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Noticias de la Armada Argentina (ARA)
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<blockquote data-quote="Derruido" data-source="post: 2353683" data-attributes="member: 30"><p><em>“Como es corriente después de un desastre</em></p><p><em>nacional de tal envergadura, la última parte de esta</em></p><p><em>historia trata del reparto de las culpas: único medio</em></p><p><em>por el cual la sociedad logra una módica venganza</em></p><p><em>por los males que se le han causado, expía sus</em></p><p><em>propias culpas por tal responsabilidad en relación</em></p><p><em>con lo ocurrido y trata por fin, de prevenir una</em></p><p><em>posible repetición de los hechos!",</em></p><p><strong>Norman F. Dixon</strong></p><p>(Sobre la psicología de la incompetencia militar).</p><p> </p><p></p><p></p><p> </p><p></p><p>La tragedia del Submarino ARA “SAN JUAN” -“tragedia” porque acaba con la vida de 44 jóvenes marinos argentinos- es el corolario de un proceso histórico que nos debe llamar a una profunda reflexión en orden, fundamentalmente, a evitar repeticiones y a encarar con seriedad y responsabilidad la reconstrucción de la Defensa Nacional. “Corolario”, porque aun sin conocer las auténticas y concretas causas de este siniestro, existe una realidad inocultable respecto a la situación de las Fuerzas Armadas (FFAA) que se conjuga con aquel infortunio.</p><p> </p><p></p><p> </p><p>Antes de comenzar, quiero expresar mi más sentido respeto para las familias de los “44”, para las cuales no habrá palabras que consuelen la pérdida de sus seres queridos, así como mi profundo reconocimiento a estos marinos que silenciosamente dieron todo de sí en el cumplimiento de su deber.</p><p> </p><p></p><p> </p><p>Ahora se echarán culpas, se acusarán oficialismo y oposición, se descabezará a la Armada y se hablará de reestructuración, todo probablemente necesario y, posiblemente, oportuno u oportunista.</p><p> </p><p>Lo que no existe entre los argentinos es la autocrítica. Y es eso lo único que podría convencernos de cuáles son las cosas que hicimos mal para, a partir de allí, comenzar a transitar un nuevo camino, serio y diferente, de cara hacia el futuro.</p><p> </p><p>Responsabilidad política</p><p> </p><p>Sobre esta cuestión me abstengo de formular críticas o comentarios, pero sí puedo -y me permitiré hacerlo- señalar objetivamente hechos y actos que se llevaron a cabo a partir del regreso a la democracia y exponer sus efectos desde un punto de vista militar (algunos de los cuales pudieron ser no deseados o no calculados), para pasar luego al segundo tema: “la incompetencia militar”.</p><p> </p><p>Las intervenciones de los militares en la vida política argentina -demostrativas de su menosprecio al principio de la “supremacía civil” en materia de gobierno del Estado- sumadas a la derrota de Malvinas, dejaron en evidencia ya no solo la incapacidad castrense para actuar en política (que Finer consideraba el “destino manifiesto de los militares”), sino su falta de idoneidad profesional para conducir desde lo estratégico y estratégico operacional la guerra. Dejo a salvo, desde luego, los hechos de heroísmo personal y profesionalismo dados en el campo táctico.</p><p> </p><p>Este conjunto de circunstancias constituyó, sin dudas, la causa primaria para que desde la política se trazara como objetivo desarticular la dinámica del Poder Militar y devolver a las FFAA, con limitaciones y restricciones de diversa índole, a su actividad específica.</p><p> </p><p>No solo la política argentina desde sus diferentes sectores estaba conteste con aquella decisión, sino que también incidieron en ella actores extranjeros que necesitaban el desmantelamiento de las FFAA a efectos de preservar sus propios intereses.</p><p> </p><p>En términos generales, las medidas adoptadas para alcanzar aquel fin propuesto se podrían englobar en cuatro ejes que, más allá de algunos vaivenes en su aplicación y del modo en que esta se efectivizó, fueron:</p><p> </p><p>> El presupuestario;</p><p> </p><p>> El salarial;</p><p> </p><p>> El plexo legal;</p><p> </p><p>> El de los Derechos Humanos.</p><p> </p><p>En referencia al eje presupuestario, basta ver los números que circulan respecto de las asignaciones anuales para la Defensa desde 1984 hasta la fecha, para apreciar el declive de la línea que las grafica. El dato concreto es que somos el país de América Latina que más bajo porcentaje invierte en Defensa con relación a su PBI.</p><p> </p><p>Resulta aún más crítico que su distribución -concretamente en la Armada- está orientada en más de un OCHENTA POR CIENTO (80%) a gastos de personal (salarios) y el porcentaje restante al funcionamiento básico (lo que se denomina “el existir”: básicamente comida y servicios esenciales) incluyendo, además, lo relativo a adiestramiento y mantenimiento de todo lo que la Fuerza posee y, si eventualmente existiese un sobrante, para inversiones. En síntesis, cabe sostener que del CIEN POR CIENTO (100%) que el Estado asigna a la Armada (lo que es predicable en relación con todas las FFAA), menos de un VEINTE POR CIENTO (20%) es de aplicación directa a la actividad militar e inversiones en el área.</p><p> </p><p>Los efectos directos de esta medida recayeron sobre los medios materiales y humanos. La degradación en ambos contextos fue inexorable.</p><p> </p><p>En relación con los medios materiales, no se tuvo en cuenta que ellos en su conjunto son patrimonio del Estado. En el caso de la Armada, todas sus estructuras móviles de uso bélico (buques, submarinos, aeronaves, piezas de artillería, armamentos, etc.), así como los elementos de infraestructura y todos aquellos imprescindibles para llevar a cabo su misión, son producto del esfuerzo de los contribuyentes y, por ende, propiedad del Estado: no pertenecen a la Fuerza, ella tiene la responsabilidad de su administración y operación.</p><p> </p><p>Sobre el personal de la Fuerza, aquella medida afectó su adiestramiento y preparación para desempeñar los diferentes roles, generando complementariamente un efecto perjudicial y acumulativo en orden al cumplimiento de tareas de mayor responsabilidad. Por ejemplo, mientras en la década del 80 un Comandante con mando sobre buque alcanzaba las 150.000 millas navegadas y un Comandante de escuadrilla de aeronaves 3.000 horas de vuelo, hoy quienes desempeñan esas funciones no suman, respectivamente, más de 43.000 millas o 1.200 horas. Esta circunstancia, obviamente, incide directamente de modo negativo y grave en la capacitación, experiencia e idoneidad profesional. Y también en el ánimo, la iniciativa y el espíritu naval, por la carencia de actividad, que a muchos los empujó a buscar otras profesiones (aviación civil, marina mercante, fuerzas de seguridad y policiales, etc.).</p><p> </p><p>Asociado al factor presupuestario, pero con identidad propia y consecuencias específicas, cabe considerar ahora el eje salarial. En tal sentido, y en principio, es dable aclarar que las remuneraciones castrenses nunca fueron elevadas y, menos aún, si se las compara con las de otros países de la región. No obstante, en general, permitían alcanzar un estadio económico acorde con un nivel de vida medio, de sobria dignidad, que compensaba el sacrificio que la propia actividad militar impone, sobre todo a la familia.</p><p> </p><p>Cabe señalar -detalle curioso- que correspondió a un gobierno de facto militar iniciar el declive: a partir de los '80 se desengancharon los haberes castrenses de los correspondientes al Poder Judicial, medida que abarcó también a las Fuerzas de Seguridad (FFSS). Ya en democracia, las remuneraciones militares estuvieron sometidas a las fluctuaciones de la economía y en los '90 se intentó otorgarles una leve mejora a través de suplementos que eran, en realidad, “aumentos en negro”, que terminaron afectando gravemente al personal militar en situación de retiro, dañando a la vez el futuro de quienes se encontraban en actividad.</p><p> </p><p>Ya desde el año 2000 y hasta la fecha, comenzaron a variar las correspondencias históricas entre los miembros de las FFAA, las FFSS y las Fuerzas policiales (FFPP). Hoy, con grados equivalentes, un integrante de las FFAA cobra menos que uno de las FFSS, y se amplía aún más la diferencia si se efectúa la comparación con un miembro de la Policía de la Ciudad (CABA). Como consecuencia de ello, se provocó una importante y constante deserción de las filas militares: generalmente por parte de los mejor calificados para actividades en la vida civil o, incluso, sobrecalificados para desempeñarse en las policías (tal el caso de los comandos anfibios). Con lo cual el dinero público invertido en formación del personal militar se malgasta y termina financiando actividades privadas o públicas que demandan un adiestramiento menos costoso.</p><p> </p><p>Por otra parte, afectó la moral, aumentó el desinterés, generó el doble empleo, quebró la mística de la dedicación exclusiva a la actividad militar suplantándola por la de un trabajo a tiempo parcial, impactó negativamente en el reclutamiento, produjo inequidades y, en definitiva, repercutió perniciosamente en la disciplina del personal, en su autoestima, en su sentido de la abnegación e, incluso, en la inclinación vocacional de las jóvenes generaciones a abrazar la carrera militar.</p><p> </p><p>Pasando ahora a considerar el plexo legal, cabe destacar que en el marco de la Ley de Defensa Nº 23.554 (1988) se procedió a distinguir y separar la “Defensa nacional” de la “Seguridad interior”. Decisión apreciada necesaria en ese momento, pero que no fue adecuadamente complementada en lo inmediato. La norma que debió regir la “Seguridad interior” recién se implementó mediante el dictado de la Ley Nº 24.059 (1992) y la reglamentación de la Ley de Defensa se aprobó tardíamente mediante el Decreto Nº 727 del 13 de junio de 2006, oportunidad a partir de la cual se comenzaron a generar normas contribuyentes que pretendieron definir, de un modo restrictivo, la política de defensa y su correlato militar.</p><p> </p><p>La acelerada dinámica mundial mudó los escenarios propios del final del siglo XX al ver la luz el XXI, determinando que al tiempo de implementarse aquellas políticas sus bases fundacionales devinieran obsoletas.</p><p> </p><p>No cabe duda de que los contenidos legales encuentran su marco de discusión en el ámbito de específicas funciones del Poder del Estado. Pero, del mismo modo, es incuestionable que, a diferencia de su debate, la puesta en acto de las leyes -su efectiva vigencia y aplicación- resulta de un amplio interés social. La realidad pone de manifiesto que esto último no se ha materializado a rajatabla en relación con las FFAA: de hecho, se generaron leyes que no fueron cumplidas, como la Nº 24.948 (1998) relativa a la Reestructuración de las FFAA (Ley Jaunarena), que hubiera permitido iniciar un camino diferente.</p><p> </p><p>Asegurada la subordinación de las FFAA al Poder civil del Estado, quedó la sensación de que el objetivo se había alcanzado, pero en la práctica el rol de la defensa resultó desdibujado y sin la importancia que requiere para la vida de la Nación.</p><p> </p><p>En cuanto concierne, por último, a la decisión de juzgar el comportamiento de las FFAA durante la dictadura militar, en lo que se denominó la “Lucha contra la Subversión”, cabe mencionar que derivó en una verdadera política de Estado. Política que desde el retorno de la democracia evolucionó con diferentes estrategias acorde los gobiernos de turno y los contextos nacional e internacional imperantes en cada caso y que conllevó un notable involucramiento de las organizaciones de DDHH.</p><p> </p><p>Política que objetivamente no solo sumo el apoyo de la totalidad del espectro político argentino y de la mayoría de la sociedad, sino también de buena parte de la comunidad internacional y, en especial, del “mundo occidental y cristiano” que sosteníamos defender.</p><p> </p><p>Sus efectos se expandieron necesariamente sobre el conjunto de las FFAA, pero se extendieron nocivamente sobre las nuevas generaciones militares, absolutamente ajenas a aquellos dramáticos sucesos, y dejaron asimismo corrosivas secuelas en la Institución castrense.</p><p> </p><p>En primer término, la sociedad percibió al conjunto de sus FFAA como una corporación delictiva, ocasionando el menoscabo de cara al futuro de la profesión militar.</p><p> </p><p>Ello dio lugar a que el desprestigio sobreviniente las convirtiera en peligrosamente entrópicas y ajenas a aquello que, en verdad, constituye la finalidad de su existencia: garantizar de modo permanente la soberanía e independencia de la Nación Argentina, su integridad territorial y capacidad de autodeterminación, y, fundamentalmente, proteger la vida y la libertad de sus habitantes. En síntesis: se volvieron “parias”.</p><p> </p><p>Por otro lado -desde la perspectiva institucional interna- la extendida omisión por parte de integrantes del almirantazgo en asumir responsabilidades sobre los hechos entonces acontecidos se convirtió en un disolvente intangible del imprescindible liderazgo que debe primar en la conducción castrense y, por tanto, del respeto, la subordinación y la disciplina que constituyen los pilares esenciales de las instituciones armadas.</p><p> </p><p> </p><p>Este apartado no se orienta hacia el conjunto de quienes -en sus distintos grados, cuerpos y escalafones- conforman o han conformado al personal militar de la Armada. Se dirige de modo exclusivo a quienes han ejercido la conducción superior de la Fuerza, con un definido sentido de autocrítica a aquellos que alcanzamos el almirantazgo y tuvimos la responsabilidad de dirigir los destinos de la Institución, en algún período dentro de los treinta y cinco años de regreso a la vida democrática en la Argentina.</p><p> </p><p>La herencia recibida tras la finalización del denominado “Proceso” fue ambivalente. Por un lado, una inmensa deuda con la sociedad argentina y, por el otro, una Marina prácticamente nueva en medios materiales.</p><p> </p><p>Pero resulta necesario remontarse, al menos, a 1955 para comprender el panorama que se desarrollaba entonces. Fue en ese año cuando la Marina abandonó su subordinación al orden constitucional y su característica dedicación profesional, para participar como un factor político partidista (antiperonismo) en la vida de los argentinos.</p><p> </p><p>Así se sucedieron, el bombardeo aéreo a la Plaza de Mayo, los fusilamientos, la homogenización del pensamiento político interno, los permanentes planteos a los gobiernos democráticos y los repetidos golpes de estado. A lo que se agregó en la década de los 70 una metodología siniestra y alejada de toda ética para enfrentar la violencia política, cuyo posterior juzgamiento parece haber incidido más gravemente sobre los subordinados que sobre aquellos almirantes que ejercieron el control (o el descontrol) de la situación. Todos estos hechos signaron el derrotero de la Armada, para terminar, desde el aspecto militar, con una guerra perdida, además de pésimamente conducida.</p><p> </p><p>Aquel debió haber sido el quiebre, el punto de inflexión, que permitiera dar a luz una Institución diferente, pero el atavismo cultural, un corporativismo disfrazado de institucionalismo, la presión de los protagonistas de esas aciagas décadas y el posterior temor de los actores políticos a que pudieran continuar repitiéndose en el futuro las intromisiones castrenses en el gobierno civil, empujaron a las FF.AA. hacia una continua declinación e impidieron -claramente en el caso de la Armada- ese renacer. Con el agravante simultáneo de condenar a las futuras generaciones navales a marchar con una pesada carga, de la cual no tuvimos ni la capacidad ni el coraje moral de desprendernos, asumiendo de cara a la sociedad, a nuestra sociedad, las responsabilidades que nos correspondían.</p><p> </p><p>Pero -como señalamos más arriba- podía parecer que en aquel 1983 no todo estaba mal. Las adquisiciones de material que se habían efectuado a partir de 1974 comenzaron a incorporarse efectivamente y podíamos disponer de buques, submarinos y algunas aeronaves nuevas. Lo que no advertimos es que las desorbitadas partidas presupuestarias asignadas durante el llamado “Proceso” al ítem militar -“desorbitadas” en comparación con la atención económica que demandaban otros sectores básicos de responsabilidad del Estado- fueron reemplazadas por otras que, en contraposición, se demostraron insuficientes ya no solo para sostener una razonable política de recambio de medios, sino para mantener aquellos con los que ya se contaba, dando inicio a un progresivo descenso hacia el colapso.</p><p> </p><p>Efectivamente, aquellos medios bélicos alistados exigían una adecuada manutención, así como una actualización de componentes, que no podía sustentarse con los créditos asignados y, en vez de asumir con sentido de realidad y responsabilidad la situación, continuamos en la creencia que solo era una coyuntura a sortear y que no tardarían en venir “tiempos mejores”.</p><p> </p><p>Ese pensamiento mágico se mantuvo, sin interrupción, hasta la actualidad. En ese transcurso hicimos un empleo intensivo de aquellos recursos materiales mientras fueron nuevos, los seguimos usando sin una adecuada cadena de mantenimiento, los continuamos utilizando aunque ya sin algunas de sus capacidades militares, luego sin armamento, posteriormente sin sensores, y por último solo navegaban o volaban, muchas veces aun con dificultad.</p><p> </p><p>Como señal de éxito en la gestión, en algunos casos se logró incorporar medios, sin reparar que con ello también asumíamos cargas económicas que no hallaban sustento en el presupuesto naval y que, por tanto, nos acercaban aún más dramáticamente al colapso institucional.</p><p> </p><p>Nosotros, los que supuestamente nos encontrábamos mejor calificados en materia de planeamiento militar, obviamos el “párrafo situación” y seguimos en la creencia de que haciendo lo mismo íbamos a obtener una salida diferente. La cultura naval, hecha frase en aquello de que “no seré yo el que cierre o pare la Armada”, se impuso al buen criterio y generamos en nuestra gente un voluntarismo extremo desacertadamente reconocido como iniciativa, donde los premios y castigos se distribuían según el mayor o menor apego a esa errónea actitud, relevando así a los mandos de tomar las decisiones difíciles y responsables que la realidad imponía.</p><p> </p><p>Carecimos de la voluntad -sino del conocimiento o, al menos, de la voluntad de conocer- para adaptar las antiguas estructuras institucionales a las demandas que proponía la dinámica del escenario internacional y las incidencias de aquella sobre el propio, a partir, sobre todo, de la revolución acontecida en materia de asuntos militares. Es así como permanecimos ajenos al impacto práctico que las tecnologías de la información y las comunicaciones tienen sobre la administración y gestión de los conflictos armados, ignorando la imprescindible necesidad de transformar en profundidad nuestra organización y el modo de conducir las operaciones y prepararnos para ellas.</p><p> </p><p>En lugar de ello, continuamos en el rol de desmesurados adoradores de la rutina y el orden, sin detenernos a pensar que esta exagerada preocupación en verdad encubría nuestra falta de habilidad en terrenos más importantes de nuestra tarea de mando. Pecamos de soberbia y vanidad: todo debía hacerse de nuevo porque quien precedió poco o nada sabía y, en definitiva, íbamos por el mismo camino fruto de nuestra propia mediocridad.</p><p> </p><p>Elaboramos visiones, proyectos, prospectivas de la Armada que vendría, pero siempre desde lo que nosotros pretendíamos y no lo que el país, la Institución y su gente necesitaban, terminando en un juego de papeles que solo alimentaba el ego de las plumas, pero sin resultado positivo alguno. Los significativos cambios sociales y aun culturales sobrevinientes parecieron no hacer mella en quienes teníamos la obligación de conducir. Fue inevitable que se produjeran manifestaciones hasta entonces impensadas en la mentalidad naval, para intentar advertirnos -quizá sin lograrlo plenamente- que los mandos habíamos resultado ineficientes en la gestión de la “paritaria” castrense y que, frente al fracaso, no podíamos mantenernos indiferentes a las carencias y penurias económicas, en especial, de los sectores militares más desprotegidos y, por consiguiente, explorar inteligentemente otras vías legítimas de acción.</p><p> </p><p>Ignorábamos y éramos ignorados, situación que, paradójicamente, reforzaba nuestra tendencia a parecer infalibles y, por tanto, a insistir hasta el paroxismo en nuestras propias concepciones que elevamos a nivel de credo. Un simple y claro ejemplo de ello: el tan mentado portaaviones, como si un medio pudiera transformase en fin.</p><p> </p><p>Miramos con recelo las ideas originales, calificamos de traidores a los que pensaran distinto, obstaculizamos a aquellos que viendo la realidad querían hacer cosas diferentes.<em> “Había que hundirse parejo”,</em> otra frase célebre de aquella pretendida “<em>cultura naval”</em> que se empeñaba en imponer.</p><p> </p><p>No hay duda de que la nuestra es una profesión de riesgo. Nadie mejor lo sabe que nuestros suboficiales y oficiales, porque son los que practican paracaidismo con elementos varias veces homologados, tiran con munición vencida, operan aviones al borde de la obsolescencia, navegan con solo un generador o balsas salvavidas también vencidas y realizan tantas otras actividades en condiciones distantes de lo óptimo. Para los almirantes, ya alejados de tales operaciones, el riesgo radica, en cambio, en las decisiones que día a día se deben tomar con el mayor nivel de racionalidad. Si algo no podíamos hacer era cerrar los ojos a aquello que nos resultaba indigesto, generando una actitud mental parcial o tendenciosa, porque eso se paga muy caro.</p><p> </p><p>En definitiva, lo que ocurrió, debió advertirse que iba a ocurrir: cuándo, con qué y a quién le tocaría se definiría en el tiempo. Ahora lo sabemos. Es dable aclarar que, en lo personal, tuve el honor de compartir parte de mi tiempo con responsabilidad de comando con quien, a mi juicio, fue el único Jefe del Estado Mayor General de la Armada (JEMGA) que intentó parar, analizar y ver como seguíamos, pero deseaba el consenso para hacerlo. No se lo dieron, lo obstaculizaron, la mediocridad pudo más y hechos posteriores forzaron su pase a retiro, dando así por tierra con lo que pudo ser un hacer diferente.</p><p> </p><p>Concluyendo… no supimos, no pudimos, no quisimos. Cada uno, en profunda introspección, podrá colocarse en algunas de estas tres variables, lo único cierto es que fracasamos; solo espero que esta trágica pérdida de “44” intrépidos tripulantes permita a las futuras generaciones encontrar el rumbo que jamás deberíamos haber perdido, el de nuestros próceres, los verdaderos, los que con nada hicieron mucho por la Patria y consideraron que su gente era el recurso más preciado y valioso de la Armada.</p><p> </p><p>Buenos Aires, diciembre de 2017</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Derruido, post: 2353683, member: 30"] [I]“Como es corriente después de un desastre[/I] [I]nacional de tal envergadura, la última parte de esta[/I] [I]historia trata del reparto de las culpas: único medio[/I] [I]por el cual la sociedad logra una módica venganza[/I] [I]por los males que se le han causado, expía sus[/I] [I]propias culpas por tal responsabilidad en relación[/I] [I]con lo ocurrido y trata por fin, de prevenir una[/I] [I]posible repetición de los hechos!",[/I] [B]Norman F. Dixon[/B] (Sobre la psicología de la incompetencia militar). La tragedia del Submarino ARA “SAN JUAN” -“tragedia” porque acaba con la vida de 44 jóvenes marinos argentinos- es el corolario de un proceso histórico que nos debe llamar a una profunda reflexión en orden, fundamentalmente, a evitar repeticiones y a encarar con seriedad y responsabilidad la reconstrucción de la Defensa Nacional. “Corolario”, porque aun sin conocer las auténticas y concretas causas de este siniestro, existe una realidad inocultable respecto a la situación de las Fuerzas Armadas (FFAA) que se conjuga con aquel infortunio. Antes de comenzar, quiero expresar mi más sentido respeto para las familias de los “44”, para las cuales no habrá palabras que consuelen la pérdida de sus seres queridos, así como mi profundo reconocimiento a estos marinos que silenciosamente dieron todo de sí en el cumplimiento de su deber. Ahora se echarán culpas, se acusarán oficialismo y oposición, se descabezará a la Armada y se hablará de reestructuración, todo probablemente necesario y, posiblemente, oportuno u oportunista. Lo que no existe entre los argentinos es la autocrítica. Y es eso lo único que podría convencernos de cuáles son las cosas que hicimos mal para, a partir de allí, comenzar a transitar un nuevo camino, serio y diferente, de cara hacia el futuro. Responsabilidad política Sobre esta cuestión me abstengo de formular críticas o comentarios, pero sí puedo -y me permitiré hacerlo- señalar objetivamente hechos y actos que se llevaron a cabo a partir del regreso a la democracia y exponer sus efectos desde un punto de vista militar (algunos de los cuales pudieron ser no deseados o no calculados), para pasar luego al segundo tema: “la incompetencia militar”. Las intervenciones de los militares en la vida política argentina -demostrativas de su menosprecio al principio de la “supremacía civil” en materia de gobierno del Estado- sumadas a la derrota de Malvinas, dejaron en evidencia ya no solo la incapacidad castrense para actuar en política (que Finer consideraba el “destino manifiesto de los militares”), sino su falta de idoneidad profesional para conducir desde lo estratégico y estratégico operacional la guerra. Dejo a salvo, desde luego, los hechos de heroísmo personal y profesionalismo dados en el campo táctico. Este conjunto de circunstancias constituyó, sin dudas, la causa primaria para que desde la política se trazara como objetivo desarticular la dinámica del Poder Militar y devolver a las FFAA, con limitaciones y restricciones de diversa índole, a su actividad específica. No solo la política argentina desde sus diferentes sectores estaba conteste con aquella decisión, sino que también incidieron en ella actores extranjeros que necesitaban el desmantelamiento de las FFAA a efectos de preservar sus propios intereses. En términos generales, las medidas adoptadas para alcanzar aquel fin propuesto se podrían englobar en cuatro ejes que, más allá de algunos vaivenes en su aplicación y del modo en que esta se efectivizó, fueron: > El presupuestario; > El salarial; > El plexo legal; > El de los Derechos Humanos. En referencia al eje presupuestario, basta ver los números que circulan respecto de las asignaciones anuales para la Defensa desde 1984 hasta la fecha, para apreciar el declive de la línea que las grafica. El dato concreto es que somos el país de América Latina que más bajo porcentaje invierte en Defensa con relación a su PBI. Resulta aún más crítico que su distribución -concretamente en la Armada- está orientada en más de un OCHENTA POR CIENTO (80%) a gastos de personal (salarios) y el porcentaje restante al funcionamiento básico (lo que se denomina “el existir”: básicamente comida y servicios esenciales) incluyendo, además, lo relativo a adiestramiento y mantenimiento de todo lo que la Fuerza posee y, si eventualmente existiese un sobrante, para inversiones. En síntesis, cabe sostener que del CIEN POR CIENTO (100%) que el Estado asigna a la Armada (lo que es predicable en relación con todas las FFAA), menos de un VEINTE POR CIENTO (20%) es de aplicación directa a la actividad militar e inversiones en el área. Los efectos directos de esta medida recayeron sobre los medios materiales y humanos. La degradación en ambos contextos fue inexorable. En relación con los medios materiales, no se tuvo en cuenta que ellos en su conjunto son patrimonio del Estado. En el caso de la Armada, todas sus estructuras móviles de uso bélico (buques, submarinos, aeronaves, piezas de artillería, armamentos, etc.), así como los elementos de infraestructura y todos aquellos imprescindibles para llevar a cabo su misión, son producto del esfuerzo de los contribuyentes y, por ende, propiedad del Estado: no pertenecen a la Fuerza, ella tiene la responsabilidad de su administración y operación. Sobre el personal de la Fuerza, aquella medida afectó su adiestramiento y preparación para desempeñar los diferentes roles, generando complementariamente un efecto perjudicial y acumulativo en orden al cumplimiento de tareas de mayor responsabilidad. Por ejemplo, mientras en la década del 80 un Comandante con mando sobre buque alcanzaba las 150.000 millas navegadas y un Comandante de escuadrilla de aeronaves 3.000 horas de vuelo, hoy quienes desempeñan esas funciones no suman, respectivamente, más de 43.000 millas o 1.200 horas. Esta circunstancia, obviamente, incide directamente de modo negativo y grave en la capacitación, experiencia e idoneidad profesional. Y también en el ánimo, la iniciativa y el espíritu naval, por la carencia de actividad, que a muchos los empujó a buscar otras profesiones (aviación civil, marina mercante, fuerzas de seguridad y policiales, etc.). Asociado al factor presupuestario, pero con identidad propia y consecuencias específicas, cabe considerar ahora el eje salarial. En tal sentido, y en principio, es dable aclarar que las remuneraciones castrenses nunca fueron elevadas y, menos aún, si se las compara con las de otros países de la región. No obstante, en general, permitían alcanzar un estadio económico acorde con un nivel de vida medio, de sobria dignidad, que compensaba el sacrificio que la propia actividad militar impone, sobre todo a la familia. Cabe señalar -detalle curioso- que correspondió a un gobierno de facto militar iniciar el declive: a partir de los '80 se desengancharon los haberes castrenses de los correspondientes al Poder Judicial, medida que abarcó también a las Fuerzas de Seguridad (FFSS). Ya en democracia, las remuneraciones militares estuvieron sometidas a las fluctuaciones de la economía y en los '90 se intentó otorgarles una leve mejora a través de suplementos que eran, en realidad, “aumentos en negro”, que terminaron afectando gravemente al personal militar en situación de retiro, dañando a la vez el futuro de quienes se encontraban en actividad. Ya desde el año 2000 y hasta la fecha, comenzaron a variar las correspondencias históricas entre los miembros de las FFAA, las FFSS y las Fuerzas policiales (FFPP). Hoy, con grados equivalentes, un integrante de las FFAA cobra menos que uno de las FFSS, y se amplía aún más la diferencia si se efectúa la comparación con un miembro de la Policía de la Ciudad (CABA). Como consecuencia de ello, se provocó una importante y constante deserción de las filas militares: generalmente por parte de los mejor calificados para actividades en la vida civil o, incluso, sobrecalificados para desempeñarse en las policías (tal el caso de los comandos anfibios). Con lo cual el dinero público invertido en formación del personal militar se malgasta y termina financiando actividades privadas o públicas que demandan un adiestramiento menos costoso. Por otra parte, afectó la moral, aumentó el desinterés, generó el doble empleo, quebró la mística de la dedicación exclusiva a la actividad militar suplantándola por la de un trabajo a tiempo parcial, impactó negativamente en el reclutamiento, produjo inequidades y, en definitiva, repercutió perniciosamente en la disciplina del personal, en su autoestima, en su sentido de la abnegación e, incluso, en la inclinación vocacional de las jóvenes generaciones a abrazar la carrera militar. Pasando ahora a considerar el plexo legal, cabe destacar que en el marco de la Ley de Defensa Nº 23.554 (1988) se procedió a distinguir y separar la “Defensa nacional” de la “Seguridad interior”. Decisión apreciada necesaria en ese momento, pero que no fue adecuadamente complementada en lo inmediato. La norma que debió regir la “Seguridad interior” recién se implementó mediante el dictado de la Ley Nº 24.059 (1992) y la reglamentación de la Ley de Defensa se aprobó tardíamente mediante el Decreto Nº 727 del 13 de junio de 2006, oportunidad a partir de la cual se comenzaron a generar normas contribuyentes que pretendieron definir, de un modo restrictivo, la política de defensa y su correlato militar. La acelerada dinámica mundial mudó los escenarios propios del final del siglo XX al ver la luz el XXI, determinando que al tiempo de implementarse aquellas políticas sus bases fundacionales devinieran obsoletas. No cabe duda de que los contenidos legales encuentran su marco de discusión en el ámbito de específicas funciones del Poder del Estado. Pero, del mismo modo, es incuestionable que, a diferencia de su debate, la puesta en acto de las leyes -su efectiva vigencia y aplicación- resulta de un amplio interés social. La realidad pone de manifiesto que esto último no se ha materializado a rajatabla en relación con las FFAA: de hecho, se generaron leyes que no fueron cumplidas, como la Nº 24.948 (1998) relativa a la Reestructuración de las FFAA (Ley Jaunarena), que hubiera permitido iniciar un camino diferente. Asegurada la subordinación de las FFAA al Poder civil del Estado, quedó la sensación de que el objetivo se había alcanzado, pero en la práctica el rol de la defensa resultó desdibujado y sin la importancia que requiere para la vida de la Nación. En cuanto concierne, por último, a la decisión de juzgar el comportamiento de las FFAA durante la dictadura militar, en lo que se denominó la “Lucha contra la Subversión”, cabe mencionar que derivó en una verdadera política de Estado. Política que desde el retorno de la democracia evolucionó con diferentes estrategias acorde los gobiernos de turno y los contextos nacional e internacional imperantes en cada caso y que conllevó un notable involucramiento de las organizaciones de DDHH. Política que objetivamente no solo sumo el apoyo de la totalidad del espectro político argentino y de la mayoría de la sociedad, sino también de buena parte de la comunidad internacional y, en especial, del “mundo occidental y cristiano” que sosteníamos defender. Sus efectos se expandieron necesariamente sobre el conjunto de las FFAA, pero se extendieron nocivamente sobre las nuevas generaciones militares, absolutamente ajenas a aquellos dramáticos sucesos, y dejaron asimismo corrosivas secuelas en la Institución castrense. En primer término, la sociedad percibió al conjunto de sus FFAA como una corporación delictiva, ocasionando el menoscabo de cara al futuro de la profesión militar. Ello dio lugar a que el desprestigio sobreviniente las convirtiera en peligrosamente entrópicas y ajenas a aquello que, en verdad, constituye la finalidad de su existencia: garantizar de modo permanente la soberanía e independencia de la Nación Argentina, su integridad territorial y capacidad de autodeterminación, y, fundamentalmente, proteger la vida y la libertad de sus habitantes. En síntesis: se volvieron “parias”. Por otro lado -desde la perspectiva institucional interna- la extendida omisión por parte de integrantes del almirantazgo en asumir responsabilidades sobre los hechos entonces acontecidos se convirtió en un disolvente intangible del imprescindible liderazgo que debe primar en la conducción castrense y, por tanto, del respeto, la subordinación y la disciplina que constituyen los pilares esenciales de las instituciones armadas. Este apartado no se orienta hacia el conjunto de quienes -en sus distintos grados, cuerpos y escalafones- conforman o han conformado al personal militar de la Armada. Se dirige de modo exclusivo a quienes han ejercido la conducción superior de la Fuerza, con un definido sentido de autocrítica a aquellos que alcanzamos el almirantazgo y tuvimos la responsabilidad de dirigir los destinos de la Institución, en algún período dentro de los treinta y cinco años de regreso a la vida democrática en la Argentina. La herencia recibida tras la finalización del denominado “Proceso” fue ambivalente. Por un lado, una inmensa deuda con la sociedad argentina y, por el otro, una Marina prácticamente nueva en medios materiales. Pero resulta necesario remontarse, al menos, a 1955 para comprender el panorama que se desarrollaba entonces. Fue en ese año cuando la Marina abandonó su subordinación al orden constitucional y su característica dedicación profesional, para participar como un factor político partidista (antiperonismo) en la vida de los argentinos. Así se sucedieron, el bombardeo aéreo a la Plaza de Mayo, los fusilamientos, la homogenización del pensamiento político interno, los permanentes planteos a los gobiernos democráticos y los repetidos golpes de estado. A lo que se agregó en la década de los 70 una metodología siniestra y alejada de toda ética para enfrentar la violencia política, cuyo posterior juzgamiento parece haber incidido más gravemente sobre los subordinados que sobre aquellos almirantes que ejercieron el control (o el descontrol) de la situación. Todos estos hechos signaron el derrotero de la Armada, para terminar, desde el aspecto militar, con una guerra perdida, además de pésimamente conducida. Aquel debió haber sido el quiebre, el punto de inflexión, que permitiera dar a luz una Institución diferente, pero el atavismo cultural, un corporativismo disfrazado de institucionalismo, la presión de los protagonistas de esas aciagas décadas y el posterior temor de los actores políticos a que pudieran continuar repitiéndose en el futuro las intromisiones castrenses en el gobierno civil, empujaron a las FF.AA. hacia una continua declinación e impidieron -claramente en el caso de la Armada- ese renacer. Con el agravante simultáneo de condenar a las futuras generaciones navales a marchar con una pesada carga, de la cual no tuvimos ni la capacidad ni el coraje moral de desprendernos, asumiendo de cara a la sociedad, a nuestra sociedad, las responsabilidades que nos correspondían. Pero -como señalamos más arriba- podía parecer que en aquel 1983 no todo estaba mal. Las adquisiciones de material que se habían efectuado a partir de 1974 comenzaron a incorporarse efectivamente y podíamos disponer de buques, submarinos y algunas aeronaves nuevas. Lo que no advertimos es que las desorbitadas partidas presupuestarias asignadas durante el llamado “Proceso” al ítem militar -“desorbitadas” en comparación con la atención económica que demandaban otros sectores básicos de responsabilidad del Estado- fueron reemplazadas por otras que, en contraposición, se demostraron insuficientes ya no solo para sostener una razonable política de recambio de medios, sino para mantener aquellos con los que ya se contaba, dando inicio a un progresivo descenso hacia el colapso. Efectivamente, aquellos medios bélicos alistados exigían una adecuada manutención, así como una actualización de componentes, que no podía sustentarse con los créditos asignados y, en vez de asumir con sentido de realidad y responsabilidad la situación, continuamos en la creencia que solo era una coyuntura a sortear y que no tardarían en venir “tiempos mejores”. Ese pensamiento mágico se mantuvo, sin interrupción, hasta la actualidad. En ese transcurso hicimos un empleo intensivo de aquellos recursos materiales mientras fueron nuevos, los seguimos usando sin una adecuada cadena de mantenimiento, los continuamos utilizando aunque ya sin algunas de sus capacidades militares, luego sin armamento, posteriormente sin sensores, y por último solo navegaban o volaban, muchas veces aun con dificultad. Como señal de éxito en la gestión, en algunos casos se logró incorporar medios, sin reparar que con ello también asumíamos cargas económicas que no hallaban sustento en el presupuesto naval y que, por tanto, nos acercaban aún más dramáticamente al colapso institucional. Nosotros, los que supuestamente nos encontrábamos mejor calificados en materia de planeamiento militar, obviamos el “párrafo situación” y seguimos en la creencia de que haciendo lo mismo íbamos a obtener una salida diferente. La cultura naval, hecha frase en aquello de que “no seré yo el que cierre o pare la Armada”, se impuso al buen criterio y generamos en nuestra gente un voluntarismo extremo desacertadamente reconocido como iniciativa, donde los premios y castigos se distribuían según el mayor o menor apego a esa errónea actitud, relevando así a los mandos de tomar las decisiones difíciles y responsables que la realidad imponía. Carecimos de la voluntad -sino del conocimiento o, al menos, de la voluntad de conocer- para adaptar las antiguas estructuras institucionales a las demandas que proponía la dinámica del escenario internacional y las incidencias de aquella sobre el propio, a partir, sobre todo, de la revolución acontecida en materia de asuntos militares. Es así como permanecimos ajenos al impacto práctico que las tecnologías de la información y las comunicaciones tienen sobre la administración y gestión de los conflictos armados, ignorando la imprescindible necesidad de transformar en profundidad nuestra organización y el modo de conducir las operaciones y prepararnos para ellas. En lugar de ello, continuamos en el rol de desmesurados adoradores de la rutina y el orden, sin detenernos a pensar que esta exagerada preocupación en verdad encubría nuestra falta de habilidad en terrenos más importantes de nuestra tarea de mando. Pecamos de soberbia y vanidad: todo debía hacerse de nuevo porque quien precedió poco o nada sabía y, en definitiva, íbamos por el mismo camino fruto de nuestra propia mediocridad. Elaboramos visiones, proyectos, prospectivas de la Armada que vendría, pero siempre desde lo que nosotros pretendíamos y no lo que el país, la Institución y su gente necesitaban, terminando en un juego de papeles que solo alimentaba el ego de las plumas, pero sin resultado positivo alguno. Los significativos cambios sociales y aun culturales sobrevinientes parecieron no hacer mella en quienes teníamos la obligación de conducir. Fue inevitable que se produjeran manifestaciones hasta entonces impensadas en la mentalidad naval, para intentar advertirnos -quizá sin lograrlo plenamente- que los mandos habíamos resultado ineficientes en la gestión de la “paritaria” castrense y que, frente al fracaso, no podíamos mantenernos indiferentes a las carencias y penurias económicas, en especial, de los sectores militares más desprotegidos y, por consiguiente, explorar inteligentemente otras vías legítimas de acción. Ignorábamos y éramos ignorados, situación que, paradójicamente, reforzaba nuestra tendencia a parecer infalibles y, por tanto, a insistir hasta el paroxismo en nuestras propias concepciones que elevamos a nivel de credo. Un simple y claro ejemplo de ello: el tan mentado portaaviones, como si un medio pudiera transformase en fin. Miramos con recelo las ideas originales, calificamos de traidores a los que pensaran distinto, obstaculizamos a aquellos que viendo la realidad querían hacer cosas diferentes.[I] “Había que hundirse parejo”,[/I] otra frase célebre de aquella pretendida “[I]cultura naval”[/I] que se empeñaba en imponer. No hay duda de que la nuestra es una profesión de riesgo. Nadie mejor lo sabe que nuestros suboficiales y oficiales, porque son los que practican paracaidismo con elementos varias veces homologados, tiran con munición vencida, operan aviones al borde de la obsolescencia, navegan con solo un generador o balsas salvavidas también vencidas y realizan tantas otras actividades en condiciones distantes de lo óptimo. Para los almirantes, ya alejados de tales operaciones, el riesgo radica, en cambio, en las decisiones que día a día se deben tomar con el mayor nivel de racionalidad. Si algo no podíamos hacer era cerrar los ojos a aquello que nos resultaba indigesto, generando una actitud mental parcial o tendenciosa, porque eso se paga muy caro. En definitiva, lo que ocurrió, debió advertirse que iba a ocurrir: cuándo, con qué y a quién le tocaría se definiría en el tiempo. Ahora lo sabemos. Es dable aclarar que, en lo personal, tuve el honor de compartir parte de mi tiempo con responsabilidad de comando con quien, a mi juicio, fue el único Jefe del Estado Mayor General de la Armada (JEMGA) que intentó parar, analizar y ver como seguíamos, pero deseaba el consenso para hacerlo. No se lo dieron, lo obstaculizaron, la mediocridad pudo más y hechos posteriores forzaron su pase a retiro, dando así por tierra con lo que pudo ser un hacer diferente. Concluyendo… no supimos, no pudimos, no quisimos. Cada uno, en profunda introspección, podrá colocarse en algunas de estas tres variables, lo único cierto es que fracasamos; solo espero que esta trágica pérdida de “44” intrépidos tripulantes permita a las futuras generaciones encontrar el rumbo que jamás deberíamos haber perdido, el de nuestros próceres, los verdaderos, los que con nada hicieron mucho por la Patria y consideraron que su gente era el recurso más preciado y valioso de la Armada. Buenos Aires, diciembre de 2017 [/QUOTE]
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