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Malvinas 1982
Mujeres en Malvinas
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<blockquote data-quote="oscarteves" data-source="post: 810785" data-attributes="member: 268"><p>A 21 años del desembarco en las Islas Malvinas</p><p></p><p>Las chicas de la guerra</p><p></p><p>Trabajaban para el Ejército como instrumentadoras quirúrgicas, asistiendo a los cirujanos del Hospital Militar y de Campo de Mayo. No eran ni son militares, pero en junio de 1982 se ofre-cieron como voluntarias para ir al frente. Esta es la historia de las únicas mujeres que estuvieron en Malvinas. </p><p></p><p>La historia se contó a medias, de a pedazos, y todavía ofrece intersticios que apenas fueron ex-plorados. Hace 21 años, e12 de abril de 1982, Argentina echaba a los ingleses de las islas Malvinas. Pocas semanas después, Londres envió una flota a recuperar el honor y las tierras, y lo logró tras una guerra breve y vertiginosa que terminó el 14 de junio. Las estadísticas dicen que en el conflicto combatieron 12.193 argentinos, que lo dieron todo, que 633 no volvieron a casa. Pero pocos saben que entre ellos hubo seis mujeres, las únicas “chicas de la guerra”. Que la mayor apenas arañaba los 33 años, que ni siquiera eran militares. Y lo más importante: que fueron como voluntarias. Susana Maza (47), Silvia Barrera (43), María Marta Lemme (49), Norma Barrera (48) y María Angélica Sendes (54) sonríen hoy en una sala del Hospital Militar Central (HMC), donde todas menos María Angélica -destinada en el Hospital Militar de Campo de Mayo- trabajaban como instrumentadoras quirúrgicas en 1982. Poco sabemos de Cecilia Richeri, que tras la guerra se radicó en Europa y archivó el pasado. Las chicas charlan, bromean, están nerviosas. Y están dispuestas a recordar. La radio atronó sus cabezas con noti¬cias, aquel 2 de abril de 1982. “Me van a llamar, ojalá vaya”, pensaron todas. Claro, ninguna: de ellas tenia en cuenta el machismo de los militares: recién ese año el Ejército admitió en sus filas a las primeras enfermeras. Mientras en el sur sonaban las primeras bombas, las chicas alteraban su rutina: se preparaban para atender emergencias acopiando material y repasando funciones; disecando venas para hacer by pass, empaquetando vendas, escuchando las noticias. Hasta el 8 de junio. El director del HMC, Mario Remis, acababa de recibir un radiograma desde Puerto Argentino en el que le pedían que enviara instrumentadores porque allá sólo había enfermeros poco duchos en la manipulación de material quirúrgico. Pero bueno, en ese entonces casi ningún varón se especializaba en esa tarea. “Nos llamaron a todas -éramos unas 20- Y nos preguntaron quién quería ir a las Malvinas”, recuerda Susana. Se anotaron ellas cinco. El mismo día, en Campo de Mayo ofrecía sus servicios María Angélica: “Nos llamaron a las 7 instrumentadoras y nos dieron media hora para pensarlo. Acepté yo sola”, dice ahora junto a sus ex compañeras, tras 20 años de haber perdido todo contacto con ellas. Irían a la guerra, sí. El día siguiente. En cuestión de horas saltaron de una sala a otra probándose ropa de combate -era difícil encontrarla de su talla-, saludaron gente, miraron ojos que las miraban con asombro, con envidia. Esa misma tarde regresaron a su casa vestidas de verde, con un bolso gigante cargado con efectos personales. No sabían adónde irían, por cuánto tiempo. ¿Cómo es prepararse en una tarde para ir a la guerra? “Antes de llegar a casa fui a la peluquería y me corté el pelo cortito, para que no me molestara. Y desde entonces jamás volví a dejármelo crecer”, confiesa Silvia. Susana se ríe: “A mí no me lo cortaban ni loca, lo de-cidí en el mismo momento en que acepté ir.” En cada una de sus casas se desataba una revolución. La mamá de Silvia no consiguió que llevara la bolsa de agua caliente, pero su hija no dejó de cargar los maquillajes que, tal como hoy, revestían su cara sin excepción; la enérgica Susana tapó de instrucciones a su madre y sus hermanas, hizo mil llamados y le explicó a su hija Paola, que tenía 8 años, que su mamá se iba a la guerra. “Estaba orgullosa. Quería venir conmigo”, re-cuerda con naturalidad. María Angélica, que también trabajaba como maestra. fue al colegio a despedirse de sus alumnos de 4º grado, y vació el supermercado de chocolates y enlatados. Norma rezó para que la guerra no le impidiera bañarse seguido. Una combinación de angustia y orgullo se cocinaba alrededor de cada una. “Mi familia me contagió su miedo, y en un momento pensé en desistir. Pero se me pasó. Esa tarde me confesé y comulgué”, se sonroja María Marta. Silvia estaba más decidida. Su novio -y compañero de trabajo- se oponía a que se fuera, en realidad no podía creer que la convocada fuera ella -¡una mujer!- y no él. “Hombres va a haber mu-chos, guerra una sola”, pensó Silvia. Y le dijo adiós. Y todas dijeron adiós, hasta la vuelta, a familiares y amigos que agitaban sus brazos y sostenían el corazón con las manos. </p><p>A ciegas, abrazadas a sus bolsos, e1 9 de junio a las 11 abordaron un vuelo de Aerolíneas hacia Río Gallegos. Las acompañaba el mayor Oscar Pierucci, un oftalmólogo que oficiaría de cicerone. En Gallegos las llevaron al Comando de Brigada Mecanizada 11, donde mandaba el actual titular del Ejército, Ricardo Brinzoni. Las abrigaron, las despidieron. Un helicóptero las llevó hasta Punta Quilla, ahí nomás, y a las 17 otro las dejó sobre la cubierta del rompehielos Almirante Irízar, uno de los dos buques hospital argentinos. Temblaban, de frío, de nervios. El comandante Luis Prado las recibió con calidez, agradeció su valentía. Su segundo, en cambio, les recordó que un viejo adagio marinero afirma que las mujeres y los curas traen mala suerte a bordo. Sin siquiera sonreír les presentó a los 18 médicos y enfermeros que esperaban como ellas, les mostró los botes, el lugar acondicionado como terapia intensiva, las salas con 160 camas aún vacías de heridos. Y en las bodegas, el quirófano. “Todo estaba muy bien preparado y equipado”, coinciden las chicas que, para entonces, ya sabían que el barco enfilaba hacia Puerto Argentino, donde nuestras fuerzas resistían con desesperación el asedio inglés. “¿Se acuerdan que un odontólogo nos hizo una revisación bucal?”, pregunta María Angélica. Las demás asienten sin entender. “La verdadera intención era hacemos una ficha odontológica, por si nos pasaba algo y bueno... no tenían cómo reconocernos. No se los dije nunca”, se ríe. </p><p>Un furioso torrente de imágenes, sitios y caras se sucedía ante las decididas voluntarias. Cuando fondearon frente ala capital malvinense, el 10 de junio, las bombas dibujaban nubes en el cielo y estragos en la tierra. Fondeado en una bahía, a sólo 300 metros de la ciudad, por sobre el rompehielos pasaban misiles, disparos, obuses. “No tiene sentido que bajen”, les confesó el coman-dante. “Se prevé un desenlace rápido, y caerían prisioneras.” Fue demoledor. “Queríamos saltar, ir como fuera. Teníamos la esperanza de bajar a cargar heridos, pero decidieron traerlos con botes”, coinciden todas. A toda velocidad, las instrumentadoras prepararon los quirófanos y tomaron sus puestos de combate: Silvia a terapia intensiva, María Marta a intermedia, Susana al quirófano, Norma y Cecilia en el sector de recepción de pacientes, y María Angélica en la sala general. El 12 empezaron a llegar heridos. Diez, treinta, doscientos. En un puñado de días el personal del rompehielos atendió a 420 heridos y alojó a 520 evacuados. “Había que lavarlos mucho”, explica Silvia. “Porque la turba es pegajosa, y mezclada con la pólvora formaba como una tinta que se adhería a la piel.” Combatientes cansados, con el espanto pintado en los ojos. Soldados operados en Puerto Argentino, con sus fichas médicas en la mano. Unos con heridas en la cabeza, otros en los brazos, en los intestinos, alguno condenado a perder un ojo, todos con ganas de seguir peleando. “Eso era increíble, ¿se acuerdan?”, pregunta María Angélica. “Al principio no hablaban, miraban el barco como si fuera una aparición. Y después no paraban de contar lo que habían vivido. Me parece que encontrarse con una mujer los hacía sentir aliviados, cuidados, no sé.” Susana reconoce la pe¬ricia de los médicos navales y Silvia vuelve a aliviarse como entonces, cuando comprobó que efectivamente podía entenderse con ellos para manipular hilos y pinzas. La tarea no era fácil, con vientos de 100 kilómetros por hora, un mar encabritado y el barco rolando hasta 30 grados. “A mí me impactó más ver el dolor humano que las heridas, aunque sí, eran terribles”, susurra la taciturna Norma. El relato se pierde y se retama cuando alguna ayuda a borrar con un dato las lagunas de la memoria. Hablan de los soldados, de su agradecimiento. “¡Y cómo se angustiaron cuando supieron que habíamos firmado el cese de hostilidades!”, exclama Silvia. Silencio. “Fue la congoja más grande de mi vida”, susurra Susana. “Todas nos preguntábamos qué habíamos hecho mal, por qué había que irse con las manos vacías.” Silencio. “Sí, pero esa matanza tenía que parar. Acuérdense lo que era aquello, chicas. Ese espectáculo dantesco, era terrible...”, recuerda María Angélica, retomando su rol de hermana mayor. Silencio. Con el conflicto acabado y sus entrañas llenas de heridos, el Almirante Irízar enfiló hacia Comodoro Rivadavia el 19 de junio. Ahí bajaron a los maltrechos y a las instrumentadoras. La guerra tam-bién había acabado para ellas, y ahora les tocaba, como a tantísimos ex combatientes, probar un trago amargo. Un oficial de inteligencia las apercibió de que callaran lo que habían visto y oído, las acompañó a sol y a sombra. Al día siguiente las subieron junto a otros efectivos a un avión con destino a la base aérea de Palomar. Pocos de sus parientes sabían cuándo y adónde llegarían. Era el Día del Padre, pero algunos, sólo algunos, estuvieron para esperarlas. “Nos abrazaban, nos miraban como si hubieran pasado años”, dice Susana. El ejército les dio 15 días de licencia. Había muchas emociones por procesar, y el regreso no sería menos traumático que la partida. “Era increíble”, se enfurece Silvia. “Una amiga me llevó a comer a la Recoleta, y ahí todo seguía igual. La gente preparaba la visita del Papa, estaban en otra.” Para descansar, Norma y Silvia viajaron a Mendoza; Susana se fue al campo con su hija y María Angélica a Rosario. Y después, a la vuelta, el reconocimiento: “Los heridos nos mandaban -y algunos nos siguen mandando- cartas, nuestros compañeros nos miraban como heroínas, eso no me gustaba nada”, dice la dulce María Marta, y Susana agrega con firmeza: “Cumplimos con nuestro trabajo, era nuestra vocación y nuestra obligación. Y nada más.” Nada más, entonces. </p><p>Veintiún años pasaron, y muchas cosas. María Marta se casó, tuvo a María Inés (12), se separó, tomó y dejó varios trabajos, pero sigue paseando su paso cortito por el Hospital Militar Central. Igual que Silvia, que fue mamá cuatro veces de Gonzalo (16), Emiliano (14), Paloma (8) y Miranda (1). Susana no volvió a formar una familia. Vive con su hija y su mamá, está de novia “desde hace años” y no para de trabajar, siempre en el mismo hospital, siempre con la misma pasión. Suena sugerente, pero tampoco Norma ni María Angélica se casaron, aunque las dos tuvieron parejas. Norma dejó el Ejército en 1987, y desde entonces trabaja en el Hospital Garrahan. Su amiga se despidió de Campo de Mayo en 1984 y de sus alumnos cuatro años después. Ahora ofrece apoyo escolar gratuito. </p><p>¿Huellas? Por supuesto. María Angélica tuvo que dejar los quirófanos porque los recuerdos inmovilizaban sus dedos. Ninguna disfruta de los fuegos artificiales, y varias transitaron el desierto de la depresión. María Marta dice que ir la guerra “fue un estímulo y un orgullo. Desde entonces, ante las dificultades pienso 'yo puedo'.” “A mí me dio vuelta el carácter”, confiesa Silvia. “Antes era muy tímida, y ahora soy más segura, pienso que nada me puede pasar peor que ir a la guerra.” Pero sí le encantaría volver a Malvinas, y esta vez pisarlas. Y conocer la Antártida, su gran sueño. Susana elige una lección: “a guerra sirvió para unimos, algo que deberíamos recordar en momentos como éste.”En Malvinas las chicas aprendieron a amar la paz, y ahora se horrorizan con el ataque de Estados Unidos a Irak. Porque para ellas la guerra no quedó atrás: todas participan del Centro de Civiles Veteranos de Guerra. Y Ricardo Brinzoni, aquel morocho elegante que les entregó ropa de abrigo en Río Gallegos y ahora dirige el Ejército, las condecoró el año pasado por su desempeño durante el conflicto. Sólo entonces muchos de sus compañeros supieron de su historia. Sólo ahora la escuchamos otros tantos.</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="oscarteves, post: 810785, member: 268"] A 21 años del desembarco en las Islas Malvinas Las chicas de la guerra Trabajaban para el Ejército como instrumentadoras quirúrgicas, asistiendo a los cirujanos del Hospital Militar y de Campo de Mayo. No eran ni son militares, pero en junio de 1982 se ofre-cieron como voluntarias para ir al frente. Esta es la historia de las únicas mujeres que estuvieron en Malvinas. La historia se contó a medias, de a pedazos, y todavía ofrece intersticios que apenas fueron ex-plorados. Hace 21 años, e12 de abril de 1982, Argentina echaba a los ingleses de las islas Malvinas. Pocas semanas después, Londres envió una flota a recuperar el honor y las tierras, y lo logró tras una guerra breve y vertiginosa que terminó el 14 de junio. Las estadísticas dicen que en el conflicto combatieron 12.193 argentinos, que lo dieron todo, que 633 no volvieron a casa. Pero pocos saben que entre ellos hubo seis mujeres, las únicas “chicas de la guerra”. Que la mayor apenas arañaba los 33 años, que ni siquiera eran militares. Y lo más importante: que fueron como voluntarias. Susana Maza (47), Silvia Barrera (43), María Marta Lemme (49), Norma Barrera (48) y María Angélica Sendes (54) sonríen hoy en una sala del Hospital Militar Central (HMC), donde todas menos María Angélica -destinada en el Hospital Militar de Campo de Mayo- trabajaban como instrumentadoras quirúrgicas en 1982. Poco sabemos de Cecilia Richeri, que tras la guerra se radicó en Europa y archivó el pasado. Las chicas charlan, bromean, están nerviosas. Y están dispuestas a recordar. La radio atronó sus cabezas con noti¬cias, aquel 2 de abril de 1982. “Me van a llamar, ojalá vaya”, pensaron todas. Claro, ninguna: de ellas tenia en cuenta el machismo de los militares: recién ese año el Ejército admitió en sus filas a las primeras enfermeras. Mientras en el sur sonaban las primeras bombas, las chicas alteraban su rutina: se preparaban para atender emergencias acopiando material y repasando funciones; disecando venas para hacer by pass, empaquetando vendas, escuchando las noticias. Hasta el 8 de junio. El director del HMC, Mario Remis, acababa de recibir un radiograma desde Puerto Argentino en el que le pedían que enviara instrumentadores porque allá sólo había enfermeros poco duchos en la manipulación de material quirúrgico. Pero bueno, en ese entonces casi ningún varón se especializaba en esa tarea. “Nos llamaron a todas -éramos unas 20- Y nos preguntaron quién quería ir a las Malvinas”, recuerda Susana. Se anotaron ellas cinco. El mismo día, en Campo de Mayo ofrecía sus servicios María Angélica: “Nos llamaron a las 7 instrumentadoras y nos dieron media hora para pensarlo. Acepté yo sola”, dice ahora junto a sus ex compañeras, tras 20 años de haber perdido todo contacto con ellas. Irían a la guerra, sí. El día siguiente. En cuestión de horas saltaron de una sala a otra probándose ropa de combate -era difícil encontrarla de su talla-, saludaron gente, miraron ojos que las miraban con asombro, con envidia. Esa misma tarde regresaron a su casa vestidas de verde, con un bolso gigante cargado con efectos personales. No sabían adónde irían, por cuánto tiempo. ¿Cómo es prepararse en una tarde para ir a la guerra? “Antes de llegar a casa fui a la peluquería y me corté el pelo cortito, para que no me molestara. Y desde entonces jamás volví a dejármelo crecer”, confiesa Silvia. Susana se ríe: “A mí no me lo cortaban ni loca, lo de-cidí en el mismo momento en que acepté ir.” En cada una de sus casas se desataba una revolución. La mamá de Silvia no consiguió que llevara la bolsa de agua caliente, pero su hija no dejó de cargar los maquillajes que, tal como hoy, revestían su cara sin excepción; la enérgica Susana tapó de instrucciones a su madre y sus hermanas, hizo mil llamados y le explicó a su hija Paola, que tenía 8 años, que su mamá se iba a la guerra. “Estaba orgullosa. Quería venir conmigo”, re-cuerda con naturalidad. María Angélica, que también trabajaba como maestra. fue al colegio a despedirse de sus alumnos de 4º grado, y vació el supermercado de chocolates y enlatados. Norma rezó para que la guerra no le impidiera bañarse seguido. Una combinación de angustia y orgullo se cocinaba alrededor de cada una. “Mi familia me contagió su miedo, y en un momento pensé en desistir. Pero se me pasó. Esa tarde me confesé y comulgué”, se sonroja María Marta. Silvia estaba más decidida. Su novio -y compañero de trabajo- se oponía a que se fuera, en realidad no podía creer que la convocada fuera ella -¡una mujer!- y no él. “Hombres va a haber mu-chos, guerra una sola”, pensó Silvia. Y le dijo adiós. Y todas dijeron adiós, hasta la vuelta, a familiares y amigos que agitaban sus brazos y sostenían el corazón con las manos. A ciegas, abrazadas a sus bolsos, e1 9 de junio a las 11 abordaron un vuelo de Aerolíneas hacia Río Gallegos. Las acompañaba el mayor Oscar Pierucci, un oftalmólogo que oficiaría de cicerone. En Gallegos las llevaron al Comando de Brigada Mecanizada 11, donde mandaba el actual titular del Ejército, Ricardo Brinzoni. Las abrigaron, las despidieron. Un helicóptero las llevó hasta Punta Quilla, ahí nomás, y a las 17 otro las dejó sobre la cubierta del rompehielos Almirante Irízar, uno de los dos buques hospital argentinos. Temblaban, de frío, de nervios. El comandante Luis Prado las recibió con calidez, agradeció su valentía. Su segundo, en cambio, les recordó que un viejo adagio marinero afirma que las mujeres y los curas traen mala suerte a bordo. Sin siquiera sonreír les presentó a los 18 médicos y enfermeros que esperaban como ellas, les mostró los botes, el lugar acondicionado como terapia intensiva, las salas con 160 camas aún vacías de heridos. Y en las bodegas, el quirófano. “Todo estaba muy bien preparado y equipado”, coinciden las chicas que, para entonces, ya sabían que el barco enfilaba hacia Puerto Argentino, donde nuestras fuerzas resistían con desesperación el asedio inglés. “¿Se acuerdan que un odontólogo nos hizo una revisación bucal?”, pregunta María Angélica. Las demás asienten sin entender. “La verdadera intención era hacemos una ficha odontológica, por si nos pasaba algo y bueno... no tenían cómo reconocernos. No se los dije nunca”, se ríe. Un furioso torrente de imágenes, sitios y caras se sucedía ante las decididas voluntarias. Cuando fondearon frente ala capital malvinense, el 10 de junio, las bombas dibujaban nubes en el cielo y estragos en la tierra. Fondeado en una bahía, a sólo 300 metros de la ciudad, por sobre el rompehielos pasaban misiles, disparos, obuses. “No tiene sentido que bajen”, les confesó el coman-dante. “Se prevé un desenlace rápido, y caerían prisioneras.” Fue demoledor. “Queríamos saltar, ir como fuera. Teníamos la esperanza de bajar a cargar heridos, pero decidieron traerlos con botes”, coinciden todas. A toda velocidad, las instrumentadoras prepararon los quirófanos y tomaron sus puestos de combate: Silvia a terapia intensiva, María Marta a intermedia, Susana al quirófano, Norma y Cecilia en el sector de recepción de pacientes, y María Angélica en la sala general. El 12 empezaron a llegar heridos. Diez, treinta, doscientos. En un puñado de días el personal del rompehielos atendió a 420 heridos y alojó a 520 evacuados. “Había que lavarlos mucho”, explica Silvia. “Porque la turba es pegajosa, y mezclada con la pólvora formaba como una tinta que se adhería a la piel.” Combatientes cansados, con el espanto pintado en los ojos. Soldados operados en Puerto Argentino, con sus fichas médicas en la mano. Unos con heridas en la cabeza, otros en los brazos, en los intestinos, alguno condenado a perder un ojo, todos con ganas de seguir peleando. “Eso era increíble, ¿se acuerdan?”, pregunta María Angélica. “Al principio no hablaban, miraban el barco como si fuera una aparición. Y después no paraban de contar lo que habían vivido. Me parece que encontrarse con una mujer los hacía sentir aliviados, cuidados, no sé.” Susana reconoce la pe¬ricia de los médicos navales y Silvia vuelve a aliviarse como entonces, cuando comprobó que efectivamente podía entenderse con ellos para manipular hilos y pinzas. La tarea no era fácil, con vientos de 100 kilómetros por hora, un mar encabritado y el barco rolando hasta 30 grados. “A mí me impactó más ver el dolor humano que las heridas, aunque sí, eran terribles”, susurra la taciturna Norma. El relato se pierde y se retama cuando alguna ayuda a borrar con un dato las lagunas de la memoria. Hablan de los soldados, de su agradecimiento. “¡Y cómo se angustiaron cuando supieron que habíamos firmado el cese de hostilidades!”, exclama Silvia. Silencio. “Fue la congoja más grande de mi vida”, susurra Susana. “Todas nos preguntábamos qué habíamos hecho mal, por qué había que irse con las manos vacías.” Silencio. “Sí, pero esa matanza tenía que parar. Acuérdense lo que era aquello, chicas. Ese espectáculo dantesco, era terrible...”, recuerda María Angélica, retomando su rol de hermana mayor. Silencio. Con el conflicto acabado y sus entrañas llenas de heridos, el Almirante Irízar enfiló hacia Comodoro Rivadavia el 19 de junio. Ahí bajaron a los maltrechos y a las instrumentadoras. La guerra tam-bién había acabado para ellas, y ahora les tocaba, como a tantísimos ex combatientes, probar un trago amargo. Un oficial de inteligencia las apercibió de que callaran lo que habían visto y oído, las acompañó a sol y a sombra. Al día siguiente las subieron junto a otros efectivos a un avión con destino a la base aérea de Palomar. Pocos de sus parientes sabían cuándo y adónde llegarían. Era el Día del Padre, pero algunos, sólo algunos, estuvieron para esperarlas. “Nos abrazaban, nos miraban como si hubieran pasado años”, dice Susana. El ejército les dio 15 días de licencia. Había muchas emociones por procesar, y el regreso no sería menos traumático que la partida. “Era increíble”, se enfurece Silvia. “Una amiga me llevó a comer a la Recoleta, y ahí todo seguía igual. La gente preparaba la visita del Papa, estaban en otra.” Para descansar, Norma y Silvia viajaron a Mendoza; Susana se fue al campo con su hija y María Angélica a Rosario. Y después, a la vuelta, el reconocimiento: “Los heridos nos mandaban -y algunos nos siguen mandando- cartas, nuestros compañeros nos miraban como heroínas, eso no me gustaba nada”, dice la dulce María Marta, y Susana agrega con firmeza: “Cumplimos con nuestro trabajo, era nuestra vocación y nuestra obligación. Y nada más.” Nada más, entonces. Veintiún años pasaron, y muchas cosas. María Marta se casó, tuvo a María Inés (12), se separó, tomó y dejó varios trabajos, pero sigue paseando su paso cortito por el Hospital Militar Central. Igual que Silvia, que fue mamá cuatro veces de Gonzalo (16), Emiliano (14), Paloma (8) y Miranda (1). Susana no volvió a formar una familia. Vive con su hija y su mamá, está de novia “desde hace años” y no para de trabajar, siempre en el mismo hospital, siempre con la misma pasión. Suena sugerente, pero tampoco Norma ni María Angélica se casaron, aunque las dos tuvieron parejas. Norma dejó el Ejército en 1987, y desde entonces trabaja en el Hospital Garrahan. Su amiga se despidió de Campo de Mayo en 1984 y de sus alumnos cuatro años después. Ahora ofrece apoyo escolar gratuito. ¿Huellas? Por supuesto. María Angélica tuvo que dejar los quirófanos porque los recuerdos inmovilizaban sus dedos. Ninguna disfruta de los fuegos artificiales, y varias transitaron el desierto de la depresión. María Marta dice que ir la guerra “fue un estímulo y un orgullo. Desde entonces, ante las dificultades pienso 'yo puedo'.” “A mí me dio vuelta el carácter”, confiesa Silvia. “Antes era muy tímida, y ahora soy más segura, pienso que nada me puede pasar peor que ir a la guerra.” Pero sí le encantaría volver a Malvinas, y esta vez pisarlas. Y conocer la Antártida, su gran sueño. Susana elige una lección: “a guerra sirvió para unimos, algo que deberíamos recordar en momentos como éste.”En Malvinas las chicas aprendieron a amar la paz, y ahora se horrorizan con el ataque de Estados Unidos a Irak. Porque para ellas la guerra no quedó atrás: todas participan del Centro de Civiles Veteranos de Guerra. Y Ricardo Brinzoni, aquel morocho elegante que les entregó ropa de abrigo en Río Gallegos y ahora dirige el Ejército, las condecoró el año pasado por su desempeño durante el conflicto. Sólo entonces muchos de sus compañeros supieron de su historia. Sólo ahora la escuchamos otros tantos. [/QUOTE]
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