Las fuerzas armadas y la disuasión
LUIS FELIÚ ORTEGA Teniente General (R). Ex Representante Militar de España en la CPA de Irak. Del Foro de la Sociedad Civil
En cualquier país democrático, las Fuerzas Armadas (FAS) son hoy en día un instrumento del Estado que contribuye a la paz y a la seguridad no sólo de la propia nación, sino también de otros lugares del mundo. Esta contribución la realizan mediante la Defensa Militar, que, junto con la Defensa Civil, debe constituir la garantía para esa paz y seguridad de la que el Estado es responsable.
La Defensa Civil comprende las acciones políticas, diplomáticas, económicas, policiales y de protección civil y en ella participan distintas instituciones del Estado, pero la Defensa Militar, cuya responsabilidad ejecutiva recae íntegramente en las FAS, supone que éstas deben estar organizadas, equipadas e instruidas para las operaciones militares, es decir para el combate. Esta es la razón de su existencia, para eso están creadas; lo demás son eufemismos y malversaciones de sus capacidades.
El combate es para las FAS el enfrentamiento contra otros elementos armados y puede ser defensivo u ofensivo, según se trate de repeler una agresión contra las personas, instalaciones o territorios a defender o proteger, o bien ofensivo, para recuperar lo que ha sido arrebatado ilegalmente por las armas o para capturar o destruir los elementos adversarios que amenacen la paz y la seguridad.
El uso de la fuerza para el que están legitimadas las FAS debe siempre ser ordenado por el Gobierno, que graduará su aplicación, pudiendo incluso llegar a la guerra. Es, pues, siempre el nivel político el que debe tomar la decisión de empleo de las FAS, de acuerdo con la legalidad vigente y en coordinación con las acciones de carácter civil, tanto en el propio país como en el exterior, y por lo tanto es él el responsable del buen y adecuado uso que se haga de las FAS. En cambio, los militares son responsables de la ejecución de las operaciones militares de acuerdo con los adecuados planes que deben ser previamente presentados y consecuentemente aprobados por el Gobierno. De esta forma se asegura que las operaciones son las adecuadas para lograr el objetivo político deseado y que se proporcionan al mando militar los medios apropiados en cantidad y calidad, y con la libertad de acción necesaria para el desarrollo de las mismas.
Esto, que parece tan simple, es difícil de llevar a cabo, y con demasiada frecuencia las FAS reciben unas instrucciones ambiguas o se les limitan los medios, exigiéndoles en cambio que alcancen unos objetivos que no pueden cumplir. Es difícil, porque para lograrlo se necesitan varias condiciones. En primer lugar, que estén claramente definidos los tres niveles que intervienen: el político, el estratégico militar y el operacional militar; y en segundo lugar, que las relaciones entre ellos sean fluidas y leales. Es este último punto el que suele fallar, porque es frecuente que se exija la debida obediencia y disciplina a los militares para imponerles los medios asignados o unas condiciones de ejecución y limitaciones que hacen muy difíciles las operaciones y el consiguiente logro del objetivo, y lo que es peor, que suponen un riesgo desproporcionado para la seguridad de las tropas. Por otra parte, a veces, al mando militar se le ignora o desoye cuando plantea las necesarias y adecuadas objeciones, solicitando medios adecuados o mayor libertad de acción; y es que, si bien la obediencia y la disciplina son virtudes militares, también lo es la lealtad, que se debe proyectar tanto hacia arriba como hacia abajo. Hacia arriba, porque el aceptar una misión sin tener en cuenta los riesgos de fracaso que conlleva puede tener consecuencias graves para el responsable político que la ordena, y es deber de lealtad del mando militar el hacérselo saber aunque no se le solicite su asesoramiento. Hacia abajo, porque aceptar u ordenar sin más una misión que pone en riesgo el prestigio de las FAS y las vidas de los subordinados sin motivos suficientes, aunque es una situación difícil de afrontar, supone también, entre otras cosas, una deslealtad para con ellos. En estos asuntos no caben ambigüedades ni eufemismos. No hace falta mencionar que estas situaciones son difíciles especialmente para los mandos militares superiores. Es ahí donde se necesitan unas amplias dotes de prudencia y discreción, junto con la necesaria claridad de juicio y habilidad para presentar sus ideas sin que pueda ser tomado como una indisciplina.
No obstante todo lo anterior, lo normal es que las FAS no tengan que intervenir siempre activamente y que se logre preservar la seguridad con la simple disuasión, de forma que el potencial agresor estime que no le resulta rentable materializar su amenaza a causa de la reacción de nuestras fuerzas. Por supuesto que la disuasión no sólo debe ser militar, aunque sin ella no siempre se podrá lograr impedir la agresión.
El problema es que para que la disuasión militar sea eficaz se debe cumplirse una serie condiciones: que se disponga de los medios adecuados y suficientes, que se tenga voluntad de emplearlos y que el posible agresor lo conozca o lo crea así. La primera condición supone que se tengan las fuerzas dispuestas para actuar en caso necesario, en los plazos y lugares adecuados y con la garantía de éxito requerida. La segunda, que se esté decidido a emplearlos a nivel político y que los mandos militares tengan la consiguiente libertad de acción para actuar. De nada serviría tener los medios si no se dispusiera de la debida libertad de acción para utilizarlos. Para la tercera hace falta tener prestigio y credibilidad.
Cuántas agresiones se produjeron, tanto en guerras como en operaciones de paz, porque el adversario sabía que nuestras fuerzas o no eran suficientes o no tenían autorización para utilizar sus armas en esas circunstancias, o porque creyó que así ocurriría. Nuestras fuerzas deben tener credibilidad, y ésta se pierde rápidamente si en situaciones anteriores no se reaccionó adecuadamente ante un ataque o provocación. Con ello se pierde no sólo el prestigio del país, y en su caso la organización a que se pertenece, sino también el respeto del adversario, y se ponen en peligro el cumplimiento de la misión y la seguridad de las tropas.
Por supuesto que la reacción prevista tiene que ser siempre proporcional y no una represalia exagerada, porque, sobre todo cuando se actúa en misiones de paz, si se producen daños desproporcionados o bajas civiles se puede lograr el efecto contrario.
En las operaciones multinacionales, el adversario suele conocer las debilidades y limitaciones de los distintos contingentes y actúa, si puede, donde le es más fácil. Tampoco hay que fiarse excesivamente de los gestos de amistad de la población local y del diálogo con el adversario. La población civil acepta las dádivas y ayudas, pero lo que más aprecia es que se le proporcione seguridad, y ésta sólo se logra si el potencial agresor sabe que si lo hace recibirá una respuesta proporcionada pero contundente, y si lo sabe es porque cuando lo ha intentado ha encontrado la reacción debida.