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En el Mando Supremo de Hitler
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<blockquote data-quote="Stormnacht" data-source="post: 775516" data-attributes="member: 341"><p><strong> El 26 de agosto, Dahlerus estaba de nuevo en Berlín. El ayudante de Goering le recogió en el aeródromo y le rogó que le acompañara en seguida hasta Karinhall. Era ya de noche, y el automóvil avanzaba con rapidez por la carretera rodeada de prados, hasta que se detuvo ante la mansión de Goering. Pero al llegar allí supo que el mariscal había salido en dirección a Berlín en tren especial, que por aquel momento debería encontrarse en cualquier punto no demasiado lejos de la capital. El automóvil condujo a Dahlerus hasta un lugar llamado Friedrichswalde, donde estaba detenido el tren. Goering le recibió al instante, y antes de hacerle entrega de la carta de que era portador, Birgen Dahlerus le informó acerca de la atmósfera que prevalecía en la capital inglesa.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - No existe la menor duda, Excelencia, de que Inglaterra considera muy seriamente su pacto con Polonia. En caso de ataque por parte de Alemania, los ingleses recurrirán sin vacilar al uso de las armas.</strong></p><p><strong> Goering le escuchó con atención. Dahlerus le entregó la carta de lord Halifax. El mariscal rasgó el sobre e intentó leer el texto. Sus conocimientos de inglés no eran lo bastante fuertes como para enterarse bien del contenido de la misiva, por lo que rogó al sueco que lo hiciera por él.</strong></p><p><strong> - Herr Dahlerus, tradúzcame esta carta al alemán y considere lo importante que es el que dé a cada una de las palabras su auténtico significado.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> Entre tanto, el tren se había puesto en marcha. El traqueteo de las ruedas se confundía con las palabras del fabricante sueco. Goering no se tomó ninguna molestia en disimular su emoción: no cabía duda de que el mensaje del ministro de Asuntos Exteriores británico le había causado profunda impresión. Apenas hubo acabado Dahlerus con la traducción, el mariscal dio al jefe del tren orden de detenerse en la próxima estación, al mismo tiempo que pedía tuvieran dispuesto un automóvil a su llegada.</strong></p><p><strong> Eran las once de la noche. Los frenos del convoy chirriaron y éste se detuvo en una pequeña estación, cuyo nombre no podía leerse a consecuencia de la oscuridad. Pocos minutos después llegó un automóvil, que en rauda marcha condujo a ambos pasajeros a Berlín. El reloj de la Wilhelmsplatz señalaba la medianoche cuando el coche que conducía a Dahlerus y a Goering se detuvo ante el edificio de la Cancillería del Reich. La Wilhelmstrasse y calles adyacentes parecían hoscas gargantas; tal era la penumbra reinante. Las farolas estaban extinguidas y parecía que la ciudad se hallaba ya en pie de guerra.</strong></p><p><strong> El ayudante de Goering llamó a la puerta de la Cancillería, en cuya fachada no había ninguna ventana iluminada. Goering indicó a Dahlerus que se dirigiera a su hotel a esperar sus noticias. El mariscal mandaría despertar al Führer, que con toda seguridad estaría ya acostado.</strong></p><p><strong> La mayor parte de los residentes extranjeros habían abandonado ya la ciudad, y el vestíbulo del Hotel Esplanade estaba tranquilo y vacío. La voz de Dahlerus sonó hueco al hablar con el conserje:</strong></p><p><strong> - Esperaré aquí abajo. Tráigame, mientras, algo para beber.</strong></p><p><strong> Un cuarto de hora después llegaron dos coroneles que hablaron primero con el conserje, y luego se dirigieron a Dahleurs, ante el cual se cuadraron, informándole de que el Führer le aguardaba en la Cancillería.</strong></p><p><strong> Habían transcurrido apenas treinta minutos desde que Dahlerus había estado por primera vez ante el edificio de la Cancillería aquella noche. En tan corto tiempo la fisonomía del edificio se había transformado por entero. Casi todas las ventanas se hallaban ahora plenamente iluminadas, en contraste con los edificios fronterizos y cercanos. Este fue el motivo de que se observara a algunos transeúntes detenidos, como sorprendidos por lo inusitado del espectáculo. Los rapazuelos vendedores de periódicos aprovecharon la coyuntura para vocear la primera edición de la madrugada...</strong></p><p><strong> Las pesadas puertas de bronce del edificio contiguo a la vieja Cancillería estaban abiertas de par en par. El automóvil, sin detenerse, se deslizó hasta el patio interior donde unos cuantos funcionarios estaban presentes para dar la bienvenida al visitante nocturno. Dos de aquellos caballeros acompañaron a Birger Dahlerus a través del patio de honor, un enorme vestíbulo, la sala de los mosaicos, una gran pieza circular, y por fin hasta el sector de la galería de mármol, donde se hallaba la antesala del gabinete del Führer.</strong></p><p><strong> Adolf Hitler rogó a su huésped, así como a Hermann Goering, que tomaran asiento en un tresillo frente a la chimenea, sobre la que había un retrato de Bismarck pintado por Lenbach. Sin mencionar todavía la carta del ministro de Asuntos Exteriores británico, de la cual había sido portador Dahlerus, Hitler inició una extensa exposición sobre los objetivos de la política alemana. Todo ello acompañado de agudas críticas sobre la actitud de la Gran Bretaña. Dahlerus aprovechó una breve pausa del Führer para tomar aliento e interrumpir su monólogo.</strong></p><p><strong> - Excelencia, lamento no compartir su opinión acerca de Inglaterra y del pueblo británico. Es evidente que Su Excelencia está mal informado. He vivido mucho tiempo en Inglaterra en calidad de obrero y, por lo tanto, conozco muy bien a los distintos estamentos del pueblo inglés...</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Hitler contempló con asombro a su visitante sueco. Era cosa que jamás se hubiera imaginado: frente a él tenía a un hombre que osaba opinar de modo diferente que él. Pero lo que más le dejó perplejo fue la confesión de Dahlerus de que había trabajado como obrero en Inglaterra.</strong></p><p><strong> - Pero, ¿qué dice usted? ¿Que ha trabajado en Inglaterra como simple obrero? Eso es muy interesante. Por favor, cuénteme.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> En su obra <em>Mein Kampf</em>, Hitler describía sus experiencias como obrero de la construcción en Viena, aunque todo era falso, pues jamás ganó su pan con el trabajo corporal, y todas sus meditaciones sobre el sentir de los trabajadores vieneses eran sólo producto de su mente calenturienta. En Birger Dahlerus había encontrado un hombre que conocía de verdad a los ingleses. Hitler casi había olvidado el verdadero motivo por el que había recibido al sueco a medianoche en el edificio de la Cancillería.</strong></p><p><strong> - El inglés es muy tenaz y firme en la persecución de sus objetivos - dijo Dahlerus, al terminar su descripción del carácter inglés -, y, además, son conscientes de su condición de ciudadanos de una gran potencia. No en vano el pueblo inglés ha dominado medio mundo.</strong></p><p><strong> - Pero los plutócratas ingleses se han vuelto ineptos y perezosos - replicó Hitler.</strong></p><p><strong> - Este fenómeno no es típicamente inglés - supo contestar el fabricante sueco -. En todos los países se ha producido, y también en Alemania. Creo que si Su Excelencia hubiera tenido, como yo, la oportunidad de vivir largo tiempo en Inglaterra, ahora opinaría de muy distinta manera. Y acaso muchos conflictos se solucionarían mucho más fácilmente...</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> El amistoso intermezzo tocaba a su fin. Hitler comenzó de nuevo a emplear su tono doctoral, y volvió al tema del que treinta y seis hora antes había tratado con el embajador inglés: su apoyo garantizando la existencia del Imperio colonial británico. </strong></p><p><strong> - "Esta es mi última y generosa proposición!" - exclamó, mientras no cejaba en alabar la formidable preparación bélica de su nación. Al hablar de ello parecía transfigurarse; sus pupilas se dilataban, su rostro adquiría la rigidez de una mascarilla; parecía la faz de un demente.</strong></p><p><strong> - Si estalla la guerra - dijo a Dahlerus -, construiré submarinos. ¡Submarinos, submarinos!</strong></p><p><strong> Se levantó de su asiento y comenzó a pasear por la amplia estancia de su gabinete con movimientos envarados, como los de un títere cuyos brazos y piernas son manejados por hilos invisibles.</strong></p><p><strong> De pronto se detuvo en el centro de la sala, alzó la voz, como si fuera a dirigir la palabra a una asamblea, y exclamó:</strong></p><p><strong> - ¡También construiré aviones, muchos aviones! ¡Destruiré a mis enemigos! No temo la guerra, y es imposible sitiar a Alemania. Mi pueblo me adora y me seguirá con fidelidad. Si para Alemania llegan jornadas difíciles, yo seré el primero en sufrir privaciones. Si escasea la mantequilla, seré el primero en prescindir de ella, y mi pueblo hará lo mismo con alegre resignación.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/hite11.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /> </strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong>Parte 4 </strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Stormnacht, post: 775516, member: 341"] [B] El 26 de agosto, Dahlerus estaba de nuevo en Berlín. El ayudante de Goering le recogió en el aeródromo y le rogó que le acompañara en seguida hasta Karinhall. Era ya de noche, y el automóvil avanzaba con rapidez por la carretera rodeada de prados, hasta que se detuvo ante la mansión de Goering. Pero al llegar allí supo que el mariscal había salido en dirección a Berlín en tren especial, que por aquel momento debería encontrarse en cualquier punto no demasiado lejos de la capital. El automóvil condujo a Dahlerus hasta un lugar llamado Friedrichswalde, donde estaba detenido el tren. Goering le recibió al instante, y antes de hacerle entrega de la carta de que era portador, Birgen Dahlerus le informó acerca de la atmósfera que prevalecía en la capital inglesa. - No existe la menor duda, Excelencia, de que Inglaterra considera muy seriamente su pacto con Polonia. En caso de ataque por parte de Alemania, los ingleses recurrirán sin vacilar al uso de las armas. Goering le escuchó con atención. Dahlerus le entregó la carta de lord Halifax. El mariscal rasgó el sobre e intentó leer el texto. Sus conocimientos de inglés no eran lo bastante fuertes como para enterarse bien del contenido de la misiva, por lo que rogó al sueco que lo hiciera por él. - Herr Dahlerus, tradúzcame esta carta al alemán y considere lo importante que es el que dé a cada una de las palabras su auténtico significado. Entre tanto, el tren se había puesto en marcha. El traqueteo de las ruedas se confundía con las palabras del fabricante sueco. Goering no se tomó ninguna molestia en disimular su emoción: no cabía duda de que el mensaje del ministro de Asuntos Exteriores británico le había causado profunda impresión. Apenas hubo acabado Dahlerus con la traducción, el mariscal dio al jefe del tren orden de detenerse en la próxima estación, al mismo tiempo que pedía tuvieran dispuesto un automóvil a su llegada. Eran las once de la noche. Los frenos del convoy chirriaron y éste se detuvo en una pequeña estación, cuyo nombre no podía leerse a consecuencia de la oscuridad. Pocos minutos después llegó un automóvil, que en rauda marcha condujo a ambos pasajeros a Berlín. El reloj de la Wilhelmsplatz señalaba la medianoche cuando el coche que conducía a Dahlerus y a Goering se detuvo ante el edificio de la Cancillería del Reich. La Wilhelmstrasse y calles adyacentes parecían hoscas gargantas; tal era la penumbra reinante. Las farolas estaban extinguidas y parecía que la ciudad se hallaba ya en pie de guerra. El ayudante de Goering llamó a la puerta de la Cancillería, en cuya fachada no había ninguna ventana iluminada. Goering indicó a Dahlerus que se dirigiera a su hotel a esperar sus noticias. El mariscal mandaría despertar al Führer, que con toda seguridad estaría ya acostado. La mayor parte de los residentes extranjeros habían abandonado ya la ciudad, y el vestíbulo del Hotel Esplanade estaba tranquilo y vacío. La voz de Dahlerus sonó hueco al hablar con el conserje: - Esperaré aquí abajo. Tráigame, mientras, algo para beber. Un cuarto de hora después llegaron dos coroneles que hablaron primero con el conserje, y luego se dirigieron a Dahleurs, ante el cual se cuadraron, informándole de que el Führer le aguardaba en la Cancillería. Habían transcurrido apenas treinta minutos desde que Dahlerus había estado por primera vez ante el edificio de la Cancillería aquella noche. En tan corto tiempo la fisonomía del edificio se había transformado por entero. Casi todas las ventanas se hallaban ahora plenamente iluminadas, en contraste con los edificios fronterizos y cercanos. Este fue el motivo de que se observara a algunos transeúntes detenidos, como sorprendidos por lo inusitado del espectáculo. Los rapazuelos vendedores de periódicos aprovecharon la coyuntura para vocear la primera edición de la madrugada... Las pesadas puertas de bronce del edificio contiguo a la vieja Cancillería estaban abiertas de par en par. El automóvil, sin detenerse, se deslizó hasta el patio interior donde unos cuantos funcionarios estaban presentes para dar la bienvenida al visitante nocturno. Dos de aquellos caballeros acompañaron a Birger Dahlerus a través del patio de honor, un enorme vestíbulo, la sala de los mosaicos, una gran pieza circular, y por fin hasta el sector de la galería de mármol, donde se hallaba la antesala del gabinete del Führer. Adolf Hitler rogó a su huésped, así como a Hermann Goering, que tomaran asiento en un tresillo frente a la chimenea, sobre la que había un retrato de Bismarck pintado por Lenbach. Sin mencionar todavía la carta del ministro de Asuntos Exteriores británico, de la cual había sido portador Dahlerus, Hitler inició una extensa exposición sobre los objetivos de la política alemana. Todo ello acompañado de agudas críticas sobre la actitud de la Gran Bretaña. Dahlerus aprovechó una breve pausa del Führer para tomar aliento e interrumpir su monólogo. - Excelencia, lamento no compartir su opinión acerca de Inglaterra y del pueblo británico. Es evidente que Su Excelencia está mal informado. He vivido mucho tiempo en Inglaterra en calidad de obrero y, por lo tanto, conozco muy bien a los distintos estamentos del pueblo inglés... Hitler contempló con asombro a su visitante sueco. Era cosa que jamás se hubiera imaginado: frente a él tenía a un hombre que osaba opinar de modo diferente que él. Pero lo que más le dejó perplejo fue la confesión de Dahlerus de que había trabajado como obrero en Inglaterra. - Pero, ¿qué dice usted? ¿Que ha trabajado en Inglaterra como simple obrero? Eso es muy interesante. Por favor, cuénteme. En su obra [I]Mein Kampf[/I], Hitler describía sus experiencias como obrero de la construcción en Viena, aunque todo era falso, pues jamás ganó su pan con el trabajo corporal, y todas sus meditaciones sobre el sentir de los trabajadores vieneses eran sólo producto de su mente calenturienta. En Birger Dahlerus había encontrado un hombre que conocía de verdad a los ingleses. Hitler casi había olvidado el verdadero motivo por el que había recibido al sueco a medianoche en el edificio de la Cancillería. - El inglés es muy tenaz y firme en la persecución de sus objetivos - dijo Dahlerus, al terminar su descripción del carácter inglés -, y, además, son conscientes de su condición de ciudadanos de una gran potencia. No en vano el pueblo inglés ha dominado medio mundo. - Pero los plutócratas ingleses se han vuelto ineptos y perezosos - replicó Hitler. - Este fenómeno no es típicamente inglés - supo contestar el fabricante sueco -. En todos los países se ha producido, y también en Alemania. Creo que si Su Excelencia hubiera tenido, como yo, la oportunidad de vivir largo tiempo en Inglaterra, ahora opinaría de muy distinta manera. Y acaso muchos conflictos se solucionarían mucho más fácilmente... El amistoso intermezzo tocaba a su fin. Hitler comenzó de nuevo a emplear su tono doctoral, y volvió al tema del que treinta y seis hora antes había tratado con el embajador inglés: su apoyo garantizando la existencia del Imperio colonial británico. - "Esta es mi última y generosa proposición!" - exclamó, mientras no cejaba en alabar la formidable preparación bélica de su nación. Al hablar de ello parecía transfigurarse; sus pupilas se dilataban, su rostro adquiría la rigidez de una mascarilla; parecía la faz de un demente. - Si estalla la guerra - dijo a Dahlerus -, construiré submarinos. ¡Submarinos, submarinos! Se levantó de su asiento y comenzó a pasear por la amplia estancia de su gabinete con movimientos envarados, como los de un títere cuyos brazos y piernas son manejados por hilos invisibles. De pronto se detuvo en el centro de la sala, alzó la voz, como si fuera a dirigir la palabra a una asamblea, y exclamó: - ¡También construiré aviones, muchos aviones! ¡Destruiré a mis enemigos! No temo la guerra, y es imposible sitiar a Alemania. Mi pueblo me adora y me seguirá con fidelidad. Si para Alemania llegan jornadas difíciles, yo seré el primero en sufrir privaciones. Si escasea la mantequilla, seré el primero en prescindir de ella, y mi pueblo hará lo mismo con alegre resignación. [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/hite11.jpg[/IMG] Parte 4 [/B] [/QUOTE]
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