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Area Militar General
Malvinas 1982
EXOCET-SUE/Malvinas: Un relato de intrigas...
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<blockquote data-quote="Stormnacht" data-source="post: 812412" data-attributes="member: 341"><p><strong> Donner salió unos minutos. Al volver vestía un uniforme de oficial del Ejército Francés.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - Me sienta bien, ¿verdad? Permítanme presentarme. Capitán Henri Leclerc, al mando de un pelotón de nueve hombres del regimiento 23 de misiles teledirigidos, quien mañana por la mañana se dirigirá a St.-Martin por carretera para ser transportados en una lancha a la Ile de Roc.</strong></p><p><strong> - El resto puedo adivinarlo – dijo Villiers -. Ni siquiera llegarán a St.-Martin. Usted los reemplazará.</strong></p><p><strong> - Los desviaremos hacia este lugar y ocuparemos sus lugares.</strong></p><p><strong> - Y luego proseguirán hacia la Ile de Roc.</strong></p><p><strong> - Hay sólo treinta y ocho hombres en esa isla. No creo que haya problemas. Los caballeros alojados en el establo son capaces de manejar situaciones de ese tipo.</strong></p><p><strong> - ¿Y usted piensa robar los Exocets almacenados para las pruebas? No se saldrá con la suya.</strong></p><p><strong> - ¿Por qué no? Una vez controlado todo, bastará un par de horas. Cuando enviemos la señal, vendrá a buscarnos un pesquero de alta mar, que se irá con los misiles y los hombres. Bandera panameña. Una vez hecho a la mar, será uno más entre los cientos de pesqueros que navegan por el Atlántico.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Villiers trataba de encontrarle un fallo al plan.</strong></p><p><strong> - Seguramente, el cuartel general de armas teledirigidas del Ejército francés debe efectuar controles de rutina a sus bases. Si la Ile de Roc mantiene silencio radiofónico, querrán averiguar la razón.</strong></p><p><strong> - No habrá silencio radiofónico – dijo Donner, gozando con su propia actuación -. Mantendremos un contacto mínimo. Para eso cuento con un veterano de Comunicaciones del Ejército. Además, la emergencia se declara después de tres horas de silencio. Tenemos tiempo de sobra.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong>Raúl Montero, que había escuchado en silencio, lo miró con ira.</strong></p><p><strong> - Es un plan canallesco.</strong></p><p><strong> - Efectivamente. La opinión pública mundial reaccionará con horror ante semejante acción por parte del Gobierno argentino. Imagine el escándalo en las Naciones Unidas. Y Dios sabe qué harán los franceses...</strong></p><p><strong> - Pero el Gobierno argentino nada tiene que ver con esto...</strong></p><p><strong> - Claro que no, pero todo el mundo creerá lo contrario. Sobre todo cuando se descubra el cadáver de un as de la aviación argentina. Un accidente, una bala perdida, ya sabe... – se sirvió otro trago -. ¿Por qué cree que exigí que su Gobierno enviara a un tipo como usted?</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Montero conservó el dominio de sí mismo.</strong></p><p><strong> - Lo que no comprendo es por qué se toma tantas molestias.</strong></p><p><strong> - Le explicaré. Ustedes han perdido la guerra, amigo mío. Si hubiera escuchado el noticiario de esta noche, sabría que los paracaidistas británicos acaban de obtener una victoria impresionante en un lugar que se llama Pradera del Ganso (Goose Green). El resto de las tropas ha iniciado la larga marcha hacia Puerto Argentino. Son las mejores tropas del mundo, hay que reconocerlo. Galtieri cometió un error. Su gobierno hubiera caído de todas maneras, pero con el escándalo que estoy contemplando, Argentina entera estallará...</strong></p><p><strong> - Pánico, caos e incertidumbre – dijo Villiers -, el tipo de situación que ustedes necesitan para asumir el control.</strong></p><p><strong> - Dicho de otra manera, la idea de que las unidades de la flota rusa puedan operar en el Atlántico Sur desde bases instaladas en territorio argentino, es muy atractiva.</strong></p><p><strong> - Usted sí que piensa en todo, ¿verdad? – dijo Gabrielle.</strong></p><p><strong> - Sabía que acabaría por impresionarla.</strong></p><p><strong> - ¿Qué sucederá después? – preguntó Villiers.</strong></p><p><strong> - Muy sencillo. El comandante de la Ile de Roc posee una lancha a motor muy veloz, que Stavrou y yo utilizaremos para volver a St.-Marrtin. De aquí saldremos en el Chieftain. Primero a Finlandia y luego a mi querida patria. Hace treinta años que no voy. Usted vendrá conmigo. Causará sensación en Moscú. Usted también, desde luego – le dijo a Gabrielle -. Comprenderá que no puedo abandonarla, y sería lamentable matarla.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Montero perdió el control de sí mismo. Dio un paso adelante, preparado para atacar a Donner, pero Stavrou le dio un culatazo en el estómago con un rifle. Montero cayó al suelo.</strong></p><p><strong> Gabrielle se precipitó hacia él y se arrodilló a su lado. Donner rió.</strong></p><p><strong> - Nadie sospecharía la cantidad de sótanos que hay en esta casa, para no hablar de sus sólidas puertas y ventanas con barrotes. Lamentablemente, hace un poco de frío allá abajo. – Se volvió hacia Stavrou -: Enciérralos en el mismo cuarto. Una situación interesante. Tal vez tengan que acurrucarse los tres juntos. </strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/desembarcobrit.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Oculta en la oscuridad del rellano sobre la sala principal, Wanda había escuchado la mayor parte de la conversación. Vio cómo Stavrou y los dos centinelas conducían a Villiers, Montero y Gabrielle a la puerta que iba al sótano. Momentos después reapareció Stavrou con uno de los hombres. Cuando éste salió, Donner entró en la sala.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - ¿Todo en orden?</strong></p><p><strong> - Sí – dijo Stavrou_. Las puertas de esas celdas son muy sólidas. Con cerrojos de más de una pulgada de espesor. Aposté un centinela en el corredor.</strong></p><p><strong> - Perfecto – dijo Donner -. Diles a los muchachos que partimos a las seis y asegúrate de que Rabier se mantenga sobrio.</strong></p><p><strong> - Muy bien. ¿Qué haremos con Wanda?</strong></p><p><strong> - Ah, sí, Wanda – dijo Donner -. Le prometí un obsequio especial. Tú serás ese obsequio.</strong></p><p><strong> - ¿Lo dice en serio?</strong></p><p><strong> - Por supuesto. Es toda tuya.</strong></p><p><strong> Donner volvió a la sala.</strong></p><p><strong> Wanda sintió náuseas y comenzó a temblar. Cuando Stavrou empezó a subir por la escalera, se puso de pie y cruzó el rellano en la oscuridad, recorrió un estrecho corredor tropezando hasta llegar a la puerta que daba a la escalera trasera. Al abrirla entró la luz y Stavrou la vio desde el otro extremo del rellano.</strong></p><p><strong> - ¡Wanda! – gritó</strong></p><p><strong> Ella cerró la puerta con violencia, se quitó los zapatos de tacón alto y bajó corriendo la escalera. Abrió la puerta trasera y salió, y cuando él llegó hasta allá, ella ya cruzaba el parque hacia la arboleda.</strong></p><p><strong> Se internó en el bosque, aterrada, con la cabeza gacha y un brazo elevado para protegerse de las ramas que el azotaban el rostro. Se detuvo un instante a escuchar. Él avanzaba a tropezones entre los árboles y la llamaba con furia. Entonces se alejó sin hacer ruido.</strong></p><p><strong> Minutos más tarde se encontró frente a unos edificios y cayó en la cuenta de que había caminado en círculo hasta llegar a la pared trasera del establo. Una escalera apoyada contra la pared conducía a un desván. Trepó, tratando de no hacer ruido. Podía oír un murmullo de voces desde el establo.</strong></p><p><strong> Al entrar en el desván dio un empujón a la escalera que cayó sin ruido sobre la hierba mojada. Cerró la puerta.</strong></p><p><strong> Un rayo de luz se filtraba por las grietas entre los tablones. Encontró una vieja manta, se acurrucó con ella en un rincón y se cubrió con el heno enmohecido. No podía controlar su temblor al pensar en Stavrou. Pero poco a poco recuperó el dominio de sí misma y se durmió.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - Dios sabe dónde estará. Me fue imposible hallarla – dijo Stavrou.</strong></p><p><strong> Donner rió despectivamente.</strong></p><p><strong> - No hay nada que temer, no tiene dónde ir. Conozco a Wanda. Esa perrita idiota volverá arrastrándose cuando se canse de la lluvia. Ve a ver a los muchachos.</strong></p><p><strong> Stavrou salió y Donner se puso la chaqueta. Le sentaba a la perfección. Su grado oficial en la KGB era de coronel. En Moscú probablemente lo ascenderían a general por los servicios prestados. Se preguntó cómo le sentaría ese uniforme.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Gabrielle dormitaba en un rincón, los hombros cubiertos con la chaqueta de Villiers. Montero sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo, pero estaba vacío. Villiers le ofreció uno de los suyos y se lo encendió.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - Usted me recuerda un anuncio publicitario que yo veía cuando era niño. Mostraba a un hombre fumando en pipa, rodeado de hermosas mujeres. La leyenda decía: “¿Qué tiene él que no tengan los demás hombres?” La respuesta era la marca del tabaco. ¿Cuál es su secreto?</strong></p><p><strong> - No hay ningún secreto – dijo Montero -. Una relación puede funcionar o no. Desde el momento en que uno tiene que esforzarse para que funcione, se acabó…</strong></p><p><strong> - Entonces la mía se acabó desde el comienzo – reconoció Villiers -. No hacía más que esforzarme. – Miró a Gabrielle -: Es una muchacha extraordinaria.</strong></p><p><strong> - Lo sé – dijo Montero.</strong></p><p><strong> - ¿Verdad que sí? – dijo Villiers con amargura.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> Se sentó en un banco, las rodillas contra el pecho para protegerse del frío. Después de un rato se durmió.</strong></p><p><strong> Se despertó al escuchar ruido de pasos en el patio. Fue a la ventana justo a tiempo para ver un Land Rover que salía del garage. Stavrou conducía y Donner iba a su lado. Montero se acercó a la ventana cuando el Land Rover salía por el portón.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - Comienza la función – dijo el argentino.</strong></p><p><strong> Gabrielle se despertó y se puso la chaqueta de Villiers sobre sus hombros.</strong></p><p><strong> - ¿Qué haremos?</strong></p><p><strong> -Por el momento, nada – dijo Villiers -. No hay nada que podamos hacer.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> El pelotón del Regimiento de Misiles Teledirigidos 23 viajaba en un camión militar pesado. El oficial al mando estaba en la cabina junto al conductor. Eran más de las seis de la mañana, llovía fuerte. Al tomar una curva cerca de Lancy se encontraron con un Land Rover que bloqueaba el paso. Donner, que vestía un impermeable militar, corrió hacia el camión, agitando los brazos. El oficial bajó la ventanilla y se asomó.</strong></p><p><strong> - ¿Qué sucede?</strong></p><p><strong> - ¿Capitán Leclerc?</strong></p><p><strong> - Soy yo.</strong></p><p><strong> - Soy el mayor Dubois, en comisión en la Ile de Roc. Crucé a St.-Martin anoche para que la lancha estuviera lista en cuanto usted llegara, pero esta lluvia torrencial nos ha causado problemas. El camino principal está inundado. Vine a guiarlo por la otra ruta.</strong></p><p><strong> - Muy amable – dijo Leclerc.</strong></p><p><strong> - De nada. Siga el Land Rover, llegaremos enseguida.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Montero miraba entre los barrotes de la ventana cuando entró el Land Rover, seguido por el camión.</strong></p><p><strong> Villiers y Gabrielle fueron a mirar por encima de su hombro.</strong></p><p><strong> Donner y Stavrou bajaron del Land Rover y un capitán francés del camión. Era un joven rubio a quien la lluvia le impedía ver bien porque llevaba gafas.</strong></p><p><strong> - ¿Dónde estamos? – preguntó.</strong></p><p><strong> En ese instante se abrieron las puertas del establo y los hombres de Roux irrumpieron en el patio, todos de uniforme y portando un fusil o una ametralladora. Todo concluyó en cuestión de minutos. Los soldados del pelotón fueron obligados a bajar del camión a punta de pistola y unirse a Leclerc.</strong></p><p><strong> - El hijo de **** es astuto – dijo Villiers a Montero.</strong></p><p><strong> Oyeron ruidos de botas en la escalera de piedra, puertas que se abrían y cerraban, y cerrojos que se corrían. Entonces se abrió la puerta de la celda y en ella apareció Stavrou seguido por dos hombres.</strong></p><p><strong> - Salga, comodoro.</strong></p><p><strong> Montero vaciló. Tomó la mano de Gabrielle, la estrechó un instante y salió. Ella no dijo nada cuando la puerta se cerró. Villiers le rodeó los hombros con el brazo.</strong></p><p><strong> Los pasos se alejaron por el corredor y la escalera. Villiers fue a la ventanilla de la puerta y vio al joven oficial francés que había visto en el patio, mirándolo desde la ventanilla de la puerta de enfrente.</strong></p><p><strong> - ¿Quién es usted? – preguntó Villiers.</strong></p><p><strong> - Capitán Henri Leclerc, 23 de Misiles Teledirigidos. ¿Qué diablos pasa aquí?</strong></p><p><strong> - Creo que piensan hacerse pasar por usted para desembarcar en la Ile de Roc.</strong></p><p><strong> - ¡Dios mío! – exclamó Leclerc -. ¿Para qué?</strong></p><p><strong> Villiers se puso al corriente.</strong></p><p><strong> - ¿Y cómo piensan escapar de aquí luego? – preguntó Leclerc.</strong></p><p><strong> - Los espera un avión en la vieja pista de Lancy. Un Navajo Chieftain.</strong></p><p><strong> - Pensó en todo.</strong></p><p><strong> - Y no hay nada que podamos hacer al respecto. Aunque salgamos de aquí y demos la alerta, llegaríamos demasiado tarde. Los aviones no pueden aterrizar en la Ile de Roc. Hasta los helicópteros tienen problemas para descender allá.</strong></p><p><strong> - No es del todo cierto – dijo Leclerc -. Cuando recibí esta comisión me dieron todos los informes sobre la isla. Me interesó la cuestión de las condiciones de vuelo porque soy piloto. Hice un curso de aviones ligeros con la aviación militar. El año pasado trataron de aterrizar con aparatos pequeños en el extremo norte de la isla.</strong></p><p><strong> - Creía que había acantilados en esa zona.</strong></p><p><strong> - Los hay, pero cuando baja la marea queda al descubierto una buena playa de arena firme. Se puede aterrizar muy bien. No resulta práctico porque la bajamar dura muy poco.</strong></p><p><strong> - Y menos para nosotros, aquí encerrados – masculló Villiers, pateando la puerta con furia impotente.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Aún envuelta en la manta, Wanda fue hasta la ventana y vio que los hombres sobre cuyas cabezas había dormido toda la noche salían del establo y subían a un camión.</strong></p><p><strong> Donner, Stavrou y Rabier, el piloto, se encontraban al pie de la escalera. Stavrou le ataba las manos a Montero con una media de mujer.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - Seremos muy suaves con usted – dijo Donner -. No quiero que encuentren marcas en sus muñecas cuando descubran su cadáver, porque podría despertar sospechas.</strong></p><p><strong> - Es usted un caballero – dijo Montero.</strong></p><p><strong> Stavrou le metió un pañuelo en la boca y una tira de cinta adhesiva encima.</strong></p><p><strong> - Usted se quedará aquí – dijo Donner a Rabier -. Esos sótanos son más inviolables que la Bastilla pero, de todas maneras, vigílelos. Volveremos en cinco o seis horas.</strong></p><p><strong> - Muy bien, Monsieur, no tema.</strong></p><p><strong> - Si encuentra a esa perra de Wanda, enciérrela también.</strong></p><p><strong> Stavrou se sentó al volante.</strong></p><p><strong> - Listo, señor.</strong></p><p><strong> Donner subió al camión y partieron. Rabier entró en la casa. No se oía otro ruido que el repiqueteo de la lluvia en el patio. Wanda se acurrucó contra la ventana y esperó.</strong></p><p><strong> No se atrevió a moverse.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/ilederoc1.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/ilederoc2.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Desde la cabina de la lancha de desembarco, Donner contemplaba el otro extremo de la embarcación, a través del ojo de buey. La bodega era un casco de acero. La carga consistía en unos cajones de embalaje y el camión donde se hallaban sus hombres.</strong></p><p><strong> El mar estaba picado, la lluvia y la bruma reducían la visibilidad, efectuaron el trayecto desde St.-Martin a buena velocidad. El comandante, un joven teniente de la Marina, entró en la cabina a dar una orden al timonel.</strong></p><p><strong> - Cinco a babor.</strong></p><p><strong> - Timón cinco a babor, señor.</strong></p><p><strong> - Mantenga ese rumbo.</strong></p><p><strong> - Rumbo dos cero tres, señor.</strong></p><p><strong> - Falta poco – le dijo el teniente a Donner -. Veinte minutos, tal vez.</strong></p><p><strong> Donner salió al puente con el impermeable plástico que le habían prestado, y contempló los enormes acantilados de la Ile de Roc que se alzaban desde el mar.</strong></p><p><strong> El puerto no era grande. La lancha atracó junto a un muelle de piedra. Había un par de botes amarrados en la arena, lejos del mar, pero la única embarcación bastante grande era una lancha a motor color verde.</strong></p><p><strong> Al abrirse los portones, el camión salió a una playa de cemento, construida especialmente, y de allí a un camino de asfalto; Donner iba a pie. Los esperaba un Land Rover, cuyo único ocupante vestía un chaquetón de trinchera con cuello de piel sobre el uniforme que salió a su encuentro.</strong></p><p><strong> - ¿Capitán Leclerc?</strong></p><p><strong> - Soy yo – dijo Donner.</strong></p><p><strong> - Soy el mayor Espinet, al mando de la base. Lo llevaré en el Land Rover. Dígale al camión que nos siga.</strong></p><p><strong> Donner hizo una señal a Stavrou y se sentó junto al mayor. Cuando el Land Rover se puso en marcha, le dijo a Espinet:</strong></p><p><strong> - He visto un hermoso bote en el muelle, ¿es suyo?</strong></p><p><strong> - Exactamente – dijo Espinet, sonriente -. Construido por Akerboon. Casco de acero y doble hélice. Levanta hasta treinta y cinco nudos.</strong></p><p><strong> - Muy bonito –dijo Donner.</strong></p><p><strong> - Me ayuda a pasar el tiempo en este lugar perdido. No es un destino muy agradable.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> El camino sinuoso que salía del puerto estaba bordeado de viejas casas de piedra.</strong></p><p><strong> - Esta isla, como la mayoría de las otras que se encuentran cerca de la costa, fue abandonada por sus pobladores hace años – comentó Espinet -. Eran campesinos y pescadores.</strong></p><p><strong> Pasaron la colina que dominaba el puerto y se encontraron en el campamento. Era un conjunto de casitas pequeñas, con techos de cemento, construidas para soportar la furia de las tormentas del Atlántico en invierno. Sobre ellas se alzaba una torre de cemento de unos trece metros de altura, con un estrecho balcón de hierro en la cima, vidriado, con escalera de emergencia exterior también de hierro.</strong></p><p><strong> - ¿Qué es esa torre? – preguntó Donner, aunque conocía la respuesta.</strong></p><p><strong> - Allí está la sala de transmisiones – dijo Espinet -. También hay una antena direccional de onda corta, último modelo, que opera cuando se prueban los misiles. Por eso necesitamos una torre tan alta.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> Más allá se veía una hilera de recipientes planos.</strong></p><p><strong> - ¿Son los depósitos de misiles? – preguntó Donner.</strong></p><p><strong> - Así es. Es necesario almacenarlos bajo tierra.</strong></p><p><strong> - Me han dicho que la mitad del personal es civil.</strong></p><p><strong> - Efectivamente. En este momento hay dieciocho militares. Sólo tres oficiales, de modo que la cantina no está animada. – Espinet guió el Land Rover hacia la entrada -. ¿No se ofende si le digo que su acento me resulta extraño?</strong></p><p><strong> - Es que mi madre era australiana – dijo Donner.</strong></p><p><strong> - ¡Ah! Ahora me explico – dio Espinet.</strong></p><p><strong> Se detuvo ante una de las casitas de cemento, donde lo esperaban dos hombres vestidos con idénticos uniformes camuflados y boinas negras. Uno era sargento y el otro tenía galones de capitán. Cuando éste último se acercó al vehículo, Espinet dijo:</strong></p><p><strong> - Él es Pierre Jobert, el segundo jefe de la isla.</strong></p><p><strong> Bajaron y Espinet los presentó. Jobert, un joven afable, le estrechó la mano y sonrió.</strong></p><p><strong> - ¿Ha leído usted Beau Geste, capitán Leclerc?</strong></p><p><strong> - Por supuesto – dijo Donner.</strong></p><p><strong> Jobert hizo un gesto que abarcó a todo el conjunto.</strong></p><p><strong> - Entonces comprenderá por qué llamamos a este encantador infierno Fort Zinderneuf. Hay café en la oficina, mi mayor.</strong></p><p><strong> - Muy bien – dijo Espinet -. Con un poco de coñac, espero. – Se volvió hacia Donner -: El sargento Deville se ocupará de sus hombres.</strong></p><p><strong> - Iré dentro de un instante – dijo Donner -. Debo hablar con ellos antes.</strong></p><p><strong> Los oficiales entraron en la casucha y Donner fue hacia el camión, que Stavrou había detenido a cierta distancia.</strong></p><p><strong> - ¿Montero está bien?</strong></p><p><strong> - Está atrás con los muchachos.</strong></p><p><strong> - Bien. Voy a tomar un trago con el jefe de la base. Apenas entre en la casita ustedes ocuparán la torre de radio y luego todo lo demás, tal como está planeado. Hay sólo dieciocho militares en este momento. El resto es personal civil. Son menos de lo que pensábamos…</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Stavrou fue a la parte trasera del camión y el mercenario que actuaba como su segundo, un hombre llamado Jarrot, le entregó una bolsa de lona. En ese momento se acercó el sargento Deville.</strong></p><p><strong> - Primero iremos a la cantina de suboficiales y luego llevaré el resto a la cuadra. </strong></p><p><strong> Stavrou le propinó un rodillazo en la ingle. Antes de que el sargento cayera, varias manos lo aferraron y metieron en el camión.</strong></p><p><strong> - En marcha, Claude – dijo Stavrou a Jarrot.</strong></p><p><strong> Jarrot bajó del camión junto con Faure, el radiooperador, cada uno con una bolsa de lona, y los tres fueron a la base de la torre. Stavrou abrió la puerta y encabezó la marcha por una escalera caracol hasta lo alto de la torre. Cuando salió al balcón, el viento lo arrojó contra la puerta y debió agarrarse de la baranda. Podía ver el puerto, pero tanto el mar como la región más elevada de la isla estaban cubiertos por la bruma.</strong></p><p><strong> Jarrot y el otro llegaron al balcón y los tres echaron una mirada por el vidrio blindado de la puerta de la sala de comunicaciones. Había tres radiooperadores y dos sargentos en un escritorio en el centro de la sala, que alzaron la vista sorprendidos al verlos entrar. Stavrou dejó caer su bolsa sobre la mesa, entre los sargentos, desparramando los papeles. Sonrió por la insolencia.</strong></p><p><strong> - Buenos días, muchachos – dijo. Abrió la bolsa y sacó una pistola ametralladora Schmeisser -. Esta es el arma que usó la SS durante la Segunda Guerra Mundial. Todavía funciona a la perfección, de modo que no perdamos el tiempo en discusiones.</strong></p><p><strong> Uno de los suboficiales trató de desenfundar la pistola que llevaba al cinto, pero Jarrot, que había sacado un fusil de asalto AK de su bolsa, lo golpeó en la sien con la culata. El hombre cayó.</strong></p><p><strong> El otro sargento y los tres radiooperadores alzaron las manos rápidamente. Stavrou sacó unas esposas de acero de su bolso y las arrojó sobre la mesa.</strong></p><p><strong> - Material sobrante de prisiones militares francesas. – Gozaba con la situación. Se volvió hacia Jarrot -. Ocúpate, Claude.</strong></p><p><strong> Pocos minutos después, los cuatro hombres yacían boca abajo sobre el piso junto al sargento, aún inconsciente. Faure examinaba el equipo de transmisión.</strong></p><p><strong> - ¿Algún problema? – preguntó Stavrou.</strong></p><p><strong> Faure meneó la cabeza.</strong></p><p><strong> - Equipo militar estándar.</strong></p><p><strong> - Muy bien. Ya sabes qué tienes que hacer. Comunícate con el pesquero, diles que pueden venir y que te informen cuánto tiempo tardarán en llegar.</strong></p><p><strong> - Entendido – dijo Faure, ante uno de los transmisores.</strong></p><p><strong> Stavrou se volvió hacia Jarrot.</strong></p><p><strong> - Dieciocho militares, dijo el señor Donner. Van cinco, faltan once. – Sonrió -: A la cantina de suboficiales, Claude. Tú ve adelante.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Desde la ventana de la oficina del mayor Espinet, copa de coñac en mano, Donner vio a los dos hombres salir de la puerta de la base de la torre. Fueron al camión, Stavrou tomó el volante, Claude se quedó de pie en el estribo y partió.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - ¿Cuándo empezamos a trabajar, mayor? – le preguntó.</strong></p><p><strong> - No hay prisa – dijo Espinet -. Hay que aclimatarse. En este maldito lugar hay tiempo de sobra.</strong></p><p><strong> - No para mí – dijo Donner, y sacó una Walther de su bolsillo, con silenciador.</strong></p><p><strong> Espinet se quedó con los ojos desorbitados.</strong></p><p><strong> - ¿Qué diablos pasa?</strong></p><p><strong> - Pasa que voy a tomar el mando – dijo Donner.</strong></p><p><strong> - Usted está loco – dijo Espinet -. Pierre, llama a la guardia.</strong></p><p><strong> Donner le disparó un tiro en la nuca que lo mató instantáneamente. Espinet cayó hacia atrás arrastrando la silla. La Walther silenciada casi no produjo ruido.</strong></p><p><strong> - ¿Quién es usted, por Dios? – clamó Jobert.</strong></p><p><strong> - Piense un poco. Sólo le diré que mi país está en guerra y necesitamos Exocets. Un bote pesquero llegará en las próximas horas. Pensamos llevarnos todos los misiles que podamos. Usted nos ayudará.</strong></p><p><strong> - Oh, no lo creo.</strong></p><p><strong> - Con que queremos jugar al héroe francés. – Donner le apoyó la punta del silenciador entre los ojos -. Usted obedecerá mis órdenes, porque en caso contrario haré formar a toda la unidad y mataré a uno de cada tres.</strong></p><p><strong> Jobert demostró que le había creído; sus hombros se abatieron. Donner se sirvió más cogñac y alzó la copa.</strong></p><p><strong> - Salud, viejo. La cosa podría ser peor. Podría haberlo matado como a su superior. Ahora, manos a la obra.</strong></p><p><strong> Salieron juntos y fueron hacia el camión, detenido frente a una de las casitas. Stavrou y Jarrot salían de otra, a la izquierda, y tres mercenarios más de la de enfrente.</strong></p><p><strong> - Cinco en la sala de radio, seis en la cantina de suboficiales, dos cabos en la de enfrente – dijo Stavrou -. Todos boca abajo y esposados.</strong></p><p><strong> - Quedan tres y los civiles – dijo Donner a Jobert -. ¿Dónde están, capitán?</strong></p><p><strong> Jobert vaciló, pero sólo un instante.</strong></p><p><strong> - De guardia en el depósito de misiles.</strong></p><p><strong> - Bien. Y faltan los civiles. Veinte, ¿verdad?</strong></p><p><strong> - Creo que sí.</strong></p><p><strong> - ¿Cuántos en los depósitos?</strong></p><p><strong> - Cinco, creo. Trabajan por turnos. Los demás estarán comiendo o durmiendo.</strong></p><p><strong> - Excelente. Tenga la amabilidad de llevarnos allá para que podamos presentarnos…</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Desde el escondite en el desván, Wanda veía a Rabier por la ventana de la cocina. Sentado a la mesa, el piloto comía pan y queso, y bebía coñac en abundancia.</strong></p><p><strong> Wanda sentía frío y hambre. Fue a un rincón del desván, alzó la trampilla y bajó por una escalera de madera. Se halló en el establo que había servido de alojamiento a los hombres de Roux. Había sacos de dormir y, sobre una mesa de caballetes, distintos objetos, incluso varias armas.</strong></p><p><strong> Abrió la puerta y miró al exterior. Llovía aún, y caminó cautelosamente, de puntillas, atravesando el patio de adoquines hacia la puerta de la cocina. Gabrielle la vio por la ventana del sótano.</strong></p><p><strong> - ¡Wanda! – susurró con voz apremiante -. Estamos aquí.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> Villiers se levantó al instante.</strong></p><p><strong> - ¿Qué sucede?</strong></p><p><strong> Wanda vaciló, luego fue hasta el muro y se agachó junto a la ventana.</strong></p><p><strong> - Se han ido todos menos Rabier, el piloto.</strong></p><p><strong> - Ya lo sé – dijo Gabrielle -. Baja, y sácanos de aquí lo antes posible.</strong></p><p><strong> - Lo intentaré – dijo Wanda -, pero Rabier vigila.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Fue rápidamente a la puerta trasera, la abrió con cautela, recorrió el pasillo y se detuvo ante la puerta de la cocina, que estaba entornada. Junto a la mesa, Rabier abría una nueva botella de coñac. Wanda siguió de puntillas y abrió la puerta que daba a la sala. A pesar de hacerlo con sumo cuidado, la puerta crujió. Rabier se detuvo al momento, aguzó el oído, y salió con la botella de coñac en la mano.</strong></p><p><strong> Wanda se detuvo un instante en la sala. En la casa reinaba el silencio. Al bajar encendió la luz y susurró:</strong></p><p><strong> - Gabrielle, ¿dónde estás?</strong></p><p><strong> - ¡Aquí, Wanda, aquí!</strong></p><p><strong> Wanda se detuvo ante la puerta de la celda, vio a Gabrielle y Villiers en el interior. El gran cerrojo oxidado de la parte superior se abrió sin dificultad, no así el inferior. En su esfuerzo alguien la tomó del pelo, le echó la cabeza atrás y la arrastró hasta ponerla de pie. Era Rabier, sonriente.</strong></p><p><strong> - Niñita mala y traviesa. Voy a tener que darte tu merecido.</strong></p><p><strong> Estaba muy ebrio. Le introdujo la botella de coñac en la boca, golpeandole los dientes. El líquido le quemó la garganta. Con sonrisa desagradable, ojos vidriosos y expresión repulsiva, dejó la botella a un lado.</strong></p><p><strong> - Ahora te enseñaré a obedecer.</strong></p><p><strong> La apretó contra el muro, besuqueándola, aferrándole el pelo con una mano y manoseando sus senos con la otra.</strong></p><p><strong> Gabrielle gritó, Villiers la apartó, pasó una mano entre los barrotes, tomó a Rabier por el cabello y tiró de él con fuerza contra la puerta.</strong></p><p><strong> - ¡La botella, Wanda! –ordenó -. Usa la botella.</strong></p><p><strong> Para Wanda, Rabier representaba en ese momento a todos los hombres que se habían aprovechado de ella. La humillación de años se convirtió en furia asesina. Tomó la botella y golpeó a Rabier en la sien. Él gritó y se tambaleó, ella lo golpeó nuevamente hasta hacerlo caer. Lo apartó de una patada, y con la fuerza de su ira corrió el cerrojo sin dificultad. Gabrielle y Villiers salieron de inmediato.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> Cuando sonó el teléfono, Ferguson salía de la ducha. Escuchó con parsimonia el informe de Villiers.</strong></p><p><strong> - Entendido, Tony. Quédense donde están. Los franceses se harán cargo de todo. Buen trabajo.</strong></p><p><strong> Dejó el teléfono y corrió a la sala.</strong></p><p><strong> - Harry, ¿Dónde diablos estás?</strong></p><p><strong> Fox vino de la cocina.</strong></p><p><strong> - ¿Llamaba, señor?</strong></p><p><strong> - Tony resolvió el caso. Los franceses deben actuar de inmediato. Llame al coronel Guyon en París. Máxima urgencia.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Dejaron a Rabier maniatado. Villiers le quitó la Walther.</strong></p><p><strong> - Me imagino que el brigadier ya se habrá comunicado con París.</strong></p><p><strong> - Puede pasar mucho tiempo hasta que se pongan en marcha – dijo Gabrielle -. Raúl está allí, Tony, debes hacer algo.</strong></p><p><strong> - Sí, ya lo sé – dijo Villiers y se volvió al capitán Leclerc -. ¿Se atreve a volar en el Chieftain a la Ile de Roc y hacerlo aterrizar en la playa?</strong></p><p><strong> - Sería una sorpresa para Donner – sonrió Leclerc -. Podemos llevar a seis de mis hombres.</strong></p><p><strong> Villiers los miró. Dos de ellos usaban anteojos.</strong></p><p><strong> - Éstos chicos son técnicos, ¿verdad?</strong></p><p><strong> - Créame, son buenos soldados. Sólo nos faltan armas.</strong></p><p><strong> - Hay fusiles y otras armas en el establo donde se alojan los hombres de Donner – dijo Wanda -. Acabo de verlos.</strong></p><p><strong> - Entonces –dijo Leclerc a sus hombres -. Rápido, no hay tiempo que perder.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Gabrielle tomó el brazo de Villiers.</strong></p><p><strong> - Cuídate, Tony. Trata de llegar a tiempo.</strong></p><p><strong> - Lo haré.</strong></p><p><strong> Impulsivamente, la besó en la frente y luego se encaminó a la puerta.</strong></p><p><strong> - Tony.</strong></p><p><strong> - ¿Sí?</strong></p><p><strong> - Siempre pensé que merecías algo mejor.</strong></p><p><strong> - ¿Mejor que tú?</strong></p><p><strong> - No, no. Jamás diría semejante cosa. Soy demasiado orgullosa. – sonrió -. Mereces algo mucho mejor que los trabajos sucios que te encomienda Ferguson. Mereces un poco de felicidad. Y quiero decirte que lamento lo que sucedió entre nosotros.</strong></p><p><strong> Entonces él le dedicó una sonrisa encantadora como la primera vez.</strong></p><p><strong> - Yo no. Fue algo maravilloso. Jamás me arrepentiré que hayas sido mía.</strong></p><p><strong> La miró un instante y salió.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Raúl Montero estaba sentado en la oficina de Espinet, las manos aún atadas con la media de mujer. El cadáver del mayor yacía en un rincón, cubierto con una manta. Donner tomó una botella de la alacena.</strong></p><p><strong> - El infeliz se daba todos los gustos. Krug 71. Gran año. Lástima que no tengamos tiempo para enfriarlo. Bueno, no se puede tener todo en la vida. - La descorchó y rió cuando el líquido espumoso desbordó por el cuello de la botella -. ¿Quiere una copa?</strong></p><p><strong> - Ya le dije varias veces que no me gusta – dijo Montero con serenidad.</strong></p><p><strong> - Pues a mí me sienta muy bien, amigo. – Donner se sirvió una copa y fue a la ventana -. Debe reconocer que todo ha salido a pedir de boca. Sólo es cuestión de buena organización.</strong></p><p><strong> - Oí unos disparos.</strong></p><p><strong> - Nada de importancia. Un par de centinelas en los depósitos pudieron hacer algunos disparos antes de que los muchachos los liquidaran. Eso nos viene de perillas. Todo resultará más coherente cuando lo encuentren a usted echado boca abajo acribillado a balazos. Disparadas por las armas de algunos de los centinelas, claro.</strong></p><p><strong> La puerta se abrió y entró Stavrou.</strong></p><p><strong> - ¿Ya conseguiste el contacto con el pesquero? – preguntó Donner.</strong></p><p><strong> - Sí, llegará en treinta y cinco minutos, más o menos.</strong></p><p><strong> - ¿Todo en orden?</strong></p><p><strong> - Todo el mundo encerrado, menos de diez civiles que están cargando los Exocets en camiones.</strong></p><p><strong> - Perfecto – dijo Donner -. Vuelve y diles que se den prisa. El comodoro querrá gozar del espectáculo…</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong>Parte 18</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Stormnacht, post: 812412, member: 341"] [B] Donner salió unos minutos. Al volver vestía un uniforme de oficial del Ejército Francés. - Me sienta bien, ¿verdad? Permítanme presentarme. Capitán Henri Leclerc, al mando de un pelotón de nueve hombres del regimiento 23 de misiles teledirigidos, quien mañana por la mañana se dirigirá a St.-Martin por carretera para ser transportados en una lancha a la Ile de Roc. - El resto puedo adivinarlo – dijo Villiers -. Ni siquiera llegarán a St.-Martin. Usted los reemplazará. - Los desviaremos hacia este lugar y ocuparemos sus lugares. - Y luego proseguirán hacia la Ile de Roc. - Hay sólo treinta y ocho hombres en esa isla. No creo que haya problemas. Los caballeros alojados en el establo son capaces de manejar situaciones de ese tipo. - ¿Y usted piensa robar los Exocets almacenados para las pruebas? No se saldrá con la suya. - ¿Por qué no? Una vez controlado todo, bastará un par de horas. Cuando enviemos la señal, vendrá a buscarnos un pesquero de alta mar, que se irá con los misiles y los hombres. Bandera panameña. Una vez hecho a la mar, será uno más entre los cientos de pesqueros que navegan por el Atlántico. Villiers trataba de encontrarle un fallo al plan. - Seguramente, el cuartel general de armas teledirigidas del Ejército francés debe efectuar controles de rutina a sus bases. Si la Ile de Roc mantiene silencio radiofónico, querrán averiguar la razón. - No habrá silencio radiofónico – dijo Donner, gozando con su propia actuación -. Mantendremos un contacto mínimo. Para eso cuento con un veterano de Comunicaciones del Ejército. Además, la emergencia se declara después de tres horas de silencio. Tenemos tiempo de sobra. Raúl Montero, que había escuchado en silencio, lo miró con ira. - Es un plan canallesco. - Efectivamente. La opinión pública mundial reaccionará con horror ante semejante acción por parte del Gobierno argentino. Imagine el escándalo en las Naciones Unidas. Y Dios sabe qué harán los franceses... - Pero el Gobierno argentino nada tiene que ver con esto... - Claro que no, pero todo el mundo creerá lo contrario. Sobre todo cuando se descubra el cadáver de un as de la aviación argentina. Un accidente, una bala perdida, ya sabe... – se sirvió otro trago -. ¿Por qué cree que exigí que su Gobierno enviara a un tipo como usted? Montero conservó el dominio de sí mismo. - Lo que no comprendo es por qué se toma tantas molestias. - Le explicaré. Ustedes han perdido la guerra, amigo mío. Si hubiera escuchado el noticiario de esta noche, sabría que los paracaidistas británicos acaban de obtener una victoria impresionante en un lugar que se llama Pradera del Ganso (Goose Green). El resto de las tropas ha iniciado la larga marcha hacia Puerto Argentino. Son las mejores tropas del mundo, hay que reconocerlo. Galtieri cometió un error. Su gobierno hubiera caído de todas maneras, pero con el escándalo que estoy contemplando, Argentina entera estallará... - Pánico, caos e incertidumbre – dijo Villiers -, el tipo de situación que ustedes necesitan para asumir el control. - Dicho de otra manera, la idea de que las unidades de la flota rusa puedan operar en el Atlántico Sur desde bases instaladas en territorio argentino, es muy atractiva. - Usted sí que piensa en todo, ¿verdad? – dijo Gabrielle. - Sabía que acabaría por impresionarla. - ¿Qué sucederá después? – preguntó Villiers. - Muy sencillo. El comandante de la Ile de Roc posee una lancha a motor muy veloz, que Stavrou y yo utilizaremos para volver a St.-Marrtin. De aquí saldremos en el Chieftain. Primero a Finlandia y luego a mi querida patria. Hace treinta años que no voy. Usted vendrá conmigo. Causará sensación en Moscú. Usted también, desde luego – le dijo a Gabrielle -. Comprenderá que no puedo abandonarla, y sería lamentable matarla. Montero perdió el control de sí mismo. Dio un paso adelante, preparado para atacar a Donner, pero Stavrou le dio un culatazo en el estómago con un rifle. Montero cayó al suelo. Gabrielle se precipitó hacia él y se arrodilló a su lado. Donner rió. - Nadie sospecharía la cantidad de sótanos que hay en esta casa, para no hablar de sus sólidas puertas y ventanas con barrotes. Lamentablemente, hace un poco de frío allá abajo. – Se volvió hacia Stavrou -: Enciérralos en el mismo cuarto. Una situación interesante. Tal vez tengan que acurrucarse los tres juntos. [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/desembarcobrit.jpg[/IMG] Oculta en la oscuridad del rellano sobre la sala principal, Wanda había escuchado la mayor parte de la conversación. Vio cómo Stavrou y los dos centinelas conducían a Villiers, Montero y Gabrielle a la puerta que iba al sótano. Momentos después reapareció Stavrou con uno de los hombres. Cuando éste salió, Donner entró en la sala. - ¿Todo en orden? - Sí – dijo Stavrou_. Las puertas de esas celdas son muy sólidas. Con cerrojos de más de una pulgada de espesor. Aposté un centinela en el corredor. - Perfecto – dijo Donner -. Diles a los muchachos que partimos a las seis y asegúrate de que Rabier se mantenga sobrio. - Muy bien. ¿Qué haremos con Wanda? - Ah, sí, Wanda – dijo Donner -. Le prometí un obsequio especial. Tú serás ese obsequio. - ¿Lo dice en serio? - Por supuesto. Es toda tuya. Donner volvió a la sala. Wanda sintió náuseas y comenzó a temblar. Cuando Stavrou empezó a subir por la escalera, se puso de pie y cruzó el rellano en la oscuridad, recorrió un estrecho corredor tropezando hasta llegar a la puerta que daba a la escalera trasera. Al abrirla entró la luz y Stavrou la vio desde el otro extremo del rellano. - ¡Wanda! – gritó Ella cerró la puerta con violencia, se quitó los zapatos de tacón alto y bajó corriendo la escalera. Abrió la puerta trasera y salió, y cuando él llegó hasta allá, ella ya cruzaba el parque hacia la arboleda. Se internó en el bosque, aterrada, con la cabeza gacha y un brazo elevado para protegerse de las ramas que el azotaban el rostro. Se detuvo un instante a escuchar. Él avanzaba a tropezones entre los árboles y la llamaba con furia. Entonces se alejó sin hacer ruido. Minutos más tarde se encontró frente a unos edificios y cayó en la cuenta de que había caminado en círculo hasta llegar a la pared trasera del establo. Una escalera apoyada contra la pared conducía a un desván. Trepó, tratando de no hacer ruido. Podía oír un murmullo de voces desde el establo. Al entrar en el desván dio un empujón a la escalera que cayó sin ruido sobre la hierba mojada. Cerró la puerta. Un rayo de luz se filtraba por las grietas entre los tablones. Encontró una vieja manta, se acurrucó con ella en un rincón y se cubrió con el heno enmohecido. No podía controlar su temblor al pensar en Stavrou. Pero poco a poco recuperó el dominio de sí misma y se durmió. - Dios sabe dónde estará. Me fue imposible hallarla – dijo Stavrou. Donner rió despectivamente. - No hay nada que temer, no tiene dónde ir. Conozco a Wanda. Esa perrita idiota volverá arrastrándose cuando se canse de la lluvia. Ve a ver a los muchachos. Stavrou salió y Donner se puso la chaqueta. Le sentaba a la perfección. Su grado oficial en la KGB era de coronel. En Moscú probablemente lo ascenderían a general por los servicios prestados. Se preguntó cómo le sentaría ese uniforme. Gabrielle dormitaba en un rincón, los hombros cubiertos con la chaqueta de Villiers. Montero sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo, pero estaba vacío. Villiers le ofreció uno de los suyos y se lo encendió. - Usted me recuerda un anuncio publicitario que yo veía cuando era niño. Mostraba a un hombre fumando en pipa, rodeado de hermosas mujeres. La leyenda decía: “¿Qué tiene él que no tengan los demás hombres?” La respuesta era la marca del tabaco. ¿Cuál es su secreto? - No hay ningún secreto – dijo Montero -. Una relación puede funcionar o no. Desde el momento en que uno tiene que esforzarse para que funcione, se acabó… - Entonces la mía se acabó desde el comienzo – reconoció Villiers -. No hacía más que esforzarme. – Miró a Gabrielle -: Es una muchacha extraordinaria. - Lo sé – dijo Montero. - ¿Verdad que sí? – dijo Villiers con amargura. Se sentó en un banco, las rodillas contra el pecho para protegerse del frío. Después de un rato se durmió. Se despertó al escuchar ruido de pasos en el patio. Fue a la ventana justo a tiempo para ver un Land Rover que salía del garage. Stavrou conducía y Donner iba a su lado. Montero se acercó a la ventana cuando el Land Rover salía por el portón. - Comienza la función – dijo el argentino. Gabrielle se despertó y se puso la chaqueta de Villiers sobre sus hombros. - ¿Qué haremos? -Por el momento, nada – dijo Villiers -. No hay nada que podamos hacer. El pelotón del Regimiento de Misiles Teledirigidos 23 viajaba en un camión militar pesado. El oficial al mando estaba en la cabina junto al conductor. Eran más de las seis de la mañana, llovía fuerte. Al tomar una curva cerca de Lancy se encontraron con un Land Rover que bloqueaba el paso. Donner, que vestía un impermeable militar, corrió hacia el camión, agitando los brazos. El oficial bajó la ventanilla y se asomó. - ¿Qué sucede? - ¿Capitán Leclerc? - Soy yo. - Soy el mayor Dubois, en comisión en la Ile de Roc. Crucé a St.-Martin anoche para que la lancha estuviera lista en cuanto usted llegara, pero esta lluvia torrencial nos ha causado problemas. El camino principal está inundado. Vine a guiarlo por la otra ruta. - Muy amable – dijo Leclerc. - De nada. Siga el Land Rover, llegaremos enseguida. Montero miraba entre los barrotes de la ventana cuando entró el Land Rover, seguido por el camión. Villiers y Gabrielle fueron a mirar por encima de su hombro. Donner y Stavrou bajaron del Land Rover y un capitán francés del camión. Era un joven rubio a quien la lluvia le impedía ver bien porque llevaba gafas. - ¿Dónde estamos? – preguntó. En ese instante se abrieron las puertas del establo y los hombres de Roux irrumpieron en el patio, todos de uniforme y portando un fusil o una ametralladora. Todo concluyó en cuestión de minutos. Los soldados del pelotón fueron obligados a bajar del camión a punta de pistola y unirse a Leclerc. - El hijo de **** es astuto – dijo Villiers a Montero. Oyeron ruidos de botas en la escalera de piedra, puertas que se abrían y cerraban, y cerrojos que se corrían. Entonces se abrió la puerta de la celda y en ella apareció Stavrou seguido por dos hombres. - Salga, comodoro. Montero vaciló. Tomó la mano de Gabrielle, la estrechó un instante y salió. Ella no dijo nada cuando la puerta se cerró. Villiers le rodeó los hombros con el brazo. Los pasos se alejaron por el corredor y la escalera. Villiers fue a la ventanilla de la puerta y vio al joven oficial francés que había visto en el patio, mirándolo desde la ventanilla de la puerta de enfrente. - ¿Quién es usted? – preguntó Villiers. - Capitán Henri Leclerc, 23 de Misiles Teledirigidos. ¿Qué diablos pasa aquí? - Creo que piensan hacerse pasar por usted para desembarcar en la Ile de Roc. - ¡Dios mío! – exclamó Leclerc -. ¿Para qué? Villiers se puso al corriente. - ¿Y cómo piensan escapar de aquí luego? – preguntó Leclerc. - Los espera un avión en la vieja pista de Lancy. Un Navajo Chieftain. - Pensó en todo. - Y no hay nada que podamos hacer al respecto. Aunque salgamos de aquí y demos la alerta, llegaríamos demasiado tarde. Los aviones no pueden aterrizar en la Ile de Roc. Hasta los helicópteros tienen problemas para descender allá. - No es del todo cierto – dijo Leclerc -. Cuando recibí esta comisión me dieron todos los informes sobre la isla. Me interesó la cuestión de las condiciones de vuelo porque soy piloto. Hice un curso de aviones ligeros con la aviación militar. El año pasado trataron de aterrizar con aparatos pequeños en el extremo norte de la isla. - Creía que había acantilados en esa zona. - Los hay, pero cuando baja la marea queda al descubierto una buena playa de arena firme. Se puede aterrizar muy bien. No resulta práctico porque la bajamar dura muy poco. - Y menos para nosotros, aquí encerrados – masculló Villiers, pateando la puerta con furia impotente. Aún envuelta en la manta, Wanda fue hasta la ventana y vio que los hombres sobre cuyas cabezas había dormido toda la noche salían del establo y subían a un camión. Donner, Stavrou y Rabier, el piloto, se encontraban al pie de la escalera. Stavrou le ataba las manos a Montero con una media de mujer. - Seremos muy suaves con usted – dijo Donner -. No quiero que encuentren marcas en sus muñecas cuando descubran su cadáver, porque podría despertar sospechas. - Es usted un caballero – dijo Montero. Stavrou le metió un pañuelo en la boca y una tira de cinta adhesiva encima. - Usted se quedará aquí – dijo Donner a Rabier -. Esos sótanos son más inviolables que la Bastilla pero, de todas maneras, vigílelos. Volveremos en cinco o seis horas. - Muy bien, Monsieur, no tema. - Si encuentra a esa perra de Wanda, enciérrela también. Stavrou se sentó al volante. - Listo, señor. Donner subió al camión y partieron. Rabier entró en la casa. No se oía otro ruido que el repiqueteo de la lluvia en el patio. Wanda se acurrucó contra la ventana y esperó. No se atrevió a moverse. [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/ilederoc1.jpg[/IMG] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/ilederoc2.jpg[/IMG] Desde la cabina de la lancha de desembarco, Donner contemplaba el otro extremo de la embarcación, a través del ojo de buey. La bodega era un casco de acero. La carga consistía en unos cajones de embalaje y el camión donde se hallaban sus hombres. El mar estaba picado, la lluvia y la bruma reducían la visibilidad, efectuaron el trayecto desde St.-Martin a buena velocidad. El comandante, un joven teniente de la Marina, entró en la cabina a dar una orden al timonel. - Cinco a babor. - Timón cinco a babor, señor. - Mantenga ese rumbo. - Rumbo dos cero tres, señor. - Falta poco – le dijo el teniente a Donner -. Veinte minutos, tal vez. Donner salió al puente con el impermeable plástico que le habían prestado, y contempló los enormes acantilados de la Ile de Roc que se alzaban desde el mar. El puerto no era grande. La lancha atracó junto a un muelle de piedra. Había un par de botes amarrados en la arena, lejos del mar, pero la única embarcación bastante grande era una lancha a motor color verde. Al abrirse los portones, el camión salió a una playa de cemento, construida especialmente, y de allí a un camino de asfalto; Donner iba a pie. Los esperaba un Land Rover, cuyo único ocupante vestía un chaquetón de trinchera con cuello de piel sobre el uniforme que salió a su encuentro. - ¿Capitán Leclerc? - Soy yo – dijo Donner. - Soy el mayor Espinet, al mando de la base. Lo llevaré en el Land Rover. Dígale al camión que nos siga. Donner hizo una señal a Stavrou y se sentó junto al mayor. Cuando el Land Rover se puso en marcha, le dijo a Espinet: - He visto un hermoso bote en el muelle, ¿es suyo? - Exactamente – dijo Espinet, sonriente -. Construido por Akerboon. Casco de acero y doble hélice. Levanta hasta treinta y cinco nudos. - Muy bonito –dijo Donner. - Me ayuda a pasar el tiempo en este lugar perdido. No es un destino muy agradable. El camino sinuoso que salía del puerto estaba bordeado de viejas casas de piedra. - Esta isla, como la mayoría de las otras que se encuentran cerca de la costa, fue abandonada por sus pobladores hace años – comentó Espinet -. Eran campesinos y pescadores. Pasaron la colina que dominaba el puerto y se encontraron en el campamento. Era un conjunto de casitas pequeñas, con techos de cemento, construidas para soportar la furia de las tormentas del Atlántico en invierno. Sobre ellas se alzaba una torre de cemento de unos trece metros de altura, con un estrecho balcón de hierro en la cima, vidriado, con escalera de emergencia exterior también de hierro. - ¿Qué es esa torre? – preguntó Donner, aunque conocía la respuesta. - Allí está la sala de transmisiones – dijo Espinet -. También hay una antena direccional de onda corta, último modelo, que opera cuando se prueban los misiles. Por eso necesitamos una torre tan alta. Más allá se veía una hilera de recipientes planos. - ¿Son los depósitos de misiles? – preguntó Donner. - Así es. Es necesario almacenarlos bajo tierra. - Me han dicho que la mitad del personal es civil. - Efectivamente. En este momento hay dieciocho militares. Sólo tres oficiales, de modo que la cantina no está animada. – Espinet guió el Land Rover hacia la entrada -. ¿No se ofende si le digo que su acento me resulta extraño? - Es que mi madre era australiana – dijo Donner. - ¡Ah! Ahora me explico – dio Espinet. Se detuvo ante una de las casitas de cemento, donde lo esperaban dos hombres vestidos con idénticos uniformes camuflados y boinas negras. Uno era sargento y el otro tenía galones de capitán. Cuando éste último se acercó al vehículo, Espinet dijo: - Él es Pierre Jobert, el segundo jefe de la isla. Bajaron y Espinet los presentó. Jobert, un joven afable, le estrechó la mano y sonrió. - ¿Ha leído usted Beau Geste, capitán Leclerc? - Por supuesto – dijo Donner. Jobert hizo un gesto que abarcó a todo el conjunto. - Entonces comprenderá por qué llamamos a este encantador infierno Fort Zinderneuf. Hay café en la oficina, mi mayor. - Muy bien – dijo Espinet -. Con un poco de coñac, espero. – Se volvió hacia Donner -: El sargento Deville se ocupará de sus hombres. - Iré dentro de un instante – dijo Donner -. Debo hablar con ellos antes. Los oficiales entraron en la casucha y Donner fue hacia el camión, que Stavrou había detenido a cierta distancia. - ¿Montero está bien? - Está atrás con los muchachos. - Bien. Voy a tomar un trago con el jefe de la base. Apenas entre en la casita ustedes ocuparán la torre de radio y luego todo lo demás, tal como está planeado. Hay sólo dieciocho militares en este momento. El resto es personal civil. Son menos de lo que pensábamos… Stavrou fue a la parte trasera del camión y el mercenario que actuaba como su segundo, un hombre llamado Jarrot, le entregó una bolsa de lona. En ese momento se acercó el sargento Deville. - Primero iremos a la cantina de suboficiales y luego llevaré el resto a la cuadra. Stavrou le propinó un rodillazo en la ingle. Antes de que el sargento cayera, varias manos lo aferraron y metieron en el camión. - En marcha, Claude – dijo Stavrou a Jarrot. Jarrot bajó del camión junto con Faure, el radiooperador, cada uno con una bolsa de lona, y los tres fueron a la base de la torre. Stavrou abrió la puerta y encabezó la marcha por una escalera caracol hasta lo alto de la torre. Cuando salió al balcón, el viento lo arrojó contra la puerta y debió agarrarse de la baranda. Podía ver el puerto, pero tanto el mar como la región más elevada de la isla estaban cubiertos por la bruma. Jarrot y el otro llegaron al balcón y los tres echaron una mirada por el vidrio blindado de la puerta de la sala de comunicaciones. Había tres radiooperadores y dos sargentos en un escritorio en el centro de la sala, que alzaron la vista sorprendidos al verlos entrar. Stavrou dejó caer su bolsa sobre la mesa, entre los sargentos, desparramando los papeles. Sonrió por la insolencia. - Buenos días, muchachos – dijo. Abrió la bolsa y sacó una pistola ametralladora Schmeisser -. Esta es el arma que usó la SS durante la Segunda Guerra Mundial. Todavía funciona a la perfección, de modo que no perdamos el tiempo en discusiones. Uno de los suboficiales trató de desenfundar la pistola que llevaba al cinto, pero Jarrot, que había sacado un fusil de asalto AK de su bolsa, lo golpeó en la sien con la culata. El hombre cayó. El otro sargento y los tres radiooperadores alzaron las manos rápidamente. Stavrou sacó unas esposas de acero de su bolso y las arrojó sobre la mesa. - Material sobrante de prisiones militares francesas. – Gozaba con la situación. Se volvió hacia Jarrot -. Ocúpate, Claude. Pocos minutos después, los cuatro hombres yacían boca abajo sobre el piso junto al sargento, aún inconsciente. Faure examinaba el equipo de transmisión. - ¿Algún problema? – preguntó Stavrou. Faure meneó la cabeza. - Equipo militar estándar. - Muy bien. Ya sabes qué tienes que hacer. Comunícate con el pesquero, diles que pueden venir y que te informen cuánto tiempo tardarán en llegar. - Entendido – dijo Faure, ante uno de los transmisores. Stavrou se volvió hacia Jarrot. - Dieciocho militares, dijo el señor Donner. Van cinco, faltan once. – Sonrió -: A la cantina de suboficiales, Claude. Tú ve adelante. Desde la ventana de la oficina del mayor Espinet, copa de coñac en mano, Donner vio a los dos hombres salir de la puerta de la base de la torre. Fueron al camión, Stavrou tomó el volante, Claude se quedó de pie en el estribo y partió. - ¿Cuándo empezamos a trabajar, mayor? – le preguntó. - No hay prisa – dijo Espinet -. Hay que aclimatarse. En este maldito lugar hay tiempo de sobra. - No para mí – dijo Donner, y sacó una Walther de su bolsillo, con silenciador. Espinet se quedó con los ojos desorbitados. - ¿Qué diablos pasa? - Pasa que voy a tomar el mando – dijo Donner. - Usted está loco – dijo Espinet -. Pierre, llama a la guardia. Donner le disparó un tiro en la nuca que lo mató instantáneamente. Espinet cayó hacia atrás arrastrando la silla. La Walther silenciada casi no produjo ruido. - ¿Quién es usted, por Dios? – clamó Jobert. - Piense un poco. Sólo le diré que mi país está en guerra y necesitamos Exocets. Un bote pesquero llegará en las próximas horas. Pensamos llevarnos todos los misiles que podamos. Usted nos ayudará. - Oh, no lo creo. - Con que queremos jugar al héroe francés. – Donner le apoyó la punta del silenciador entre los ojos -. Usted obedecerá mis órdenes, porque en caso contrario haré formar a toda la unidad y mataré a uno de cada tres. Jobert demostró que le había creído; sus hombros se abatieron. Donner se sirvió más cogñac y alzó la copa. - Salud, viejo. La cosa podría ser peor. Podría haberlo matado como a su superior. Ahora, manos a la obra. Salieron juntos y fueron hacia el camión, detenido frente a una de las casitas. Stavrou y Jarrot salían de otra, a la izquierda, y tres mercenarios más de la de enfrente. - Cinco en la sala de radio, seis en la cantina de suboficiales, dos cabos en la de enfrente – dijo Stavrou -. Todos boca abajo y esposados. - Quedan tres y los civiles – dijo Donner a Jobert -. ¿Dónde están, capitán? Jobert vaciló, pero sólo un instante. - De guardia en el depósito de misiles. - Bien. Y faltan los civiles. Veinte, ¿verdad? - Creo que sí. - ¿Cuántos en los depósitos? - Cinco, creo. Trabajan por turnos. Los demás estarán comiendo o durmiendo. - Excelente. Tenga la amabilidad de llevarnos allá para que podamos presentarnos… Desde el escondite en el desván, Wanda veía a Rabier por la ventana de la cocina. Sentado a la mesa, el piloto comía pan y queso, y bebía coñac en abundancia. Wanda sentía frío y hambre. Fue a un rincón del desván, alzó la trampilla y bajó por una escalera de madera. Se halló en el establo que había servido de alojamiento a los hombres de Roux. Había sacos de dormir y, sobre una mesa de caballetes, distintos objetos, incluso varias armas. Abrió la puerta y miró al exterior. Llovía aún, y caminó cautelosamente, de puntillas, atravesando el patio de adoquines hacia la puerta de la cocina. Gabrielle la vio por la ventana del sótano. - ¡Wanda! – susurró con voz apremiante -. Estamos aquí. Villiers se levantó al instante. - ¿Qué sucede? Wanda vaciló, luego fue hasta el muro y se agachó junto a la ventana. - Se han ido todos menos Rabier, el piloto. - Ya lo sé – dijo Gabrielle -. Baja, y sácanos de aquí lo antes posible. - Lo intentaré – dijo Wanda -, pero Rabier vigila. Fue rápidamente a la puerta trasera, la abrió con cautela, recorrió el pasillo y se detuvo ante la puerta de la cocina, que estaba entornada. Junto a la mesa, Rabier abría una nueva botella de coñac. Wanda siguió de puntillas y abrió la puerta que daba a la sala. A pesar de hacerlo con sumo cuidado, la puerta crujió. Rabier se detuvo al momento, aguzó el oído, y salió con la botella de coñac en la mano. Wanda se detuvo un instante en la sala. En la casa reinaba el silencio. Al bajar encendió la luz y susurró: - Gabrielle, ¿dónde estás? - ¡Aquí, Wanda, aquí! Wanda se detuvo ante la puerta de la celda, vio a Gabrielle y Villiers en el interior. El gran cerrojo oxidado de la parte superior se abrió sin dificultad, no así el inferior. En su esfuerzo alguien la tomó del pelo, le echó la cabeza atrás y la arrastró hasta ponerla de pie. Era Rabier, sonriente. - Niñita mala y traviesa. Voy a tener que darte tu merecido. Estaba muy ebrio. Le introdujo la botella de coñac en la boca, golpeandole los dientes. El líquido le quemó la garganta. Con sonrisa desagradable, ojos vidriosos y expresión repulsiva, dejó la botella a un lado. - Ahora te enseñaré a obedecer. La apretó contra el muro, besuqueándola, aferrándole el pelo con una mano y manoseando sus senos con la otra. Gabrielle gritó, Villiers la apartó, pasó una mano entre los barrotes, tomó a Rabier por el cabello y tiró de él con fuerza contra la puerta. - ¡La botella, Wanda! –ordenó -. Usa la botella. Para Wanda, Rabier representaba en ese momento a todos los hombres que se habían aprovechado de ella. La humillación de años se convirtió en furia asesina. Tomó la botella y golpeó a Rabier en la sien. Él gritó y se tambaleó, ella lo golpeó nuevamente hasta hacerlo caer. Lo apartó de una patada, y con la fuerza de su ira corrió el cerrojo sin dificultad. Gabrielle y Villiers salieron de inmediato. Cuando sonó el teléfono, Ferguson salía de la ducha. Escuchó con parsimonia el informe de Villiers. - Entendido, Tony. Quédense donde están. Los franceses se harán cargo de todo. Buen trabajo. Dejó el teléfono y corrió a la sala. - Harry, ¿Dónde diablos estás? Fox vino de la cocina. - ¿Llamaba, señor? - Tony resolvió el caso. Los franceses deben actuar de inmediato. Llame al coronel Guyon en París. Máxima urgencia. Dejaron a Rabier maniatado. Villiers le quitó la Walther. - Me imagino que el brigadier ya se habrá comunicado con París. - Puede pasar mucho tiempo hasta que se pongan en marcha – dijo Gabrielle -. Raúl está allí, Tony, debes hacer algo. - Sí, ya lo sé – dijo Villiers y se volvió al capitán Leclerc -. ¿Se atreve a volar en el Chieftain a la Ile de Roc y hacerlo aterrizar en la playa? - Sería una sorpresa para Donner – sonrió Leclerc -. Podemos llevar a seis de mis hombres. Villiers los miró. Dos de ellos usaban anteojos. - Éstos chicos son técnicos, ¿verdad? - Créame, son buenos soldados. Sólo nos faltan armas. - Hay fusiles y otras armas en el establo donde se alojan los hombres de Donner – dijo Wanda -. Acabo de verlos. - Entonces –dijo Leclerc a sus hombres -. Rápido, no hay tiempo que perder. Gabrielle tomó el brazo de Villiers. - Cuídate, Tony. Trata de llegar a tiempo. - Lo haré. Impulsivamente, la besó en la frente y luego se encaminó a la puerta. - Tony. - ¿Sí? - Siempre pensé que merecías algo mejor. - ¿Mejor que tú? - No, no. Jamás diría semejante cosa. Soy demasiado orgullosa. – sonrió -. Mereces algo mucho mejor que los trabajos sucios que te encomienda Ferguson. Mereces un poco de felicidad. Y quiero decirte que lamento lo que sucedió entre nosotros. Entonces él le dedicó una sonrisa encantadora como la primera vez. - Yo no. Fue algo maravilloso. Jamás me arrepentiré que hayas sido mía. La miró un instante y salió. Raúl Montero estaba sentado en la oficina de Espinet, las manos aún atadas con la media de mujer. El cadáver del mayor yacía en un rincón, cubierto con una manta. Donner tomó una botella de la alacena. - El infeliz se daba todos los gustos. Krug 71. Gran año. Lástima que no tengamos tiempo para enfriarlo. Bueno, no se puede tener todo en la vida. - La descorchó y rió cuando el líquido espumoso desbordó por el cuello de la botella -. ¿Quiere una copa? - Ya le dije varias veces que no me gusta – dijo Montero con serenidad. - Pues a mí me sienta muy bien, amigo. – Donner se sirvió una copa y fue a la ventana -. Debe reconocer que todo ha salido a pedir de boca. Sólo es cuestión de buena organización. - Oí unos disparos. - Nada de importancia. Un par de centinelas en los depósitos pudieron hacer algunos disparos antes de que los muchachos los liquidaran. Eso nos viene de perillas. Todo resultará más coherente cuando lo encuentren a usted echado boca abajo acribillado a balazos. Disparadas por las armas de algunos de los centinelas, claro. La puerta se abrió y entró Stavrou. - ¿Ya conseguiste el contacto con el pesquero? – preguntó Donner. - Sí, llegará en treinta y cinco minutos, más o menos. - ¿Todo en orden? - Todo el mundo encerrado, menos de diez civiles que están cargando los Exocets en camiones. - Perfecto – dijo Donner -. Vuelve y diles que se den prisa. El comodoro querrá gozar del espectáculo… Parte 18 [/B] [/QUOTE]
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