Estimados foristas: Les elevo el relato de la Batalla de San Lorenzo que el escritor Jorge Fernandez Díaz novela en su libro LA LOGIA DE CADIZ, como todo lo que ha creado su pluma el mismo es increible.-
" . . . .San Martín puso pie en el estribo, montó el bayo, salió del convento y dijo con voz áspera: Espero que tanto los señores oficiales como los granaderos se portarán con la conducta que merece la opinión del regimiento. Era una amenaza directa: los hombres sabían que debían temerle más al deshonor y a aquel jefe severo e indoblegable que a cualquier salvajismo de la infantería española.
El coronel desenvainó el sable de Londres y pensando en su envolvente y mortal juego de pinzas le dijo a Bermúdez que lo esperaba en medio de las tropas enemigas para darle instrucciones. Luego se puso a la cabeza del ala izquierda. Nadie pensó en ese instante que exponerse de esa manera era casi un suicidio. Nadie pensó nada en ese instante. El coronel y el capitán hicieron lo mismo: movieron sus dos columnas de sesenta granaderos cada una y gritaron: Escuadrón de frente, guía derecha, al trote, al galope. Las voces de mando se sucedían a gran velocidad: los godos estaban a doscientos metros y ya sonaba el clarín del ataque. Los caballos iban sin freno y espoleados, los jinetes se apoyaban sobre los estribos y llevaban el cuerpo hacia adelante con la espada afirmada sobre el muslo derecho y la punta altiva. San Martín tenía su clásico ardor de úlcera en el estómago pero lo disimulaba, Bermúdez iba por el otro flanco a la carrera pero levemente rezagado. El sexto sentido del coronel le indicó en un relámpago que el capitán llegaría tarde, pero ya estaban a sesenta metros y todo estaba jugado. Virgen Santa, murmuró. Y alzó el sable morisco para gritar ¡A degüello! con aquel vozarrón que dejaba tiesos a tantos.
En ese momento alucinante, los ciento veinte eran un solo hombre y un solo movimiento. Y también una sola voz. Como un eco estremecedor los oficiales repetían la palabra "degüello", que se iba transformando en una música sostenida, escalonada e incontenible. Esa música tapaba incluso el ruido de las herraduras y el chasquido de los metales. "Hay momentos en las batallas en que el alma endurece al hombre hasta cambiar al soldado en estatua, y en que parece que toda la carne se convierte en granito", escribirá Víctor Hugo cincuenta años después. Ese era el momento: los inexpertos granaderos se habían convertido en roca pura y estaban por llevar finalmente a la realidad lo que tantas veces habían simulado hacer en los cuarteles del Retiro.
Zabala vio aparecer por el Norte y por el Sur del convento aquellos dos gruesos brazos de granito y sólo atinó a ordenar que las cabezas de sus columnas se replegaran sobre la mitad de la retaguardia y que los fusileros abrieran fuego. Era un oficial experimentado y previsor, había estado en varias guerras, pero jamás había visto en esas tierras del sur del mundo un regimiento profesional presentándoles batalla. Aún sin poder creerlo actuó a gran velocidad. Gritó ¡Viva el rey! y extrajo su sable toledano. Pero cuando lo hizo ya el huracán de espadas, lanzas y yeguarizos lo alcanzaba.
La descarga de la fusilería y de los dos pequeños cañones derribó a cinco granaderos de la primera línea. Los proyectiles les entraron por el torso, por el cuello y por el cráneo, y sus cabalgaduras rodaron por el piso, chocaron ciegamente a los infantes o siguieron adelante corriendo hacia la nada. La metralla dio de lleno en el bayo del coronel y lo hizo retorcerse en un relincho y caer de costado. San Martín trató de apartarse pero su caballo lo arrastró, lo revolcó y cayó muerto sobre su pierna derecha. Todo sucedió en cinco segundos y medio, y el jefe de los granaderos sintió un tremendo dolor en la pierna y dos golpes paralizantes: uno en el hombro y otro en el brazo izquierdo. Estaba aturdido por el choque y oía los ruidos del combate en segundo plano, pero no dejaba de pujar ni había soltado la espada.
Sus granaderos entraron a romper la formación a sablazos de plano, cuchillazos y golpes de lanza. Habían aprendido bien la lección: no se dejaron apabullar por los fusiles ni por los cañones, dieron por sentado que lo peor ya había ocurrido y se metieron en el entrevero con la paradójica ferocidad del miedo. No eran valientes porque si triunfaban se transformarían en el germen del ejército emancipador de América, ni porque estaban dispuestos a darlo todo por la patria nueva. Eran valientes, en ese debut sangriento, porque temían más a su jefe que a Dios, y porque al no poder retroceder hasta el más cobarde es un hombre audaz.
Zabala olió esa sed violenta en medio de la lucha, vio que algunos de sus infantes lograban ensartar con sus bayonetas a aquellos bárbaros disfrazados de azul y rojo, pero su máxima tensión estaba puesta en que formaran cuadro. Como no pudieron hacerlo, formaron martillo y trataron de resistir el embate.
Lúcido en la borrasca y en el humo de la pólvora reconoció el uniforme y las insignias, señaló con su espada al coronel caído y abriéndose paso ordenó que lo mataran. Pero los que se adelantaron recibieron cuchilladas y lanzazos, así que Zabala llegó como pudo y trató de rematarlo él mismo. San Martín alzó el sable y paró la primera estocada. Y lanzó a su vez otra, medio ciego o atontado, pero el comandante español la eludió con decisión y le tiró un puntazo. San Martín giró a tiempo la cabeza y de refilón el sable toledano le abrió una herida en la mejilla. Zabala quería ultimarlo a toda costa pero tuvo que darse vuelta para atender un ataque, y la ola humana y equina lo apartó unos metros de la presa. Uno de sus infantes acudió en su servicio y se abalanzó sobre el coronel, que hacía terribles esfuerzos por zafarse del peso muerto. El godo se le vino con los ojos bien abiertos y de pronto se quedó quieto, como galvanizado, y de la boca comenzó a correrle una sangre negra y espesa. Un lancero de San Martín lo había atravesado de lado a lado: la punta de la lanza le había penetrado por la espalda y le había salido por la barriga. El lancero tenía tanta fuerza que lo levantó clavado y pegó un alarido atávico, como si fuera un hombre de las cavernas festejando la cacería de un animal fabuloso.
Juan Bautista Cabral surgió entonces de aquel bosque de sables, lanzas y bayonetas. Se arrojó de su montura, mientras varios granaderos repelían en cerco a los maturrangos que querían sablear al jefe caído. Y abrazó al coronel por las axilas, tiró con todas sus fuerzas usando el guaraní para cagarse libremente en el rey y en todos aquellos mierdas, y liberó a San Martín de su embarazosa prisión. Juan de Dios había vuelto del pasado para calcar esa escena, y para transformar a San Lorenzo en Arjonilla. Pero los oscuros presagios que aquel morocho correntino había tenido finalmente se cumplían: el primer puntazo le comió las costillas, el segundo le reventó el pecho. Un oficial intrépido lo salvó de un disparo matando de un hachazo a un cabo español y atropellando con su caballo al marino tenaz y filoso que lo acechaba.
San Martín se quedó de rodillas con el cuerpo agonizando de Juan Cabral, y al abrazarlo la sangre del granadero manchó la pechera, la hombrera y la espalda de su uniforme. El combate seguía ocurriendo de un modo sordo y ralentizado para el coronel, que sentía cómo se le iba literalmente de las manos aquel hombrón inocente que moría para celebrar esas misteriosas asimetrías, esos curiosos caprichos del Señor. Respirando hondo, el coronel notó que Cabral ya casi no podía respirar, y lo depositó suave, amorosamente en el suelo, junto a su caballo fulminado por la metralla. Se puso de pie como pudo: no lograba todavía apoyar en el piso la pierna aplastada y el hombro le metía un calambre ardiente en todo el cuerpo.
Parado en medio de los jinetes que corrían y de las balas, todavía un poco mareado, el coronel le dio entonces una orden a su ayudante de campo. Era una orden terminante: ¡Reúnan al Regimiento y vayan a morir! . . . "
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Aca subo otra parte del mismo relato:
" El capitán Bermúdez, que estaba dispuesto a morir, reagrupó a los gritos al regimiento y encabezó en medio minuto la segunda carga. Tenía el pálpito de que había fallado. Que había dado un rodeo demasiado largo con su columna y que el ataque sincronizado que había planeado su jefe no se había cumplido acabadamente. Si las dos divisiones hubieran caído al mismo tiempo sobre los godos el aniquilamiento hubiera sido inmediato y total. Esa demora, en cambio, permitía que Zabala tuviera tiempo de hacer retroceder a sus hombres para intentar volver a cohesionarlos en medio de la desbandada. Se había generalizado la lucha cuerpo a cuerpo, y uno de los oficiales del regimiento de granaderos les había pasado literalmente por encima a los muertos y a los fusileros que protegían la bandera española, había partido al medio de un sablazo al portaestandarte de los realistas y se la había arrancado de las manos. El granadero volvió grupas y al galope corrió mostrando a todos el trofeo más preciado: la bandera roja y gualda que los militares españoles usaban desde fines del siglo XVIII y que San Martín había defendido durante tantos años y en tantas batallas.
La infantería realista había sido herida de muerte con el ataque frontal. Los soldados de Zabala habían abandonado en el campo su artillería y sus muertos, pero estaban formando cuadro a ciento cincuenta metros del primer choque. Bermúdez no se los permitió. Enloquecido de culpa y de ira lanzó la carga a fondo y se los llevó por delante. Los alaridos de dolor y los gritos de guerra tapaban las órdenes, y el tañido de los aceros, el crujir de los huesos y el horripilante rasguido de la carne sonaban más que los ocasionales disparos. El vigor de los granaderos era tan grande que los godos que quedaban vivos ya se dispersaban en desorden, o retrocedían hacia la Bajada oponiendo bayonetas. Zabala había recibido un lanzazo en un muslo y rengueando seguía dando voces desesperadas para que sus soldados ganaran la senda delgada y bajaran hasta la costa. ¡Viva Fernando VII y la invicta nación española!, gritaba a cada rato. ¡Y viva la madre **** que te parió!, le respondía Bermúdez.
La fuerza de la carga de Bermúdez era tan ciega que su segundo atropelló a varios enemigos hasta el borde de la barranca, recibió un disparo en la cabeza, pero no le dio gran importancia y siguió cabalgando hacia el vacío. En la playa y en los botes, la retaguardia española vio cómo un jinete y su caballo galopaban en el aire, volaban y volaban, y caían metros y metros hasta las piedras y la arena dura. Como si creyeran que aquel jinete del infierno tenía poderes sobrenaturales, se le acercaron para rematarlo a cuchilladas.
Entonces los buques españoles abrieron fuego a discreción. Y varios granaderos recibieron la andanada y murieron en el acto. Un obús alcanzó a Bermúdez y lo volteó. El capitán se revolvió de dolor y rabia, y quiso seguir pero cayó asombrado: tenía completamente dislocada una pierna. El proyectil le había quebrado la rótula y la sangre manaba de manera incontenible.¡ A degüello, a degüello! ¡No dejen escapar a esos malparidos!, gritó todavía, a punto de desmayarse.
Zabala había logrado que varios de sus infantes recularan por la senda que daba al arroyo, pero otros en medio del pánico huían hacia el borde mismo del barranco perseguidos por los granaderos a caballo. Estaban tan aterrorizados que se lanzaban por el precipicio y se hacían pedazos contra las rocas. Un oficial del Regimiento les dijo que se entregaran, pero los españoles parecían haber perdido la razón. Y se seguían arrojando al abismo, pensando ilusamente que podían salvarse y ganar los botes. Sus cuerpos rebotaban y se desmembraban barranca abajo, y en los días que siguieron sus restos diseminados sirvieron de plato para las aves de rapiña.
Apuntalado por su ayudante, San Martín montó un caballo criollo, avanzó por la planicie, en medio de los destrozos del campo de batalla, y dispuso un frente para evitar que los infantes intentaran volver a subir y también una línea de francotiradores para que les hicieran difícil el reembarco. El cañoneo de los buques no cesaba, y Zabala y sus hombres se protegían recostándose contra las barrancas, sitiados a la sombra, sin poder avanzar ni tampoco retroceder.
El coronel vio a Bermúdez caído y ordenó que lo llevaran rápidamente al convento. El capitán no podía mirarlo a los ojos. Riera , dijo en voz baja San Martín y tiró levemente de las bridas. Había regueros de sangre, cadáveres, moribundos, heridos, contusos, devastación y humo, y un fuerte e inconfundible olor a muerte. El coronel contó cuarenta muertos diseminados a lo largo y a lo ancho de doscientos metros de planicie, y verificó que su regimiento había tomado a catorce prisioneros. El aplastamiento de la pierna y el golpe del hombro y del brazo no le impedían moverse por ese jardín infernal. Sus soldados lo miraban como a un ánima bendita, con el tajo en la mejilla y el vómito de sangre de Cabral que le manchaba el uniforme.
A las ocho de la mañana se había montado un hospital de campaña en el comedor de los frailes, las apaleadas tropas realistas habían logrado subir a los botes y los cañones habían dejado de disparar.
Un médico le realizó las primeras curaciones al coronel, pero éste se lo sacó de encima. Había un granadero riojano con un pie destrozado, un puntano que había perdido el brazo izquierdo, varios tenían fracturas expuestas y mutilaciones, y algunos se debatían entre la vida y la muerte. Un oficial le mostró el cadáver de Cabral. El correntino dormía en un gesto ceñudo, como si aún estuviera contrariado. San Martín le tomó el único botón de la chaqueta que no estaba viciado por la sangre reseca. Ese botón relucía.
Por algunos años, al pasar lista, se llamaba a Juan Bautista Cabral, y el sargento más antiguo respondía: Murió en el campo del honor, pero existe en nuestros corazones . Y en el código miliar, el santo y seña que significaba regimiento alerta y vigilante, era: Cabral, mártir de San Lorenzo .
También rengueando y a paso lento, el coronel salió al huerto sin visitar a Bermúdez. Estaba magullado y muy enojado con su capitán, que no había sabido cortar a tiempo la retirada del enemigo. Un joven teniente lo ayudó a sacarse la chaqueta y un asistente le trajo una silla. Se ubicó bajo un pino piñonero, cuya semilla los franciscanos habían traído de las costas del Mediterráneo, y dictó el parte de batalla. Era un árbol añoso y se estaba haciendo eterno. En Waterloo, el duque de Wellington se había refugiado bajo un olmo durante los principales tramos de la jornada gloriosa. Cuando todo terminó, un inglés lo hizo serrar y se lo llevó a Inglaterra de recuerdo. Wellington se había mantenido allí con tozudo heroísmo mientras le llovían las balas de cañón. Su ayudante de campo acababa de morir a su lado, y un oficial le señaló al duque una granada caída y a punto de reventar. Milord, ¿cuáles son las instrucciones que nos deja si se hace matar?, le preguntó con ironía inglesa. Que hagan lo mismo que yo , le respondió Wellington con idéntica flema.
San Martín no tenía aquel mismo temperamento, pero fue mejorando el humor negro a medida que avanzaba el dictado de los hechos. Se imaginaba lo que fue: cuando el chasqui llevó la noticia a Buenos Aires hubo una salva de artillería y un repiquetear interminable de campanas. Y qué dirán ahora los porteños ?se preguntó-. ¿Seguirán diciendo que soy un espía español, eso hijos de la gran ****?
Eran casi las mismas palabras que había mascullado después de Arjonilla. Habían cambiado los nombres, los lugares y las razones políticas, pero no habían cambiado ni las calumnias, ni el resentimiento ni su sed de revancha. Así como La Gaceta Ministerial de Sevilla lo había hecho célebre luego de Arjonilla, La Gaceta de Buenos Aires lo cubriría de elogios. Pese a que jamás dos acontecimientos se repiten de manera exacta, comprobaba ahora el coronel, los hechos venían de dos en dos o de tres en tres, y efectivamente no había más que quince o veinte personalidades combinables en la raza humana. Solano era Aguado y Coupigny, y el malogrado subteniente Riera y el húsar Juan de Dios habían vuelto para combatir aquella madrugada en los alrededores del convento de San Carlos. Así como Arjonilla fue una reyerta pequeña pero decisiva que determinó el ánimo con que se vencería en Bailén, San Lorenzo era la génesis de una fuerza profesional que daría vuelta la historia de América del Sur. Distanciados por cuatro años, los dos encontronazos estaban íntima y secretamente ligados. Sólo que el capitán San Martín había luchado bajo la bandera roja y gualda, y el coronel San Martín había guerreado contra ella. Y lo más extraño era que siempre había peleado por la misma causa.
Hacía un calor sofocante a media mañana, cuando uno de sus oficiales le avisó que el capitán Zabala había vuelto a desembarcar y que solicitaba permiso para parlamentar con los vencedores. San Martín mandó un emisario y a su regreso se enteró que el comandante no tenía víveres ni forma de alimentar a los heridos: ofrecía pagar por un poco de carne. El coronel ordenó que le entregaran media res y que lo aprovisionaran. Fue entonces cuando el emisario trajo una última propuesta:
-Dice el señor comandante que a título personal le gustaría conocer a los granaderos y estrechar la mano de su jefe.
Parish Roberston, que se había acercado al pino, lanzó una carcajada. San Martín no reía. Se tocó la mejilla lacerada, pensativo. Luego levantó la vista y le dijo a su portavoz.
-Dígale al señor comandante que tendré mucho gusto en que nos acompañe a desayunar. . . ."
Descuento que será de vuestro agrado.-
Aparte de la cita bibliográfica aclaro que ambos fragmentos estan publicados por la edición digital del diario LA NACION.- Recomiendo con sinceridad el libro.-
Saludos habituales.-
" . . . .San Martín puso pie en el estribo, montó el bayo, salió del convento y dijo con voz áspera: Espero que tanto los señores oficiales como los granaderos se portarán con la conducta que merece la opinión del regimiento. Era una amenaza directa: los hombres sabían que debían temerle más al deshonor y a aquel jefe severo e indoblegable que a cualquier salvajismo de la infantería española.
El coronel desenvainó el sable de Londres y pensando en su envolvente y mortal juego de pinzas le dijo a Bermúdez que lo esperaba en medio de las tropas enemigas para darle instrucciones. Luego se puso a la cabeza del ala izquierda. Nadie pensó en ese instante que exponerse de esa manera era casi un suicidio. Nadie pensó nada en ese instante. El coronel y el capitán hicieron lo mismo: movieron sus dos columnas de sesenta granaderos cada una y gritaron: Escuadrón de frente, guía derecha, al trote, al galope. Las voces de mando se sucedían a gran velocidad: los godos estaban a doscientos metros y ya sonaba el clarín del ataque. Los caballos iban sin freno y espoleados, los jinetes se apoyaban sobre los estribos y llevaban el cuerpo hacia adelante con la espada afirmada sobre el muslo derecho y la punta altiva. San Martín tenía su clásico ardor de úlcera en el estómago pero lo disimulaba, Bermúdez iba por el otro flanco a la carrera pero levemente rezagado. El sexto sentido del coronel le indicó en un relámpago que el capitán llegaría tarde, pero ya estaban a sesenta metros y todo estaba jugado. Virgen Santa, murmuró. Y alzó el sable morisco para gritar ¡A degüello! con aquel vozarrón que dejaba tiesos a tantos.
En ese momento alucinante, los ciento veinte eran un solo hombre y un solo movimiento. Y también una sola voz. Como un eco estremecedor los oficiales repetían la palabra "degüello", que se iba transformando en una música sostenida, escalonada e incontenible. Esa música tapaba incluso el ruido de las herraduras y el chasquido de los metales. "Hay momentos en las batallas en que el alma endurece al hombre hasta cambiar al soldado en estatua, y en que parece que toda la carne se convierte en granito", escribirá Víctor Hugo cincuenta años después. Ese era el momento: los inexpertos granaderos se habían convertido en roca pura y estaban por llevar finalmente a la realidad lo que tantas veces habían simulado hacer en los cuarteles del Retiro.
Zabala vio aparecer por el Norte y por el Sur del convento aquellos dos gruesos brazos de granito y sólo atinó a ordenar que las cabezas de sus columnas se replegaran sobre la mitad de la retaguardia y que los fusileros abrieran fuego. Era un oficial experimentado y previsor, había estado en varias guerras, pero jamás había visto en esas tierras del sur del mundo un regimiento profesional presentándoles batalla. Aún sin poder creerlo actuó a gran velocidad. Gritó ¡Viva el rey! y extrajo su sable toledano. Pero cuando lo hizo ya el huracán de espadas, lanzas y yeguarizos lo alcanzaba.
La descarga de la fusilería y de los dos pequeños cañones derribó a cinco granaderos de la primera línea. Los proyectiles les entraron por el torso, por el cuello y por el cráneo, y sus cabalgaduras rodaron por el piso, chocaron ciegamente a los infantes o siguieron adelante corriendo hacia la nada. La metralla dio de lleno en el bayo del coronel y lo hizo retorcerse en un relincho y caer de costado. San Martín trató de apartarse pero su caballo lo arrastró, lo revolcó y cayó muerto sobre su pierna derecha. Todo sucedió en cinco segundos y medio, y el jefe de los granaderos sintió un tremendo dolor en la pierna y dos golpes paralizantes: uno en el hombro y otro en el brazo izquierdo. Estaba aturdido por el choque y oía los ruidos del combate en segundo plano, pero no dejaba de pujar ni había soltado la espada.
Sus granaderos entraron a romper la formación a sablazos de plano, cuchillazos y golpes de lanza. Habían aprendido bien la lección: no se dejaron apabullar por los fusiles ni por los cañones, dieron por sentado que lo peor ya había ocurrido y se metieron en el entrevero con la paradójica ferocidad del miedo. No eran valientes porque si triunfaban se transformarían en el germen del ejército emancipador de América, ni porque estaban dispuestos a darlo todo por la patria nueva. Eran valientes, en ese debut sangriento, porque temían más a su jefe que a Dios, y porque al no poder retroceder hasta el más cobarde es un hombre audaz.
Zabala olió esa sed violenta en medio de la lucha, vio que algunos de sus infantes lograban ensartar con sus bayonetas a aquellos bárbaros disfrazados de azul y rojo, pero su máxima tensión estaba puesta en que formaran cuadro. Como no pudieron hacerlo, formaron martillo y trataron de resistir el embate.
Lúcido en la borrasca y en el humo de la pólvora reconoció el uniforme y las insignias, señaló con su espada al coronel caído y abriéndose paso ordenó que lo mataran. Pero los que se adelantaron recibieron cuchilladas y lanzazos, así que Zabala llegó como pudo y trató de rematarlo él mismo. San Martín alzó el sable y paró la primera estocada. Y lanzó a su vez otra, medio ciego o atontado, pero el comandante español la eludió con decisión y le tiró un puntazo. San Martín giró a tiempo la cabeza y de refilón el sable toledano le abrió una herida en la mejilla. Zabala quería ultimarlo a toda costa pero tuvo que darse vuelta para atender un ataque, y la ola humana y equina lo apartó unos metros de la presa. Uno de sus infantes acudió en su servicio y se abalanzó sobre el coronel, que hacía terribles esfuerzos por zafarse del peso muerto. El godo se le vino con los ojos bien abiertos y de pronto se quedó quieto, como galvanizado, y de la boca comenzó a correrle una sangre negra y espesa. Un lancero de San Martín lo había atravesado de lado a lado: la punta de la lanza le había penetrado por la espalda y le había salido por la barriga. El lancero tenía tanta fuerza que lo levantó clavado y pegó un alarido atávico, como si fuera un hombre de las cavernas festejando la cacería de un animal fabuloso.
Juan Bautista Cabral surgió entonces de aquel bosque de sables, lanzas y bayonetas. Se arrojó de su montura, mientras varios granaderos repelían en cerco a los maturrangos que querían sablear al jefe caído. Y abrazó al coronel por las axilas, tiró con todas sus fuerzas usando el guaraní para cagarse libremente en el rey y en todos aquellos mierdas, y liberó a San Martín de su embarazosa prisión. Juan de Dios había vuelto del pasado para calcar esa escena, y para transformar a San Lorenzo en Arjonilla. Pero los oscuros presagios que aquel morocho correntino había tenido finalmente se cumplían: el primer puntazo le comió las costillas, el segundo le reventó el pecho. Un oficial intrépido lo salvó de un disparo matando de un hachazo a un cabo español y atropellando con su caballo al marino tenaz y filoso que lo acechaba.
San Martín se quedó de rodillas con el cuerpo agonizando de Juan Cabral, y al abrazarlo la sangre del granadero manchó la pechera, la hombrera y la espalda de su uniforme. El combate seguía ocurriendo de un modo sordo y ralentizado para el coronel, que sentía cómo se le iba literalmente de las manos aquel hombrón inocente que moría para celebrar esas misteriosas asimetrías, esos curiosos caprichos del Señor. Respirando hondo, el coronel notó que Cabral ya casi no podía respirar, y lo depositó suave, amorosamente en el suelo, junto a su caballo fulminado por la metralla. Se puso de pie como pudo: no lograba todavía apoyar en el piso la pierna aplastada y el hombro le metía un calambre ardiente en todo el cuerpo.
Parado en medio de los jinetes que corrían y de las balas, todavía un poco mareado, el coronel le dio entonces una orden a su ayudante de campo. Era una orden terminante: ¡Reúnan al Regimiento y vayan a morir! . . . "
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Aca subo otra parte del mismo relato:
" El capitán Bermúdez, que estaba dispuesto a morir, reagrupó a los gritos al regimiento y encabezó en medio minuto la segunda carga. Tenía el pálpito de que había fallado. Que había dado un rodeo demasiado largo con su columna y que el ataque sincronizado que había planeado su jefe no se había cumplido acabadamente. Si las dos divisiones hubieran caído al mismo tiempo sobre los godos el aniquilamiento hubiera sido inmediato y total. Esa demora, en cambio, permitía que Zabala tuviera tiempo de hacer retroceder a sus hombres para intentar volver a cohesionarlos en medio de la desbandada. Se había generalizado la lucha cuerpo a cuerpo, y uno de los oficiales del regimiento de granaderos les había pasado literalmente por encima a los muertos y a los fusileros que protegían la bandera española, había partido al medio de un sablazo al portaestandarte de los realistas y se la había arrancado de las manos. El granadero volvió grupas y al galope corrió mostrando a todos el trofeo más preciado: la bandera roja y gualda que los militares españoles usaban desde fines del siglo XVIII y que San Martín había defendido durante tantos años y en tantas batallas.
La infantería realista había sido herida de muerte con el ataque frontal. Los soldados de Zabala habían abandonado en el campo su artillería y sus muertos, pero estaban formando cuadro a ciento cincuenta metros del primer choque. Bermúdez no se los permitió. Enloquecido de culpa y de ira lanzó la carga a fondo y se los llevó por delante. Los alaridos de dolor y los gritos de guerra tapaban las órdenes, y el tañido de los aceros, el crujir de los huesos y el horripilante rasguido de la carne sonaban más que los ocasionales disparos. El vigor de los granaderos era tan grande que los godos que quedaban vivos ya se dispersaban en desorden, o retrocedían hacia la Bajada oponiendo bayonetas. Zabala había recibido un lanzazo en un muslo y rengueando seguía dando voces desesperadas para que sus soldados ganaran la senda delgada y bajaran hasta la costa. ¡Viva Fernando VII y la invicta nación española!, gritaba a cada rato. ¡Y viva la madre **** que te parió!, le respondía Bermúdez.
La fuerza de la carga de Bermúdez era tan ciega que su segundo atropelló a varios enemigos hasta el borde de la barranca, recibió un disparo en la cabeza, pero no le dio gran importancia y siguió cabalgando hacia el vacío. En la playa y en los botes, la retaguardia española vio cómo un jinete y su caballo galopaban en el aire, volaban y volaban, y caían metros y metros hasta las piedras y la arena dura. Como si creyeran que aquel jinete del infierno tenía poderes sobrenaturales, se le acercaron para rematarlo a cuchilladas.
Entonces los buques españoles abrieron fuego a discreción. Y varios granaderos recibieron la andanada y murieron en el acto. Un obús alcanzó a Bermúdez y lo volteó. El capitán se revolvió de dolor y rabia, y quiso seguir pero cayó asombrado: tenía completamente dislocada una pierna. El proyectil le había quebrado la rótula y la sangre manaba de manera incontenible.¡ A degüello, a degüello! ¡No dejen escapar a esos malparidos!, gritó todavía, a punto de desmayarse.
Zabala había logrado que varios de sus infantes recularan por la senda que daba al arroyo, pero otros en medio del pánico huían hacia el borde mismo del barranco perseguidos por los granaderos a caballo. Estaban tan aterrorizados que se lanzaban por el precipicio y se hacían pedazos contra las rocas. Un oficial del Regimiento les dijo que se entregaran, pero los españoles parecían haber perdido la razón. Y se seguían arrojando al abismo, pensando ilusamente que podían salvarse y ganar los botes. Sus cuerpos rebotaban y se desmembraban barranca abajo, y en los días que siguieron sus restos diseminados sirvieron de plato para las aves de rapiña.
Apuntalado por su ayudante, San Martín montó un caballo criollo, avanzó por la planicie, en medio de los destrozos del campo de batalla, y dispuso un frente para evitar que los infantes intentaran volver a subir y también una línea de francotiradores para que les hicieran difícil el reembarco. El cañoneo de los buques no cesaba, y Zabala y sus hombres se protegían recostándose contra las barrancas, sitiados a la sombra, sin poder avanzar ni tampoco retroceder.
El coronel vio a Bermúdez caído y ordenó que lo llevaran rápidamente al convento. El capitán no podía mirarlo a los ojos. Riera , dijo en voz baja San Martín y tiró levemente de las bridas. Había regueros de sangre, cadáveres, moribundos, heridos, contusos, devastación y humo, y un fuerte e inconfundible olor a muerte. El coronel contó cuarenta muertos diseminados a lo largo y a lo ancho de doscientos metros de planicie, y verificó que su regimiento había tomado a catorce prisioneros. El aplastamiento de la pierna y el golpe del hombro y del brazo no le impedían moverse por ese jardín infernal. Sus soldados lo miraban como a un ánima bendita, con el tajo en la mejilla y el vómito de sangre de Cabral que le manchaba el uniforme.
A las ocho de la mañana se había montado un hospital de campaña en el comedor de los frailes, las apaleadas tropas realistas habían logrado subir a los botes y los cañones habían dejado de disparar.
Un médico le realizó las primeras curaciones al coronel, pero éste se lo sacó de encima. Había un granadero riojano con un pie destrozado, un puntano que había perdido el brazo izquierdo, varios tenían fracturas expuestas y mutilaciones, y algunos se debatían entre la vida y la muerte. Un oficial le mostró el cadáver de Cabral. El correntino dormía en un gesto ceñudo, como si aún estuviera contrariado. San Martín le tomó el único botón de la chaqueta que no estaba viciado por la sangre reseca. Ese botón relucía.
Por algunos años, al pasar lista, se llamaba a Juan Bautista Cabral, y el sargento más antiguo respondía: Murió en el campo del honor, pero existe en nuestros corazones . Y en el código miliar, el santo y seña que significaba regimiento alerta y vigilante, era: Cabral, mártir de San Lorenzo .
También rengueando y a paso lento, el coronel salió al huerto sin visitar a Bermúdez. Estaba magullado y muy enojado con su capitán, que no había sabido cortar a tiempo la retirada del enemigo. Un joven teniente lo ayudó a sacarse la chaqueta y un asistente le trajo una silla. Se ubicó bajo un pino piñonero, cuya semilla los franciscanos habían traído de las costas del Mediterráneo, y dictó el parte de batalla. Era un árbol añoso y se estaba haciendo eterno. En Waterloo, el duque de Wellington se había refugiado bajo un olmo durante los principales tramos de la jornada gloriosa. Cuando todo terminó, un inglés lo hizo serrar y se lo llevó a Inglaterra de recuerdo. Wellington se había mantenido allí con tozudo heroísmo mientras le llovían las balas de cañón. Su ayudante de campo acababa de morir a su lado, y un oficial le señaló al duque una granada caída y a punto de reventar. Milord, ¿cuáles son las instrucciones que nos deja si se hace matar?, le preguntó con ironía inglesa. Que hagan lo mismo que yo , le respondió Wellington con idéntica flema.
San Martín no tenía aquel mismo temperamento, pero fue mejorando el humor negro a medida que avanzaba el dictado de los hechos. Se imaginaba lo que fue: cuando el chasqui llevó la noticia a Buenos Aires hubo una salva de artillería y un repiquetear interminable de campanas. Y qué dirán ahora los porteños ?se preguntó-. ¿Seguirán diciendo que soy un espía español, eso hijos de la gran ****?
Eran casi las mismas palabras que había mascullado después de Arjonilla. Habían cambiado los nombres, los lugares y las razones políticas, pero no habían cambiado ni las calumnias, ni el resentimiento ni su sed de revancha. Así como La Gaceta Ministerial de Sevilla lo había hecho célebre luego de Arjonilla, La Gaceta de Buenos Aires lo cubriría de elogios. Pese a que jamás dos acontecimientos se repiten de manera exacta, comprobaba ahora el coronel, los hechos venían de dos en dos o de tres en tres, y efectivamente no había más que quince o veinte personalidades combinables en la raza humana. Solano era Aguado y Coupigny, y el malogrado subteniente Riera y el húsar Juan de Dios habían vuelto para combatir aquella madrugada en los alrededores del convento de San Carlos. Así como Arjonilla fue una reyerta pequeña pero decisiva que determinó el ánimo con que se vencería en Bailén, San Lorenzo era la génesis de una fuerza profesional que daría vuelta la historia de América del Sur. Distanciados por cuatro años, los dos encontronazos estaban íntima y secretamente ligados. Sólo que el capitán San Martín había luchado bajo la bandera roja y gualda, y el coronel San Martín había guerreado contra ella. Y lo más extraño era que siempre había peleado por la misma causa.
Hacía un calor sofocante a media mañana, cuando uno de sus oficiales le avisó que el capitán Zabala había vuelto a desembarcar y que solicitaba permiso para parlamentar con los vencedores. San Martín mandó un emisario y a su regreso se enteró que el comandante no tenía víveres ni forma de alimentar a los heridos: ofrecía pagar por un poco de carne. El coronel ordenó que le entregaran media res y que lo aprovisionaran. Fue entonces cuando el emisario trajo una última propuesta:
-Dice el señor comandante que a título personal le gustaría conocer a los granaderos y estrechar la mano de su jefe.
Parish Roberston, que se había acercado al pino, lanzó una carcajada. San Martín no reía. Se tocó la mejilla lacerada, pensativo. Luego levantó la vista y le dijo a su portavoz.
-Dígale al señor comandante que tendré mucho gusto en que nos acompañe a desayunar. . . ."
Descuento que será de vuestro agrado.-
Aparte de la cita bibliográfica aclaro que ambos fragmentos estan publicados por la edición digital del diario LA NACION.- Recomiendo con sinceridad el libro.-
Saludos habituales.-