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<blockquote data-quote="BIGUA82" data-source="post: 2585395" data-attributes="member: 14958"><p><span style="font-size: 26px"><strong>Investigación aplicada en la Guerra Aérea de Malvinas</strong></span></p><p><span style="font-size: 22px"><strong>El protagonista de esta historia hizo su guerra contra la costra salina en una base militar en operaciones. Allí y pese a las presiones de la jerarquía, la urgencia de los acontecimientos, pocos insumos y condiciones de comunicación a menudo difíciles, desarrolló su pequeña investigación tal como lo había aprendido en la carrera de Bioquímica en la Universidad Nacional de Córdoba, como auxiliar docente en Química General, Química Analítica, Físico-química, Química Biológica y Química Inorgánica en la Universidad de Rio Cuarto y en su tesis doctoral sobre la Glándula Hipófisis y las células que producen la lactancia. En el duro marco de la guerra, el doctor Ernesto Haggi devenido entonces en 1er teniente aeronáutico, acudió a las herramientas de la ciencia experimental para resolver un imprevisto.</strong></span></p><p></p><p></p><p>Hoy, el Comodoro Haggi no describe su hallazgo como un descubrimiento o como un invento, sino como una labor donde se combinan conceptos y procedimientos que él había ejercitado en sus rutinas de laboratorio y de investigación. Lo suyo fue, ciertamente, una innovación que reveló que para improvisar hay que saber. Se trató, más bien, de una “capacidad de improvisación” que le permitió emplear sus conocimientos tecno-científicos para buscar y encontrar una solución. Personalmente, creo que fueron puras ganas de hacer y de hacerlo con ‘inteligencia’, con esa capacidad de interrelacionar distintos saberes y situaciones para el logro efectivo de un fin <strong>(desde Informe Industrial creemos que esa capacidad es la misma que han demostrado muchos de nuestros industriales que convirtieron una idea en un bien y que, en muchas ocasiones, lo hicieron pese a las muy adversas condiciones de entorno)</strong>.</p><p></p><p>El 12 de mayo de 1982 la República Argentina vivía la única guerra internacional que protagonizó nuestro país en todo el siglo XX. El conflicto anglo-argentino por las Malvinas e Islas del Atlántico Sur fue un desafío inesperado. En aquellos 74 días que comenzaron el 2 de abril, y más específicamente durante las acciones bélicas que se desarrollaron entre el 1o de mayo y el 14 de junio, ese reto se tradujo en una serie de decisiones institucionales y personales por parte de quienes integraban los estamentos de las tres Fuerzas Armadas. A diferencia de lo que suele creerse, la gran mayoría del personal militar no participó de la decisión política de recuperar las Islas, ni del trazado estratégico de cómo hacerlo. Sin embargo, junto a las órdenes impartidas por la superioridad, cada cual debió tomar medidas trascendentes. Así, la “improvisación” en la guerra de Malvinas, tan mentada por la prensa escrita, la literatura especializada, las fojas jurídico-militares y el ensayo político, puede cobrar nuevo sentido si se analiza microscópicamente cómo hicieron soldados, suboficiales y oficiales para hacer frente al desolador impacto de la confrontación. El panorama se complejiza aún más cuando se descubre que aquellas decisiones provinieron no sólo de quienes habían recibido instrucción militar, sino de personas con formaciones muy diversas.</p><p></p><p><strong>El inicio de esta historia</strong></p><p></p><p>Aquel 12 de mayo, a doce días de iniciadas las acciones, el personal de la Base Aérea Militar Río Gallegos vio llegar al Alférez Alfredo Vázquez totalmente demudado. Acababa de ser testigo único de un espectáculo desgarrador: tres misiles Sea Wolf lanzados desde las fragatas HMS Brilliant y HMS Glasgow, habían impactado en sus tres compañeros provocándoles la muerte. El arribo de Vázquez también pudo convertirse en otro desastre cuando su avión, al aterrizar, salió de la pista y pegó un giro de 180 grados. En honor a la verdad debe decirse que Vázquez había mostrado que su instrucción, su determinación y su destreza excedían con creces su condición de principiante y que el despiste que había sufrido su aparato no era efecto de su impericia sino del desconocimiento del ámbito de operaciones como consecuencia directa de la decisión tomada en 1969 por el Poder Ejecutivo que acotó la jurisdicción de la Fuerza Aérea a la superficie terrestre y continental.</p><p></p><p>Es importante destacar que, a su arribo, Vázquez debió ser guiado por radio porque le era imposible ver nada aunque aún había luz diurna. Es que el lado exterior del parabrisas frontal estaba cubierto por una costra de sal que actuaba como una cortina rígida, amarronada y compacta. Este fenómeno afectaba a todos los aviones de combate que se dirigían a su objetivo y lo hacían en vuelo rasante entre dos y tres metros sobre el Atlántico para no ser detectados por los radares británicos y “enganchados” por el dispositivo de ataque misilístico.</p><p></p><p>Debido a la curvatura terrestre, el llamado “lóbulo del radar” no alcanzaba la superficie, de modo que los pilotos debían arriesgarse rozando las aguas encrespadas del océano para sorprender al enemigo. Y cuando la Fuerza Aérea se incorporó a las operaciones propias de la aviación naval, la frontera entre esos pilotos quedó de lado porque la costra salina no hizo diferencias institucionales.</p><p></p><p>El jefe de la Base, Comodoro H.S.Rodoni, le encargó al personal del Grupo Técnico la solución del problema, y extendió el pedido a un primer teniente bioquímico cuyo apellido algunos pronunciaban “jayi”, otros “agui”, pero que se escribe Haggi y que había llegado hacía un año a ese destino lejano y “tranquilo”.</p><p></p><p>Cuando Ernesto Haggi comentó acerca del encargo, un miembro de la base le respondió que no se preocupara, porque los navy (los aeronavales) tampoco habían podido solucionarlo. No obstante, la cuestión preocupaba a pilotos y a suboficiales. Algunos imaginaron que el parabrisas del avión era similar al de los automóviles y ensayaron la solución con una repasada de rodajas de papa cruda, pero el almidón agravaba la blancura con la fuerza del viento y la temperatura.</p><p></p><p>Otros supusieron que la acción de la urea podía evitar el congelamiento, pero ni las sales de su composición mejoraban el cuadro ni el jefe de uno de los escuadrones de A-4, el entonces Vicecomodoro R.G. Zini, estaba dispuesto a que orinaran los aviones de sus pilotos.</p><p></p><p>Para colmo, y en un exceso de “prudencia institucional”, un compañero le aconsejó a Haggi que no se metiera en camisa de once varas porque de no encontrar la solución “podría salir mal parado”. Pero éste ponderó la situación y decidió hacer todo lo posible y poner todo lo que sabía por una causa noble. Recordaba vívidamente la imagen de Vázquez temblando por el stress que le producía volar en esas condiciones. Ese mismo alférez al que días después derribaron en Bahía Agradable .</p><p></p><p><strong>La experiencia de los “vidriecitos” </strong></p><p></p><p>”Me llevó algunos días poder afrontar el desafío de comprobar experimentalmente (digo, en el laboratorio) la hipótesis que tenía”, me contó el doctor Haggi.</p><p></p><p>“A ese avión que había observado, le sacaron algunas fotos y yo me trepé, no recuerdo cómo y ‘rasqué’ un poco de ese polvillo amarronado. Lo llevé a la boca y comprobé que era de un sabor amargo y salobre. La sal, como el cloruro de sodio, es blanca y salobre, entonces ¿por qué era amarga? Obvio. Sales de magnesio y calcio acompañando al cloruro de sodio. Y ¿por qué amarronado? Porque era agua de mar con toda la materia orgánica y toda la porquería que flota. El agua se había evaporado dejando como residuo esas sales que opacaban el parabrisas. La hipótesis, entonces, era que estos aviones, al volar tan pero tan bajo, se ‘llevaban por delante’ esa suspensión de líquido (agua de mar) en gas (aire) que se conoce como aerosol (la tan conocida ‘bruma’)”.</p><p></p><p>“El parabrisas es una pieza muy importante del avión. Tiene un espesor de unos 5 ó 6 centimetros. y en su interior hay un circuito para calefaccionarlo. Lo más importante de la descripción de esta pieza es que ¡es de vidrio! La composición del vidrio es esencialmente de silicatos y como mantiene cargas netas eléctricas en su superficie, el agua puede ‘mojarlo’.</p><p></p><p>Es que, en contrario a creencias populares, el agua no siempre moja. ¿Cómo hace el agua para ‘mojar’? Las moléculas de agua, compuestas de hidrógeno y oxígeno, presentan una distribución de cargas eléctricas distintas en las uniones químicas intramoleculares, que se manifiestan como un ‘dipolo’ que, aunque no son cargas netas como los silicatos, de todas formas permite establecer uniones intermoleculares ión-dipolo, haciendo que el agua se ‘pegue’ al vidrio y lo moje.</p><p></p><p>Hasta esta instancia el piloto podía ver como en un día de lluvia, pero podía ver. Pero en una guerra, al final de la carrera que debía realizarse para lanzar las bombas y escapar con la máxima velocidad posible, el ‘viento relativo’ que se producía era lo suficientemente intenso como para evaporar el agua (con sales) que quedaba en el parabrisas casi instantáneamente. Pero como el agua era de mar y lo que se evaporaba era agua pura ya que la sal no es evaporable, inmediatamente se formaba una capa que cubría al vidrio como una piedra”.</p><p></p><p>“La hipótesis era consistente y podía corroborarse haciendo referencia a que el mismo avión que tenía el depósito de sal en el parabrisas no lo tenía en la cabina (llamada ‘carlinga’ en la jerga aeronáutica) también transparente y que continuaba hacia atrás.</p><p></p><p>Esta carlinga está hecha de plexiglás que, químicamente, es todo lo opuesto al vidrio. Como es sumamente hidrofóbico (rechaza el agua), las gotas de agua que puse sobre ella tomaban una forma esférica, índice indiscutible que el agua ‘no quería mojar’ el plexiglás. La suposición era que si se lograba ‘impermeabilizar el vidrio’ podía llegarse a una solución”.</p><p></p><p>“Ahora bien. ¿Cómo repetir estas condiciones en el laboratorio para poder tener un modelo experimental y así probar distintas soluciones? Lo primero que hice fue recortar unos vidrios (que todavía tengo) para poder interpretar lo que pasaba. Otra cosa esencial fue disponer de agua de mar, así que iba a la ría local donde podía sacar toda la que quisiese. Llené un recipiente con agua de mar, pero me di cuenta que la suciedad y la contaminación con las arcillas expansivas, no dejaba un material reproducible, fácil de manejar. Decidí entonces hacer una filtración con papel de filtro (como los de café de hoy en día), pero los poros del papel se tapaban y perdía tiempo, así que terminé usando una centrífuga que tenía en el laboratorio. Con el agua de mar ya centrifugada y moderadamente limpia, debía repetir el fenómeno que sucedía en los parabrisas.” “Empecé probando diversas técnicas para mojar el vidrio, hasta que usé un nebulizador con una pipeta nasal. La cargaba y disparaba un aerosol contra el vidrio y quedaba bien homogéneo y parejo. La acción del viento relativo la simulé con un tubo de oxígeno dirigiendo un chorro del gas de una manera similar a la que el avión enfrentaba la bruma marina, o sea a unos 50 grados respecto del horizonte. Mientras más fuerte era el chorro del gas, más rápido se secaba y dejaba un residuo de características muy similares a lo que se había observado en el avión”.</p><p></p><p>“Aunque los del Grupo Técnico propusieron una solución física: la instalación de unas aletas deflectoras que produjeran una turbulencia en el parabrisas y de esa manera y por arrastre, limpiar el vidrio, yo seguía con lo mío.” “En el Laboratorio Clínico, para el recuento de plaquetas, se realizaba un procedimiento especial con las jeringas (que en ese entonces eran de vidrio), recubriéndolas de silicona porque, de no aplicarse esta técnica, las plaquetas se pegaban electrostáticamente a la jeringa y el recuento acusaba error por defecto. La silicona impedía toda adherencia porque impermeabilizaba el vidrio de la jeringa y lo hacía hidrofóbico. ¡Eso era lo que yo quería!” “Comencé probando con la silicona que tenía en el Laboratorio de la Base, pero era muy untuosa y capaz de pegar partículas atmosféricas, con lo que en vez de solucionar el problema, quizás lo agravara. Así que, ante la emergencia, me fui a recorrer la ciudad buscando quien pudiera vender siliconas. Encontré un negocio que representaba productos [de fotografía] 3M y sin explicar mucho (se hacía bastante misterio de todo esto porque parecía ser un secreto de guerra), le pedí que me diera una muestra de todas las que tenía y me las llevé a la Base para ir probando. Tenía que tener en cuenta que otra variable como la temperatura podía, en el aire, desnaturalizar el producto o que se cristalizara por congelación y, otra vez, ser peor el remedio que la enfermedad. Pero encontré una ciertamente prometedora que se conseguía en aerosol y, en consecuencia, podía mejorar mucho su forma de aplicación haciendo la tarea más sencilla y homogénea. Además seguía funcionando bien en un amplio rango de temperaturas, en especial con frío extremo y ¡era barata!”.</p><p></p><p>“El paso siguiente era contrastar el mismo procedimiento pero con los vidrios ahora siliconados. Recuerdo las expresiones de júbilo cuando en el vidrio apenas si se notaba un cambio de visibilidad. Con el suboficial del laboratorio (Carlos Gil) gritábamos de contentos”.</p><p></p><p>“Todo lo hacíamos en el laboratorio, una piecita de 3 x 3 donde se juntaban las muestras de sangre y el combustible de los aviones, porque el Laboratorio de Ensayo de Materiales (LEM Central) nos había encargado controlar que no tuviese contaminación de partículas, de agua o de otros combustibles. En medio de todo ese pandemónium, yo hacía las experiencias de los ‘vidriecitos’, como los llamaba”.</p><p></p><p>“Ahora bien, ¡una cosa era el laboratorio y otra muy distinta los aviones! De las nuevas conversaciones con los técnicos surgió la propuesta de siliconar la mitad de un parabrisas y dejar la otra mitad libre. Si hubiese algún problema habría dos alternativas”.</p><p></p><p>“¿Cómo sabría si daba resultado? porque a veces este fenómeno no se producía.</p><p></p><p>El Capitán P.M.Carballo, jefe de una escuadrilla, tenía un suboficial que lo apreciaba mucho y antes de partir en una misión, ya con los parabrisas tratados con silicona, los limpió tan bien que, sin querer, le quitó el producto. Ya se había protocolizado un procedimiento para aplicarlo que incluía una limpieza previa con solventes orgánicos, (creo que era tetracloruro de carbono). Debe haber sido con este mismo solvente que le sacó toda la silicona. Cuando despegaron hacia la misión que debían cumplir y comenzó el vuelo rasante, al único que se le precipitó el salitre fue a Carballo, hecho que me dio la pauta que el procedimiento producía el efecto deseado”.</p><p></p><p>“Avisado el LEM Central de este problema, se remitió a Gallegos un producto que decía: ‘Formulado para parabrisas’. Uno de los pilotos se acercó al laboratorio y me dijo: ‘- Mandaron esto de Buenos Aires pero nosotros vamos a seguir con lo suyo y ninguna otra cosa’. Todavía lo tengo a ese formulado. Lo curioso es que lo probé para sacarme las dudas Y ¡era mejor que la silicona usada! Pero así son los pilotos, cuando algo salía bien no había forma de hacerlos cambiar de opinión. ¿Será por cábala?”.</p><p></p><p><strong>Rosana Guber (Conicet-Ides)</strong></p><p></p><p></p><p><strong>La autora agradece al Brigadier Mayor (R) Rubén G. Zini, a los Comodoros (R) Oscar Aranda Durañona y Antonio Zelaya, al Suboficial Principal Sergio Olmedo, y al protagonista de la historia, Comodoro Ernesto Haggi, por su colaboración en la confección de la nota.</strong></p><p><img src="http://www.informeindustrial.com.ar/imagenes/552_Luneta%20con%20sal.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /> <img src="http://www.informeindustrial.com.ar/imagenes/552_Luneta%20sin%20sal.jpg" alt="" class="fr-fic fr-dii fr-draggable " style="" /></p></blockquote><p></p>
[QUOTE="BIGUA82, post: 2585395, member: 14958"] [SIZE=7][B]Investigación aplicada en la Guerra Aérea de Malvinas[/B][/SIZE] [SIZE=6][B]El protagonista de esta historia hizo su guerra contra la costra salina en una base militar en operaciones. Allí y pese a las presiones de la jerarquía, la urgencia de los acontecimientos, pocos insumos y condiciones de comunicación a menudo difíciles, desarrolló su pequeña investigación tal como lo había aprendido en la carrera de Bioquímica en la Universidad Nacional de Córdoba, como auxiliar docente en Química General, Química Analítica, Físico-química, Química Biológica y Química Inorgánica en la Universidad de Rio Cuarto y en su tesis doctoral sobre la Glándula Hipófisis y las células que producen la lactancia. En el duro marco de la guerra, el doctor Ernesto Haggi devenido entonces en 1er teniente aeronáutico, acudió a las herramientas de la ciencia experimental para resolver un imprevisto.[/B][/SIZE] Hoy, el Comodoro Haggi no describe su hallazgo como un descubrimiento o como un invento, sino como una labor donde se combinan conceptos y procedimientos que él había ejercitado en sus rutinas de laboratorio y de investigación. Lo suyo fue, ciertamente, una innovación que reveló que para improvisar hay que saber. Se trató, más bien, de una “capacidad de improvisación” que le permitió emplear sus conocimientos tecno-científicos para buscar y encontrar una solución. Personalmente, creo que fueron puras ganas de hacer y de hacerlo con ‘inteligencia’, con esa capacidad de interrelacionar distintos saberes y situaciones para el logro efectivo de un fin [B](desde Informe Industrial creemos que esa capacidad es la misma que han demostrado muchos de nuestros industriales que convirtieron una idea en un bien y que, en muchas ocasiones, lo hicieron pese a las muy adversas condiciones de entorno)[/B]. El 12 de mayo de 1982 la República Argentina vivía la única guerra internacional que protagonizó nuestro país en todo el siglo XX. El conflicto anglo-argentino por las Malvinas e Islas del Atlántico Sur fue un desafío inesperado. En aquellos 74 días que comenzaron el 2 de abril, y más específicamente durante las acciones bélicas que se desarrollaron entre el 1o de mayo y el 14 de junio, ese reto se tradujo en una serie de decisiones institucionales y personales por parte de quienes integraban los estamentos de las tres Fuerzas Armadas. A diferencia de lo que suele creerse, la gran mayoría del personal militar no participó de la decisión política de recuperar las Islas, ni del trazado estratégico de cómo hacerlo. Sin embargo, junto a las órdenes impartidas por la superioridad, cada cual debió tomar medidas trascendentes. Así, la “improvisación” en la guerra de Malvinas, tan mentada por la prensa escrita, la literatura especializada, las fojas jurídico-militares y el ensayo político, puede cobrar nuevo sentido si se analiza microscópicamente cómo hicieron soldados, suboficiales y oficiales para hacer frente al desolador impacto de la confrontación. El panorama se complejiza aún más cuando se descubre que aquellas decisiones provinieron no sólo de quienes habían recibido instrucción militar, sino de personas con formaciones muy diversas. [B]El inicio de esta historia[/B] Aquel 12 de mayo, a doce días de iniciadas las acciones, el personal de la Base Aérea Militar Río Gallegos vio llegar al Alférez Alfredo Vázquez totalmente demudado. Acababa de ser testigo único de un espectáculo desgarrador: tres misiles Sea Wolf lanzados desde las fragatas HMS Brilliant y HMS Glasgow, habían impactado en sus tres compañeros provocándoles la muerte. El arribo de Vázquez también pudo convertirse en otro desastre cuando su avión, al aterrizar, salió de la pista y pegó un giro de 180 grados. En honor a la verdad debe decirse que Vázquez había mostrado que su instrucción, su determinación y su destreza excedían con creces su condición de principiante y que el despiste que había sufrido su aparato no era efecto de su impericia sino del desconocimiento del ámbito de operaciones como consecuencia directa de la decisión tomada en 1969 por el Poder Ejecutivo que acotó la jurisdicción de la Fuerza Aérea a la superficie terrestre y continental. Es importante destacar que, a su arribo, Vázquez debió ser guiado por radio porque le era imposible ver nada aunque aún había luz diurna. Es que el lado exterior del parabrisas frontal estaba cubierto por una costra de sal que actuaba como una cortina rígida, amarronada y compacta. Este fenómeno afectaba a todos los aviones de combate que se dirigían a su objetivo y lo hacían en vuelo rasante entre dos y tres metros sobre el Atlántico para no ser detectados por los radares británicos y “enganchados” por el dispositivo de ataque misilístico. Debido a la curvatura terrestre, el llamado “lóbulo del radar” no alcanzaba la superficie, de modo que los pilotos debían arriesgarse rozando las aguas encrespadas del océano para sorprender al enemigo. Y cuando la Fuerza Aérea se incorporó a las operaciones propias de la aviación naval, la frontera entre esos pilotos quedó de lado porque la costra salina no hizo diferencias institucionales. El jefe de la Base, Comodoro H.S.Rodoni, le encargó al personal del Grupo Técnico la solución del problema, y extendió el pedido a un primer teniente bioquímico cuyo apellido algunos pronunciaban “jayi”, otros “agui”, pero que se escribe Haggi y que había llegado hacía un año a ese destino lejano y “tranquilo”. Cuando Ernesto Haggi comentó acerca del encargo, un miembro de la base le respondió que no se preocupara, porque los navy (los aeronavales) tampoco habían podido solucionarlo. No obstante, la cuestión preocupaba a pilotos y a suboficiales. Algunos imaginaron que el parabrisas del avión era similar al de los automóviles y ensayaron la solución con una repasada de rodajas de papa cruda, pero el almidón agravaba la blancura con la fuerza del viento y la temperatura. Otros supusieron que la acción de la urea podía evitar el congelamiento, pero ni las sales de su composición mejoraban el cuadro ni el jefe de uno de los escuadrones de A-4, el entonces Vicecomodoro R.G. Zini, estaba dispuesto a que orinaran los aviones de sus pilotos. Para colmo, y en un exceso de “prudencia institucional”, un compañero le aconsejó a Haggi que no se metiera en camisa de once varas porque de no encontrar la solución “podría salir mal parado”. Pero éste ponderó la situación y decidió hacer todo lo posible y poner todo lo que sabía por una causa noble. Recordaba vívidamente la imagen de Vázquez temblando por el stress que le producía volar en esas condiciones. Ese mismo alférez al que días después derribaron en Bahía Agradable . [B]La experiencia de los “vidriecitos” [/B] ”Me llevó algunos días poder afrontar el desafío de comprobar experimentalmente (digo, en el laboratorio) la hipótesis que tenía”, me contó el doctor Haggi. “A ese avión que había observado, le sacaron algunas fotos y yo me trepé, no recuerdo cómo y ‘rasqué’ un poco de ese polvillo amarronado. Lo llevé a la boca y comprobé que era de un sabor amargo y salobre. La sal, como el cloruro de sodio, es blanca y salobre, entonces ¿por qué era amarga? Obvio. Sales de magnesio y calcio acompañando al cloruro de sodio. Y ¿por qué amarronado? Porque era agua de mar con toda la materia orgánica y toda la porquería que flota. El agua se había evaporado dejando como residuo esas sales que opacaban el parabrisas. La hipótesis, entonces, era que estos aviones, al volar tan pero tan bajo, se ‘llevaban por delante’ esa suspensión de líquido (agua de mar) en gas (aire) que se conoce como aerosol (la tan conocida ‘bruma’)”. “El parabrisas es una pieza muy importante del avión. Tiene un espesor de unos 5 ó 6 centimetros. y en su interior hay un circuito para calefaccionarlo. Lo más importante de la descripción de esta pieza es que ¡es de vidrio! La composición del vidrio es esencialmente de silicatos y como mantiene cargas netas eléctricas en su superficie, el agua puede ‘mojarlo’. Es que, en contrario a creencias populares, el agua no siempre moja. ¿Cómo hace el agua para ‘mojar’? Las moléculas de agua, compuestas de hidrógeno y oxígeno, presentan una distribución de cargas eléctricas distintas en las uniones químicas intramoleculares, que se manifiestan como un ‘dipolo’ que, aunque no son cargas netas como los silicatos, de todas formas permite establecer uniones intermoleculares ión-dipolo, haciendo que el agua se ‘pegue’ al vidrio y lo moje. Hasta esta instancia el piloto podía ver como en un día de lluvia, pero podía ver. Pero en una guerra, al final de la carrera que debía realizarse para lanzar las bombas y escapar con la máxima velocidad posible, el ‘viento relativo’ que se producía era lo suficientemente intenso como para evaporar el agua (con sales) que quedaba en el parabrisas casi instantáneamente. Pero como el agua era de mar y lo que se evaporaba era agua pura ya que la sal no es evaporable, inmediatamente se formaba una capa que cubría al vidrio como una piedra”. “La hipótesis era consistente y podía corroborarse haciendo referencia a que el mismo avión que tenía el depósito de sal en el parabrisas no lo tenía en la cabina (llamada ‘carlinga’ en la jerga aeronáutica) también transparente y que continuaba hacia atrás. Esta carlinga está hecha de plexiglás que, químicamente, es todo lo opuesto al vidrio. Como es sumamente hidrofóbico (rechaza el agua), las gotas de agua que puse sobre ella tomaban una forma esférica, índice indiscutible que el agua ‘no quería mojar’ el plexiglás. La suposición era que si se lograba ‘impermeabilizar el vidrio’ podía llegarse a una solución”. “Ahora bien. ¿Cómo repetir estas condiciones en el laboratorio para poder tener un modelo experimental y así probar distintas soluciones? Lo primero que hice fue recortar unos vidrios (que todavía tengo) para poder interpretar lo que pasaba. Otra cosa esencial fue disponer de agua de mar, así que iba a la ría local donde podía sacar toda la que quisiese. Llené un recipiente con agua de mar, pero me di cuenta que la suciedad y la contaminación con las arcillas expansivas, no dejaba un material reproducible, fácil de manejar. Decidí entonces hacer una filtración con papel de filtro (como los de café de hoy en día), pero los poros del papel se tapaban y perdía tiempo, así que terminé usando una centrífuga que tenía en el laboratorio. Con el agua de mar ya centrifugada y moderadamente limpia, debía repetir el fenómeno que sucedía en los parabrisas.” “Empecé probando diversas técnicas para mojar el vidrio, hasta que usé un nebulizador con una pipeta nasal. La cargaba y disparaba un aerosol contra el vidrio y quedaba bien homogéneo y parejo. La acción del viento relativo la simulé con un tubo de oxígeno dirigiendo un chorro del gas de una manera similar a la que el avión enfrentaba la bruma marina, o sea a unos 50 grados respecto del horizonte. Mientras más fuerte era el chorro del gas, más rápido se secaba y dejaba un residuo de características muy similares a lo que se había observado en el avión”. “Aunque los del Grupo Técnico propusieron una solución física: la instalación de unas aletas deflectoras que produjeran una turbulencia en el parabrisas y de esa manera y por arrastre, limpiar el vidrio, yo seguía con lo mío.” “En el Laboratorio Clínico, para el recuento de plaquetas, se realizaba un procedimiento especial con las jeringas (que en ese entonces eran de vidrio), recubriéndolas de silicona porque, de no aplicarse esta técnica, las plaquetas se pegaban electrostáticamente a la jeringa y el recuento acusaba error por defecto. La silicona impedía toda adherencia porque impermeabilizaba el vidrio de la jeringa y lo hacía hidrofóbico. ¡Eso era lo que yo quería!” “Comencé probando con la silicona que tenía en el Laboratorio de la Base, pero era muy untuosa y capaz de pegar partículas atmosféricas, con lo que en vez de solucionar el problema, quizás lo agravara. Así que, ante la emergencia, me fui a recorrer la ciudad buscando quien pudiera vender siliconas. Encontré un negocio que representaba productos [de fotografía] 3M y sin explicar mucho (se hacía bastante misterio de todo esto porque parecía ser un secreto de guerra), le pedí que me diera una muestra de todas las que tenía y me las llevé a la Base para ir probando. Tenía que tener en cuenta que otra variable como la temperatura podía, en el aire, desnaturalizar el producto o que se cristalizara por congelación y, otra vez, ser peor el remedio que la enfermedad. Pero encontré una ciertamente prometedora que se conseguía en aerosol y, en consecuencia, podía mejorar mucho su forma de aplicación haciendo la tarea más sencilla y homogénea. Además seguía funcionando bien en un amplio rango de temperaturas, en especial con frío extremo y ¡era barata!”. “El paso siguiente era contrastar el mismo procedimiento pero con los vidrios ahora siliconados. Recuerdo las expresiones de júbilo cuando en el vidrio apenas si se notaba un cambio de visibilidad. Con el suboficial del laboratorio (Carlos Gil) gritábamos de contentos”. “Todo lo hacíamos en el laboratorio, una piecita de 3 x 3 donde se juntaban las muestras de sangre y el combustible de los aviones, porque el Laboratorio de Ensayo de Materiales (LEM Central) nos había encargado controlar que no tuviese contaminación de partículas, de agua o de otros combustibles. En medio de todo ese pandemónium, yo hacía las experiencias de los ‘vidriecitos’, como los llamaba”. “Ahora bien, ¡una cosa era el laboratorio y otra muy distinta los aviones! De las nuevas conversaciones con los técnicos surgió la propuesta de siliconar la mitad de un parabrisas y dejar la otra mitad libre. Si hubiese algún problema habría dos alternativas”. “¿Cómo sabría si daba resultado? porque a veces este fenómeno no se producía. El Capitán P.M.Carballo, jefe de una escuadrilla, tenía un suboficial que lo apreciaba mucho y antes de partir en una misión, ya con los parabrisas tratados con silicona, los limpió tan bien que, sin querer, le quitó el producto. Ya se había protocolizado un procedimiento para aplicarlo que incluía una limpieza previa con solventes orgánicos, (creo que era tetracloruro de carbono). Debe haber sido con este mismo solvente que le sacó toda la silicona. Cuando despegaron hacia la misión que debían cumplir y comenzó el vuelo rasante, al único que se le precipitó el salitre fue a Carballo, hecho que me dio la pauta que el procedimiento producía el efecto deseado”. “Avisado el LEM Central de este problema, se remitió a Gallegos un producto que decía: ‘Formulado para parabrisas’. Uno de los pilotos se acercó al laboratorio y me dijo: ‘- Mandaron esto de Buenos Aires pero nosotros vamos a seguir con lo suyo y ninguna otra cosa’. Todavía lo tengo a ese formulado. Lo curioso es que lo probé para sacarme las dudas Y ¡era mejor que la silicona usada! Pero así son los pilotos, cuando algo salía bien no había forma de hacerlos cambiar de opinión. ¿Será por cábala?”. [B]Rosana Guber (Conicet-Ides)[/B] [B]La autora agradece al Brigadier Mayor (R) Rubén G. Zini, a los Comodoros (R) Oscar Aranda Durañona y Antonio Zelaya, al Suboficial Principal Sergio Olmedo, y al protagonista de la historia, Comodoro Ernesto Haggi, por su colaboración en la confección de la nota.[/B] [IMG]http://www.informeindustrial.com.ar/imagenes/552_Luneta%20con%20sal.jpg[/IMG] [IMG]http://www.informeindustrial.com.ar/imagenes/552_Luneta%20sin%20sal.jpg[/IMG] [/QUOTE]
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Guerra desarrollada entre Argentina y el Reino Unido en 1982
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