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Area Militar General
Malvinas 1982
EXOCET-SUE/Malvinas: Un relato de intrigas...
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<blockquote data-quote="Stormnacht" data-source="post: 812404" data-attributes="member: 341"><p><strong>Gracias a vos Willy! Hay partes que consideré no condensar tanto, porque pueden resultar interesantes, aunque sea una novela. Ya concluirá... </strong></p><p><strong>Salute</strong></p><p><strong></strong></p><p></p><p></p><p><img src="http://i69.photobucket.com/albums/i64/g5cfaa/aviacion%20militar/BravoFAA.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p><p></p><p><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/Bendicion.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p><p></p><p><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/galahad12nw.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p><p></p><p></p><p> <strong>Golpearon a la puerta del apartamento de Kensington Palace Gardens por segunda vez en el día. Luego de unos segundos oyeron pasos que se acercaban lentamente.</strong></p><p><strong> La puerta se entreabrió. Gabrielle los contempló por un instante, luego les abrió la puerta y los condujo a la sala. </strong></p><p><strong> - Ya conoces la noticia – dijo Ferguson con suavidad.</strong></p><p><strong> - Sí.</strong></p><p><strong> - ¿Y bien?</strong></p><p><strong> Tomó aliento y se cruzó de brazos.</strong></p><p><strong> - ¿Cuándo debo partir?</strong></p><p><strong> - Mañana mismo. ¿Aún tienes tu apartamento en la Avenue Victor-Hugo?</strong></p><p><strong> - Sí.</strong></p><p><strong> -Bien, instálate allí. Nuestro hombre de París te informará de lo que debes hacer y, en caso de necesidad, Harry puede viajar por el puente aéreo. ¡Ah!, un detalle más.</strong></p><p><strong> - ¿Qué?</strong></p><p><strong> Parecía mortalmente cansada.</strong></p><p><strong> - Necesitarás un guardaespaldas. Una persona de absoluta confianza que esté siempre cerca de ti en caso de que tengas problemas.</strong></p><p><strong> Sus ojos se abrieron horrorizados.</strong></p><p><strong> - ¿Mandó a llamar a Tony?</strong></p><p><strong> - Exactamente. Estará aquí dentro de treinta y seis horas, a lo sumo.</strong></p><p><strong> Meneó la cabeza, impotente.</strong></p><p><strong> - Me gustaría matarlo, Ferguson. Mire en lo que me ha convertido. Usted y la gente como usted corrompen todo lo que cae en sus manos.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> En Buenos Aires, una multitud de miles de personas ocupaba la Plaza de Mayo, cientos de banderas celestes y blancas ondeaban al viento.</strong></p><p><strong> Las bocinas de los coches se mezclaban con el rugido de la multitud: ¡Argentina, Argentina! El presidente Galtieri estaba en el balcón, vistiendo uniforme de gala, con el cabello plateado peinado hacia atrás y el brazo alzado como el de un emperador romano, respondiendo eufórico a las aclamaciones de la multitud.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Ferguson esperaba en su apartamento cuando entró Fox con un mensaje cifrado.</strong></p><p><strong> - Necesitaba verle, Harry. ¿A quién tenemos en la Embajada en París que no sea un *******? </strong></p><p><strong> Fox pensó un instante.</strong></p><p><strong> - Podría ser George Corwin, señor. Era capitán del regimiento Green Howards. Se desempeñó muy bien en Irlanda.</strong></p><p><strong> - Excelente. Que siga a Montero a partir a paritirde su llegada desde Buenos Aires. Que descubra su paradero y le informe a Gabrielle hasta que llegue Tony. Hablando de Tony, ¿qué sabes de él?</strong></p><p><strong> - Justamente traía este mensaje para mostrarle, señor. Proviene del cuartel general de San Carlos, vía SAS en Hereford.</strong></p><p><strong> “Confirmado mayor Villiers y sargento Jackson en camino según órdenes.”</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Villiers se despertó sobresaltado por la vibración de los motores, pero permaneció tendido en su catre, junto a la mampara de acero, tratando de recordar dónde se hallaba. Finalmente lo recordó. Era el HMS Clarion, submarino convencional, no nuclear, propulsado por motores diésel y eléctricos. Los había recogido esa tarde en Bull Cove. Sentado en un rincón, Jackson lo miraba.</strong></p><p><strong> - Estuvo hablando en sueños, sabe.</strong></p><p><strong> - Lo que me faltaba. Dame un cigarrillo.</strong></p><p><strong> - Creo que ha estado en esto demasiado tiempo.</strong></p><p><strong> - Lo mismo nos sucede a todos. ¿Por qué encendieron los diésel?</strong></p><p><strong> - Porque vamos a la superficie. El comandante Doyle me mandó decirle que estuviera listo en un cuarto de hora. </strong></p><p><strong> - Está bien, subiré en cinco minutos.</strong></p><p><strong> Jackson salió y Villiers se sentó en el catre. Se puso los jeans y el chandal que le habían dado, mientras se preguntaba qué estarían tramando. Nadie había podido decirle nada, o al menos nada importante.</strong></p><p><strong>“Un soldado no hace preguntas”, susurró, y se colocó las botas de goma y el chaquetón.</strong></p><p><strong> El cigarrillo tenía un gusto horrible; lo apagó. Estaba demasiado cansado y las cosas perdían nitidez. Necesitaba un largo período de descanso.</strong></p><p><strong> Salió, atravesó la sala de control y subió al puente por la torreta. Era de noche y el cielo estaba salpicado de estrellas. Llenó sus pulmones de aire marino y se sintió mejor.</strong></p><p><strong> Doyle contemplaba la costa a través de sus prismáticos; Jackson estaba a su lado.</strong></p><p><strong> - ¿Falta mucho?</strong></p><p><strong> - Esa es la costa uruguaya. La Paloma está a un par de millas a estribor. El mar está bastante picado, pero no creo que tengan problemas. Me imagino que habrán hecho esto antes.</strong></p><p><strong> - Alguna que otra vez.</strong></p><p><strong> Después de escrutar la costa a través de los prismáticos, Doyle se inclinó y dio una orden a través del intercomunicador.</strong></p><p><strong> El submarino disminuyó su velocidad y Doyle se volvió a Villiers:</strong></p><p><strong> - No puedo acercarme más a la costa. Ya sale la lancha neumática por la escotilla.</strong></p><p><strong> - Le agradezco el paseo – dijo Villiers, y estrechó su mano.</strong></p><p><strong> Saltó por la borda y descendió por la escalerilla hasta el casco circular, seguido por Jackson. La lancha estaba en el agua, sostenida por dos marineros. Jackson ocupó su lugar y Villiers lo siguió. Había mucho oleaje.</strong></p><p><strong> - ¿Listo, señor? – preguntó el oficial a cargo.</strong></p><p><strong> - Listo.</strong></p><p><strong> Los marineros soltaron amarras e inmediatamente la marea arrastró a la lancha hacia la orilla.</strong></p><p><strong> El viento era fuerte y las olas estaban coronadas de espuma. Cuando Villiers se inclinó para tomar el remo, la lancha hizo agua por la borda. Se colocó mejor y empezaron a remar.</strong></p><p><strong> Vieron que la costa estaba muy cerca. La lancha seguía haciendo agua y Jackson maldecía. Al llegar al rompiente de las olas, viraron y Jackson se dejó caer al agua, que le llegaba a la cintura, para arrastrar la lancha a la orilla.</strong></p><p><strong> Llevaron la lancha hasta la duna más próxima, Jackson la pinchó con su navaja, y la enterraron en la arena. Al atravesar las dunas vieron un café sobre la playa, oscuro y con celosías cerradas.</strong></p><p><strong> - Parece que es ahí – dijo Villiers.</strong></p><p><strong> Había un coche junto a la muralla. Cuando se acercaron, se abrió la portezuela y un hombre vestido con anorak descendió y los esperó.</strong></p><p><strong> - Bonita noche para dar un paseo, señores – dijo en español.</strong></p><p><strong> Villiers le dio la respuesta convenida en inglés:</strong></p><p><strong> - Somos forasteros, no hablamos español.</strong></p><p><strong> El otro sonrió y les tendió la mano.</strong></p><p><strong> - Soy Jimmy Nelson. ¿Todo bien?</strong></p><p><strong> - Estamos empapados hasta los huesos – dijo Jackson.</strong></p><p><strong> - No se preocupen. Suban, iremos a mi casa.</strong></p><p><strong> - ¿Hay alguien que pueda decirnos de qué diablos se trata todo esto? – preguntó Villiers cuando el coche se puso en marcha.</strong></p><p><strong> - No tengo la menor idea, amigo. Cumplo instrucciones. Son órdenes de arriba. Tengo ropa para ustedes. También tengo pasaportes, con sus nombres verdaderos, ya que no parecía haber motivo para que fueran falsos. Son ingenieros en ventas, ambos.</strong></p><p><strong> - ¿Adónde vamos?</strong></p><p><strong> - A París. Eso presentó un problema. Hay un solo vuelo directo a esa bella ciudad, y sale los viernes. Sin embargo, gracias a mis contactos, pude obtener dos plazas en un Jumbo carguero de Air France que parte dentro de… - miró su reloj – tres horas, más o menos, de modo que todo saldrá bien. Llegarán a París en catorce horas.</strong></p><p><strong> - ¿Y luego?</strong></p><p><strong> - No lo sé. Me imagino que el brigadier Ferguson les explicará todo cuando lleguen.</strong></p><p><strong> - ¿Ferguson? – gimió Villiers -. ¿Él es quien está detrás de todo esto?</strong></p><p><strong> - Exactamente. ¿Algún problema, amigo?</strong></p><p><strong> - Ninguno, salvo que preferiría estar de vuelta en las Malvinas, operando detrás de las líneas argentinas.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> En el aeropuerto Charles de Gaulle, el capitán George Corwin, apoyado en una colimna, leía un diario. Fuera estaba oscuro; eran más de las nueve de la noche. De pie junto a un puesto de diarios, García trataba de aparentar tranquilidad, sin lograrlo en absoluto. En ese momento, Raúl Montero salió de Migraciones y Aduana. Llevaba una bolsa de lona en una mano y vestía unos jeans, su vieja chaqueta de aviador y un pañuelo al cuello. Corwin lo reconoció de inmediato, gracias a la foto que le había proporcionado el Grupo Cuatro.</strong></p><p><strong> García se adelantó a saludarlo.</strong></p><p><strong> - Es un placer conocerlo, señor comodoro. Juan García a sus órdenes.</strong></p><p><strong> - El placer es mío – dijo Montero amablemente -. Creo que sería una buena idea que no me llame comodoro.</strong></p><p><strong> - Por supuesto – dijo García -. Qué estupidez de mi parte.</strong></p><p><strong> Trató de tomar el bolso.</strong></p><p><strong> - Yo puedo llevarlo – dijo Montero, con cierto fastidio.</strong></p><p><strong> - Por supuesto. Mi coche está afuera. Le he alquilado un buen apartamento en la Avenue de Neuilly. Allí estará cómodo.</strong></p><p><strong> Cuando se alejaban de la salida principal, Corwin se encontraba en el asiento trasero de un Rover negro. Tocó el hombro al chofer.</strong></p><p><strong> - Sigue a esa camioneta Peugeot verde, Arthur. No importa adónde vaya.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> Era un apartamento agradable, cómodo, aunque sin nada que destacar. Su única ventaja era la magnífica vista del Bois de Boulogne, al otro lado de la avenida.</strong></p><p><strong> - Espero que se halle cómodo aquí, comodoro.</strong></p><p><strong> - Perfectamente – dijo Montero -. Aunque me imagino que no estaré aquí mucho tiempo.</strong></p><p><strong> - DEBE ESTREVISTARSE CON LOS SEÑORES Donner y Belov; este último representa los intereses rusos en este asunto. Mañana a las once, si le parece bien.</strong></p><p><strong> - Sí, está bien. ¿Y luego?</strong></p><p><strong> - No tengo la menor idea. El señor Donner exige discreción.</strong></p><p><strong> Cuando García hubo salido, volvió a la sala, abrió la puerta ventana y salió al balcón. Estaba en París, una de sus ciudades preferidas, y tal vez podría ver a Gabrielle.</strong></p><p><strong> Emocionado, tomó la guía telefónica y hojeó con rapidez. Imposible. Había muchos Legrand, pero ninguna se llamaba Gabrielle.</strong></p><p><strong> Por supuesto, podría encontrarse en Londres. El número del apartamento en Kensington estaba grabado en su memoria. ¿Por qué no? Aunque no se atrevería a hablarle, al menos escucharía su voz. Buscó el código telefónico de Londres, tomó el auricular y marcó. Lo dejó sonar un largo rato antes de cortar.</strong></p><p><strong> En la nevera había vino y jerez. Se sirvió un vaso de vino helado y salió al balcón. Mientras sorbía lentamente pensaba en ella. Nunca se había sentido tan solo.</strong></p><p><strong> - ¿Dónde estás, Gabrielle? – susurró -. Ven a mí. Dame un indicio.</strong></p><p><strong> A veces eso servía. En las misiones a San Carlos, pensar en ella y sentir su presencia tangible, lo había salvado más de una vez. Apuró su vaso y, bruscamente, se sintió muy cansado. Entró y se fue a la cama.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> A menos de un kilómetro de distancia, en la Avenue Victor-Hugo, Gabrielle estaba apoyada en la baranda del balcón de su propio apartamento.</strong></p><p><strong> El asunto era casi irreal, se sentía como en un sueño en cámara lenta. Raúl se encontraba en algún lugar de la ciudad; lo sabía, porque Corwin la había llamado para decirle que llegaría esa noche.</strong></p><p><strong> Cuando sonó el teléfono, tomó el auricular con rapidez.</strong></p><p><strong> - Llegó – dijo Corwin -. Lo seguí a él y a García a una casa de apartamentos en la Avenue de Neuilly. Soborné a la persona correspondiente para obtener el número del apartamento. ¿Quieres anotar la dirección?</strong></p><p><strong> Lo hizo y preguntó:</strong></p><p><strong> - ¿Qué debo hacer? ¿Ir al apartamento y golpear a la puerta?</strong></p><p><strong> - No me parece una buena idea – dijo Corwin -. Que decida el mayor Villiers. Llega mañana.</strong></p><p><strong> Cortó la comunicación, Gabrielle memorizó la dirección, rompió el papel y lo quemó.</strong></p><p><strong> - Ahora empieza la mentira – susurró -, y el engaño y la traición…</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Ferguson se había acostado temprano, no para dormir sino para trabajar cómodamente en la cama. Cuando estaba punto de poner fin al trabajo del día recibió una llamada de Harry Fox.</strong></p><p><strong> - Me llamó George Corwin desde París, señor. Raúl Montero llegó a su hora. Lo recibió García, quien se lo llevó a un apartamento en la Avenue de Neuilly. Le dio la dirección a Gabrielle.</strong></p><p><strong> - Muy bien – dijo Ferguson.</strong></p><p><strong> - Ella me preocupa, señor. Es mucho lo que le pedimos.</strong></p><p><strong> - Ya lo sé, pero estoy seguro de que será capaz de hacerlo.</strong></p><p><strong> - Pero, diablos, señor, lo que usted le pide es que cumpla nuestros objetivos y, de paso, se autodestruya…</strong></p><p><strong> - Tal vez. Pero, ¿cuántos hombres han muerto ya en el Atlántico Sur? Hombres de los dos bandos. Mire cuántos murieron cuando se hundió el Belgrano. Hay que terminar con esta carnicería, ¿no comprende?</strong></p><p><strong> - Claro que sí, señor.</strong></p><p><strong> Fox parecía cansado.</strong></p><p><strong> - ¿Cuándo llega Tony?</strong></p><p><strong> - A las cinco de la tarde, hora de Francia.</strong></p><p><strong> - Viaje hacia allí, mañana, Harry. Usted y Corwin irán al aeropuerto a recibirlo. Lo pondrán al corriente, hasta el último detalle.</strong></p><p><strong> - No le gustará que usemos a Gabrielle, señor.</strong></p><p><strong> - ¿Qué quiere decir?</strong></p><p><strong> - Bueno, señor, estuvieron casados durante cinco años. Ella es importante para él. Para decirlo a la antigua, él todavía la quiere.</strong></p><p><strong> - Perfecto. Y justamente por eso se asegurará de que no le ocurra nada. Quiero que usted vuelva mañana por la noche, Harry. ¿Algo más?</strong></p><p><strong> - El contacto francés, señor. ¿No sería hora de informarles?</strong></p><p><strong> - Me parece que no. Y menos en este momento. No sabemos que está tramando Donner. Si los franceses lo arrestan, un buen abogado lo sacará en libertad en menos de una hora.</strong></p><p><strong> - Por lo menos, hable con Pierre Guyon, señor.</strong></p><p><strong> - Lo pensaré, Harry. Váyase a la cama.</strong></p><p><strong>Ferguson cortó, se reclinó e hizo lo que a Fox le dijo, pensar…</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> El Servicio de seguridad francés, llamado Service de Documentation Extérieure et de Contre-Espionnage, o SDECE, está dividido en cinco secciones y muchos departamentos. El más interesante en el Servicio Cinco, llamado comúnmente Servicio de Acción, el departamento que destruyó a la OAS. El jefe, coronel Pierre Guyon, era un viejo amigo.</strong></p><p><strong> Ferguson tomó el auricular, marcó el código de París, vaciló y cortó. Sabía que estaba corriendo un riesgo y poniendo en juego su carrera. Pero su instinto, forjado en muchos años de trabajo en el espionaje, le dijo que debía permitir que las cosas siguieran su curso. Apagó la luz y durmió.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Raúl Montero durmió muy bien esa noche, debido a la tensión y a la fatiga de las últimas semanas. Se despertó a las diez. Desde hacía años tenía la costumbre de salir a correr por las mañanas. Sólo lo abandonó en Río Gallegos, ya que debía salir en misión de combate.</strong></p><p><strong> Cumplió con el ritual de musitar unas palabras para Gabrielle y fue a la ventana. Al apartar las cortinas vio que llovía. Se sintió excitado. Se puso su viejo chandal negro y zapatillas, bebeió un vaso de zumo de naranja y salió.</strong></p><p><strong> Le gustaba la lluvia, le daba una sensación de seguridad, como si se hallara en un mundo propio. Corrió por el parque empapado hasta los huesos. No era el único amante de la lluvia: unos corrían, otros paseaban…</strong></p><p><strong> Oculto en un camión de lechería en la Avenue de Neuilly, Corwin vio a Montero, que avanzaba trotando desde el lago. Este se detuvo a pocos metros, jadeando. Corwin le tomó varias fotografías con una cámara especial, a través de un pequeño agujero en el camión.</strong></p><p><strong> Cuando Montero cruzó la avenida, un Mercedes negro se detuvo junto a la acera, frente a la casa de apartamentos. De él salió García, seguido de Donner y Belov.</strong></p><p><strong> - Bueno, bueno… - susurró Corwin -, nada más ni nada menos que nuestro querido Nikolai…</strong></p><p><strong> Tuvo tiempo de tomar varias fotografías antes de que los hombres entraran en el edificio.</strong></p><p><strong> Stavrou salió del coche para ajustar el limpiaparabrisas. Y Corwin también lo fotografió, por si acaso.</strong></p><p><strong> Stavrou volvió al coche, Corwin encendió un cigarrillo, se sentó y esperó.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Donner le desagradó de inmediato a Montero. Había algo repulsivo en ese hombre, que lo molestaba. En cambio, Belov le gustó. Un hombre razonable que trabajaba para su propio bando, lo cual era muy justo, aunque Montero nunca había simpatizado con la causa comunista.</strong></p><p><strong> Trajo una bandeja de la cocina.</strong></p><p><strong> - Café, caballeros –dijo.</strong></p><p><strong> - ¿Usted no, comodoro? – preguntó Donner.</strong></p><p><strong> - Jamás bebo café. Es malo para los nervios. – Fue a la cocina y volvió con una taza de loza -. Prefiero el té,</strong></p><p><strong> Donner soltó una risita desagradable, indicando que el sentimiento de disgusto era recíproco.</strong></p><p><strong> - Me parece extraño, tratándose de un sudamericano.</strong></p><p><strong> - Bueno, usted se sorprendería al ver lo que los “nativos” somos capces de hacer cuando se presenta la ocasión – dijo Montero -. Si no lo cree, pregúnteselo a la Marina inglesa.</strong></p><p><strong> - Coincido con usted, Comodoro – dijo Belov, conciliador -. Beber té es un hábito muy civilizado. Nosotros lo hemos practicado durante siglos.</strong></p><p><strong> - Creo que deberíamos ir al grano – dijo García -. Tal vez el señor Donner quiera explicarnos la operación con mayor detalle.</strong></p><p><strong> - Por supuesto – dijo Donner -. Sólo esperaba la presencia del comodoro Montero. Con un poco de suerte, todo estará resuelto en los próximos días, lo cual es conveniente, porque los diarios de esta mañana dicen que los británicos se aprestan a avanzar desde San Carlos.</strong></p><p><strong> Montero encendió un cigarrillo.</strong></p><p><strong> - Muy bien, ahora dígame cuáles son sus planes.</strong></p><p><strong> Donner consideraba que la mejor manera de contar una mentira era empezar por los hechos ciertos.</strong></p><p><strong> - ustedes saben que los libios tienen una abundante provisión de Exocets, pero, debido a las presiones del mundo árabe, según su primera intención. Al menos, no lo hará oficialmente. Pero todo en esta vida tiene solución, al menos mi experiencia así lo demuestra.</strong></p><p><strong> - ¿Y bien? – dijo Montero.</strong></p><p><strong> - He alquilado una casa en Bretaña, cerca de la costa y próxima a una vieja base de bombarderos de la época de la guerra. Se llama Lancy. Está abandonada, pero las pistas están en buenas condiciones. Dentro de dos días, o quizá tres, un transporte Hércules, en tránsito de Italia a Irlanda, aterrizará en Lancy, clandestinamente, claro está. Llevará a bordo diez Exocets último modelo. Usted, comodoro Montero, verificará esa carga. Si queda satisfecho, llamará al señor García a París, quien dispondrá la transferencia de tres millones de libras en oro a la cuenta que yo le indicaré, en Ginebra.</strong></p><p><strong> - Felicitaciones, señor – dijo Montero -. Así se ganan las guerras.</strong></p><p><strong> - Lo mismo pienso yo – dijo Donner -. Supongo que usted querrá partir en el Hércules, que no irá a Inglaterra sino a Dakar. Allí son muy liberales, sobre todo cuando hay un negocio en puerta. El Hércules repostará, cruzará el Atlántico hasta Río de Janeiro y allá repostará para el último tramo de viaje, que culminará en la base aérea argentina que usted prefiera.</strong></p><p><strong> Se hizo el silencio.</strong></p><p><strong> - Magnífico – dijo García, reverente.</strong></p><p><strong> - ¿Y usted, comodoro? – dijo Donner a Montero -. ¿A usted no le parece magnífico?</strong></p><p><strong> - Soy soldado – dijo Montero -. No expreso opiniones. Cumplo órdenes. ¿Cuándo debo viajar?</strong></p><p><strong> - Pasado mañana. Iremos en un avión particular. – Donner se puso de pie -. Hasta mañana, diviértase, ya que está en París. Creo que se lo merece, después de todo lo que ha hecho en el Atlántico Sur.</strong></p><p><strong> Montero los condujo a la puerta. AL salir, Donner le dijo:</strong></p><p><strong> - Estaré en contacto con usted.</strong></p><p><strong> Él y el ruso se alejaron, pero García se volvió por un instante hacia Montero.</strong></p><p><strong> - ¿Qué le parece?</strong></p><p><strong> - No me gusta ese tipo – dijo Montero -. Pero eso no importa.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p></p><p></p><p>Parte 14</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Stormnacht, post: 812404, member: 341"] [B]Gracias a vos Willy! Hay partes que consideré no condensar tanto, porque pueden resultar interesantes, aunque sea una novela. Ya concluirá... Salute [/B] [IMG]http://i69.photobucket.com/albums/i64/g5cfaa/aviacion%20militar/BravoFAA.jpg[/IMG] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/Bendicion.jpg[/IMG] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/galahad12nw.jpg[/IMG] [B]Golpearon a la puerta del apartamento de Kensington Palace Gardens por segunda vez en el día. Luego de unos segundos oyeron pasos que se acercaban lentamente. La puerta se entreabrió. Gabrielle los contempló por un instante, luego les abrió la puerta y los condujo a la sala. - Ya conoces la noticia – dijo Ferguson con suavidad. - Sí. - ¿Y bien? Tomó aliento y se cruzó de brazos. - ¿Cuándo debo partir? - Mañana mismo. ¿Aún tienes tu apartamento en la Avenue Victor-Hugo? - Sí. -Bien, instálate allí. Nuestro hombre de París te informará de lo que debes hacer y, en caso de necesidad, Harry puede viajar por el puente aéreo. ¡Ah!, un detalle más. - ¿Qué? Parecía mortalmente cansada. - Necesitarás un guardaespaldas. Una persona de absoluta confianza que esté siempre cerca de ti en caso de que tengas problemas. Sus ojos se abrieron horrorizados. - ¿Mandó a llamar a Tony? - Exactamente. Estará aquí dentro de treinta y seis horas, a lo sumo. Meneó la cabeza, impotente. - Me gustaría matarlo, Ferguson. Mire en lo que me ha convertido. Usted y la gente como usted corrompen todo lo que cae en sus manos. En Buenos Aires, una multitud de miles de personas ocupaba la Plaza de Mayo, cientos de banderas celestes y blancas ondeaban al viento. Las bocinas de los coches se mezclaban con el rugido de la multitud: ¡Argentina, Argentina! El presidente Galtieri estaba en el balcón, vistiendo uniforme de gala, con el cabello plateado peinado hacia atrás y el brazo alzado como el de un emperador romano, respondiendo eufórico a las aclamaciones de la multitud. Ferguson esperaba en su apartamento cuando entró Fox con un mensaje cifrado. - Necesitaba verle, Harry. ¿A quién tenemos en la Embajada en París que no sea un *******? Fox pensó un instante. - Podría ser George Corwin, señor. Era capitán del regimiento Green Howards. Se desempeñó muy bien en Irlanda. - Excelente. Que siga a Montero a partir a paritirde su llegada desde Buenos Aires. Que descubra su paradero y le informe a Gabrielle hasta que llegue Tony. Hablando de Tony, ¿qué sabes de él? - Justamente traía este mensaje para mostrarle, señor. Proviene del cuartel general de San Carlos, vía SAS en Hereford. “Confirmado mayor Villiers y sargento Jackson en camino según órdenes.” Villiers se despertó sobresaltado por la vibración de los motores, pero permaneció tendido en su catre, junto a la mampara de acero, tratando de recordar dónde se hallaba. Finalmente lo recordó. Era el HMS Clarion, submarino convencional, no nuclear, propulsado por motores diésel y eléctricos. Los había recogido esa tarde en Bull Cove. Sentado en un rincón, Jackson lo miraba. - Estuvo hablando en sueños, sabe. - Lo que me faltaba. Dame un cigarrillo. - Creo que ha estado en esto demasiado tiempo. - Lo mismo nos sucede a todos. ¿Por qué encendieron los diésel? - Porque vamos a la superficie. El comandante Doyle me mandó decirle que estuviera listo en un cuarto de hora. - Está bien, subiré en cinco minutos. Jackson salió y Villiers se sentó en el catre. Se puso los jeans y el chandal que le habían dado, mientras se preguntaba qué estarían tramando. Nadie había podido decirle nada, o al menos nada importante. “Un soldado no hace preguntas”, susurró, y se colocó las botas de goma y el chaquetón. El cigarrillo tenía un gusto horrible; lo apagó. Estaba demasiado cansado y las cosas perdían nitidez. Necesitaba un largo período de descanso. Salió, atravesó la sala de control y subió al puente por la torreta. Era de noche y el cielo estaba salpicado de estrellas. Llenó sus pulmones de aire marino y se sintió mejor. Doyle contemplaba la costa a través de sus prismáticos; Jackson estaba a su lado. - ¿Falta mucho? - Esa es la costa uruguaya. La Paloma está a un par de millas a estribor. El mar está bastante picado, pero no creo que tengan problemas. Me imagino que habrán hecho esto antes. - Alguna que otra vez. Después de escrutar la costa a través de los prismáticos, Doyle se inclinó y dio una orden a través del intercomunicador. El submarino disminuyó su velocidad y Doyle se volvió a Villiers: - No puedo acercarme más a la costa. Ya sale la lancha neumática por la escotilla. - Le agradezco el paseo – dijo Villiers, y estrechó su mano. Saltó por la borda y descendió por la escalerilla hasta el casco circular, seguido por Jackson. La lancha estaba en el agua, sostenida por dos marineros. Jackson ocupó su lugar y Villiers lo siguió. Había mucho oleaje. - ¿Listo, señor? – preguntó el oficial a cargo. - Listo. Los marineros soltaron amarras e inmediatamente la marea arrastró a la lancha hacia la orilla. El viento era fuerte y las olas estaban coronadas de espuma. Cuando Villiers se inclinó para tomar el remo, la lancha hizo agua por la borda. Se colocó mejor y empezaron a remar. Vieron que la costa estaba muy cerca. La lancha seguía haciendo agua y Jackson maldecía. Al llegar al rompiente de las olas, viraron y Jackson se dejó caer al agua, que le llegaba a la cintura, para arrastrar la lancha a la orilla. Llevaron la lancha hasta la duna más próxima, Jackson la pinchó con su navaja, y la enterraron en la arena. Al atravesar las dunas vieron un café sobre la playa, oscuro y con celosías cerradas. - Parece que es ahí – dijo Villiers. Había un coche junto a la muralla. Cuando se acercaron, se abrió la portezuela y un hombre vestido con anorak descendió y los esperó. - Bonita noche para dar un paseo, señores – dijo en español. Villiers le dio la respuesta convenida en inglés: - Somos forasteros, no hablamos español. El otro sonrió y les tendió la mano. - Soy Jimmy Nelson. ¿Todo bien? - Estamos empapados hasta los huesos – dijo Jackson. - No se preocupen. Suban, iremos a mi casa. - ¿Hay alguien que pueda decirnos de qué diablos se trata todo esto? – preguntó Villiers cuando el coche se puso en marcha. - No tengo la menor idea, amigo. Cumplo instrucciones. Son órdenes de arriba. Tengo ropa para ustedes. También tengo pasaportes, con sus nombres verdaderos, ya que no parecía haber motivo para que fueran falsos. Son ingenieros en ventas, ambos. - ¿Adónde vamos? - A París. Eso presentó un problema. Hay un solo vuelo directo a esa bella ciudad, y sale los viernes. Sin embargo, gracias a mis contactos, pude obtener dos plazas en un Jumbo carguero de Air France que parte dentro de… - miró su reloj – tres horas, más o menos, de modo que todo saldrá bien. Llegarán a París en catorce horas. - ¿Y luego? - No lo sé. Me imagino que el brigadier Ferguson les explicará todo cuando lleguen. - ¿Ferguson? – gimió Villiers -. ¿Él es quien está detrás de todo esto? - Exactamente. ¿Algún problema, amigo? - Ninguno, salvo que preferiría estar de vuelta en las Malvinas, operando detrás de las líneas argentinas. En el aeropuerto Charles de Gaulle, el capitán George Corwin, apoyado en una colimna, leía un diario. Fuera estaba oscuro; eran más de las nueve de la noche. De pie junto a un puesto de diarios, García trataba de aparentar tranquilidad, sin lograrlo en absoluto. En ese momento, Raúl Montero salió de Migraciones y Aduana. Llevaba una bolsa de lona en una mano y vestía unos jeans, su vieja chaqueta de aviador y un pañuelo al cuello. Corwin lo reconoció de inmediato, gracias a la foto que le había proporcionado el Grupo Cuatro. García se adelantó a saludarlo. - Es un placer conocerlo, señor comodoro. Juan García a sus órdenes. - El placer es mío – dijo Montero amablemente -. Creo que sería una buena idea que no me llame comodoro. - Por supuesto – dijo García -. Qué estupidez de mi parte. Trató de tomar el bolso. - Yo puedo llevarlo – dijo Montero, con cierto fastidio. - Por supuesto. Mi coche está afuera. Le he alquilado un buen apartamento en la Avenue de Neuilly. Allí estará cómodo. Cuando se alejaban de la salida principal, Corwin se encontraba en el asiento trasero de un Rover negro. Tocó el hombro al chofer. - Sigue a esa camioneta Peugeot verde, Arthur. No importa adónde vaya. Era un apartamento agradable, cómodo, aunque sin nada que destacar. Su única ventaja era la magnífica vista del Bois de Boulogne, al otro lado de la avenida. - Espero que se halle cómodo aquí, comodoro. - Perfectamente – dijo Montero -. Aunque me imagino que no estaré aquí mucho tiempo. - DEBE ESTREVISTARSE CON LOS SEÑORES Donner y Belov; este último representa los intereses rusos en este asunto. Mañana a las once, si le parece bien. - Sí, está bien. ¿Y luego? - No tengo la menor idea. El señor Donner exige discreción. Cuando García hubo salido, volvió a la sala, abrió la puerta ventana y salió al balcón. Estaba en París, una de sus ciudades preferidas, y tal vez podría ver a Gabrielle. Emocionado, tomó la guía telefónica y hojeó con rapidez. Imposible. Había muchos Legrand, pero ninguna se llamaba Gabrielle. Por supuesto, podría encontrarse en Londres. El número del apartamento en Kensington estaba grabado en su memoria. ¿Por qué no? Aunque no se atrevería a hablarle, al menos escucharía su voz. Buscó el código telefónico de Londres, tomó el auricular y marcó. Lo dejó sonar un largo rato antes de cortar. En la nevera había vino y jerez. Se sirvió un vaso de vino helado y salió al balcón. Mientras sorbía lentamente pensaba en ella. Nunca se había sentido tan solo. - ¿Dónde estás, Gabrielle? – susurró -. Ven a mí. Dame un indicio. A veces eso servía. En las misiones a San Carlos, pensar en ella y sentir su presencia tangible, lo había salvado más de una vez. Apuró su vaso y, bruscamente, se sintió muy cansado. Entró y se fue a la cama. A menos de un kilómetro de distancia, en la Avenue Victor-Hugo, Gabrielle estaba apoyada en la baranda del balcón de su propio apartamento. El asunto era casi irreal, se sentía como en un sueño en cámara lenta. Raúl se encontraba en algún lugar de la ciudad; lo sabía, porque Corwin la había llamado para decirle que llegaría esa noche. Cuando sonó el teléfono, tomó el auricular con rapidez. - Llegó – dijo Corwin -. Lo seguí a él y a García a una casa de apartamentos en la Avenue de Neuilly. Soborné a la persona correspondiente para obtener el número del apartamento. ¿Quieres anotar la dirección? Lo hizo y preguntó: - ¿Qué debo hacer? ¿Ir al apartamento y golpear a la puerta? - No me parece una buena idea – dijo Corwin -. Que decida el mayor Villiers. Llega mañana. Cortó la comunicación, Gabrielle memorizó la dirección, rompió el papel y lo quemó. - Ahora empieza la mentira – susurró -, y el engaño y la traición… Ferguson se había acostado temprano, no para dormir sino para trabajar cómodamente en la cama. Cuando estaba punto de poner fin al trabajo del día recibió una llamada de Harry Fox. - Me llamó George Corwin desde París, señor. Raúl Montero llegó a su hora. Lo recibió García, quien se lo llevó a un apartamento en la Avenue de Neuilly. Le dio la dirección a Gabrielle. - Muy bien – dijo Ferguson. - Ella me preocupa, señor. Es mucho lo que le pedimos. - Ya lo sé, pero estoy seguro de que será capaz de hacerlo. - Pero, diablos, señor, lo que usted le pide es que cumpla nuestros objetivos y, de paso, se autodestruya… - Tal vez. Pero, ¿cuántos hombres han muerto ya en el Atlántico Sur? Hombres de los dos bandos. Mire cuántos murieron cuando se hundió el Belgrano. Hay que terminar con esta carnicería, ¿no comprende? - Claro que sí, señor. Fox parecía cansado. - ¿Cuándo llega Tony? - A las cinco de la tarde, hora de Francia. - Viaje hacia allí, mañana, Harry. Usted y Corwin irán al aeropuerto a recibirlo. Lo pondrán al corriente, hasta el último detalle. - No le gustará que usemos a Gabrielle, señor. - ¿Qué quiere decir? - Bueno, señor, estuvieron casados durante cinco años. Ella es importante para él. Para decirlo a la antigua, él todavía la quiere. - Perfecto. Y justamente por eso se asegurará de que no le ocurra nada. Quiero que usted vuelva mañana por la noche, Harry. ¿Algo más? - El contacto francés, señor. ¿No sería hora de informarles? - Me parece que no. Y menos en este momento. No sabemos que está tramando Donner. Si los franceses lo arrestan, un buen abogado lo sacará en libertad en menos de una hora. - Por lo menos, hable con Pierre Guyon, señor. - Lo pensaré, Harry. Váyase a la cama. Ferguson cortó, se reclinó e hizo lo que a Fox le dijo, pensar… El Servicio de seguridad francés, llamado Service de Documentation Extérieure et de Contre-Espionnage, o SDECE, está dividido en cinco secciones y muchos departamentos. El más interesante en el Servicio Cinco, llamado comúnmente Servicio de Acción, el departamento que destruyó a la OAS. El jefe, coronel Pierre Guyon, era un viejo amigo. Ferguson tomó el auricular, marcó el código de París, vaciló y cortó. Sabía que estaba corriendo un riesgo y poniendo en juego su carrera. Pero su instinto, forjado en muchos años de trabajo en el espionaje, le dijo que debía permitir que las cosas siguieran su curso. Apagó la luz y durmió. Raúl Montero durmió muy bien esa noche, debido a la tensión y a la fatiga de las últimas semanas. Se despertó a las diez. Desde hacía años tenía la costumbre de salir a correr por las mañanas. Sólo lo abandonó en Río Gallegos, ya que debía salir en misión de combate. Cumplió con el ritual de musitar unas palabras para Gabrielle y fue a la ventana. Al apartar las cortinas vio que llovía. Se sintió excitado. Se puso su viejo chandal negro y zapatillas, bebeió un vaso de zumo de naranja y salió. Le gustaba la lluvia, le daba una sensación de seguridad, como si se hallara en un mundo propio. Corrió por el parque empapado hasta los huesos. No era el único amante de la lluvia: unos corrían, otros paseaban… Oculto en un camión de lechería en la Avenue de Neuilly, Corwin vio a Montero, que avanzaba trotando desde el lago. Este se detuvo a pocos metros, jadeando. Corwin le tomó varias fotografías con una cámara especial, a través de un pequeño agujero en el camión. Cuando Montero cruzó la avenida, un Mercedes negro se detuvo junto a la acera, frente a la casa de apartamentos. De él salió García, seguido de Donner y Belov. - Bueno, bueno… - susurró Corwin -, nada más ni nada menos que nuestro querido Nikolai… Tuvo tiempo de tomar varias fotografías antes de que los hombres entraran en el edificio. Stavrou salió del coche para ajustar el limpiaparabrisas. Y Corwin también lo fotografió, por si acaso. Stavrou volvió al coche, Corwin encendió un cigarrillo, se sentó y esperó. Donner le desagradó de inmediato a Montero. Había algo repulsivo en ese hombre, que lo molestaba. En cambio, Belov le gustó. Un hombre razonable que trabajaba para su propio bando, lo cual era muy justo, aunque Montero nunca había simpatizado con la causa comunista. Trajo una bandeja de la cocina. - Café, caballeros –dijo. - ¿Usted no, comodoro? – preguntó Donner. - Jamás bebo café. Es malo para los nervios. – Fue a la cocina y volvió con una taza de loza -. Prefiero el té, Donner soltó una risita desagradable, indicando que el sentimiento de disgusto era recíproco. - Me parece extraño, tratándose de un sudamericano. - Bueno, usted se sorprendería al ver lo que los “nativos” somos capces de hacer cuando se presenta la ocasión – dijo Montero -. Si no lo cree, pregúnteselo a la Marina inglesa. - Coincido con usted, Comodoro – dijo Belov, conciliador -. Beber té es un hábito muy civilizado. Nosotros lo hemos practicado durante siglos. - Creo que deberíamos ir al grano – dijo García -. Tal vez el señor Donner quiera explicarnos la operación con mayor detalle. - Por supuesto – dijo Donner -. Sólo esperaba la presencia del comodoro Montero. Con un poco de suerte, todo estará resuelto en los próximos días, lo cual es conveniente, porque los diarios de esta mañana dicen que los británicos se aprestan a avanzar desde San Carlos. Montero encendió un cigarrillo. - Muy bien, ahora dígame cuáles son sus planes. Donner consideraba que la mejor manera de contar una mentira era empezar por los hechos ciertos. - ustedes saben que los libios tienen una abundante provisión de Exocets, pero, debido a las presiones del mundo árabe, según su primera intención. Al menos, no lo hará oficialmente. Pero todo en esta vida tiene solución, al menos mi experiencia así lo demuestra. - ¿Y bien? – dijo Montero. - He alquilado una casa en Bretaña, cerca de la costa y próxima a una vieja base de bombarderos de la época de la guerra. Se llama Lancy. Está abandonada, pero las pistas están en buenas condiciones. Dentro de dos días, o quizá tres, un transporte Hércules, en tránsito de Italia a Irlanda, aterrizará en Lancy, clandestinamente, claro está. Llevará a bordo diez Exocets último modelo. Usted, comodoro Montero, verificará esa carga. Si queda satisfecho, llamará al señor García a París, quien dispondrá la transferencia de tres millones de libras en oro a la cuenta que yo le indicaré, en Ginebra. - Felicitaciones, señor – dijo Montero -. Así se ganan las guerras. - Lo mismo pienso yo – dijo Donner -. Supongo que usted querrá partir en el Hércules, que no irá a Inglaterra sino a Dakar. Allí son muy liberales, sobre todo cuando hay un negocio en puerta. El Hércules repostará, cruzará el Atlántico hasta Río de Janeiro y allá repostará para el último tramo de viaje, que culminará en la base aérea argentina que usted prefiera. Se hizo el silencio. - Magnífico – dijo García, reverente. - ¿Y usted, comodoro? – dijo Donner a Montero -. ¿A usted no le parece magnífico? - Soy soldado – dijo Montero -. No expreso opiniones. Cumplo órdenes. ¿Cuándo debo viajar? - Pasado mañana. Iremos en un avión particular. – Donner se puso de pie -. Hasta mañana, diviértase, ya que está en París. Creo que se lo merece, después de todo lo que ha hecho en el Atlántico Sur. Montero los condujo a la puerta. AL salir, Donner le dijo: - Estaré en contacto con usted. Él y el ruso se alejaron, pero García se volvió por un instante hacia Montero. - ¿Qué le parece? - No me gusta ese tipo – dijo Montero -. Pero eso no importa. [/B] Parte 14 [/QUOTE]
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