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Area Militar General
Malvinas 1982
EXOCET-SUE/Malvinas: Un relato de intrigas...
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<blockquote data-quote="Stormnacht" data-source="post: 812413" data-attributes="member: 341"><p><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/isla1.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p><p></p><p></p><p><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/isla2.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p><p></p><p></p><p></p><p><strong></strong></p><p><strong> En la carlinga del Chieftain, sentado junto a Leclerc, Villiers contemplaba la Ile de Roc, que se alzaba del océano sobre el horizonte, como una giba gris bajo las nubes de tormenta. Los acantilados del norte de la isla estaban envueltos en bruma. Volaban a apenas cien metros sobre el mar. Leclerc pilotaba con serenidad. La superficie del mar estaba coronada de picos de espuma.</strong></p><p><strong> -¿Cuál es la dirección del viento? –preguntó Villiers -. ¿Podremos aterrizar?</strong></p><p><strong> - Creo que nos favorece. Tal vez las corrientes descendentes de los acantilados nos causen problemas.</strong></p><p><strong> La isla parecía una enorme fiera al acecho: en un extremo se alzaban los enormes precipicios de hasta cien metros de altura, el resto era un yermo desolado que descendía hacia el desembarcadero.</strong></p><p><strong> - Advertirán nuestra presencia – dijo Leclerc -. No hay manera de evitarlo. Eso es seguro.</strong></p><p><strong> - Lo sé – dijo Villiers -. Ya que no podemos ocultarnos será mejor que sobrevuele toda la isla para echar un vistazo. Además, siempre es bueno generar un poco de pánico y confusión.</strong></p><p><strong> El Chieftain cruzó los acantilados, abriéndose paso entre la bruma. Abajo sólo se veía un paisaje lunar desolado, empapado por la lluvia, un mundo alucinante de piedra gris cortada por profundas quebradas. Aquí y allá se veía la mancha verde de alguna ciénaga o mata de brezo. Leclerc llevó la palanca de mando hacia atrás, el aparato se elevó para cruzar una cresta y entonces vieron los depósitos de misiles y los edificios de cemento, apenas treinta metros más abajo.</strong></p><p><strong> En ese momento, Donner y Raúl Montero se dirigían hacia los depósitos de misiles. Donner alzó la vista, desconcertado, e inmediatamente corrió a refugiarse en la entrada del túnel que conducía a los depósitos, arrastrando consigo a Montero. El avión viró, volvió a sobrevolar el campamento, esta vez a menos de veinte metros de altura y se alejó hacia el mar.</strong></p><p><strong> Stavrou había observado todo desde la entrada del túnel. Donner y Montero se reunieron con él.</strong></p><p><strong> - No comprendo. Ese es nuestro avión. ¿Qué diablos pasa?</strong></p><p><strong> - Tiene que ser Villiers, idiota – dijo Donner -. Dios sabe qué habrá ocurrido en la casa.</strong></p><p><strong> Desde la entrada del túnel vio que el Chieftain viraba sobre el mar, volvía hacia la isla y desaparecía detrás de los acantilados.</strong></p><p><strong> - ¿Qué diablos piensa hacer? – exclamó Stavrou -. No hay lugar donde aterrizar.</strong></p><p><strong> - Sí que lo hay – dijo Donner -. Cuando baja la marea queda una amplia playa al descubierto. Ya efectuaron aterrizajes allí el año pasado. No lo hacen siempre porque resulta poco práctico establecer un contacto aéreo regular.</strong></p><p><strong> - ¿Qué haremos? Si es Villiers, ya se habrá puesto en contacto con las autoridades francesas. En cuestión de minutos empezarán a llover paracaidistas.</strong></p><p><strong> - Entremos a ver qué pasa – dijo Donner con serenidad.</strong></p><p><strong> Dio un empujón a Montero y entraron. Recorrieron el amplio túnel hasta llegar a una gran cueva de cemento, iluminada por reflectores. Sobre una rampa había cuatro camiones, acondicionados especialmente para transportar los Exocets. Empleados civiles con monos de Aerospatiale cargaban los Exocets con ayuda de grúas hidráulicas, estrechamente vigilados por los mercenarios armados. Jarrot dirigía la operación</strong></p><p><strong> - ¿Cuánto nos falta? – preguntó Donner.</strong></p><p><strong> - No lo puedo decir con exactitud. Con suerte, podremos bajar al puerto en unos veinte minutos.</strong></p><p><strong> - Yo me quedaré aquí – dijo Donner a Stavrou -. Tú vete al acantilado con un par de muchachos. Si alguien trata de pasar, detenlo. Hay que ganar tiempo.</strong></p><p><strong> - No se preocupe – dijo Stavrou con una sonrisa maligna -. Vamos, Claude, tenemos mucho que hacer.</strong></p><p><strong> Los dos se fueron por el túnel a la carrera. Donner encendió un cigarrillo.</strong></p><p><strong> - Qué tipo más increíble, ese Villiers – exclamó -. Maldito sea, es casi tan bueno como yo.</strong></p><p><strong> - Como usted decía hace un rato – dijo Montero -, sólo es cuestión de organizar bien las cosas...</strong></p><p><strong> - Un mal día, nada más – dijo Donner en tono afable.</strong></p><p><strong> - Y ahora, ¿qué?</strong></p><p><strong> - Nos sentaremos a esperar, amigo, pero cómodamente, en la oficina de Espinet. Todavía queda algo del Krug, y está demasiado bueno.</strong></p><p><strong> - Se acabó el juego – dijo Montero -. Usted lo sabe.</strong></p><p><strong> - Veremos, amigo, veremos.</strong></p><p><strong> Donner sonrió burlón y lo condujo nuevamente al túnel.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Leclerc sobrevoló la playa para probar la dirección del viento. Los golpeó una contracorriente que venía desde la isla; el avión se estremeció violentamente en la turbulencia. Efectuó un viraje cerrado, descendió sobre las olas, bajó los alerones y echó la palanca atrás.</strong></p><p><strong> Las ruedas tocaron la superficie del agua y luego mordieron la arena húmeda de la orilla, levantando grandes chorros de espuma a ambos lados. Leclerc se dirigió hasta el extremo de la playa, viró hacia el viento y detuvo los motores.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - La marea está subiendo. En menos de una hora ya no habrá espacio para despegar.</strong></p><p><strong> - No importa – dijo Villiers -. El avión no es nuestro.</strong></p><p><strong> Empuñó la Walter que le había quita a Rabier, verificó el mecanismo y se la guardó en el bolsillo. Los soldados de Leclerc ya habían abierto la portezuela y saltaban a la playa, uno a uno, cargando las armas que habían hallado en el establo de la Maison Blanche. Villiers tomó un Armalite y una granada y bajó. Los hombres lo rodearon en semicírculo.</strong></p><p><strong> - ¿Alguno de ustedes ha estado en combate? – preguntó.</strong></p><p><strong> Leclerc señaló a un joven alto y atlético, de pelo muy corto, cuyas gafas de montura metálica estaban empañados por la lluvia.</strong></p><p><strong> - El sargento Albray estuvo en Chad hace dos años, con la Legión Extranjera. Ha estado bajo fuego más de una vez. En cuanto a los demás…</strong></p><p><strong> Se encogió de hombros.</strong></p><p><strong> - Está bien – dijo Villiers -. Sólo hay tiempo para decirles una cosa importante. Olvídense de la ética y el juego limpio cuando enfrenten a estos hijos de ****. Si tienen la oportunidad de matarlos por la espalda, háganlo, porque eso es precisamente lo que ellos tratarán de hacer con ustedes. En marcha – gritó y cruzó la playa a la carrera hacia la base del acantilado.</strong></p><p><strong> Visto desde el aire, el macizo parecía inexpugnable, pero vieron que lo horadaba una enorme explanada, por el centro de la cual corría un arroyo. Por ese camino agotador ascendieron desde la playa.</strong></p><p><strong> Se abrieron paso en medio de la bruma y al llegar a una hondonada vieron a Jarrot, seguido por tres hombres, que ascendían penosamente. Villiers fijó la vista en Stavrou, que cerraba la marcha y recordó el rostro torturado de Harvey Jackson. </strong></p><p><strong> Tomó la granada que llevaba en el bolsillo y le quitó el seguro con los dientes. Por primera vez en su vida, la furia puso más que su penosa serenidad y entrenamiento riguroso.</strong></p><p><strong> - ¡Stavrou, hijo de ****! Este regalo te lo envía Harvey Jackson.</strong></p><p><strong> Arrojó la granada a la quebrada.</strong></p><p><strong> Alertado por el grito y por el reflejo condicionado en años de vida violenta, Stavrou se arrojó de cabeza por la cuesta hasta desaparecer bajo la bruma y la lluvia. Se produjo una explosión. Villiers se acercó al borde, con el Armalite listo, Jarrot y sus tres compañeros estaban malheridos. Los jóvenes soldados franceses contemplaron la escena, horrorizados. Villiers alzó el Armalite para dispararle a un hombre que trataba de alejarse a rastras: Leclerc lo tomó del hombro y lo hizo girar.</strong></p><p><strong> - ¡Por Dios! ¿No le basta con eso?</strong></p><p><strong> Entonces sonó un disparo. Una bala perforó la cabeza de Leclerc, astillándole el cráneo. Uno de los suboficiales se arrodilló en tierra y vació la carga de su pistola ametralladora sobre Jarrot, quien había disparado apuntando desde la cadera. Éste giró ante el impacto de las balas en la espalda de su chaqueta acolchada.</strong></p><p><strong> Los demás soldados se acercaron a Villiers y contemplaron el cadáver de Leclerc. </strong></p><p><strong> - ¿Hemos terminado, señor? – peguntó uno.</strong></p><p><strong> Villiers meneó la cabeza.</strong></p><p><strong> - Los demás están en la base y, entre ellos, el hombre que más nos interesa, Felix Donner. Lamento lo del capitán. Era un buen hombre, pero eso no tiene cabida en la guerra en estos tiempos. Espero que les sirva de lección para cuando bajemos a la base. – Introdujo un nuevo cargador en el Armalite -. Bueno, en marcha. Cumplan mis órdenes al pie de la letra y saldrán vivos de ésta.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Desde la oficina de Espinet, Donner oyó la explosión de la granada y el posterior tableteo de las armas ligeras. Fue a la ventana con la copa en la mano y vio que Stavrou bajaba corriendo por la cuesta.</strong></p><p><strong> - Parece que la cosa no anduvo del todo bien – dijo Montero.</strong></p><p><strong> Donner se giró. Sonreía, pero había un destello sombrío en sus ojos.</strong></p><p><strong> - Le gusta abusar de mi paciencia, ¿verdad amigo?</strong></p><p><strong> Dio un paso rápido hacia Montero y lo derribó de un puñetazo en la mejilla derecha.</strong></p><p><strong> Abrió la puerta y salió en el momento en que Stavrou cruzaba la calle hacia el túnel del depósito de misiles. Stavrou lo vio al instante y corrió hacia él.</strong></p><p><strong> - ¿Malas noticias?</strong></p><p><strong> - Villiers nos sorprendió en una quebrada. Tiene media docena de hombres, por lo menos.</strong></p><p><strong> - ¿Dónde están Jarrot y los demás?</strong></p><p><strong> - Los hizo volar con una granada. Yo escapé de pelos. ¿Qué haremos?</strong></p><p><strong> Donner fingió pensar, aunque ya había tomado una decisión, al menos en cuanto a su propio futuro. El asunto había fracasado. Si Villiers ya estaba en la isla con varios hombres, significaba que los refuerzos no tardarían en llegar. Eso de resistir hasta el final era cosa de idiotas: era mucho más sensato partir en el Chieftain que se encontraba en la playa al pie del acantilado.</strong></p><p><strong> - Vete a la sala de radio, Yanni, y comunícate con el capitán del pesquero. Dile cualquier cosa. No le digas la verdad, porque el hijo de **** virará en redondo. Ordénale de parte mía que venga a toda velocidad. Luego buscaré a los demás. Nos veremos en el puerto.</strong></p><p><strong> - ¿Y los Exocets? – preguntó Stavrou.</strong></p><p><strong> - Se acabó. Démonos por satisfechos con salir de aquí con vida.</strong></p><p><strong> - Me da la impresión de que acaba de entregar a su amigo a los lobos – dijo Montero cuando Stavrou hubo salido.</strong></p><p><strong> - Es culpa de él, por haber confiado en mí – dijo Donner. Tomó la botella de Krug -. Terminémosla.</strong></p><p><strong> - No tienen adónde ir – susurró Montero -. Se acabó, ¿no comprende?</strong></p><p><strong> - Se equivoca, amigo; no olvide que tengo un avión en la playa y un as de la aviación argentina para pilotarlo.</strong></p><p><strong> Vació la copa de un trago y la arrojó contra la pared.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Villiers ordenó a sus hombres que se arrojaran cuerpo a tierra y se asomó por encima de las rocas. En ese momento, Stavrou abría la puerta en la base de la torre de comunicaciones y entraba. A sus pies estaba la base, desplegada como un mapa. Villiers señaló el depósito de los misiles con el dedo.</strong></p><p><strong> - Supongo que le habrán informado sobre este lugar – le dijo al sargento Albray -. ¿Allí están los Exocets?</strong></p><p><strong> - Exacto – dijo Albray -. La sala de radio está en el último piso de la torre. </strong></p><p><strong> A la derecha había otro edifico de cemento. Dos de los hombres de Donner montaban guardia en la entrada.</strong></p><p><strong> - ¿Qué es eso?</strong></p><p><strong> - De acuerdo con el plano, ése debe ser el depósito de combustibles.</strong></p><p><strong> - Seguramente casi todo el personal de la base está encerrado allí – asintió Villiers.</strong></p><p><strong> - El pesquero no da señales de vida – comentó Albray, mirando hacia el puerto.</strong></p><p><strong> - debe de estar en camino. Donner no querrá quedarse atrapado aquí, aunque fracase su plan. O quizá sí: habrá recordado que es ruso y que ha llegado la hora de hacer el último sacrificio por su querida patria. En ese caso, le habrá ordenado al pesquero que desaparezca, lo cual sería una lástima: sería mejor atraparlos a todos.</strong></p><p><strong> - ¿Qué haremos? – preguntó Albray.</strong></p><p><strong> - Usted y yo atacaremos la torre. Probablemente ahí adentro sólo están el ******* de Stavrou, que acaba de entrar, y un radiooperador. –Se volvió hacia los soldados -: Después que el sargento Albray y yo ataquemos la torre, esperen cinco minutos y bajen disparando. Eliminen a los dos centinelas del depósito de combustibles y bloqueen la entrada del túnel. Si alguien trata de salir, liquídenlo.Y no olviden lo que les dije: esos hijos de **** no les darían la menor oportunidad a ustedes.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Bordearon una de las casas de cemento y desde su refugio contemplaron la torre, que se encontraba a apenas diez metros. Villiers señaló la escalera de hierro empotrada en el muro de la torre, que llegaba hasta el balcón.</strong></p><p><strong> Fue hacia allá con la Walther en la mano derecha e inició el ascenso. Cuando se encontraba a tres o cuatro metros de altura, Albray avanzó hasta la entrada de la torre.</strong></p><p><strong> En ese momento, Yanni Stavrou llegó al pie de la escalera de caracol. Llevaba la pistola en una cartuchera pero, gracias a sus excelentes reflejos, en cuanto vio a Albray, logró escabullirse. Albray logró disparar una vez y luego lo siguió, sin la menor vacilación.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> En la mitad de su ascenso, Villiers oyó los disparos en el interior de la torre. Se detuvo, aferrado a la escalera con una mano y empuñando la Walther en la otra. Miró hacia abajo y el suelo empezó a girar cuando los asaltó el vértigo.</strong></p><p><strong> Los centinelas del depósito de combustibles lo vieron y alzaron sus armas, pero los hombres de Leclerc irrumpieron entre dos casas de cemento y comenzaron a disparar.</strong></p><p><strong> El radiooperador se inclinó sobre la baranda, pistola en mano, pero los reflejos y el entrenamiento de Villiers pudieron más que el miedo y disparó. El hombre gritó y cayó hacia atrás. Villiers reinició el ascenso.</strong></p><p><strong> Al iniciarse el tiroteo afuera, Donner corrió a la ventana y extrajo su revólver.</strong></p><p><strong> Raúl Montero rió.</strong></p><p><strong> - Amigo, creo que esta vez dejó pasar demasiado tiempo.</strong></p><p><strong> Donner no se molestó en responder; entreabrió la puerta y permaneció agazapado y expectante. Los tres centinelas del depósito de combustibles yacían en la calle, y uno de los hombres de Leclerc se introducía en el depósito. Hubo más disparos al otro extremo de la calle y vio que otros dos mercenarios huían hacia el puerto.</strong></p><p><strong> Cerró la puerta, obligó a Montero a levantarse y lo llevó a la cocina. Sin demostrar el menor temor, abrió la puerta trasera.</strong></p><p><strong> - ¡En marcha! – ordenó, y empujó a Montero delante de él.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Villiers echó una mirada cautelosa por encima del borde del balcón, pero no había nadie allí salvo el radiooperador muerto, echado contra la pared. Su pistola ametralladora yacía en el suelo, a su lado, Villiers la recogió y avanzó hacia la puerta de la sala de radio, que oscilaba por el viento. No había nadie en el interior.</strong></p><p><strong> Oyó unos pasos a su espalda y se giró, alzando a la vez la pistola: Stavrou se detuvo en la puerta, con una automática en la mano. Su mirada fue muy elocuente: un destello de furia apagado enseguida por la frialdad del asesino profesional. Calculó que no tendría oportunidad contra una pistola ametralladora y, muy lentamente, bajó la automática.</strong></p><p><strong> Villiers alzó la pistola ametralladora listo para oprimir el gatillo. Stavrou sonrió.</strong></p><p><strong> - No, mayor Villiers, usted no disparará. Eso no sería digno de un inglés, estudiante de Eton. Ustedes creen en el fair play.</strong></p><p><strong> Villiers dio un paso hacia él.</strong></p><p><strong> - ¿Quiere decir que soy un caballero?</strong></p><p><strong> - Digamos que sí.</strong></p><p><strong> El cuchillo de pescador con mango de hueso que Stavrou llevaba en la manga desde hacía años se deslizó hacia la palma de su mano. Su pulgar, encontró el botón, la hoja se abrió con un chasquido, y buscó con un rápido movimiento el cuello de Villiers.</strong></p><p><strong> El inglés se había anticipado a ese movimiento y en su fueron interno había rogado que se produjera. Soltó la pistola ametralladora y bloqueó con celeridad el golpe; en el mismo movimiento aferró la muñeca con ambas manos y la retorció brutalmente, hasta que el otro soltó la navaja y gimió de dolor. Villiers le retorció el brazo hasta que sintió un crujido. Stavrou seguía gritando cuando lo arrastró al balcón y lo arrojó de cabeza al vacío.</strong></p><p><strong> En ese preciso instante Donner y Montero salieron por la puerta trasera de la cantina de oficiales. El cuerpo de Stavrou cayó sobre el pavimento y, cuando Donner alzó la vista hacia el balcón, vio que Villiers se asomaba por encima de la baranda, con el sargento Albray a su espalda. El sargento alzó la pistola para disparar, pero Donner se escudó detrás del cuerpo de Montero.</strong></p><p><strong> Villiers golpeó el brazo del sargento para desviar el tiro.</strong></p><p><strong> - Éste es mío – dijo, y bajó la escalera de caracol a la carrera.</strong></p><p></p><p><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/isla4.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p><p></p><p><strong> Donner y Montero treparon por la quebrada detrás de la base, llegaron a la cumbre y cruzaron la meseta hacia el acantilado. El ruso llevaba al argentino a los empujones.</strong></p><p><strong> - Le dije que no tendría por dónde escapar – dijo Montero.</strong></p><p><strong> - Usted y yo nos iremos en el avión, comodoro.</strong></p><p><strong> Llegaron al borde del acantilado. Vieron el Chieftain en medio de la niebla. El único problema era que las enormes olas ya barrían la playa. La mitad de la zona sobre la cual se había deslizado el Chieftain estaba anegada, y el agua ya lamía el resto.</strong></p><p><strong> - Se acabó – dijo Montero -. Mire.</strong></p><p><strong> - ¡Muévase!</strong></p><p><strong> Donner lo empujó hacia la quebrada y los dos se deslizaron a la playa entre un estrépito de piedras y tierra suelta. Al llegar a la playa los golpeó fuerte el viento que soplaba del mar.</strong></p><p><strong> Montero cayó de espaldas, con las manos todavía atadas. Donner lo puso de pie de un tirón y, al oír un nuevo desprendimiento de piedras, disparó ciegamente hacia la niebla. Luego tomó a Montero del cuello y corrió con él hacia el avión.</strong></p><p><strong> Cuando llegaron al Chieftain aplastó a Montero contra el costado del avión, le apoyó el cañón del revólver bajo el mentón, tomó una navaja de su bolsillo y cortó las ataduras del argentino.</strong></p><p><strong> - Suba. Nos iremos de aquí antes de que suba la marea.</strong></p><p><strong> Montero permaneció impasible, pero algo en su mirada hizo que Donner girara bruscamente. Tony Villiers se acercaba a la carrera con la Walther en la mano derecha.</strong></p><p><strong> - ¡Suéltelo, Donner! – gritó y se detuvo junto a un promontorio.</strong></p><p><strong> Donner se volvió hacia Montero y suspiró.</strong></p><p><strong> - No hay nada que hacer. Éste es uno de eso días en que nada sale bien.</strong></p><p><strong> - No intente nada. Lo matará – dijo Montero.</strong></p><p><strong> - Quizá tenga razón – dijo Donner -, pero ya estoy cansado de correr, amigo.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Giró rápidamente, alzando el revólver. Villiers disparó tres veces, con rapidez. La primera bala dio en el hombro derecho y lo hizo girar. Las otras dos le destrozaron la columna y lo arrojaron contra el avión. El cuerpo se deslizó hasta tocar la arena. Una ola lo barrió y lamió las ruedas del avión. Montero lo miró y musitó casi para sí:</strong></p><p><strong> - Sólo es cuestión de organizar bien las cosas…</strong></p><p><strong> - ¿Qué dice? – preguntó Villiers al acercarse.</strong></p><p><strong> - No tiene importancia. ¿Cómo está Gabrielle?</strong></p><p><strong> - Muy bien, nos espera en la Maison Blanche. Tuvimos suerte. La chica de Donner nos soltó, y después fuimos improvisando sobre la marcha.</strong></p><p><strong> - ¿Quién pilotó el avión?</strong></p><p><strong> - Leclerc, el capitán francés.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/isla3.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Oyeron un zumbido en la distancia y Montero señaló tres helicópteros que se acercaban bajo las nubes, en diagonal.</strong></p><p><strong> - ¿Quiénes son?</strong></p><p><strong> - Si no me equivoco, son los franceses; siempre llegan cuando la función acaba de terminar. Supongo que serán paracaidistas. ¿Podrá sacar este aparato de aquí?</strong></p><p><strong> Montero echó una mirada a su alrededor.</strong></p><p><strong> - No tenemos pista, el agua ya ha ablandado la arena. ¿Por qué?</strong></p><p><strong> - Creo que sería una buena idea que usted se fuera de aquí lo antes posible y, dadas las circunstancias, estoy dispuesto a correr el riesgo de irme con usted. Esto va a provocar un tremendo escándalo, y no quiero verme envuelto. No les debo nada a los franceses. Fueron ellos quienes les vendieron los Exocets que hundieron el Sheffield, el Coventry y el Atlantic Conveyor.</strong></p><p><strong> - También les vendieron algunos a ustedes.</strong></p><p><strong> - Muy cierto. Lo cual demuestra que… bueno, no sé qué, pero algo demuestra. ¿Vamos o no? Sólo se muere una vez.</strong></p><p><strong> - En marcha – dijo Montero.</strong></p><p><strong> Se sentó frente al tablero de mando, Villiers tomó asiento a su lado y cerró la puerta. Los motores despertaron con un rugido que apagó el viento de fuera.</strong></p><p><strong> - ¿Qué le parece? – gritó Villiers</strong></p><p><strong> Montero no respondió. Había en sus labios una sonrisa extraña y rígida. Se dirigió contra el viento y aceleró el avión al máximo. El Chieftain se estremeció y de un salto avanzó hacia el tramo de playa más largo.</strong></p><p><strong> Cruzaron un canal y luego otro y otro más, levantando grandes chorros de espuma a ambos lados. Montero presionaba con toda su fuerza el timón con el pie para mantener el rumbo. Súbitamente el aparato se alzó, con un ala levemente inclinada, y las ruedas rozaron las crestas de las primeras olas. El avión aceleró y el ruido del motor se volvió un rugido grave.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Después de un par de horas Gabrielle ya no pudo soportar la espera en la casa, y se dirigió al aeródromo con Wanda. Llovía copiosamente, de modo que se refugiaron en un hangar.</strong></p><p><strong> - ¿Qué harás de ahora en adelante? – preguntó Gabrielle.</strong></p><p><strong> - No tengo la menor idea. – Dijo Wanda encogiéndose de hombros -. Felix me recogió de la calle. Fue como un sueño, de la cloaca al lujo. Creo que llegó la hora de despertar. – Meneó la cabeza -: Era un hijo de ****, sabes. Le tenía tanto miedo…</strong></p><p><strong> - He estado pensando – dijo Gabrielle -. Tengo buenos amigos en el periodismo, y me parece que eres sumamente fotogénica. Tal vez podamos hacer algo.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Oyeron un rugir de motores a distancia y el Chieftain apareció hacia el oeste, contra el viento, con el tren de aterrizaje listo.</strong></p><p><strong> - Ahora que lo pienso – dijo Wanda -, ¿qué pasará si no son ellos? Quizá sea Felix quien pilote el avión.</strong></p><p><strong> Gabrielle la miró con asombro.</strong></p><p><strong> - ¿Crees que un hombre como él puede con Tony Villiers? – rió.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> El Chieftain se detuvo, pero Montero no apagó el motor sino que permaneció con la vista fija en el parabrisas.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> - Baje rápido, por favor. Quiero irme.</strong></p><p><strong> - ¿No se queda?</strong></p><p><strong> - No hay motivo para que me quede.</strong></p><p><strong> - Creo que ahí tiene uno más que suficiente.</strong></p><p><strong> Montero abrió la ventanilla y la miró. Gabrielle reía, aliviada, y agitaba la mano. Se volvió hacia Villiers.</strong></p><p><strong> - Por favor, Tony. Baje. </strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y Villiers notó un dejo de angustia en su voz.</strong></p><p><strong> - Voy con usted – dijo -. ¿Adónde?</strong></p><p><strong> - De vuelta al punto de partida. Brie-Comte-Robert. </strong></p><p><strong> - ¿Y de ahí?</strong></p><p><strong> - Hay un Air France a Buenos Aires esta noche.</strong></p><p><strong> El Chieftain giró e inició el despegue. Gabrielle ya no sonreía: su boca se abrió en un grito, ahogado por el ruido de los motores, y enseguida quedó detrás de ellos, en la pista.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><img src="http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/retratos_de_malvinas-28.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p><p></p><p><strong> No había demasiada gente esa mañana en el aeropuerto Charles de Gaulle. Tony Villiers esperaba junto a un puesto de libros cerca de la salida internacional de pasajeros, mientras Montero registraba su equipaje en el mostrador de Air France. El argentino se volvió y se detuvo a encender un cigarrillo, extrañamente elegante con su vieja chaqueta de aviador y jeans.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> “Es increíble – pensó Villiers -, pero ese tipo me gusta.”</strong></p><p><strong> - ¿Todo bien? – preguntó, cuando Montero se le acercó.</strong></p><p><strong> - Transbordo en Río. Problemas con la zona de exclusión. Evidentemente, los franceses no quieren correr riesgos. Con el trasbordo, estaré en Buenos Aires dentro de diecisiete o dieciocho horas.</strong></p><p><strong> - Y de ahí al escuadrón de Skyhaws en Río Gallegos.</strong></p><p><strong> - ¿Y tú qué crees?</strong></p><p><strong> - Creo que lo harás, como buen idiota. La guerra está perdida, Raúl. Se acabó. Ya has leído los diarios vespertinos. Para esos comandos será un paseo llegar hasta Stanley. Todos decían que era imposible, pero lo harán. Lo único que se interpone entre el Ejército británico y la victoria final, son esos hombres atrincherados en Stanley y lo que queda de la Fuerza Aérea.</strong></p><p><strong> - Precisamente. Mientras yo estoy jugando aquí en Europa, mis muchachos son derribados como moscas en el Atlántico Sur.</strong></p><p><strong> - Y tú quieres caer con ellos. – Villiers descubrió con sorpresa que estaba realmente irritado con él -. Por el honor…</strong></p><p><strong> - Algo de eso.</strong></p><p><strong> - ¿Y Gabrielle? Te ama, lo sabes; te lo dice un experto en todo lo que concierne a Gabrielle. Un experto fracasado, sí, pero que no puede equivocarse. Nunca me miró como te mira a ti.</strong></p><p><strong> - No podría seguir con Gabrielle después de todo lo que pasó – dijo Montero.</strong></p><p><strong> - ¿Cómo es posible que no comprendas su situación? Ferguson la tenía atrapada. ¡No tenía alternativa!</strong></p><p><strong> Montero rió.</strong></p><p><strong> - Comprendo perfectamente, pero debo pensar en su hermano. – Se estremeció -. Siempre se interpondría entre nosotros, Tony, ¿no lo comprendes?</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Los altavoces anunciaron la orden de embarque. Montero soltó el cigarrillo, lo aplastó con el pie y sonrió.</strong></p><p><strong> - Creo que llegó la hora.</strong></p><p><strong> </strong></p><p><strong> Se estrecharon las manos.</strong></p><p><strong> - Suerte – dijo Villiers -. Te hará falta.</strong></p><p><strong> - Lo único que importa es que sea rápido, ¿verdad? – Montero fue a la salida y se volvió -: Cuídala, Tony.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Villiers fue al bar y pidió un café con coñac. Se sentía inquieto y molesto. Qué hombre. Era su enemigo, como él mismo había dicho una y otra vez, y sin embargo, qué pérdida. Bebió otra copa de coñac, luego fue al teléfono internacional y marcó el número de Cavendish Place.</strong></p><p><strong> - Está en el Charles de Gaulle, ¿verdad? – dijo Ferguson -. ¿Se despidió de Raúl Montero?</strong></p><p><strong> - ¿Cómo diablos lo supo?</strong></p><p><strong> - Pierre Guyon y la sección cinco del SDECE han estado vigilándolos desde que aterrizaron en Brie-Comte-Robert, Tony.</strong></p><p><strong> - Entonces, ¿por qué no lo detuvieron?</strong></p><p><strong> - Porque quieren que vuelva a la Argentina. Los franceses quieren reserva total sobre este asunto. Nada de esto ocurrió, ¿entendido?</strong></p><p><strong> - Por supuesto, señor – dijo Villiers -. Sólo fue una pesadilla mía. Suelo tenerlas.</strong></p><p><strong> - Me imagino que él vuelve para jugar al héroe.</strong></p><p><strong> - Digamos que sí.</strong></p><p><strong> - Bueno, no es asunto nuestro. Hay un asunto importante que quiero encomendarle, Tony. Se refiere a Gabrielle. Estará en París esta noche.</strong></p><p><strong> - Ordene, señor.</strong></p><p><strong> - Sucede que en medio de todo el asunto, empezó a desmoralizarse. Quería desertar, ¿recuerda?</strong></p><p><strong> - ¿Y bien? – preguntó Villiers.</strong></p><p><strong> Sentía un nudo creciente en el estómago.</strong></p><p><strong> - En ese momento fue necesario tomar alguna medida drástica para hacerla reaccionar. Por eso le dije que Richard había desaparecido en acción y lo creían muerto.</strong></p><p><strong> - ¿Quiere decir que no es verdad?</strong></p><p><strong> - De acuerdo con los últimos informes se encuentra perfectamente bien – dijo Ferguson -. Sigue allí, desde luego.</strong></p><p><strong> - ¡Maldito hijo de ****! – masculló Villiers y cortó con violencia.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong> Corrió hacia la puerta de salidas internacionales, pero se detuvo. Era tarde para alcanzar a Montero. Demasiado tarde. Se volvió y se encaminó a la salida con paso cansino. Se preguntó cómo diablos le daría la noticia a Gabrielle.</strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong></strong></p><p><strong>Parte 19</strong></p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Stormnacht, post: 812413, member: 341"] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/isla1.jpg[/IMG] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/isla2.jpg[/IMG] [B] En la carlinga del Chieftain, sentado junto a Leclerc, Villiers contemplaba la Ile de Roc, que se alzaba del océano sobre el horizonte, como una giba gris bajo las nubes de tormenta. Los acantilados del norte de la isla estaban envueltos en bruma. Volaban a apenas cien metros sobre el mar. Leclerc pilotaba con serenidad. La superficie del mar estaba coronada de picos de espuma. -¿Cuál es la dirección del viento? –preguntó Villiers -. ¿Podremos aterrizar? - Creo que nos favorece. Tal vez las corrientes descendentes de los acantilados nos causen problemas. La isla parecía una enorme fiera al acecho: en un extremo se alzaban los enormes precipicios de hasta cien metros de altura, el resto era un yermo desolado que descendía hacia el desembarcadero. - Advertirán nuestra presencia – dijo Leclerc -. No hay manera de evitarlo. Eso es seguro. - Lo sé – dijo Villiers -. Ya que no podemos ocultarnos será mejor que sobrevuele toda la isla para echar un vistazo. Además, siempre es bueno generar un poco de pánico y confusión. El Chieftain cruzó los acantilados, abriéndose paso entre la bruma. Abajo sólo se veía un paisaje lunar desolado, empapado por la lluvia, un mundo alucinante de piedra gris cortada por profundas quebradas. Aquí y allá se veía la mancha verde de alguna ciénaga o mata de brezo. Leclerc llevó la palanca de mando hacia atrás, el aparato se elevó para cruzar una cresta y entonces vieron los depósitos de misiles y los edificios de cemento, apenas treinta metros más abajo. En ese momento, Donner y Raúl Montero se dirigían hacia los depósitos de misiles. Donner alzó la vista, desconcertado, e inmediatamente corrió a refugiarse en la entrada del túnel que conducía a los depósitos, arrastrando consigo a Montero. El avión viró, volvió a sobrevolar el campamento, esta vez a menos de veinte metros de altura y se alejó hacia el mar. Stavrou había observado todo desde la entrada del túnel. Donner y Montero se reunieron con él. - No comprendo. Ese es nuestro avión. ¿Qué diablos pasa? - Tiene que ser Villiers, idiota – dijo Donner -. Dios sabe qué habrá ocurrido en la casa. Desde la entrada del túnel vio que el Chieftain viraba sobre el mar, volvía hacia la isla y desaparecía detrás de los acantilados. - ¿Qué diablos piensa hacer? – exclamó Stavrou -. No hay lugar donde aterrizar. - Sí que lo hay – dijo Donner -. Cuando baja la marea queda una amplia playa al descubierto. Ya efectuaron aterrizajes allí el año pasado. No lo hacen siempre porque resulta poco práctico establecer un contacto aéreo regular. - ¿Qué haremos? Si es Villiers, ya se habrá puesto en contacto con las autoridades francesas. En cuestión de minutos empezarán a llover paracaidistas. - Entremos a ver qué pasa – dijo Donner con serenidad. Dio un empujón a Montero y entraron. Recorrieron el amplio túnel hasta llegar a una gran cueva de cemento, iluminada por reflectores. Sobre una rampa había cuatro camiones, acondicionados especialmente para transportar los Exocets. Empleados civiles con monos de Aerospatiale cargaban los Exocets con ayuda de grúas hidráulicas, estrechamente vigilados por los mercenarios armados. Jarrot dirigía la operación - ¿Cuánto nos falta? – preguntó Donner. - No lo puedo decir con exactitud. Con suerte, podremos bajar al puerto en unos veinte minutos. - Yo me quedaré aquí – dijo Donner a Stavrou -. Tú vete al acantilado con un par de muchachos. Si alguien trata de pasar, detenlo. Hay que ganar tiempo. - No se preocupe – dijo Stavrou con una sonrisa maligna -. Vamos, Claude, tenemos mucho que hacer. Los dos se fueron por el túnel a la carrera. Donner encendió un cigarrillo. - Qué tipo más increíble, ese Villiers – exclamó -. Maldito sea, es casi tan bueno como yo. - Como usted decía hace un rato – dijo Montero -, sólo es cuestión de organizar bien las cosas... - Un mal día, nada más – dijo Donner en tono afable. - Y ahora, ¿qué? - Nos sentaremos a esperar, amigo, pero cómodamente, en la oficina de Espinet. Todavía queda algo del Krug, y está demasiado bueno. - Se acabó el juego – dijo Montero -. Usted lo sabe. - Veremos, amigo, veremos. Donner sonrió burlón y lo condujo nuevamente al túnel. Leclerc sobrevoló la playa para probar la dirección del viento. Los golpeó una contracorriente que venía desde la isla; el avión se estremeció violentamente en la turbulencia. Efectuó un viraje cerrado, descendió sobre las olas, bajó los alerones y echó la palanca atrás. Las ruedas tocaron la superficie del agua y luego mordieron la arena húmeda de la orilla, levantando grandes chorros de espuma a ambos lados. Leclerc se dirigió hasta el extremo de la playa, viró hacia el viento y detuvo los motores. - La marea está subiendo. En menos de una hora ya no habrá espacio para despegar. - No importa – dijo Villiers -. El avión no es nuestro. Empuñó la Walter que le había quita a Rabier, verificó el mecanismo y se la guardó en el bolsillo. Los soldados de Leclerc ya habían abierto la portezuela y saltaban a la playa, uno a uno, cargando las armas que habían hallado en el establo de la Maison Blanche. Villiers tomó un Armalite y una granada y bajó. Los hombres lo rodearon en semicírculo. - ¿Alguno de ustedes ha estado en combate? – preguntó. Leclerc señaló a un joven alto y atlético, de pelo muy corto, cuyas gafas de montura metálica estaban empañados por la lluvia. - El sargento Albray estuvo en Chad hace dos años, con la Legión Extranjera. Ha estado bajo fuego más de una vez. En cuanto a los demás… Se encogió de hombros. - Está bien – dijo Villiers -. Sólo hay tiempo para decirles una cosa importante. Olvídense de la ética y el juego limpio cuando enfrenten a estos hijos de ****. Si tienen la oportunidad de matarlos por la espalda, háganlo, porque eso es precisamente lo que ellos tratarán de hacer con ustedes. En marcha – gritó y cruzó la playa a la carrera hacia la base del acantilado. Visto desde el aire, el macizo parecía inexpugnable, pero vieron que lo horadaba una enorme explanada, por el centro de la cual corría un arroyo. Por ese camino agotador ascendieron desde la playa. Se abrieron paso en medio de la bruma y al llegar a una hondonada vieron a Jarrot, seguido por tres hombres, que ascendían penosamente. Villiers fijó la vista en Stavrou, que cerraba la marcha y recordó el rostro torturado de Harvey Jackson. Tomó la granada que llevaba en el bolsillo y le quitó el seguro con los dientes. Por primera vez en su vida, la furia puso más que su penosa serenidad y entrenamiento riguroso. - ¡Stavrou, hijo de ****! Este regalo te lo envía Harvey Jackson. Arrojó la granada a la quebrada. Alertado por el grito y por el reflejo condicionado en años de vida violenta, Stavrou se arrojó de cabeza por la cuesta hasta desaparecer bajo la bruma y la lluvia. Se produjo una explosión. Villiers se acercó al borde, con el Armalite listo, Jarrot y sus tres compañeros estaban malheridos. Los jóvenes soldados franceses contemplaron la escena, horrorizados. Villiers alzó el Armalite para dispararle a un hombre que trataba de alejarse a rastras: Leclerc lo tomó del hombro y lo hizo girar. - ¡Por Dios! ¿No le basta con eso? Entonces sonó un disparo. Una bala perforó la cabeza de Leclerc, astillándole el cráneo. Uno de los suboficiales se arrodilló en tierra y vació la carga de su pistola ametralladora sobre Jarrot, quien había disparado apuntando desde la cadera. Éste giró ante el impacto de las balas en la espalda de su chaqueta acolchada. Los demás soldados se acercaron a Villiers y contemplaron el cadáver de Leclerc. - ¿Hemos terminado, señor? – peguntó uno. Villiers meneó la cabeza. - Los demás están en la base y, entre ellos, el hombre que más nos interesa, Felix Donner. Lamento lo del capitán. Era un buen hombre, pero eso no tiene cabida en la guerra en estos tiempos. Espero que les sirva de lección para cuando bajemos a la base. – Introdujo un nuevo cargador en el Armalite -. Bueno, en marcha. Cumplan mis órdenes al pie de la letra y saldrán vivos de ésta. Desde la oficina de Espinet, Donner oyó la explosión de la granada y el posterior tableteo de las armas ligeras. Fue a la ventana con la copa en la mano y vio que Stavrou bajaba corriendo por la cuesta. - Parece que la cosa no anduvo del todo bien – dijo Montero. Donner se giró. Sonreía, pero había un destello sombrío en sus ojos. - Le gusta abusar de mi paciencia, ¿verdad amigo? Dio un paso rápido hacia Montero y lo derribó de un puñetazo en la mejilla derecha. Abrió la puerta y salió en el momento en que Stavrou cruzaba la calle hacia el túnel del depósito de misiles. Stavrou lo vio al instante y corrió hacia él. - ¿Malas noticias? - Villiers nos sorprendió en una quebrada. Tiene media docena de hombres, por lo menos. - ¿Dónde están Jarrot y los demás? - Los hizo volar con una granada. Yo escapé de pelos. ¿Qué haremos? Donner fingió pensar, aunque ya había tomado una decisión, al menos en cuanto a su propio futuro. El asunto había fracasado. Si Villiers ya estaba en la isla con varios hombres, significaba que los refuerzos no tardarían en llegar. Eso de resistir hasta el final era cosa de idiotas: era mucho más sensato partir en el Chieftain que se encontraba en la playa al pie del acantilado. - Vete a la sala de radio, Yanni, y comunícate con el capitán del pesquero. Dile cualquier cosa. No le digas la verdad, porque el hijo de **** virará en redondo. Ordénale de parte mía que venga a toda velocidad. Luego buscaré a los demás. Nos veremos en el puerto. - ¿Y los Exocets? – preguntó Stavrou. - Se acabó. Démonos por satisfechos con salir de aquí con vida. - Me da la impresión de que acaba de entregar a su amigo a los lobos – dijo Montero cuando Stavrou hubo salido. - Es culpa de él, por haber confiado en mí – dijo Donner. Tomó la botella de Krug -. Terminémosla. - No tienen adónde ir – susurró Montero -. Se acabó, ¿no comprende? - Se equivoca, amigo; no olvide que tengo un avión en la playa y un as de la aviación argentina para pilotarlo. Vació la copa de un trago y la arrojó contra la pared. Villiers ordenó a sus hombres que se arrojaran cuerpo a tierra y se asomó por encima de las rocas. En ese momento, Stavrou abría la puerta en la base de la torre de comunicaciones y entraba. A sus pies estaba la base, desplegada como un mapa. Villiers señaló el depósito de los misiles con el dedo. - Supongo que le habrán informado sobre este lugar – le dijo al sargento Albray -. ¿Allí están los Exocets? - Exacto – dijo Albray -. La sala de radio está en el último piso de la torre. A la derecha había otro edifico de cemento. Dos de los hombres de Donner montaban guardia en la entrada. - ¿Qué es eso? - De acuerdo con el plano, ése debe ser el depósito de combustibles. - Seguramente casi todo el personal de la base está encerrado allí – asintió Villiers. - El pesquero no da señales de vida – comentó Albray, mirando hacia el puerto. - debe de estar en camino. Donner no querrá quedarse atrapado aquí, aunque fracase su plan. O quizá sí: habrá recordado que es ruso y que ha llegado la hora de hacer el último sacrificio por su querida patria. En ese caso, le habrá ordenado al pesquero que desaparezca, lo cual sería una lástima: sería mejor atraparlos a todos. - ¿Qué haremos? – preguntó Albray. - Usted y yo atacaremos la torre. Probablemente ahí adentro sólo están el ******* de Stavrou, que acaba de entrar, y un radiooperador. –Se volvió hacia los soldados -: Después que el sargento Albray y yo ataquemos la torre, esperen cinco minutos y bajen disparando. Eliminen a los dos centinelas del depósito de combustibles y bloqueen la entrada del túnel. Si alguien trata de salir, liquídenlo.Y no olviden lo que les dije: esos hijos de **** no les darían la menor oportunidad a ustedes. Bordearon una de las casas de cemento y desde su refugio contemplaron la torre, que se encontraba a apenas diez metros. Villiers señaló la escalera de hierro empotrada en el muro de la torre, que llegaba hasta el balcón. Fue hacia allá con la Walther en la mano derecha e inició el ascenso. Cuando se encontraba a tres o cuatro metros de altura, Albray avanzó hasta la entrada de la torre. En ese momento, Yanni Stavrou llegó al pie de la escalera de caracol. Llevaba la pistola en una cartuchera pero, gracias a sus excelentes reflejos, en cuanto vio a Albray, logró escabullirse. Albray logró disparar una vez y luego lo siguió, sin la menor vacilación. En la mitad de su ascenso, Villiers oyó los disparos en el interior de la torre. Se detuvo, aferrado a la escalera con una mano y empuñando la Walther en la otra. Miró hacia abajo y el suelo empezó a girar cuando los asaltó el vértigo. Los centinelas del depósito de combustibles lo vieron y alzaron sus armas, pero los hombres de Leclerc irrumpieron entre dos casas de cemento y comenzaron a disparar. El radiooperador se inclinó sobre la baranda, pistola en mano, pero los reflejos y el entrenamiento de Villiers pudieron más que el miedo y disparó. El hombre gritó y cayó hacia atrás. Villiers reinició el ascenso. Al iniciarse el tiroteo afuera, Donner corrió a la ventana y extrajo su revólver. Raúl Montero rió. - Amigo, creo que esta vez dejó pasar demasiado tiempo. Donner no se molestó en responder; entreabrió la puerta y permaneció agazapado y expectante. Los tres centinelas del depósito de combustibles yacían en la calle, y uno de los hombres de Leclerc se introducía en el depósito. Hubo más disparos al otro extremo de la calle y vio que otros dos mercenarios huían hacia el puerto. Cerró la puerta, obligó a Montero a levantarse y lo llevó a la cocina. Sin demostrar el menor temor, abrió la puerta trasera. - ¡En marcha! – ordenó, y empujó a Montero delante de él. Villiers echó una mirada cautelosa por encima del borde del balcón, pero no había nadie allí salvo el radiooperador muerto, echado contra la pared. Su pistola ametralladora yacía en el suelo, a su lado, Villiers la recogió y avanzó hacia la puerta de la sala de radio, que oscilaba por el viento. No había nadie en el interior. Oyó unos pasos a su espalda y se giró, alzando a la vez la pistola: Stavrou se detuvo en la puerta, con una automática en la mano. Su mirada fue muy elocuente: un destello de furia apagado enseguida por la frialdad del asesino profesional. Calculó que no tendría oportunidad contra una pistola ametralladora y, muy lentamente, bajó la automática. Villiers alzó la pistola ametralladora listo para oprimir el gatillo. Stavrou sonrió. - No, mayor Villiers, usted no disparará. Eso no sería digno de un inglés, estudiante de Eton. Ustedes creen en el fair play. Villiers dio un paso hacia él. - ¿Quiere decir que soy un caballero? - Digamos que sí. El cuchillo de pescador con mango de hueso que Stavrou llevaba en la manga desde hacía años se deslizó hacia la palma de su mano. Su pulgar, encontró el botón, la hoja se abrió con un chasquido, y buscó con un rápido movimiento el cuello de Villiers. El inglés se había anticipado a ese movimiento y en su fueron interno había rogado que se produjera. Soltó la pistola ametralladora y bloqueó con celeridad el golpe; en el mismo movimiento aferró la muñeca con ambas manos y la retorció brutalmente, hasta que el otro soltó la navaja y gimió de dolor. Villiers le retorció el brazo hasta que sintió un crujido. Stavrou seguía gritando cuando lo arrastró al balcón y lo arrojó de cabeza al vacío. En ese preciso instante Donner y Montero salieron por la puerta trasera de la cantina de oficiales. El cuerpo de Stavrou cayó sobre el pavimento y, cuando Donner alzó la vista hacia el balcón, vio que Villiers se asomaba por encima de la baranda, con el sargento Albray a su espalda. El sargento alzó la pistola para disparar, pero Donner se escudó detrás del cuerpo de Montero. Villiers golpeó el brazo del sargento para desviar el tiro. - Éste es mío – dijo, y bajó la escalera de caracol a la carrera.[/B] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/isla4.jpg[/IMG] [B] Donner y Montero treparon por la quebrada detrás de la base, llegaron a la cumbre y cruzaron la meseta hacia el acantilado. El ruso llevaba al argentino a los empujones. - Le dije que no tendría por dónde escapar – dijo Montero. - Usted y yo nos iremos en el avión, comodoro. Llegaron al borde del acantilado. Vieron el Chieftain en medio de la niebla. El único problema era que las enormes olas ya barrían la playa. La mitad de la zona sobre la cual se había deslizado el Chieftain estaba anegada, y el agua ya lamía el resto. - Se acabó – dijo Montero -. Mire. - ¡Muévase! Donner lo empujó hacia la quebrada y los dos se deslizaron a la playa entre un estrépito de piedras y tierra suelta. Al llegar a la playa los golpeó fuerte el viento que soplaba del mar. Montero cayó de espaldas, con las manos todavía atadas. Donner lo puso de pie de un tirón y, al oír un nuevo desprendimiento de piedras, disparó ciegamente hacia la niebla. Luego tomó a Montero del cuello y corrió con él hacia el avión. Cuando llegaron al Chieftain aplastó a Montero contra el costado del avión, le apoyó el cañón del revólver bajo el mentón, tomó una navaja de su bolsillo y cortó las ataduras del argentino. - Suba. Nos iremos de aquí antes de que suba la marea. Montero permaneció impasible, pero algo en su mirada hizo que Donner girara bruscamente. Tony Villiers se acercaba a la carrera con la Walther en la mano derecha. - ¡Suéltelo, Donner! – gritó y se detuvo junto a un promontorio. Donner se volvió hacia Montero y suspiró. - No hay nada que hacer. Éste es uno de eso días en que nada sale bien. - No intente nada. Lo matará – dijo Montero. - Quizá tenga razón – dijo Donner -, pero ya estoy cansado de correr, amigo. Giró rápidamente, alzando el revólver. Villiers disparó tres veces, con rapidez. La primera bala dio en el hombro derecho y lo hizo girar. Las otras dos le destrozaron la columna y lo arrojaron contra el avión. El cuerpo se deslizó hasta tocar la arena. Una ola lo barrió y lamió las ruedas del avión. Montero lo miró y musitó casi para sí: - Sólo es cuestión de organizar bien las cosas… - ¿Qué dice? – preguntó Villiers al acercarse. - No tiene importancia. ¿Cómo está Gabrielle? - Muy bien, nos espera en la Maison Blanche. Tuvimos suerte. La chica de Donner nos soltó, y después fuimos improvisando sobre la marcha. - ¿Quién pilotó el avión? - Leclerc, el capitán francés. [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/isla3.jpg[/IMG] Oyeron un zumbido en la distancia y Montero señaló tres helicópteros que se acercaban bajo las nubes, en diagonal. - ¿Quiénes son? - Si no me equivoco, son los franceses; siempre llegan cuando la función acaba de terminar. Supongo que serán paracaidistas. ¿Podrá sacar este aparato de aquí? Montero echó una mirada a su alrededor. - No tenemos pista, el agua ya ha ablandado la arena. ¿Por qué? - Creo que sería una buena idea que usted se fuera de aquí lo antes posible y, dadas las circunstancias, estoy dispuesto a correr el riesgo de irme con usted. Esto va a provocar un tremendo escándalo, y no quiero verme envuelto. No les debo nada a los franceses. Fueron ellos quienes les vendieron los Exocets que hundieron el Sheffield, el Coventry y el Atlantic Conveyor. - También les vendieron algunos a ustedes. - Muy cierto. Lo cual demuestra que… bueno, no sé qué, pero algo demuestra. ¿Vamos o no? Sólo se muere una vez. - En marcha – dijo Montero. Se sentó frente al tablero de mando, Villiers tomó asiento a su lado y cerró la puerta. Los motores despertaron con un rugido que apagó el viento de fuera. - ¿Qué le parece? – gritó Villiers Montero no respondió. Había en sus labios una sonrisa extraña y rígida. Se dirigió contra el viento y aceleró el avión al máximo. El Chieftain se estremeció y de un salto avanzó hacia el tramo de playa más largo. Cruzaron un canal y luego otro y otro más, levantando grandes chorros de espuma a ambos lados. Montero presionaba con toda su fuerza el timón con el pie para mantener el rumbo. Súbitamente el aparato se alzó, con un ala levemente inclinada, y las ruedas rozaron las crestas de las primeras olas. El avión aceleró y el ruido del motor se volvió un rugido grave. Después de un par de horas Gabrielle ya no pudo soportar la espera en la casa, y se dirigió al aeródromo con Wanda. Llovía copiosamente, de modo que se refugiaron en un hangar. - ¿Qué harás de ahora en adelante? – preguntó Gabrielle. - No tengo la menor idea. – Dijo Wanda encogiéndose de hombros -. Felix me recogió de la calle. Fue como un sueño, de la cloaca al lujo. Creo que llegó la hora de despertar. – Meneó la cabeza -: Era un hijo de ****, sabes. Le tenía tanto miedo… - He estado pensando – dijo Gabrielle -. Tengo buenos amigos en el periodismo, y me parece que eres sumamente fotogénica. Tal vez podamos hacer algo. Oyeron un rugir de motores a distancia y el Chieftain apareció hacia el oeste, contra el viento, con el tren de aterrizaje listo. - Ahora que lo pienso – dijo Wanda -, ¿qué pasará si no son ellos? Quizá sea Felix quien pilote el avión. Gabrielle la miró con asombro. - ¿Crees que un hombre como él puede con Tony Villiers? – rió. El Chieftain se detuvo, pero Montero no apagó el motor sino que permaneció con la vista fija en el parabrisas. - Baje rápido, por favor. Quiero irme. - ¿No se queda? - No hay motivo para que me quede. - Creo que ahí tiene uno más que suficiente. Montero abrió la ventanilla y la miró. Gabrielle reía, aliviada, y agitaba la mano. Se volvió hacia Villiers. - Por favor, Tony. Baje. Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y Villiers notó un dejo de angustia en su voz. - Voy con usted – dijo -. ¿Adónde? - De vuelta al punto de partida. Brie-Comte-Robert. - ¿Y de ahí? - Hay un Air France a Buenos Aires esta noche. El Chieftain giró e inició el despegue. Gabrielle ya no sonreía: su boca se abrió en un grito, ahogado por el ruido de los motores, y enseguida quedó detrás de ellos, en la pista. [/B] [IMG]http://i63.photobucket.com/albums/h154/cactus-1/retratos_de_malvinas-28.jpg[/IMG] [B] No había demasiada gente esa mañana en el aeropuerto Charles de Gaulle. Tony Villiers esperaba junto a un puesto de libros cerca de la salida internacional de pasajeros, mientras Montero registraba su equipaje en el mostrador de Air France. El argentino se volvió y se detuvo a encender un cigarrillo, extrañamente elegante con su vieja chaqueta de aviador y jeans. “Es increíble – pensó Villiers -, pero ese tipo me gusta.” - ¿Todo bien? – preguntó, cuando Montero se le acercó. - Transbordo en Río. Problemas con la zona de exclusión. Evidentemente, los franceses no quieren correr riesgos. Con el trasbordo, estaré en Buenos Aires dentro de diecisiete o dieciocho horas. - Y de ahí al escuadrón de Skyhaws en Río Gallegos. - ¿Y tú qué crees? - Creo que lo harás, como buen idiota. La guerra está perdida, Raúl. Se acabó. Ya has leído los diarios vespertinos. Para esos comandos será un paseo llegar hasta Stanley. Todos decían que era imposible, pero lo harán. Lo único que se interpone entre el Ejército británico y la victoria final, son esos hombres atrincherados en Stanley y lo que queda de la Fuerza Aérea. - Precisamente. Mientras yo estoy jugando aquí en Europa, mis muchachos son derribados como moscas en el Atlántico Sur. - Y tú quieres caer con ellos. – Villiers descubrió con sorpresa que estaba realmente irritado con él -. Por el honor… - Algo de eso. - ¿Y Gabrielle? Te ama, lo sabes; te lo dice un experto en todo lo que concierne a Gabrielle. Un experto fracasado, sí, pero que no puede equivocarse. Nunca me miró como te mira a ti. - No podría seguir con Gabrielle después de todo lo que pasó – dijo Montero. - ¿Cómo es posible que no comprendas su situación? Ferguson la tenía atrapada. ¡No tenía alternativa! Montero rió. - Comprendo perfectamente, pero debo pensar en su hermano. – Se estremeció -. Siempre se interpondría entre nosotros, Tony, ¿no lo comprendes? Los altavoces anunciaron la orden de embarque. Montero soltó el cigarrillo, lo aplastó con el pie y sonrió. - Creo que llegó la hora. Se estrecharon las manos. - Suerte – dijo Villiers -. Te hará falta. - Lo único que importa es que sea rápido, ¿verdad? – Montero fue a la salida y se volvió -: Cuídala, Tony. Villiers fue al bar y pidió un café con coñac. Se sentía inquieto y molesto. Qué hombre. Era su enemigo, como él mismo había dicho una y otra vez, y sin embargo, qué pérdida. Bebió otra copa de coñac, luego fue al teléfono internacional y marcó el número de Cavendish Place. - Está en el Charles de Gaulle, ¿verdad? – dijo Ferguson -. ¿Se despidió de Raúl Montero? - ¿Cómo diablos lo supo? - Pierre Guyon y la sección cinco del SDECE han estado vigilándolos desde que aterrizaron en Brie-Comte-Robert, Tony. - Entonces, ¿por qué no lo detuvieron? - Porque quieren que vuelva a la Argentina. Los franceses quieren reserva total sobre este asunto. Nada de esto ocurrió, ¿entendido? - Por supuesto, señor – dijo Villiers -. Sólo fue una pesadilla mía. Suelo tenerlas. - Me imagino que él vuelve para jugar al héroe. - Digamos que sí. - Bueno, no es asunto nuestro. Hay un asunto importante que quiero encomendarle, Tony. Se refiere a Gabrielle. Estará en París esta noche. - Ordene, señor. - Sucede que en medio de todo el asunto, empezó a desmoralizarse. Quería desertar, ¿recuerda? - ¿Y bien? – preguntó Villiers. Sentía un nudo creciente en el estómago. - En ese momento fue necesario tomar alguna medida drástica para hacerla reaccionar. Por eso le dije que Richard había desaparecido en acción y lo creían muerto. - ¿Quiere decir que no es verdad? - De acuerdo con los últimos informes se encuentra perfectamente bien – dijo Ferguson -. Sigue allí, desde luego. - ¡Maldito hijo de ****! – masculló Villiers y cortó con violencia. Corrió hacia la puerta de salidas internacionales, pero se detuvo. Era tarde para alcanzar a Montero. Demasiado tarde. Se volvió y se encaminó a la salida con paso cansino. Se preguntó cómo diablos le daría la noticia a Gabrielle. Parte 19[/B] [/QUOTE]
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Guerra desarrollada entre Argentina y el Reino Unido en 1982
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