabajo de los astilleros, habían logrado acompasar el primitivo objetivo bélico a una razonable prestación de bienes y servicios para la actividad civil en tiempos de paz, lo que las convertía en empresas sustentables y eventualmente privatizables. Pero muchos gigantescos emprendimientos de los gobiernos militares del Proceso estaban allí como dinosaurios devoradores de recursos públicos, incluyendo su peso en el enorme endeudamiento externo de la Argentina. Para mostrar lo aberrante de la situación, alcanza con recordar la fábrica de tanques Tamse y el astillero de submarinos Domecq García.
La fábrica del "tanque argentino mediano" -que siempre aparece en nuestros desfiles- era un emprendimiento modelo por su nivel tecnológico, que manufacturaba un vehículo eficaz a un costo que entonces cotizaba en el orden del millón de dólares. Pero había sido concebido por sus diseñadores alemanes para combatir en batería con tanques pesados, a los que servía de apoyo, y nosotros no estábamos en condiciones de fabricar tanques pesados. El único cliente de la fábrica era el Ejército Argentino y, como en aquel tiempo no tenía más presupuesto para equipamiento, los vehículos nuevos se acumulaban en los playones de Tamse sin destino.
El astillero Domecq García era otra maravilla tecnológica. Pero las licencias alemanas que amparaban el trabajo sólo permitían fabricar submarinos con propulsión a diesel, que ya en la Guerra de las Malvinas habían demostrado su inoperabilidad. No estábamos autorizados ni habilitados para dotarlos de propulsión nuclear. Así resultaba que el único cliente comprador de esas maravillas minusválidas era nuestra Armada, que tampoco tenía ya recursos presupuestarios para equiparse.
Los abultados déficit que provocaban las industrias militares llevaban naturalmente a que se insinuara una solución de oro: "Exportemos". Una solución para las fábricas y una contribución al comercio exterior. En los dos casos de las empresas mencionadas, las exportaciones presuntas tropezaban con dos impedimentos: los productos no tenían una fácil aplicación bélica y las licencias de fabricación obligaban al país a solicitar la autorización de la OTAN, la que no se daba en caso de cliente comunista o país en guerra.
Hicimos sondeos. Los tanques eran bien apreciados y los que se enviaron en prueba dieron buenos resultados. Pero los clientes pudientes pedían el tanque pesado que acompaña y nosotros no teníamos. Y los clientes pobres, como los países africanos, que podían usarlos para tareas no estratégicas -control de frontera, disuasión-, lo encontraban carísimo.
Las exploraciones para vender algunas de estas armas, e incluso equipamiento que tenían las fuerzas y no podíamos mantener por sus elevados costos, nos enseñaron algunas cosas que en su tiempo discutimos con el ministro de Defensa, Germán López, y con el presidente. Se trataba de mercados muy turbios, con operadores de dudosa conducta, donde era normal pagar comisiones de dos dígitos y que provocaban fuertes reacciones políticas. Negocios inciertos, de grandes márgenes blancos y negros, con intervención de servicios de inteligencia de muchos países y perturbadores de la política exterior.
Lo que sucedió en años posteriores, durante la presidencia de Menem -y sin entrar a analizar la prolijidad de los casos-, ha dado pruebas públicas de estas turbideces. Las ventas de armas a Croacia, país en guerra y sujeto a embargo militar, y las realizadas a Ecuador, que tenía las mismas limitaciones, han dejado una reguera de situaciones delictivas. En el caso de Ecuador, las consecuencias políticas han sido devastadoras: comprometimos la tradición de amistad perpetua con Perú y nuestra condición de garante de las fronteras entre Perú y Ecuador.
¿Lleva todo esto a sostener que no se puede exportar armas? No necesariamente. Nuestra Fabricaciones Militares es un exportador tradicional de armas ligeras, municiones y pólvora, tanto para uso de fuerzas de seguridad como con fines de entrenamiento y aplicaciones deportivas. Estas armas no estratégicas y de menor valor bélico son bienes en los que se pueden acentuar el desarrollo tecnológico y la competencia en mercados del exterior. Pero también hay un amplio campo para equipamiento pesado que no tenga un fin bélico forzoso. A esto fue a lo que apuntamos entonces como solución para el galimatías de la industria militar: convertir las fábricas en proveedoras de equipo con fines civiles, que permitieran convertirse al destino bélico en pocos días en caso de necesidad.
Un buen ejemplo de esa estrategia es Embraer, de Brasil, una magnífica fábrica de aviones que aporta miles de millones de dólares a sus exportaciones. También la Argentina tiene su experiencia positiva: el desarrollo muy meritorio de la tecnología atómica con fines pacíficos. En aquellos años, consideramos igualmente que la industria de vectores espaciales -el malquerido Plan Cóndor- nos posibilitaría entrar en el club pacífico de las potencias espaciales, pero el gobierno posterior desandó ese camino. El caso del Plan Cóndor también concurre a demostrar cuán expuesta se vuelve la política exterior ante la presencia de proyectos industriales de gran potencial en su aplicación bélica.
Todo esto me lleva a precisar el planteamiento del asunto. Ni el Poder Ejecutivo ni el Congreso Nacional pueden considerar el tema de fabricar armas para la exportación como si se tratase de cualquier otra exportación industrial. Para conservar nuestra independencia relativa en la política exterior y preservar a las Fuerzas Armadas de las turbideces del mercado internacional de armas, más nos valdría pensar en promover otra clase de exportaciones. Los países que son grandes exportadores suelen depender de dos condicionamientos extramilitares: o tienen una fuerte responsabilidad en los equilibrios de la política mundial que los obliga a estar muy armados o vienen de un pasado de grandes potencias que los dejó con industrias bélicas que no es fácil desmontar. En ambos casos, sus políticas internacionales están siempre sorteando los obstáculos de la venta de armas, o plegándose a decisiones no necesariamente queridas. Las complejas relaciones de los países europeos y Estados Unidos con el Irak de Saddam Hussein son un buen testimonio de esta dependencia.
Pero como también tenemos una necesidad irrenunciable de equiparnos y reequiparnos para la defensa, acaso convenga hacer un esfuerzo inteligente para tener producciones alternativas y la capacidad de reconversión en las fábricas para caso de emergencia. En este camino, hay mucho para avanzar tanto en equipamiento naval, aeronáutico y terrestre de aplicación dual -civil o militar- como en industrias de punta que nos faltaron dolorosamente en la Guerra de las Malvinas, tal el caso de la electrónica de alta precisión. Pero en cualquier opción, hay que meditar las consecuencias.
El último libro del autor es La furia de Buenos Aires
Link corto: http://www.lanacion.com.ar/820582
Por Daniel Larriqueta
Para LA NACION
El gobierno nacional ha reglamentado la ley de defensa nacional, ajustando el modo de conducción de las Fuerzas Armadas al que caracteriza a la política militar en las primeras democracias del mundo. Pero simultáneamente impulsa una ley de procuración de medios para la defensa que, según declaraciones de la ministra Nilda Garré, incluye un objetivo de producción y exportación de armas. Aunque a primera vista tal propósito parece congruente con el crecimiento de nuestro comercio exterior, plantea cuestiones que hacen a la transparencia de la administración militar y a la autonomía de la política exterior.
Cuando, en 1986, asumí la Secretaría de Producción para la Defensa, el país tenía intacta la gran estructura de industrias militares acumuladas en cuarenta años. Las actividades más antiguas, como los aceros de Somisa, los productos químicos de Atanor y el trabajo de los astilleros, habían logrado acompasar el primitivo objetivo bélico a una razonable prestación de bienes y servicios para la actividad civil en tiempos de paz, lo que las convertía en empresas sustentables y eventualmente privatizables. Pero muchos gigantescos emprendimientos de los gobiernos militares del Proceso estaban allí como dinosaurios devoradores de recursos públicos, incluyendo su peso en el enorme endeudamiento externo de la Argentina. Para mostrar lo aberrante de la situación, alcanza con recordar la fábrica de tanques Tamse y el astillero de submarinos Domecq García.
La fábrica del "tanque argentino mediano" -que siempre aparece en nuestros desfiles- era un emprendimiento modelo por su nivel tecnológico, que manufacturaba un vehículo eficaz a un costo que entonces cotizaba en el orden del millón de dólares. Pero había sido concebido por sus diseñadores alemanes para combatir en batería con tanques pesados, a los que servía de apoyo, y nosotros no estábamos en condiciones de fabricar tanques pesados. El único cliente de la fábrica era el Ejército Argentino y, como en aquel tiempo no tenía más presupuesto para equipamiento, los vehículos nuevos se acumulaban en los playones de Tamse sin destino.
El astillero Domecq García era otra maravilla tecnológica. Pero las licencias alemanas que amparaban el trabajo sólo permitían fabricar submarinos con propulsión a diesel, que ya en la Guerra de las Malvinas habían demostrado su inoperabilidad. No estábamos autorizados ni habilitados para dotarlos de propulsión nuclear. Así resultaba que el único cliente comprador de esas maravillas minusválidas era nuestra Armada, que tampoco tenía ya recursos presupuestarios para equiparse.
Los abultados déficit que provocaban las industrias militares llevaban naturalmente a que se insinuara una solución de oro: "Exportemos". Una solución para las fábricas y una contribución al comercio exterior. En los dos casos de las empresas mencionadas, las exportaciones presuntas tropezaban con dos impedimentos: los productos no tenían una fácil aplicación bélica y las licencias de fabricación obligaban al país a solicitar la autorización de la OTAN, la que no se daba en caso de cliente comunista o país en guerra.
Hicimos sondeos. Los tanques eran bien apreciados y los que se enviaron en prueba dieron buenos resultados. Pero los clientes pudientes pedían el tanque pesado que acompaña y nosotros no teníamos. Y los clientes pobres, como los países africanos, que podían usarlos para tareas no estratégicas -control de frontera, disuasión-, lo encontraban carísimo.
Las exploraciones para vender algunas de estas armas, e incluso equipamiento que tenían las fuerzas y no podíamos mantener por sus elevados costos, nos enseñaron algunas cosas que en su tiempo discutimos con el ministro de Defensa, Germán López, y con el presidente. Se trataba de mercados muy turbios, con operadores de dudosa conducta, donde era normal pagar comisiones de dos dígitos y que provocaban fuertes reacciones políticas. Negocios inciertos, de grandes márgenes blancos y negros, con intervención de servicios de inteligencia de muchos países y perturbadores de la política exterior.
Lo que sucedió en años posteriores, durante la presidencia de Menem -y sin entrar a analizar la prolijidad de los casos-, ha dado pruebas públicas de estas turbideces. Las ventas de armas a Croacia, país en guerra y sujeto a embargo militar, y las realizadas a Ecuador, que tenía las mismas limitaciones, han dejado una reguera de situaciones delictivas. En el caso de Ecuador, las consecuencias políticas han sido devastadoras: comprometimos la tradición de amistad perpetua con Perú y nuestra condición de garante de las fronteras entre Perú y Ecuador.
¿Lleva todo esto a sostener que no se puede exportar armas? No necesariamente. Nuestra Fabricaciones Militares es un exportador tradicional de armas ligeras, municiones y pólvora, tanto para uso de fuerzas de seguridad como con fines de entrenamiento y aplicaciones deportivas. Estas armas no estratégicas y de menor valor bélico son bienes en los que se pueden acentuar el desarrollo tecnológico y la competencia en mercados del exterior. Pero también hay un amplio campo para equipamiento pesado que no tenga un fin bélico forzoso. A esto fue a lo que apuntamos entonces como solución para el galimatías de la industria militar: convertir las fábricas en proveedoras de equipo con fines civiles, que permitieran convertirse al destino bélico en pocos días en caso de necesidad.
Un buen ejemplo de esa estrategia es Embraer, de Brasil, una magnífica fábrica de aviones que aporta miles de millones de dólares a sus exportaciones. También la Argentina tiene su experiencia positiva: el desarrollo muy meritorio de la tecnología atómica con fines pacíficos. En aquellos años, consideramos igualmente que la industria de vectores espaciales -el malquerido Plan Cóndor- nos posibilitaría entrar en el club pacífico de las potencias espaciales, pero el gobierno posterior desandó ese camino. El caso del Plan Cóndor también concurre a demostrar cuán expuesta se vuelve la política exterior ante la presencia de proyectos industriales de gran potencial en su aplicación bélica.
Todo esto me lleva a precisar el planteamiento del asunto. Ni el Poder Ejecutivo ni el Congreso Nacional pueden considerar el tema de fabricar armas para la exportación como si se tratase de cualquier otra exportación industrial. Para conservar nuestra independencia relativa en la política exterior y preservar a las Fuerzas Armadas de las turbideces del mercado internacional de armas, más nos valdría pensar en promover otra clase de exportaciones. Los países que son grandes exportadores suelen depender de dos condicionamientos extramilitares: o tienen una fuerte responsabilidad en los equilibrios de la política mundial que los obliga a estar muy armados o vienen de un pasado de grandes potencias que los dejó con industrias bélicas que no es fácil desmontar. En ambos casos, sus políticas internacionales están siempre sorteando los obstáculos de la venta de armas, o plegándose a decisiones no necesariamente queridas. Las complejas relaciones de los países europeos y Estados Unidos con el Irak de Saddam Hussein son un buen testimonio de esta dependencia.
Pero como también tenemos una necesidad irrenunciable de equiparnos y reequiparnos para la defensa, acaso convenga hacer un esfuerzo inteligente para tener producciones alternativas y la capacidad de reconversión en las fábricas para caso de emergencia. En este camino, hay mucho para avanzar tanto en equipamiento naval, aeronáutico y terrestre de aplicación dual -civil o militar- como en industrias de punta que nos faltaron dolorosamente en la Guerra de las Malvinas, tal el caso de la electrónica de alta precisión. Pero en cualquier opción, hay que meditar las consecuencias.
El último libro del autor es La furia de Buenos Aires
Link corto: http://www.lanacion.com.ar/820582