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Area Militar General
Malvinas 1982
EXOCET-SUE/Malvinas: Un relato de intrigas...
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<blockquote data-quote="Stormnacht" data-source="post: 812402" data-attributes="member: 341"><p><strong> A Donner no le gustaba viajar en aviones pequeños: Pero no había nada que objetarle al avión que Stavrou había alquilado, un Navajo-Chieftain con una excelente cabina.</strong></p><p><strong> Partieron de una pequeña pista aérea privada ubicada a las afueras de París. El piloto, llamado Rabier, según Stavrou se había retirado de la Fuerza Aérea francesa bajo sospecha. Tenía su pequeña empresa de transporte, y no hacía preguntas.</strong></p><p><strong> Descendieron en la costa de la Vendée, al sur de St.-Nazaire. Donner se había sentado junto al piloto.</strong></p><p><strong> - Aterrizaremos aquí – dijo Rabier -. El lugar se llama Lancy. Fue una base aérea de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial. Hubo una escuela ara pilotos que fracasó, desde entonces está desierta.</strong></p><p><strong> Donner señaló unas letras en el mapa.</strong></p><p><strong> - ¿Qué significa?</strong></p><p><strong> - Espacio aéreo reservado. Hay una isla cerca de la costa, la Ile de Roc. Es un campo militar de pruebas. Está prohibido sobrevolarla. No se preocupe, soy buen piloto.</strong></p><p><strong> Veinte minutos más tarde aterrizaron en Lancy. Los cuatro hangares y la torre de control estaban intactos, pero la hierba entre las pistas crecía hasta la cintura y tenía aspecto de abandono.</strong></p><p><strong> Un Citroën negro los esperaba frente al viejo edificio de operaciones. Wanda Brown apareció cuando el Navajo empezó a recorrer la pista.</strong></p><p><strong> Donner descendió del avión, le rodeó los hombros con el brazo y la besó.</strong></p><p><strong> - ¿Dónde conseguiste el coche?</strong></p><p><strong> - Lo alquilé en una garage de St.-Martin. Y he encontrado un lugar que creo que te gustará. Está a cinco millas de aquí y a igual distancia de la costa. – Sacó un manojo de llaves del bolsillo -. El agente de la inmobiliaria local me las prestó. Le dije que a mi jefe no le gusta ocuparse de estos detalles. Cree que estoy instalando un nidito de amor para fines de semana.</strong></p><p><strong> - ¿Qué otra cosa se le podría ocurrir al verte? Bueno, vamos.</strong></p><p><strong> Stavrou se sentó al volante y Wanda detrás. Donner se dirigió a Rabier, que lo miraba desde el Navajo.</strong></p><p><strong> - Tardaremos un par de horas, y luego volveremos a París.</strong></p><p><strong> - Perfectamente, Monsieur.</strong></p><p><strong> Donner se sentó junto a la muchacha y partieron.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> La casa se llamaba Maison Blanche y estaba oculta en una hondonada, entre las hayas. Era enorme, pero tenía aspecto de abandono.</strong></p><p><strong> Donner salió del Citroën y se paró al pie del pórtico.</strong></p><p><strong> - Catorce habitaciones y un establo detrás. Calefacción central. Creo que aquí estarás bastante bien por unos días.</strong></p><p><strong> - ¿Por qué la alquilan?</strong></p><p><strong> - El dueño es un diplomático en el Pacífico. Su madre murió hace unos años. No quiere venderla porque vivirá aquí cuando se jubile. Está amueblada. Suelen alquilarla durante el verano, pero el resto del año está abandonada.</strong></p><p><strong> Abrió la puerta y lo hizo pasar. Había olor a humedad, típico en una casa en la que nadie ha vivido por un tiempo; con un aire de lujo decadente.</strong></p><p><strong> Pasaron a una sala con un gran hogar y una enorme araña de techo. Wanda abrió los ventanales y las celosías para que entrara luz.</strong></p><p><strong> - Tan cómodo como una casa. ¿Lo imaginas con calefacción central y un fuego de leños? ¿te parece bien?</strong></p><p><strong> - Excelente – dijo Donner -. Puedes alquilarla.</strong></p><p><strong> - Ya lo hice.</strong></p><p><strong> - Bien, llévame a St.-Martin. ¿Se ve la Ile de Roc?</strong></p><p><strong> - Cuando hace buen tiempo.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> St.-Martin era una aldea pequeña. Tendría a lo sumo unos quinientos o seiscientos habitantes, calles estrechas y empedradas, casa con tejas rojas y un pequeño puerto con una sola escollera donde estaban amarrados una treintena de botes.</strong></p><p><strong> En el muelle había una lancha militar de desembarco, color oliva; apenas un casco de acero con una rampa para descender a la playa. En su interior había un camión militar.. En ese preciso instante la embarcación partía del muelle hacia el mar.</strong></p><p><strong> - Aparentemente ése es su medio de transporte hacia la isla – comentó Donner.</strong></p><p><strong> - Así parece – asintió Wanda.</strong></p><p><strong> - Paul Bernard dice que el comandante de la isla posee una lancha a motor que es la luz de sus ojos.</strong></p><p><strong> - Así es. Ayer la vi en el muelle.</strong></p><p><strong> Siguiendo las indicaciones de Wanda, salieron del pueblo por un camino costero hasta llegar a dos pilares de piedra, giraron y siguieron por un camino de tierra.</strong></p><p><strong> Donner y Wanda descendieron del coche y se acercaron al borde del precipicio. Ella le tendió un par de prismáticos Zeiss. Mucho más abajo se veía la bahía, pero la senda para descender hacia allí no era apta para cardíacos; un camino de cornisa frente a los precipiciosde granito, cubierto de cal. Las bandadas de aves aturdían con sus chillidos.</strong></p><p><strong> La Ile de Roce era una mancha en el horizonte cuyas formas se hicieron más nítidas cuando enfocó los prismáticos. No se veían construcciones, pero él ya sabía que la base se encontraba en el lado occidental de la isla.</strong></p><p><strong> - Está bien, vamos.</strong></p><p><strong> Volvieron al Citroën, Stavrou arrancó y partió.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Al volver pasaron nuevamente por la Maison Blanche. Unos cien metros más adelante, al tomar el camino a Lancy, Donner tocó a Stavrou en el hombro.</strong></p><p><strong> - Detente, ¿qué tenemos aquí?</strong></p><p><strong> En un prado, junto a unos árboles había tres carretas junto a una fogata, eran viejas y destartadas. Cuatro mujeres bebían café junto al fuego en cacharros de lata, niños en harapos jugaban junto a un arroyo donde pastaban tres caballos flacos.</strong></p><p><strong> - ¿Gitanos?</strong></p><p><strong> - Sí. El agente me avisó que andaban por aquí, Dice que no causarán problemas.</strong></p><p><strong> - Sí, claro. – Donner le hizo una seña a Stavrou -: Vamos, Yanni. Esto puede sernos útil.</strong></p><p><strong> Cuando se les acercaron, la mujres los miraron curiosas, pero sin decir nada. Donner las miró, con las manos en los bolsillos, y finalmente les preguntó en francés:</strong></p><p><strong> - ¿Dónde está el jefe?</strong></p><p><strong> - Aquí está, Monsieur.</strong></p><p><strong> El hombre que apareció entre los árboles era un anciano. Llevaba una escopeta apoyada en el brazo derecho. Vestía un traje de tweed lleno de remiendos y una boina azul. El rostro de color roble, llena de arrugas, estaba cubierta de una barba de tres días.</strong></p><p><strong> - ¿Quién es usted? – preguntó Donner.</strong></p><p><strong> - Soy Paul Gaubert, Monsieur. ¿Puedo hacerle la misma pregunta?</strong></p><p><strong> - Me llamo Donner. Soy el nuevo inquilino de Maison Blanche. Creo que no me equivoco al decir que ustedes están acampando en mis tierras.</strong></p><p><strong> - Así lo hacemos todos los años en esta época, Monsieur. Jamás hemos tenido problemas.</strong></p><p><strong> El joven que lo acompañaba era de mediana altura y rostro enfermizo. Su aspecto harapiento era como el de Gaubert. Llevaba una escopeta en el brazo derecho y un par de liebres en el izquierdo.</strong></p><p><strong> Donner lo miró y Gaubert, turbado, le dijo:</strong></p><p><strong> - Es mi hijo, Paul.</strong></p><p><strong> - Y esas liebres son mías, ¿verdad? ¿Qué dirían los gendarmes de St.-Martin si yo los denunciara?</strong></p><p><strong> El viejo Gaubert abrió los brazos.</strong></p><p><strong> - Por favor, Monsieur. En todos lados es igual. Nos llaman sucios gitanos, nos echan y nuestros hijos pasan hambre.</strong></p><p><strong> - Está bien – dijo Donner, sacando su billetera -. Ahórreme sus cuentos. Pueden quedarse. – Sacó un par de billetes de mil francos y los metió en el bolsillo de la camisa de Gaubert -. Eso es para que se arreglen. No me gustan los extraños, ¿comprende?</strong></p><p><strong> - Comprendo perfectamente, Monsieur.</strong></p><p><strong> - Vigilen el lugar hasta que vuelva yo o Monsieur Stavrou, aquí presente.</strong></p><p><strong> - No se preocupe, Monsieur – dijo el viejo Gaubert, quien le dio un puntapié a su hijo que tenía los ojos clavados en Wanda.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Volvieron al Citroën.</strong></p><p><strong> - ¿Adónde vamos ahora? – preguntó ella.</strong></p><p><strong> - A París. Debo esperar la llegada del piloto argentino. García dice que ha efectuado doce misiones en las Falklans y ha sobrevivido.</strong></p><p><strong> - Un verdadero héroe – dijo ella -. Creí que ya no existían…</strong></p><p><strong> - Lo mismo creía yo, pero me viene de perillas. Cuando acabe con él, será famoso en el mundo entero.</strong></p><p><strong> Le rodeó con el brazo y se reclinó en el asiento. </strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/A-4blanconegro.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Debido a la cuestión de las Malvinas, grandes multitudes se congregaban en Downing Street, y la policía se vio obligada a clausurar toda la manzana.</strong></p><p><strong> Ferguson mostró su credencial, le abrieron paso y se detuvo ante el número 10, cinco minutos antes de su cita con la primera ministra. </strong></p><p><strong> Ferguson se dejó guiar por el edecán por una escalera, donde estaban los retratos de los primeros ministros del pasado: Peel, Wellington, Disraeli, Gladstone. No era la primera vez que subía esas escaleras, y siempre lo asaltaba una aguda conciencia histórica. Se preguntó si la mujer que detentaba el cargo más encumbrado de la nación también sufría esa sensación. </strong></p><p><strong> En el rellano alto el joven edecán golpeó a una puerta, la abrió u dio paso a Ferguson</strong></p><p><strong> - El brigadier Ferguson – anunció, y salió cerrando la puerta. </strong></p><p><strong> La oficina era elegante, pero nada era más elegante que la mujer sentada al escritorio, con su traje sastre azul, blusa blanca y el cabello rubio bien peinado. Lo miró serena.</strong></p><p><strong> - La última vez que nos vimos, brigadier, fue para analizar un posible atentado contra mi vida.</strong></p><p><strong> - Así es, Madam.</strong></p><p><strong> - Veo que el director general de Inteligencia ha tenido a bien poner en sus manos todos los asuntos relacionados con el problema del Exocet…</strong></p><p><strong> - Sí, Madam.</strong></p><p><strong> - Supe que los libios pensaban entregar armamento a los argentinos, pero que ello probablemente no sucederá, gracias a las presiones de nuestros amigos en el mundo árabe.</strong></p><p><strong> - Exactamente.</strong></p><p><strong> - ¿Existe la posibilidad de que los peruanos traten de ayudarlos?</strong></p><p><strong> - Nos hemos ocupado de ello, Madam. Nosotros…</strong></p><p><strong> - Ahórreme los detalles, por favor, brigadier. Sólo quedan los franceses, y Mitterrand me ha asegurado personalmente que mantendrá el embargo.</strong></p><p><strong> - Me agrada saberlo, Madam.</strong></p><p><strong> Margaret Thatcher se puso de pie, fue a la ventana y miró hacia fuera.</strong></p><p><strong> - Brigadier…, si un solo Exocet hace blanco en el Hermes o el Invincible, cambiará todo el curso de la contienda. Tendríamos que retirarnos, casi con seguridad. – Se volvió hacia él -. ¿Puede usted asegurarme que no existe la menor posibilidad de que lleguen más Exocets a la Argentina, cualquiera sea su procedencia?</strong></p><p><strong> - No, no puedo.</strong></p><p><strong> - Entonces le sugiero que haga algo al respecto, brigadier – dijo serenamente -. El Departamento Cuatro posee plenos poderes, respaldados por la autoridad de esta oficina. Úselos, brigadier, a su entero criterio, por el bien de nuestros hombres en el Atlántico Sur, por el bien de todos nosotros.</strong></p><p><strong> - Le aseguro que haré todo lo que pueda.</strong></p><p><strong> Ferguson se retiró de la oficina. Los ojos de los primeros ministros del pasado parecían contemplarlo. Rió para sus adentros. El edecán lo condujo a la puerta y lo saludo al salir.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Harry Fox y Ferguson subían en el ascensor del edificio en Kensington Palace Gardens.</strong></p><p><strong> - Es una pérdida de tiempo, señor – dijo Fox -. Cuando quise hablarle por teléfono me mandó al diablo.</strong></p><p><strong> - Veremos… - dijo Ferguson.</strong></p><p><strong> Abrió la puerta del ascensor, recorrió el pasillo hasta la puerta de Gabrielle y golpeó. La puerta se entreabrió y ella miró hacia fuera.</strong></p><p><strong> - ¿Qué quiere?</strong></p><p><strong> - Hablar contigo.</strong></p><p><strong> - Pues yo no quiero hablar con usted. ¡Fuera!</strong></p><p><strong> Quiso cerrar la puerta pero él la trabó con el pie.</strong></p><p><strong> - ¿No quieres hablar de Raúl Montero?</strong></p><p><strong> Gabrielle lo miró, anonadada, abrió la puerta y le dio la espalda. Los dos hombres entraron y Fox cerró la puerta.</strong></p><p><strong> Ella encendió un cigarrillo. Fumaba poco.</strong></p><p><strong> - Bueno, hable de una vez.</strong></p><p><strong> La ira la embelleció. Ferguson admiró esos ojos cargados de odio y resolvió lanzarse de cabeza.</strong></p><p><strong> - Raúl Montero llega mañana a París a reunirse con un hombre llamado Felix Donner. El Gobierno argentino cree que él puede proporcionarles una partida de misiles Exocet. Necesito saber qué está tramando, para detenerlos. Quiero que vayas a París, te reúnas con Montero y hagas lo necesario para que podamos detenerlos.</strong></p><p><strong> - Está loco. No volveré a trabajar para usted. Jamás.</strong></p><p><strong> - Es tu deber. Eres ciudadana inglesa.</strong></p><p><strong> - También soy ciudadana francesa. Soy neutral.</strong></p><p><strong> - Imposible –dijo él, serenamente -. Sabes muy bien que tu hermanastro, el subteniente Richard Brindsley, es piloto de helicóptero en el HMS Invincible… </strong></p><p><strong> - ¡Basta! – dijo, dsesperada -. No quiero oír nada más.</strong></p><p><strong> - … en el escuadrón 820 – prosiguió Ferguson, implacable -. El escuadrón del príncipe Andrés. Quiero explicarte una de las tareas peligrosas que realiza. Los Sea King suelen servir de señuelo a los misiles Exocet. El príncipe Andrés, tu hermano y sus camaradas creen que el Exocet no puede elevarse a más de ocho metros de altura. Para proteger la nave, se suspenden en el aire y de esa manera sirven de blanco de radar. En el último momento ganan altura y el Exocet les pasa por debajo. Desgraciadamente, se ha descubierto que el Exocet puede seguir una trayectoria rampante y elevarse a mayor altura. Te ahorro detalles de lo que puede suceder.</strong></p><p><strong> Gabrielle estaba enloquecida de furia y pánico.</strong></p><p><strong> - No quiero oír más. Déjeme en paz.</strong></p><p><strong> - Y también está tu amigo Montero. Es un valiente, si los hay, pero también nuestro enemigo en esta guerra, Gabrielle; no te hagas ilusiones al respecto. Un hombre que vuela en su Skyhaws para lanzar bombas de cinco mil libras sobre la flota británica en la bahía San Carlos. Me pregunto si habrá sido él quien hundió alguna de nuestras fragatas…</strong></p><p><strong> Ella le volvió la espalda. Ferguson le hizo una señal a Fox y ambos salieron. Fox cerró la puerta y se reunió con él en el ascensor. El rostro de Ferguson estaba tenso.</strong></p><p><strong> - Le dije que perderíamos tiempo.</strong></p><p><strong> - Tonterías – dijo Ferguson -, lo hará. – El ascensor inició el descenso -. Necesita un hombre que la respalde, Harry. Un tipo de absoluta confianza, e implacable además. ¿Dónde está Tony, ahora?</strong></p><p><strong> - Opera detrás de las líneas argentinas en las Malvinas, con el SAS.</strong></p><p><strong> - Exactamente. Como sabía que lo necesitaríamos, le envié un mensaje anoche, de la mayor prioridad. Quiero que lo saquen de allá. Que un submarino lo lleve a Uruguay. El vuelo de Montevideo a París dura apenas catorce horas. Que nuestra gente en la Embajada de Montevideo prepare sus papeles.</strong></p><p><strong> Subieron al coche.</strong></p><p><strong> - No se moleste en decirlo, Harry. Soy el hijo de **** más grande que ha conocido.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Belov y garcía conversaban con Donner en su apartamento, mientras Wanda servía café.</strong></p><p><strong> - Está bien, Wanda . dijo Donner -. Si llaman de la corporación en Londres, atiéndelos tu misma. Dile a Yanni que esté alerta. Tal vez lo necesite.</strong></p><p><strong> Cuando ella se retiró, se volvió hacia García.</strong></p><p><strong> - De modo que mañana llega el comodoro Montero. ¿Me trajo la carpeta con sus datos, como le pedí? Me gusta saber con quién trabajo.</strong></p><p><strong> - Por supuesto.</strong></p><p><strong> García abrió su maletín, sacó una carpeta y se la tendió. Donner la abrió, estudió la foto de Montero y leyó rápidamente los datos.</strong></p><p><strong> - Excelente – comentó después de un rato -. ¿Dónde lo alojarán?</strong></p><p><strong> - Un hotel no me pareció lo más conveniente – dijo García-, y ni hablar de la Embajada. Le he alquilado un pequeño apartamento con servicio en la Avenue de Neuilly, cerca del Bois de Boulogne. – Le tendió una tarjeta -. Ahí tiene la dirección y el teléfono.</strong></p><p><strong> - Muy bien – asintió Donner -. Me pondré en contacto con él cuando llegue.</strong></p><p><strong> - Me gustaría conocer algunos detalles de sus intenciones – dijo García, con cierta exasperación -. No nos ha dado el menor indicio acerca de dónde piensa conseguir los Exocets.</strong></p><p><strong> - Ni lo haré – dijo Donner -, hasta el último momento. Este asunto requiere la mayor discreción. Cuanto menor sea el número de personas que conozcan mis fuentes, mejor. Lo siento, ése es mi modus operandi. – se encogió de hombros -. Si no está satisfecho, todavía estamos a tiempo de cancelar todo.</strong></p><p><strong> - No, por Dios – dijo García sobresaltado -. De ninguna manera.</strong></p><p><strong> - Me alegro. Ahora, si nos disculpa, le pediré que nos deje solos unos momentos. Puede esperar en el otro cuarto.</strong></p><p><strong> García salió.</strong></p><p><strong> - Aficionados – dijo Belov -. ¿Qué diablos se hace con ellos?</strong></p><p><strong> - Se los mantiene fuera de peligro – dijo Donner -. Ya le he dicho a Paul Bernard que en ninguna circunstancia debe comentarle a García sus conversaciones conmigo…</strong></p><p><strong> - Por consiguiente, García no sabe nada de la Ile de Roc.</strong></p><p><strong> - Exactamente.</strong></p><p><strong> - ¿Confías en Bernard?</strong></p><p><strong> - Claro que sí. El digno profesor está realmente comprometido. Para él es como una cruzada. Aunque no le he dicho nada, él cree que voy a interceptar uno de esos camiones de Aerospatiale que transportan Exocets a la isla. Claro, si conociera mis verdaderas intenciones no le gustaría tanto.</strong></p><p><strong> - ¿Qué le sucederá después?</strong></p><p><strong> - Algo muy dramático, ala altura de las circunstancias. Por ejemplo, lo hallarán con un revólver en una mano y una carta en la otra., donde expresa su arrepentimiento por haber participado en una conspiración contra su propia patria. A la Inteligencia francesa no le resultará difícil constatar que brindó ayuda técnica al comienzo. Necesitaré algunos matones.</strong></p><p><strong> - ¿Cuántos?</strong></p><p><strong> - Digamos ocho. Con Stavrou y yo seremos diez. Para mi plan basta y sobra. Verdaderos matones. Que no piensen.</strong></p><p><strong> - De acuerdo – dijo Belov -. Podrías trabajar con mercenarios en lugar de matones. Déjalo en mis manos.</strong></p><p><strong> En ese momento se abrió la puerta y entró García. Temblaba de emoción, le brillaban los ojos.</strong></p><p><strong> - ¿Qué le pasa? – preguntó Belov.</strong></p><p><strong> - Hoy es 25 de mayo, caballeros. ¿Saben lo que significa eso en la Argentina?</strong></p><p><strong> - No tengo la menor idea.</strong></p><p><strong> - Es nuestra fecha patria, y un día que pasará a la historia por el golpe terrible que le hemos dado a la Marina británica. Vengan, hay un informativo especial en la televisión.</strong></p><p><strong> Se volvió y salió apresuradamente.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/Atlantic1.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong><strong>Hundimiento del Atlantic Conveyor</strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/coventryhundi.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong><strong>Tras el ataque de Skyhaws al HMS Coventry</strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/coventryhundido.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong><strong>HMS Coventry hundiéndose...</strong></strong></p><p><strong><strong></strong></strong></p><p><strong><strong></strong></strong></p><p><strong><strong> En la oficina de Cavendish Place, Ferguson colgó el auricular del teléfono rojo. Su expresión era grave.</strong></strong></p><p><strong><strong> - ¿Malas noticias, señor?</strong></strong></p><p><strong><strong> - Así parece. El destructor HMS Coventry fue atacado por los Skyhaws mientras protegía los buques que descargaban provisiones en San Carlos. Parece que lo tocó un Exocet. Pero no estamos seguros. Veinte muertos, por lo menos, y muchos heridos. Se hundió.</strong></strong></p><p><strong><strong> - Dios mío – dijo Fox.</strong></strong></p><p><strong><strong> - Eso no es lo peor, Harry. El portacontenedores Atlantic Conveyor, de quince mil toneladas, fue retirado de la acción. Lo tocaron dos Exocets, confirmado. – Meneó la cabeza -. Como parece tan grande en la pantalla radar, habrán creído que era uno de los portaaviones…</strong></strong></p><p><strong><strong> - ¿Qué haremos, señor?</strong></strong></p><p><strong><strong> - Es obvio, ¿no le parece?</strong></strong></p><p><strong><strong>[/B]</strong></strong></p><p><strong><strong></strong></strong></p><p><strong><strong></strong></strong></p><p><strong><strong>Parte 13</strong></strong></p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Stormnacht, post: 812402, member: 341"] [B] A Donner no le gustaba viajar en aviones pequeños: Pero no había nada que objetarle al avión que Stavrou había alquilado, un Navajo-Chieftain con una excelente cabina. Partieron de una pequeña pista aérea privada ubicada a las afueras de París. El piloto, llamado Rabier, según Stavrou se había retirado de la Fuerza Aérea francesa bajo sospecha. Tenía su pequeña empresa de transporte, y no hacía preguntas. Descendieron en la costa de la Vendée, al sur de St.-Nazaire. Donner se había sentado junto al piloto. - Aterrizaremos aquí – dijo Rabier -. El lugar se llama Lancy. Fue una base aérea de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial. Hubo una escuela ara pilotos que fracasó, desde entonces está desierta. Donner señaló unas letras en el mapa. - ¿Qué significa? - Espacio aéreo reservado. Hay una isla cerca de la costa, la Ile de Roc. Es un campo militar de pruebas. Está prohibido sobrevolarla. No se preocupe, soy buen piloto. Veinte minutos más tarde aterrizaron en Lancy. Los cuatro hangares y la torre de control estaban intactos, pero la hierba entre las pistas crecía hasta la cintura y tenía aspecto de abandono. Un Citroën negro los esperaba frente al viejo edificio de operaciones. Wanda Brown apareció cuando el Navajo empezó a recorrer la pista. Donner descendió del avión, le rodeó los hombros con el brazo y la besó. - ¿Dónde conseguiste el coche? - Lo alquilé en una garage de St.-Martin. Y he encontrado un lugar que creo que te gustará. Está a cinco millas de aquí y a igual distancia de la costa. – Sacó un manojo de llaves del bolsillo -. El agente de la inmobiliaria local me las prestó. Le dije que a mi jefe no le gusta ocuparse de estos detalles. Cree que estoy instalando un nidito de amor para fines de semana. - ¿Qué otra cosa se le podría ocurrir al verte? Bueno, vamos. Stavrou se sentó al volante y Wanda detrás. Donner se dirigió a Rabier, que lo miraba desde el Navajo. - Tardaremos un par de horas, y luego volveremos a París. - Perfectamente, Monsieur. Donner se sentó junto a la muchacha y partieron. La casa se llamaba Maison Blanche y estaba oculta en una hondonada, entre las hayas. Era enorme, pero tenía aspecto de abandono. Donner salió del Citroën y se paró al pie del pórtico. - Catorce habitaciones y un establo detrás. Calefacción central. Creo que aquí estarás bastante bien por unos días. - ¿Por qué la alquilan? - El dueño es un diplomático en el Pacífico. Su madre murió hace unos años. No quiere venderla porque vivirá aquí cuando se jubile. Está amueblada. Suelen alquilarla durante el verano, pero el resto del año está abandonada. Abrió la puerta y lo hizo pasar. Había olor a humedad, típico en una casa en la que nadie ha vivido por un tiempo; con un aire de lujo decadente. Pasaron a una sala con un gran hogar y una enorme araña de techo. Wanda abrió los ventanales y las celosías para que entrara luz. - Tan cómodo como una casa. ¿Lo imaginas con calefacción central y un fuego de leños? ¿te parece bien? - Excelente – dijo Donner -. Puedes alquilarla. - Ya lo hice. - Bien, llévame a St.-Martin. ¿Se ve la Ile de Roc? - Cuando hace buen tiempo. St.-Martin era una aldea pequeña. Tendría a lo sumo unos quinientos o seiscientos habitantes, calles estrechas y empedradas, casa con tejas rojas y un pequeño puerto con una sola escollera donde estaban amarrados una treintena de botes. En el muelle había una lancha militar de desembarco, color oliva; apenas un casco de acero con una rampa para descender a la playa. En su interior había un camión militar.. En ese preciso instante la embarcación partía del muelle hacia el mar. - Aparentemente ése es su medio de transporte hacia la isla – comentó Donner. - Así parece – asintió Wanda. - Paul Bernard dice que el comandante de la isla posee una lancha a motor que es la luz de sus ojos. - Así es. Ayer la vi en el muelle. Siguiendo las indicaciones de Wanda, salieron del pueblo por un camino costero hasta llegar a dos pilares de piedra, giraron y siguieron por un camino de tierra. Donner y Wanda descendieron del coche y se acercaron al borde del precipicio. Ella le tendió un par de prismáticos Zeiss. Mucho más abajo se veía la bahía, pero la senda para descender hacia allí no era apta para cardíacos; un camino de cornisa frente a los precipiciosde granito, cubierto de cal. Las bandadas de aves aturdían con sus chillidos. La Ile de Roce era una mancha en el horizonte cuyas formas se hicieron más nítidas cuando enfocó los prismáticos. No se veían construcciones, pero él ya sabía que la base se encontraba en el lado occidental de la isla. - Está bien, vamos. Volvieron al Citroën, Stavrou arrancó y partió. Al volver pasaron nuevamente por la Maison Blanche. Unos cien metros más adelante, al tomar el camino a Lancy, Donner tocó a Stavrou en el hombro. - Detente, ¿qué tenemos aquí? En un prado, junto a unos árboles había tres carretas junto a una fogata, eran viejas y destartadas. Cuatro mujeres bebían café junto al fuego en cacharros de lata, niños en harapos jugaban junto a un arroyo donde pastaban tres caballos flacos. - ¿Gitanos? - Sí. El agente me avisó que andaban por aquí, Dice que no causarán problemas. - Sí, claro. – Donner le hizo una seña a Stavrou -: Vamos, Yanni. Esto puede sernos útil. Cuando se les acercaron, la mujres los miraron curiosas, pero sin decir nada. Donner las miró, con las manos en los bolsillos, y finalmente les preguntó en francés: - ¿Dónde está el jefe? - Aquí está, Monsieur. El hombre que apareció entre los árboles era un anciano. Llevaba una escopeta apoyada en el brazo derecho. Vestía un traje de tweed lleno de remiendos y una boina azul. El rostro de color roble, llena de arrugas, estaba cubierta de una barba de tres días. - ¿Quién es usted? – preguntó Donner. - Soy Paul Gaubert, Monsieur. ¿Puedo hacerle la misma pregunta? - Me llamo Donner. Soy el nuevo inquilino de Maison Blanche. Creo que no me equivoco al decir que ustedes están acampando en mis tierras. - Así lo hacemos todos los años en esta época, Monsieur. Jamás hemos tenido problemas. El joven que lo acompañaba era de mediana altura y rostro enfermizo. Su aspecto harapiento era como el de Gaubert. Llevaba una escopeta en el brazo derecho y un par de liebres en el izquierdo. Donner lo miró y Gaubert, turbado, le dijo: - Es mi hijo, Paul. - Y esas liebres son mías, ¿verdad? ¿Qué dirían los gendarmes de St.-Martin si yo los denunciara? El viejo Gaubert abrió los brazos. - Por favor, Monsieur. En todos lados es igual. Nos llaman sucios gitanos, nos echan y nuestros hijos pasan hambre. - Está bien – dijo Donner, sacando su billetera -. Ahórreme sus cuentos. Pueden quedarse. – Sacó un par de billetes de mil francos y los metió en el bolsillo de la camisa de Gaubert -. Eso es para que se arreglen. No me gustan los extraños, ¿comprende? - Comprendo perfectamente, Monsieur. - Vigilen el lugar hasta que vuelva yo o Monsieur Stavrou, aquí presente. - No se preocupe, Monsieur – dijo el viejo Gaubert, quien le dio un puntapié a su hijo que tenía los ojos clavados en Wanda. Volvieron al Citroën. - ¿Adónde vamos ahora? – preguntó ella. - A París. Debo esperar la llegada del piloto argentino. García dice que ha efectuado doce misiones en las Falklans y ha sobrevivido. - Un verdadero héroe – dijo ella -. Creí que ya no existían… - Lo mismo creía yo, pero me viene de perillas. Cuando acabe con él, será famoso en el mundo entero. Le rodeó con el brazo y se reclinó en el asiento. [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/A-4blanconegro.jpg[/IMG] Debido a la cuestión de las Malvinas, grandes multitudes se congregaban en Downing Street, y la policía se vio obligada a clausurar toda la manzana. Ferguson mostró su credencial, le abrieron paso y se detuvo ante el número 10, cinco minutos antes de su cita con la primera ministra. Ferguson se dejó guiar por el edecán por una escalera, donde estaban los retratos de los primeros ministros del pasado: Peel, Wellington, Disraeli, Gladstone. No era la primera vez que subía esas escaleras, y siempre lo asaltaba una aguda conciencia histórica. Se preguntó si la mujer que detentaba el cargo más encumbrado de la nación también sufría esa sensación. En el rellano alto el joven edecán golpeó a una puerta, la abrió u dio paso a Ferguson - El brigadier Ferguson – anunció, y salió cerrando la puerta. La oficina era elegante, pero nada era más elegante que la mujer sentada al escritorio, con su traje sastre azul, blusa blanca y el cabello rubio bien peinado. Lo miró serena. - La última vez que nos vimos, brigadier, fue para analizar un posible atentado contra mi vida. - Así es, Madam. - Veo que el director general de Inteligencia ha tenido a bien poner en sus manos todos los asuntos relacionados con el problema del Exocet… - Sí, Madam. - Supe que los libios pensaban entregar armamento a los argentinos, pero que ello probablemente no sucederá, gracias a las presiones de nuestros amigos en el mundo árabe. - Exactamente. - ¿Existe la posibilidad de que los peruanos traten de ayudarlos? - Nos hemos ocupado de ello, Madam. Nosotros… - Ahórreme los detalles, por favor, brigadier. Sólo quedan los franceses, y Mitterrand me ha asegurado personalmente que mantendrá el embargo. - Me agrada saberlo, Madam. Margaret Thatcher se puso de pie, fue a la ventana y miró hacia fuera. - Brigadier…, si un solo Exocet hace blanco en el Hermes o el Invincible, cambiará todo el curso de la contienda. Tendríamos que retirarnos, casi con seguridad. – Se volvió hacia él -. ¿Puede usted asegurarme que no existe la menor posibilidad de que lleguen más Exocets a la Argentina, cualquiera sea su procedencia? - No, no puedo. - Entonces le sugiero que haga algo al respecto, brigadier – dijo serenamente -. El Departamento Cuatro posee plenos poderes, respaldados por la autoridad de esta oficina. Úselos, brigadier, a su entero criterio, por el bien de nuestros hombres en el Atlántico Sur, por el bien de todos nosotros. - Le aseguro que haré todo lo que pueda. Ferguson se retiró de la oficina. Los ojos de los primeros ministros del pasado parecían contemplarlo. Rió para sus adentros. El edecán lo condujo a la puerta y lo saludo al salir. Harry Fox y Ferguson subían en el ascensor del edificio en Kensington Palace Gardens. - Es una pérdida de tiempo, señor – dijo Fox -. Cuando quise hablarle por teléfono me mandó al diablo. - Veremos… - dijo Ferguson. Abrió la puerta del ascensor, recorrió el pasillo hasta la puerta de Gabrielle y golpeó. La puerta se entreabrió y ella miró hacia fuera. - ¿Qué quiere? - Hablar contigo. - Pues yo no quiero hablar con usted. ¡Fuera! Quiso cerrar la puerta pero él la trabó con el pie. - ¿No quieres hablar de Raúl Montero? Gabrielle lo miró, anonadada, abrió la puerta y le dio la espalda. Los dos hombres entraron y Fox cerró la puerta. Ella encendió un cigarrillo. Fumaba poco. - Bueno, hable de una vez. La ira la embelleció. Ferguson admiró esos ojos cargados de odio y resolvió lanzarse de cabeza. - Raúl Montero llega mañana a París a reunirse con un hombre llamado Felix Donner. El Gobierno argentino cree que él puede proporcionarles una partida de misiles Exocet. Necesito saber qué está tramando, para detenerlos. Quiero que vayas a París, te reúnas con Montero y hagas lo necesario para que podamos detenerlos. - Está loco. No volveré a trabajar para usted. Jamás. - Es tu deber. Eres ciudadana inglesa. - También soy ciudadana francesa. Soy neutral. - Imposible –dijo él, serenamente -. Sabes muy bien que tu hermanastro, el subteniente Richard Brindsley, es piloto de helicóptero en el HMS Invincible… - ¡Basta! – dijo, dsesperada -. No quiero oír nada más. - … en el escuadrón 820 – prosiguió Ferguson, implacable -. El escuadrón del príncipe Andrés. Quiero explicarte una de las tareas peligrosas que realiza. Los Sea King suelen servir de señuelo a los misiles Exocet. El príncipe Andrés, tu hermano y sus camaradas creen que el Exocet no puede elevarse a más de ocho metros de altura. Para proteger la nave, se suspenden en el aire y de esa manera sirven de blanco de radar. En el último momento ganan altura y el Exocet les pasa por debajo. Desgraciadamente, se ha descubierto que el Exocet puede seguir una trayectoria rampante y elevarse a mayor altura. Te ahorro detalles de lo que puede suceder. Gabrielle estaba enloquecida de furia y pánico. - No quiero oír más. Déjeme en paz. - Y también está tu amigo Montero. Es un valiente, si los hay, pero también nuestro enemigo en esta guerra, Gabrielle; no te hagas ilusiones al respecto. Un hombre que vuela en su Skyhaws para lanzar bombas de cinco mil libras sobre la flota británica en la bahía San Carlos. Me pregunto si habrá sido él quien hundió alguna de nuestras fragatas… Ella le volvió la espalda. Ferguson le hizo una señal a Fox y ambos salieron. Fox cerró la puerta y se reunió con él en el ascensor. El rostro de Ferguson estaba tenso. - Le dije que perderíamos tiempo. - Tonterías – dijo Ferguson -, lo hará. – El ascensor inició el descenso -. Necesita un hombre que la respalde, Harry. Un tipo de absoluta confianza, e implacable además. ¿Dónde está Tony, ahora? - Opera detrás de las líneas argentinas en las Malvinas, con el SAS. - Exactamente. Como sabía que lo necesitaríamos, le envié un mensaje anoche, de la mayor prioridad. Quiero que lo saquen de allá. Que un submarino lo lleve a Uruguay. El vuelo de Montevideo a París dura apenas catorce horas. Que nuestra gente en la Embajada de Montevideo prepare sus papeles. Subieron al coche. - No se moleste en decirlo, Harry. Soy el hijo de **** más grande que ha conocido. Belov y garcía conversaban con Donner en su apartamento, mientras Wanda servía café. - Está bien, Wanda . dijo Donner -. Si llaman de la corporación en Londres, atiéndelos tu misma. Dile a Yanni que esté alerta. Tal vez lo necesite. Cuando ella se retiró, se volvió hacia García. - De modo que mañana llega el comodoro Montero. ¿Me trajo la carpeta con sus datos, como le pedí? Me gusta saber con quién trabajo. - Por supuesto. García abrió su maletín, sacó una carpeta y se la tendió. Donner la abrió, estudió la foto de Montero y leyó rápidamente los datos. - Excelente – comentó después de un rato -. ¿Dónde lo alojarán? - Un hotel no me pareció lo más conveniente – dijo García-, y ni hablar de la Embajada. Le he alquilado un pequeño apartamento con servicio en la Avenue de Neuilly, cerca del Bois de Boulogne. – Le tendió una tarjeta -. Ahí tiene la dirección y el teléfono. - Muy bien – asintió Donner -. Me pondré en contacto con él cuando llegue. - Me gustaría conocer algunos detalles de sus intenciones – dijo García, con cierta exasperación -. No nos ha dado el menor indicio acerca de dónde piensa conseguir los Exocets. - Ni lo haré – dijo Donner -, hasta el último momento. Este asunto requiere la mayor discreción. Cuanto menor sea el número de personas que conozcan mis fuentes, mejor. Lo siento, ése es mi modus operandi. – se encogió de hombros -. Si no está satisfecho, todavía estamos a tiempo de cancelar todo. - No, por Dios – dijo García sobresaltado -. De ninguna manera. - Me alegro. Ahora, si nos disculpa, le pediré que nos deje solos unos momentos. Puede esperar en el otro cuarto. García salió. - Aficionados – dijo Belov -. ¿Qué diablos se hace con ellos? - Se los mantiene fuera de peligro – dijo Donner -. Ya le he dicho a Paul Bernard que en ninguna circunstancia debe comentarle a García sus conversaciones conmigo… - Por consiguiente, García no sabe nada de la Ile de Roc. - Exactamente. - ¿Confías en Bernard? - Claro que sí. El digno profesor está realmente comprometido. Para él es como una cruzada. Aunque no le he dicho nada, él cree que voy a interceptar uno de esos camiones de Aerospatiale que transportan Exocets a la isla. Claro, si conociera mis verdaderas intenciones no le gustaría tanto. - ¿Qué le sucederá después? - Algo muy dramático, ala altura de las circunstancias. Por ejemplo, lo hallarán con un revólver en una mano y una carta en la otra., donde expresa su arrepentimiento por haber participado en una conspiración contra su propia patria. A la Inteligencia francesa no le resultará difícil constatar que brindó ayuda técnica al comienzo. Necesitaré algunos matones. - ¿Cuántos? - Digamos ocho. Con Stavrou y yo seremos diez. Para mi plan basta y sobra. Verdaderos matones. Que no piensen. - De acuerdo – dijo Belov -. Podrías trabajar con mercenarios en lugar de matones. Déjalo en mis manos. En ese momento se abrió la puerta y entró García. Temblaba de emoción, le brillaban los ojos. - ¿Qué le pasa? – preguntó Belov. - Hoy es 25 de mayo, caballeros. ¿Saben lo que significa eso en la Argentina? - No tengo la menor idea. - Es nuestra fecha patria, y un día que pasará a la historia por el golpe terrible que le hemos dado a la Marina británica. Vengan, hay un informativo especial en la televisión. Se volvió y salió apresuradamente. [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/Atlantic1.jpg[/IMG] [B]Hundimiento del Atlantic Conveyor[/B] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/coventryhundi.jpg[/IMG] [B]Tras el ataque de Skyhaws al HMS Coventry[/B] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/coventryhundido.jpg[/IMG] [B]HMS Coventry hundiéndose...[IMG] En la oficina de Cavendish Place, Ferguson colgó el auricular del teléfono rojo. Su expresión era grave. - ¿Malas noticias, señor? - Así parece. El destructor HMS Coventry fue atacado por los Skyhaws mientras protegía los buques que descargaban provisiones en San Carlos. Parece que lo tocó un Exocet. Pero no estamos seguros. Veinte muertos, por lo menos, y muchos heridos. Se hundió. - Dios mío – dijo Fox. - Eso no es lo peor, Harry. El portacontenedores Atlantic Conveyor, de quince mil toneladas, fue retirado de la acción. Lo tocaron dos Exocets, confirmado. – Meneó la cabeza -. Como parece tan grande en la pantalla radar, habrán creído que era uno de los portaaviones… - ¿Qué haremos, señor? - Es obvio, ¿no le parece? [/B] Parte 13[/IMG][/B][/B] [/QUOTE]
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