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Area Militar General
Malvinas 1982
García Quiroga
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<blockquote data-quote="cawan 5" data-source="post: 782001" data-attributes="member: 7736"><p>LA GACETA LITERARIA</p><p></p><p></p><p></p><p>Una buena mañana para morir</p><p></p><p></p><p></p><p>Por Diego García Quiroga. Para LA GACETA- Ginebra (Suiza). </p><p></p><p></p><p></p><p>A 27 años del fin de la Guerra de Malvinas, uno de los protagonistas revela los avatares del desembarco y de los años por venir.</p><p></p><p>UN PRINCIPIO SIN FINAL. “La guerra acabó el 14 de junio y ese día comenzó la posguerra que todavía continúa”, lamenta García Quiroga.</p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p>El 26 de marzo de 1982 me ordenaron seleccionar un grupo de ocho buzos tácticos para realizar una operación de combate real en el sur. Esa misma noche viajé con ocho comandos anfibios hasta la base de Puerto Belgrano, donde nos encontramos con el capitán Pedro Giachino y con otros oficiales comandos anfibios. Giachino sería el jefe de nuestro grupo.</p><p></p><p>Poco antes de la medianoche del 1 de abril desembarcamos en botes de goma desde el destructor A.R.A. Santísima Trinidad.. El grupo de Giachino, los comandos anfibios y los buzos tácticos, fuimos los primeros argentinos en desembarcar en las islas; lo hicimos en Mullet Creek, unos 13 kilómetros al sur de Puerto Argentino. Allí, luego de hacer un rápido reconocimiento del terreno para ubicarnos, iniciamos la marcha hasta la casa del gobernador, Rex Hunt, a la que llegamos antes de que amaneciera. El objetivo de nuestro grupo era apoderarse del funcionario y llevarlo a la estación de radio. Queríamos que desde allí transmitiera un mensaje a los pobladores y les aconsejara no salir de sus casas; de esa forma minimizaríamos la posibilidad de que el combate produjese bajas civiles.</p><p></p><p>Los Royal Marines apostados desde temprano en el interior de la casa de Hunt comenzaron a disparar cuando advirtieron nuestra presencia e hirieron al capitán Giachino en el momento en que intentábamos ingresar al edificio. Yo lo seguía y recibí también tres disparos, provenientes de armas diferentes. Uno me atravesó el codo, otro el torso y el tercero se incrustó en el cortaplumas suizo que colgaba de mi cinturón, a la altura de la ingle.</p><p></p><p>Quedé aturdido, pero consciente. Caído a unos dos metros detrás de Giachino, sentía un dolor muy intenso en el brazo derecho con el que ya no podía empuñar mi arma y tenía la sensación de vivir la situación desde la distancia y en cámara lenta. Entre los gritos y los disparos, escuché las expresiones de frustración del cabo Urbina, que había sido herido mientras trataba de acercarse para cumplir su misión de enfermero. También recuerdo el ruido de un helicóptero al que no pude ver, y la excitación que se disipaba transformándose en quietud y en calma. El sol se elevaba y pensé que era una buena mañana para morir; al lado de amigos y acostado en el pasto.</p><p></p><p>De pronto vi frente a mí la cara de un Royal Marine y me imaginé que venía a terminar el trabajo. Desapareció enseguida de mi campo visual, pero yo sentía sus manos en mi correaje sin poder saber qué estaba haciendo. Más tarde me enteraría de que me estaba inyectando morfina y de que luego de eso había untado sus dedos con mi sangre para pintarme una “M” en la frente, advirtiendo así que había recibido una dosis, ya que una repetición inmediata podía ser letal.</p><p></p><p>Un helicóptero argentino me trasladó al buque hospital, el rompehielos A.R.A. Irizar. Una vez en el aeropuerto pude ver a miembros de mi unidad que habían desembarcado desde el submarino A.R.A. Santa Fe casi al mismo tiempo que yo, pero al noreste de Puerto Argentino. Ninguno me hablaba y todos miraban al piso cuando pasó mi camilla, lo que me hizo preguntarme si todavía estaba vivo.</p><p></p><p>Durante el vuelo a Comodoro Rivadavia un soldado me daba golpecitos en la cara para que no perdiera la conciencia. No habría sobrevivido sin él. Cuando recobré el conocimiento me acompañaban mi mujer, mis padres y mi segundo comandante, quien me contó que el capitán Giachino había fallecido.</p><p></p><p>El 14 de junio, la posguerra</p><p></p><p>Aunque entonces yo no lo sabía, el plan original de la Junta de Gobierno había sido evacuar al personal militar británico de las islas, dejar una pequeña guarnición argentina y luego retirarse al continente para que las Naciones Unidas decidieran cómo resolver el conflicto. Eso -se pensaba- hubiera dado a la Argentina una postura más firme en relación con su demanda sobre las islas. Pero el plan derivó en una conflagración bélica de gran escala que costaría cientos de vidas. La guerra acabó el 14 de junio y ese día comenzó la posguerra que todavía continúa, porque el conflicto no ha encontrado aún una solución aceptable para ambos bandos</p><p></p><p>Fui condecorado como héroe de guerra, pero no creo merecer esa distinción. Mis acciones no fueron, a mi juicio, más allá del deber. Yo estaba preparado para combatir y había elegido esa profesión voluntariamente. Enfrenté con 28 años a un enemigo al que había aprendido a admirar por sus capacidades, pero esa fue mi elección y estaba muy contento por la oportunidad que tenía, sintiendo que a través del combate sabría cuál era, de una vez, la medida de mi coraje. De ese modo llegué a Malvinas, entusiasmado y al lado de compañeros en los que confiaba de una manera que todavía hoy sigue siendo única.</p><p></p><p>Pasaron los años, más de 20, y durante una visita a Buenos Aires (en ese entonces yo vivía en Noruega) me encontré con unos oficiales de la Armada Argentina que estaban acompañados por el Agregado de Defensa británico, un Royal Marine que había luchado en las islas. Tomamos unas cervezas juntos y terminamos callando lo que queríamos callar, pero más cerca uno del otro. Como sabía que yo vivía en Oslo, me confió que tenía un amigo que vivía allí y que también había estado en las islas.</p><p></p><p>Así conocí a Mike Seear, quien había sido jefe de operaciones del 7º regimiento Gurkha en la guerra y estaba escribiendo un libro sobre su experiencia. La guerra de Mike fue difícil; su regimiento -entonces el mejor preparado para el combate- nunca pudo entrar en batalla. Bernard Mc Guirk, un profesor de la Universidad de Nottingham, quedó fascinado por el libro de Mike y organizó en 2006 un encuentro de ex combatientes argentinos e ingleses, que reunió también un grupo formado por sociólogos, historiadores, psiquiatras, abogados y críticos de universidades de distintos países, veteranos de otros conflictos y escritores que habían abordado la guerra de Malvinas en sus libros. Lo que ocurrió en ese encuentro está narrado en el libro que editamos junto con Mike, Hors de combat.</p><p></p><p>Cuando se cumplieron 25 años de la guerra, las autoridades del Imperial War Museum realizaron una exposición especial conmemorando el conflicto. Habían cursado invitaciones a la embajada argentina, pero ese día yo era el único argentino presente. La noche previa un grupo de oficiales ingleses me invitó a cenar en el Army & Navy Club e hice un esfuerzo nada despreciable para seguirles el tren con la bebida, lo que me deparó buenos amigos.</p><p></p><p>Al día siguiente, en la exposición, me presentaron a Mike Norman, el jefe de los Royal Marines que nos habían disparado desde la casa del gobernador, quien me dijo que llevaba años esperando conocerme. También conocí allí a Sir Rex Hunt, el ex gobernador y mi viejo “objetivo”. Lady Mavis, su mujer, me sugirió que si se me ocurría visitar de nuevo la casa “tratara de no arruinar los rosales” como habíamos hecho el 2 de abril.</p><p></p><p>Cara a cara con Thatcher</p><p></p><p>Charlábamos cuando se acercó Sir Peter Squire, ex jefe de operaciones aéreas durante la guerra y director del Museo, y me dijo: “la baronesa sabe que usted está aquí y le agradaría mucho saludarlo, si eso es posible”. Cuando caí en la cuenta de qué baronesa se trataba, lo único que atiné a decirle fue: “encantado, pero preferiría hacerlo sin fotos”. Sir Peter me acompañó y cuando llegamos a la mesa donde estaba sentada junto a Jeremy Moore (general que dirigió las operaciones inglesas en Malvinas), Margaret Thatcher se paró, derecha como un mástil, con una firmeza que no delataba sus 81 años. Sonriendo con cortesía, dijo que era un gran acontecimiento que yo estuviera presente allí. Agregó que la guerra había sido un asunto lamentable… “pero conveniente para el Reino”. Le contesté que era una pena que aquel 2 de abril Rex Hunt no hubiese aceptado mi invitación a desayunar, y me replicó que no sería una buena idea tratar de repetir la invitación. Me interrogó por los veteranos en la Argentina, preguntándome si se reconocía su esfuerzo. Sabía que yo vivía en Noruega, y me preguntó cómo vivía allí, si estaba contento, si tenía una buena vida… Le dije que sí, pero que a veces todo me parecía demasiado tranquilo, y que extrañaba la excitación y la ansiedad de aquellos otros días. Se acercó un poco, me miró fijo y me susurró: “Yo también”.</p><p></p><p>Tras un manto de neblina</p><p></p><p>En 1982, yo era un oficial, y por lo tanto no me correspondía analizar las motivaciones políticas detrás de la operación. Hoy estoy convencido de que la niebla de guerra, como diría Clausewitz, tuvo un rol preponderante en la escalada de los acontecimientos. El axioma de que la guerra es la continuación de la política por otros medios es útil para interpretar los móviles de los gobiernos argentino y británico, que, en la crisis, evaluaron no solamente la posibilidad de terminar con un conflicto diplomático sino también la manera de superar sus respectivas situaciones de política local. Hoy hago un análisis retrospectivo y me asombra la incapacidad del gobierno argentino para advertir que Gran Bretaña quería embarcarse en una guerra, como si no hubiera habido trabajos de Inteligencia previos para establecer quiénes y cómo eran los británicos. Hace muchos años circulaba una anécdota: cuando se planeaba la invasión, probablemente a principios de diciembre del 81, un almirante retirado fue convocado por quienes diseñaban la que se llamaría Operación Rosario. Cuando terminaron de presentarle los detalles, el almirante preguntó sobre los planes que se habían preparado para atacar Londres. Uno de los oficiales presentes dijo: “¿Londres? Con todo respeto, señor, ¿usted está loco?”. El almirante lo miró y le contestó: “Si ustedes están planeando hacer la guerra con los británicos y no piensan atacar Londres, el loco no soy yo”.</p><p></p><p>El triste resultado fue una guerra en la que se perdieron 904 vidas; una vida cada dos habitantes de las islas. Treinta barcos fueron hundidos o gravemente dañados; 138 aviones derribados, destruidos o capturados. Pero esa mañana del 2 de abril, todo eso pertenecía al futuro. La vida tenía para mí una excitación inigualable. Junto a mis camaradas sentía que estábamos jugando un pequeño pero significativo papel en la historia de la Nación. Nunca más me sentí así y es posible que el conflicto cambiara la forma en que veo las cosas; sin embargo, todavía sueño con la gloria.</p><p></p><p>© LA GACETA</p><p></p><p></p><p></p><p>Diego F. García Quiroga – Es oficial retirado de la Armada. Sus raíces son tucumanas. En 1982 era teniente de fragata e integrante de la Agrupación de Buzos Tácticos que desembarcó en Malvinas el 1º de abril.</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="cawan 5, post: 782001, member: 7736"] LA GACETA LITERARIA Una buena mañana para morir Por Diego García Quiroga. Para LA GACETA- Ginebra (Suiza). A 27 años del fin de la Guerra de Malvinas, uno de los protagonistas revela los avatares del desembarco y de los años por venir. UN PRINCIPIO SIN FINAL. “La guerra acabó el 14 de junio y ese día comenzó la posguerra que todavía continúa”, lamenta García Quiroga. El 26 de marzo de 1982 me ordenaron seleccionar un grupo de ocho buzos tácticos para realizar una operación de combate real en el sur. Esa misma noche viajé con ocho comandos anfibios hasta la base de Puerto Belgrano, donde nos encontramos con el capitán Pedro Giachino y con otros oficiales comandos anfibios. Giachino sería el jefe de nuestro grupo. Poco antes de la medianoche del 1 de abril desembarcamos en botes de goma desde el destructor A.R.A. Santísima Trinidad.. El grupo de Giachino, los comandos anfibios y los buzos tácticos, fuimos los primeros argentinos en desembarcar en las islas; lo hicimos en Mullet Creek, unos 13 kilómetros al sur de Puerto Argentino. Allí, luego de hacer un rápido reconocimiento del terreno para ubicarnos, iniciamos la marcha hasta la casa del gobernador, Rex Hunt, a la que llegamos antes de que amaneciera. El objetivo de nuestro grupo era apoderarse del funcionario y llevarlo a la estación de radio. Queríamos que desde allí transmitiera un mensaje a los pobladores y les aconsejara no salir de sus casas; de esa forma minimizaríamos la posibilidad de que el combate produjese bajas civiles. Los Royal Marines apostados desde temprano en el interior de la casa de Hunt comenzaron a disparar cuando advirtieron nuestra presencia e hirieron al capitán Giachino en el momento en que intentábamos ingresar al edificio. Yo lo seguía y recibí también tres disparos, provenientes de armas diferentes. Uno me atravesó el codo, otro el torso y el tercero se incrustó en el cortaplumas suizo que colgaba de mi cinturón, a la altura de la ingle. Quedé aturdido, pero consciente. Caído a unos dos metros detrás de Giachino, sentía un dolor muy intenso en el brazo derecho con el que ya no podía empuñar mi arma y tenía la sensación de vivir la situación desde la distancia y en cámara lenta. Entre los gritos y los disparos, escuché las expresiones de frustración del cabo Urbina, que había sido herido mientras trataba de acercarse para cumplir su misión de enfermero. También recuerdo el ruido de un helicóptero al que no pude ver, y la excitación que se disipaba transformándose en quietud y en calma. El sol se elevaba y pensé que era una buena mañana para morir; al lado de amigos y acostado en el pasto. De pronto vi frente a mí la cara de un Royal Marine y me imaginé que venía a terminar el trabajo. Desapareció enseguida de mi campo visual, pero yo sentía sus manos en mi correaje sin poder saber qué estaba haciendo. Más tarde me enteraría de que me estaba inyectando morfina y de que luego de eso había untado sus dedos con mi sangre para pintarme una “M” en la frente, advirtiendo así que había recibido una dosis, ya que una repetición inmediata podía ser letal. Un helicóptero argentino me trasladó al buque hospital, el rompehielos A.R.A. Irizar. Una vez en el aeropuerto pude ver a miembros de mi unidad que habían desembarcado desde el submarino A.R.A. Santa Fe casi al mismo tiempo que yo, pero al noreste de Puerto Argentino. Ninguno me hablaba y todos miraban al piso cuando pasó mi camilla, lo que me hizo preguntarme si todavía estaba vivo. Durante el vuelo a Comodoro Rivadavia un soldado me daba golpecitos en la cara para que no perdiera la conciencia. No habría sobrevivido sin él. Cuando recobré el conocimiento me acompañaban mi mujer, mis padres y mi segundo comandante, quien me contó que el capitán Giachino había fallecido. El 14 de junio, la posguerra Aunque entonces yo no lo sabía, el plan original de la Junta de Gobierno había sido evacuar al personal militar británico de las islas, dejar una pequeña guarnición argentina y luego retirarse al continente para que las Naciones Unidas decidieran cómo resolver el conflicto. Eso -se pensaba- hubiera dado a la Argentina una postura más firme en relación con su demanda sobre las islas. Pero el plan derivó en una conflagración bélica de gran escala que costaría cientos de vidas. La guerra acabó el 14 de junio y ese día comenzó la posguerra que todavía continúa, porque el conflicto no ha encontrado aún una solución aceptable para ambos bandos Fui condecorado como héroe de guerra, pero no creo merecer esa distinción. Mis acciones no fueron, a mi juicio, más allá del deber. Yo estaba preparado para combatir y había elegido esa profesión voluntariamente. Enfrenté con 28 años a un enemigo al que había aprendido a admirar por sus capacidades, pero esa fue mi elección y estaba muy contento por la oportunidad que tenía, sintiendo que a través del combate sabría cuál era, de una vez, la medida de mi coraje. De ese modo llegué a Malvinas, entusiasmado y al lado de compañeros en los que confiaba de una manera que todavía hoy sigue siendo única. Pasaron los años, más de 20, y durante una visita a Buenos Aires (en ese entonces yo vivía en Noruega) me encontré con unos oficiales de la Armada Argentina que estaban acompañados por el Agregado de Defensa británico, un Royal Marine que había luchado en las islas. Tomamos unas cervezas juntos y terminamos callando lo que queríamos callar, pero más cerca uno del otro. Como sabía que yo vivía en Oslo, me confió que tenía un amigo que vivía allí y que también había estado en las islas. Así conocí a Mike Seear, quien había sido jefe de operaciones del 7º regimiento Gurkha en la guerra y estaba escribiendo un libro sobre su experiencia. La guerra de Mike fue difícil; su regimiento -entonces el mejor preparado para el combate- nunca pudo entrar en batalla. Bernard Mc Guirk, un profesor de la Universidad de Nottingham, quedó fascinado por el libro de Mike y organizó en 2006 un encuentro de ex combatientes argentinos e ingleses, que reunió también un grupo formado por sociólogos, historiadores, psiquiatras, abogados y críticos de universidades de distintos países, veteranos de otros conflictos y escritores que habían abordado la guerra de Malvinas en sus libros. Lo que ocurrió en ese encuentro está narrado en el libro que editamos junto con Mike, Hors de combat. Cuando se cumplieron 25 años de la guerra, las autoridades del Imperial War Museum realizaron una exposición especial conmemorando el conflicto. Habían cursado invitaciones a la embajada argentina, pero ese día yo era el único argentino presente. La noche previa un grupo de oficiales ingleses me invitó a cenar en el Army & Navy Club e hice un esfuerzo nada despreciable para seguirles el tren con la bebida, lo que me deparó buenos amigos. Al día siguiente, en la exposición, me presentaron a Mike Norman, el jefe de los Royal Marines que nos habían disparado desde la casa del gobernador, quien me dijo que llevaba años esperando conocerme. También conocí allí a Sir Rex Hunt, el ex gobernador y mi viejo “objetivo”. Lady Mavis, su mujer, me sugirió que si se me ocurría visitar de nuevo la casa “tratara de no arruinar los rosales” como habíamos hecho el 2 de abril. Cara a cara con Thatcher Charlábamos cuando se acercó Sir Peter Squire, ex jefe de operaciones aéreas durante la guerra y director del Museo, y me dijo: “la baronesa sabe que usted está aquí y le agradaría mucho saludarlo, si eso es posible”. Cuando caí en la cuenta de qué baronesa se trataba, lo único que atiné a decirle fue: “encantado, pero preferiría hacerlo sin fotos”. Sir Peter me acompañó y cuando llegamos a la mesa donde estaba sentada junto a Jeremy Moore (general que dirigió las operaciones inglesas en Malvinas), Margaret Thatcher se paró, derecha como un mástil, con una firmeza que no delataba sus 81 años. Sonriendo con cortesía, dijo que era un gran acontecimiento que yo estuviera presente allí. Agregó que la guerra había sido un asunto lamentable… “pero conveniente para el Reino”. Le contesté que era una pena que aquel 2 de abril Rex Hunt no hubiese aceptado mi invitación a desayunar, y me replicó que no sería una buena idea tratar de repetir la invitación. Me interrogó por los veteranos en la Argentina, preguntándome si se reconocía su esfuerzo. Sabía que yo vivía en Noruega, y me preguntó cómo vivía allí, si estaba contento, si tenía una buena vida… Le dije que sí, pero que a veces todo me parecía demasiado tranquilo, y que extrañaba la excitación y la ansiedad de aquellos otros días. Se acercó un poco, me miró fijo y me susurró: “Yo también”. Tras un manto de neblina En 1982, yo era un oficial, y por lo tanto no me correspondía analizar las motivaciones políticas detrás de la operación. Hoy estoy convencido de que la niebla de guerra, como diría Clausewitz, tuvo un rol preponderante en la escalada de los acontecimientos. El axioma de que la guerra es la continuación de la política por otros medios es útil para interpretar los móviles de los gobiernos argentino y británico, que, en la crisis, evaluaron no solamente la posibilidad de terminar con un conflicto diplomático sino también la manera de superar sus respectivas situaciones de política local. Hoy hago un análisis retrospectivo y me asombra la incapacidad del gobierno argentino para advertir que Gran Bretaña quería embarcarse en una guerra, como si no hubiera habido trabajos de Inteligencia previos para establecer quiénes y cómo eran los británicos. Hace muchos años circulaba una anécdota: cuando se planeaba la invasión, probablemente a principios de diciembre del 81, un almirante retirado fue convocado por quienes diseñaban la que se llamaría Operación Rosario. Cuando terminaron de presentarle los detalles, el almirante preguntó sobre los planes que se habían preparado para atacar Londres. Uno de los oficiales presentes dijo: “¿Londres? Con todo respeto, señor, ¿usted está loco?”. El almirante lo miró y le contestó: “Si ustedes están planeando hacer la guerra con los británicos y no piensan atacar Londres, el loco no soy yo”. El triste resultado fue una guerra en la que se perdieron 904 vidas; una vida cada dos habitantes de las islas. Treinta barcos fueron hundidos o gravemente dañados; 138 aviones derribados, destruidos o capturados. Pero esa mañana del 2 de abril, todo eso pertenecía al futuro. La vida tenía para mí una excitación inigualable. Junto a mis camaradas sentía que estábamos jugando un pequeño pero significativo papel en la historia de la Nación. Nunca más me sentí así y es posible que el conflicto cambiara la forma en que veo las cosas; sin embargo, todavía sueño con la gloria. © LA GACETA Diego F. García Quiroga – Es oficial retirado de la Armada. Sus raíces son tucumanas. En 1982 era teniente de fragata e integrante de la Agrupación de Buzos Tácticos que desembarcó en Malvinas el 1º de abril. [/QUOTE]
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