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Area Militar General
Malvinas 1982
EXOCET-SUE/Malvinas: Un relato de intrigas...
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<blockquote data-quote="Stormnacht" data-source="post: 812398" data-attributes="member: 341"><p><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/sue-exocet.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p><p></p><p><strong> La cita con Bernard tuvo lugar en un vapor para turistas en el Sena, aunque, debido a la lluvia, los turistas no eran muchos. Sentados bajo un toldo en la popa, Donner y Bernard bebían una botella de Sancerre. A pocos metros, apoyado contra la baranda, un hombre alto contemplaba el paisaje. Vestía impermeable, traje azul oscuro. Su nombre era Yanni Stavrou y se puede asegurar que tenía sangre turca en las venas. Había obtenido la ciudadanaía francesa por sus servicios en el regimiento de paracaidistas de la Legión Extranjera en Argelia. Hombre peligroso. Hacía diez años era chofer, guardaespaldas y mano derecha de Donner.</strong></p><p><strong> - Creía que García estaría aquí – dijo Bernard.</strong></p><p><strong> - No es necesario – dijo Donner -. Ya me ha dicho todo lo que sabe. Necesitan más Exocets con suma urgencia.</strong></p><p><strong> - Me lo imagino. Y a usted, ¿por qué le interesa?</strong></p><p><strong> - Me han pedido que se los consiga. Usted ya les ha brindado gran ayuda. Eso resulta en extremo peligroso para un hombre en su posición. ¿Por qué se arriesga?</strong></p><p><strong> - Porque discrepo con la medida del embargo. El gobierno se equivocó. No debimos haber tomado partido por ninguno de los bandos. Ha sido un error.</strong></p><p><strong> - Pero usted lo ha hecho. ¿Por qué?</strong></p><p><strong> - No me gustan los ingleses.</strong></p><p><strong> Bernard se encogió de hombros.</strong></p><p><strong> - Eso no bsta.</strong></p><p><strong> - ¿No basta? – Bernard alzó la voz, furioso, y Stavrou, siempre alerta, se volvió hacia ellos -. Déjeme decirle algunas cosas sobre los ingleses. En 1940 huyeron. Nos abandonaron. Cuando los alemanes llegaron a la aldea, mi padre y otros trataron de oponer resistencia. Un puñado de campesinos con fusiles de la Primera Guerra Mundial. Los ejecutaron en la plaza. A pesar de los años transcurridos... – escupió al río -. No me hable de los ingleses.</strong></p><p><strong> - Comprendo perfectamente – asintió Donner.</strong></p><p><strong> - Pero usted – dijo Bernard -, usted es inglés. No comprendo.</strong></p><p><strong> - Australiano – dijo Donner -. Hay una gran diferencia. Además, soy un hombre de negocios. De modo que vamos al grano. Hábleme de la Ile de Roc.</strong></p><p><strong> - ¿La Ile de Roc? – dijo Bernard, perplejo.</strong></p><p><strong> - Allí están probando el último modelo de Exocet. Usted se lo dijo a García. He leído sus notas.</strong></p><p><strong> - Sí, claro. Es más bien un peñasco, a unas quince millas de la costa bretona, al sur de St.-Nazaire. Si se mira hacia el mar, desde allí sólo se ve el Atlántico y luego Terranova.</strong></p><p><strong> - ¿Cuántas personas hay allí?</strong></p><p><strong> - Treinta y cinco, a lo sumo. Técnicos de Aerospatiale y personal militar de los regimientos de misiles. Oficialmente, es una base militar.</strong></p><p><strong> - ¿Ha estado allí?</strong></p><p><strong> - Por supuesto. Varias veces.</strong></p><p><strong> - ¿Cómo se llega hasta allí? ¿Por aire?</strong></p><p><strong> - No, es imposible. No hay dónde aterrizar. En realidad, la aviación militar aterrizó un pequeño avión en las playas en bajamar; pero no resultó práctico. Los helicópteros aterrizan con dificultad debido a los fuertes vientos en los acantilados. El clima es horrible, pero el lugar es bueno para su alistamiento. Generalmente van a tierra firme por mar. Al puerto pesquero de St.-Martin.</strong></p><p><strong>Donner asintió.</strong></p><p><strong> - Supongamos que yo quisiera saber qué sucede en la Ile de Roc en la próxima semana, o diez días, ¿podría usted averiguarlo? ¿Tiene buenos contactos allí?</strong></p><p><strong> - Excelentes - dijo Bernard -. Puedo conseguirle la información que desee, en el menor plazo. Se lo garantizo.</strong></p><p><strong> Donner llenó de nuevo los vasos.</strong></p><p><strong> - Este Sancerre es excelente.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Wanda Jones era una muchacha agraciada; la blusa de seda blanca y la falda negra acentuaban las suaves curvas. Pelo negro, grandes ojos rasgados y boca sensual. Por sus venas corría en parte sangre negra, cosa que se reflejaba en su piel, y cuando hablaba denotaba que había nacido en los barrios bajos londinenses. Donner la había recogido una noche en las calles del SOHO, cuando su amiguito del momento intentaba obligarla a ejercer la prostitución. Stavrou lo dejó con dos costillas y el brazo izquierdo rotos, tendido en el portal. A partir de allí, Wanda se vio arrojada en un mundo de lujo y placeres. Entonces tenía dieciséis años, pero a Donner le gustaban las mujeres jóvenes. El único temor de ella era que él la abandonara, porque realmente lo amaba.</strong></p><p><strong> Cuando entró en su escritorio en el lujoso apartamento de la rue de Rivoli, él estaba sentado en su sillón giratorio, estudiaba el mapa de la Ile de Roc y la zona costera de St.-Martin que Stavrou le había obtenido. Ya había discutido el problema esa tarde con ella, después de hacer el amor. Jamás le ocultaba nada, y Wanda estaba convencida de que eso reflejaba confianza por parte de él.</strong></p><p><strong> - ¿Crees que se puede?</strong></p><p><strong> - Claro que sí. Siempre se puede, si uno lo estudia con cuidado.</strong></p><p><strong> - Nikolai y ese señor, García te esperan.</strong></p><p><strong> - Muy bien. – Se volvió, la besó en el cuello y la atrajo hacia él para que se sentara sobre sus rodillas -. Le he dicho a Stavrou que alquile un avión aprivado. Quiero que vayas a St.-Martin – señaló el lugar con un dedo –, a primera hora de la mañana. Alquila una casa para nosotros en la zona. Una buena casa que esté disponible. Siempre las hay en esas zonas campestres.</strong></p><p><strong> - ¿Algo más?</strong></p><p><strong> - El resto te lo diré después. Diles a Nikolai y García que pasen.</strong></p><p><strong> Ella salió e hizo entrar a los dos hombres. Donner se puso de pie y fue a la ventana. Le encantaba la vista panorámica.</strong></p><p><strong> - Gracias a Dios, ha dejado de llover.</strong></p><p><strong> - Por favor, señor Donner – dijo García con impaciencia -, usted dijo que tenía novedades.</strong></p><p><strong> Donner se volvió hacia él.</strong></p><p><strong> - Por supuesto. Está todo bajo control, amigo mío. Creo poder asegurarle que el próximo lunes tendrá unos diez Exocets de la última serie.</strong></p><p><strong> García lo miró, reverente.</strong></p><p><strong> - ¿Habla en serio?</strong></p><p><strong> - Absolutamente. Déjelo en mis manos. Hay algo que debe hacer. Quiero que mi contacto sea un oficial de la Fuerza Aérea argentina. No un burócrata sino un piloto de primera. Un vuelo de Buenos Aires a París dura quince horas. Si envía el mensaje esta misma noche, el piloto podría estar aquí mañana o pasado.</strong></p><p><strong> - Por supuesto, señor. Enviaré el mensaje de inmediato. ¿Y la cuestión financiera?</strong></p><p><strong> - Eso lo arreglamos después.</strong></p><p><strong> Cuando García hubo partido, Donner fue hasta el bar y sirvió dos vasos de whisky.</strong></p><p><strong> - ¿Qué estás tramando? – preguntó Belov.</strong></p><p><strong> Donner le alcanzó un vaso.</strong></p><p><strong> - ¿Qué dirías tú, si, además de obtener los Exocets, hundo a los argentinos, obligo a los franceses a romper relaciones con medio mundo y provoco un escándalo internacional? ¿Te gustaría?</strong></p><p><strong> - Me encantaría – replicó Belov -. Cuéntamelo.</strong></p><p><strong> Donner le contó hasta el último detalle.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/Super_Etendard_ARA_204.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Ferguson seguía trabajando ya entrada la noche en su oficina del cuartel general, porque el Grupo Cuatro estaba atiborrado de trabajo. Además de funciones antiterroristas normales, ante la posibilidad de que se infiltraran en Londres unidades clandestinas argentinas, Ferguson tenía la responsabilidad de controlar y coordinar todas las acciones relacionadas con el Exocet.</strong></p><p><strong> Entró harry Fox, cansado.</strong></p><p><strong>- Buenas noticias de Perú. Nuestra gente, junto con las guerrillas antigubernamentales, destruyó un tren militar que llevaba cinco Exocets a una base peruana, cerca de Lima, para ser transportados a la Argentina.</strong></p><p><strong> - Gracias a Dios. ¿Qué pasa con los libios?</strong></p><p><strong> - Khadafi vacila. El rey Hussein y el gobierno egipcio le han dicho que no se meta en esto.</strong></p><p><strong> - Entonces, sólo quedan los fabricantes, Harry. Sabemos que los franceses han brindado ayuda técnica, pero eso fue producto de las circunstancias. Estaban allí, antes de que empezara todo.</strong></p><p><strong> - Una cuestión importante, señor. ¿Qué sucedería si tuviéramos problemas con nuestros propios Exocets? ¿Pediríamos asesoramiento técnico a los franceses?</strong></p><p><strong> - Esperemos que eso no suceda, Harry. Vuelva a su trabajo.</strong></p><p><strong> La lluvia golpeaba en la ventana. Ferguson miró hacia fuera, pensó en la flota en el Atlántico Sur, y se estremeció...</strong></p><p><strong> - Dios se apiade de ellos en noches como ésta.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/A-4BFAA.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> La pequeña oficina en la residencia presidencial de Olivos, en las afueras de Buenos Aires, estaba silenciosa. El presidente, general Leopoldo Fortunato Galtieri, vestía de uniforme pero se había quitado la chaqueta y estudiaba una pila de papeles sentado al escritorio.</strong></p><p><strong> Era un hombre robusto, franco y llano en la conversación, el prototipo del soldado, a quien se solía comparar con el más pintoresco de los generales americanos de la Segunda Guerra Mundial, George S. Patton.</strong></p><p><strong> Golpearon a la puerta y entró un jovne capitán en uniforme de salida.</strong></p><p><strong> El presidente alzó la vista:</strong></p><p><strong> - ¿Qué sucede, Martinez?</strong></p><p><strong> - Ha llegado el brigadier general Lami Dozo, mi general.</strong></p><p><strong> - Dígale que pase. Que nadie nos moleste. No quiero llamadas telefónicas durante la próxima media hora. – Miró al capitán con una sonrisa encantadora -. Salvo que llegue la noticia del hundimiento del Hermes o el Invincible.</strong></p><p><strong> - Con permiso, mi general.</strong></p><p><strong> Martinez se retiró e instantes más tarde entró el brigadier general Basilio Lami Dozo, comandante de la Fuerza Aérea argentina.</strong></p><p><strong> Era un hombre elegante y bien parecido, cuyo uniforme le sentaba a la perfección; tenía un porte distinguido, a diferencia de Galtieri, hijo de una familia modesta, que había tenido que luchar duramente para llegar al puesto que ocupaba. Lo cual, quizá resultaba conveniente, puesto que, les gustara o no, ambos se veían obligados a trabajar juntos con el almirante Jorge Anaya en la junta tripartita que gobernaba el país.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong></strong></p><p></p><p></p><p>Parte 9</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Stormnacht, post: 812398, member: 341"] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/sue-exocet.jpg[/IMG] [B] La cita con Bernard tuvo lugar en un vapor para turistas en el Sena, aunque, debido a la lluvia, los turistas no eran muchos. Sentados bajo un toldo en la popa, Donner y Bernard bebían una botella de Sancerre. A pocos metros, apoyado contra la baranda, un hombre alto contemplaba el paisaje. Vestía impermeable, traje azul oscuro. Su nombre era Yanni Stavrou y se puede asegurar que tenía sangre turca en las venas. Había obtenido la ciudadanaía francesa por sus servicios en el regimiento de paracaidistas de la Legión Extranjera en Argelia. Hombre peligroso. Hacía diez años era chofer, guardaespaldas y mano derecha de Donner. - Creía que García estaría aquí – dijo Bernard. - No es necesario – dijo Donner -. Ya me ha dicho todo lo que sabe. Necesitan más Exocets con suma urgencia. - Me lo imagino. Y a usted, ¿por qué le interesa? - Me han pedido que se los consiga. Usted ya les ha brindado gran ayuda. Eso resulta en extremo peligroso para un hombre en su posición. ¿Por qué se arriesga? - Porque discrepo con la medida del embargo. El gobierno se equivocó. No debimos haber tomado partido por ninguno de los bandos. Ha sido un error. - Pero usted lo ha hecho. ¿Por qué? - No me gustan los ingleses. Bernard se encogió de hombros. - Eso no bsta. - ¿No basta? – Bernard alzó la voz, furioso, y Stavrou, siempre alerta, se volvió hacia ellos -. Déjeme decirle algunas cosas sobre los ingleses. En 1940 huyeron. Nos abandonaron. Cuando los alemanes llegaron a la aldea, mi padre y otros trataron de oponer resistencia. Un puñado de campesinos con fusiles de la Primera Guerra Mundial. Los ejecutaron en la plaza. A pesar de los años transcurridos... – escupió al río -. No me hable de los ingleses. - Comprendo perfectamente – asintió Donner. - Pero usted – dijo Bernard -, usted es inglés. No comprendo. - Australiano – dijo Donner -. Hay una gran diferencia. Además, soy un hombre de negocios. De modo que vamos al grano. Hábleme de la Ile de Roc. - ¿La Ile de Roc? – dijo Bernard, perplejo. - Allí están probando el último modelo de Exocet. Usted se lo dijo a García. He leído sus notas. - Sí, claro. Es más bien un peñasco, a unas quince millas de la costa bretona, al sur de St.-Nazaire. Si se mira hacia el mar, desde allí sólo se ve el Atlántico y luego Terranova. - ¿Cuántas personas hay allí? - Treinta y cinco, a lo sumo. Técnicos de Aerospatiale y personal militar de los regimientos de misiles. Oficialmente, es una base militar. - ¿Ha estado allí? - Por supuesto. Varias veces. - ¿Cómo se llega hasta allí? ¿Por aire? - No, es imposible. No hay dónde aterrizar. En realidad, la aviación militar aterrizó un pequeño avión en las playas en bajamar; pero no resultó práctico. Los helicópteros aterrizan con dificultad debido a los fuertes vientos en los acantilados. El clima es horrible, pero el lugar es bueno para su alistamiento. Generalmente van a tierra firme por mar. Al puerto pesquero de St.-Martin. Donner asintió. - Supongamos que yo quisiera saber qué sucede en la Ile de Roc en la próxima semana, o diez días, ¿podría usted averiguarlo? ¿Tiene buenos contactos allí? - Excelentes - dijo Bernard -. Puedo conseguirle la información que desee, en el menor plazo. Se lo garantizo. Donner llenó de nuevo los vasos. - Este Sancerre es excelente. Wanda Jones era una muchacha agraciada; la blusa de seda blanca y la falda negra acentuaban las suaves curvas. Pelo negro, grandes ojos rasgados y boca sensual. Por sus venas corría en parte sangre negra, cosa que se reflejaba en su piel, y cuando hablaba denotaba que había nacido en los barrios bajos londinenses. Donner la había recogido una noche en las calles del SOHO, cuando su amiguito del momento intentaba obligarla a ejercer la prostitución. Stavrou lo dejó con dos costillas y el brazo izquierdo rotos, tendido en el portal. A partir de allí, Wanda se vio arrojada en un mundo de lujo y placeres. Entonces tenía dieciséis años, pero a Donner le gustaban las mujeres jóvenes. El único temor de ella era que él la abandonara, porque realmente lo amaba. Cuando entró en su escritorio en el lujoso apartamento de la rue de Rivoli, él estaba sentado en su sillón giratorio, estudiaba el mapa de la Ile de Roc y la zona costera de St.-Martin que Stavrou le había obtenido. Ya había discutido el problema esa tarde con ella, después de hacer el amor. Jamás le ocultaba nada, y Wanda estaba convencida de que eso reflejaba confianza por parte de él. - ¿Crees que se puede? - Claro que sí. Siempre se puede, si uno lo estudia con cuidado. - Nikolai y ese señor, García te esperan. - Muy bien. – Se volvió, la besó en el cuello y la atrajo hacia él para que se sentara sobre sus rodillas -. Le he dicho a Stavrou que alquile un avión aprivado. Quiero que vayas a St.-Martin – señaló el lugar con un dedo –, a primera hora de la mañana. Alquila una casa para nosotros en la zona. Una buena casa que esté disponible. Siempre las hay en esas zonas campestres. - ¿Algo más? - El resto te lo diré después. Diles a Nikolai y García que pasen. Ella salió e hizo entrar a los dos hombres. Donner se puso de pie y fue a la ventana. Le encantaba la vista panorámica. - Gracias a Dios, ha dejado de llover. - Por favor, señor Donner – dijo García con impaciencia -, usted dijo que tenía novedades. Donner se volvió hacia él. - Por supuesto. Está todo bajo control, amigo mío. Creo poder asegurarle que el próximo lunes tendrá unos diez Exocets de la última serie. García lo miró, reverente. - ¿Habla en serio? - Absolutamente. Déjelo en mis manos. Hay algo que debe hacer. Quiero que mi contacto sea un oficial de la Fuerza Aérea argentina. No un burócrata sino un piloto de primera. Un vuelo de Buenos Aires a París dura quince horas. Si envía el mensaje esta misma noche, el piloto podría estar aquí mañana o pasado. - Por supuesto, señor. Enviaré el mensaje de inmediato. ¿Y la cuestión financiera? - Eso lo arreglamos después. Cuando García hubo partido, Donner fue hasta el bar y sirvió dos vasos de whisky. - ¿Qué estás tramando? – preguntó Belov. Donner le alcanzó un vaso. - ¿Qué dirías tú, si, además de obtener los Exocets, hundo a los argentinos, obligo a los franceses a romper relaciones con medio mundo y provoco un escándalo internacional? ¿Te gustaría? - Me encantaría – replicó Belov -. Cuéntamelo. Donner le contó hasta el último detalle. [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/Super_Etendard_ARA_204.jpg[/IMG] Ferguson seguía trabajando ya entrada la noche en su oficina del cuartel general, porque el Grupo Cuatro estaba atiborrado de trabajo. Además de funciones antiterroristas normales, ante la posibilidad de que se infiltraran en Londres unidades clandestinas argentinas, Ferguson tenía la responsabilidad de controlar y coordinar todas las acciones relacionadas con el Exocet. Entró harry Fox, cansado. - Buenas noticias de Perú. Nuestra gente, junto con las guerrillas antigubernamentales, destruyó un tren militar que llevaba cinco Exocets a una base peruana, cerca de Lima, para ser transportados a la Argentina. - Gracias a Dios. ¿Qué pasa con los libios? - Khadafi vacila. El rey Hussein y el gobierno egipcio le han dicho que no se meta en esto. - Entonces, sólo quedan los fabricantes, Harry. Sabemos que los franceses han brindado ayuda técnica, pero eso fue producto de las circunstancias. Estaban allí, antes de que empezara todo. - Una cuestión importante, señor. ¿Qué sucedería si tuviéramos problemas con nuestros propios Exocets? ¿Pediríamos asesoramiento técnico a los franceses? - Esperemos que eso no suceda, Harry. Vuelva a su trabajo. La lluvia golpeaba en la ventana. Ferguson miró hacia fuera, pensó en la flota en el Atlántico Sur, y se estremeció... - Dios se apiade de ellos en noches como ésta. [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/A-4BFAA.jpg[/IMG] La pequeña oficina en la residencia presidencial de Olivos, en las afueras de Buenos Aires, estaba silenciosa. El presidente, general Leopoldo Fortunato Galtieri, vestía de uniforme pero se había quitado la chaqueta y estudiaba una pila de papeles sentado al escritorio. Era un hombre robusto, franco y llano en la conversación, el prototipo del soldado, a quien se solía comparar con el más pintoresco de los generales americanos de la Segunda Guerra Mundial, George S. Patton. Golpearon a la puerta y entró un jovne capitán en uniforme de salida. El presidente alzó la vista: - ¿Qué sucede, Martinez? - Ha llegado el brigadier general Lami Dozo, mi general. - Dígale que pase. Que nadie nos moleste. No quiero llamadas telefónicas durante la próxima media hora. – Miró al capitán con una sonrisa encantadora -. Salvo que llegue la noticia del hundimiento del Hermes o el Invincible. - Con permiso, mi general. Martinez se retiró e instantes más tarde entró el brigadier general Basilio Lami Dozo, comandante de la Fuerza Aérea argentina. Era un hombre elegante y bien parecido, cuyo uniforme le sentaba a la perfección; tenía un porte distinguido, a diferencia de Galtieri, hijo de una familia modesta, que había tenido que luchar duramente para llegar al puesto que ocupaba. Lo cual, quizá resultaba conveniente, puesto que, les gustara o no, ambos se veían obligados a trabajar juntos con el almirante Jorge Anaya en la junta tripartita que gobernaba el país. [/B] Parte 9 [/QUOTE]
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