Menú
Inicio
Visitar el Sitio Zona Militar
Foros
Nuevos mensajes
Buscar en los foros
Qué hay de nuevo
Nuevos mensajes
Última actividad
Miembros
Visitantes actuales
Entrar
Registrarse
Novedades
Buscar
Buscar
Buscar sólo en títulos
Por:
Nuevos mensajes
Buscar en los foros
Menú
Entrar
Registrarse
Inicio
Foros
Area Militar General
Conflictos Contemporáneos
Operación Soberanía 1978
JavaScript is disabled. For a better experience, please enable JavaScript in your browser before proceeding.
Estás usando un navegador obsoleto. No se pueden mostrar estos u otros sitios web correctamente.
Se debe actualizar o usar un
navegador alternativo
.
Responder al tema
Mensaje
<blockquote data-quote="L-7" data-source="post: 663041" data-attributes="member: 80"><p>Otro articulo aparecido en la misma revista sobre el conflicto desde la optica de un niño de Punta Arenas</p><p></p><p></p><p></p><p>sábado 20 de diciembre de 2008 </p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p></p><p> </p><p>Pesadilla infantil en Punta Arenas </p><p> </p><p> </p><p>En diciembre de 1978, la capital de la Duodécima Región era una ciudad acuartelada que esperaba en cualquier momento un bombardeo o una invasión. El miedo flotaba en las casas, calles, colegios y oficinas. Ésta no es la historia militar ni política del conflicto. Es la historia de un niño de 12 años enfrentado al horror de la guerra. </p><p></p><p></p><p>POR GAZI JALIL F.</p><p></p><p>Por esos días, llegó Martín Vargas a Punta Arenas.</p><p></p><p>La pelea con un boxeador local se realizó a tablero vuelto en el gimnasio municipal, una enorme construcción con columnas romanas frente al Estrecho de Magallanes, y al otro día fue comentario general. No por el resultado, sino porque graficó que todo el mundo sabía lo que estaba pasando.</p><p></p><p>Mi padre llegó con la historia a la casa: al tercer round, el locutor hace un extraño anuncio: que todos los bomberos presentes vayan urgente a sus unidades. Al quinto round, el mismo locutor hace un segundo llamado: que todos los carabineros de franco entre el público vuelvan a sus cuarteles, urgente. Al sexto, otro aviso: todos los reservistas y funcionarios de las Fuerzas Armadas que se presenten en sus respectivas unidades de inmediato. Cuando en el gimnasio apenas quedaba la mitad del público, uno de los presentes grita: "¡Martín, noquéalo rápido que va a empezar la guerra!".</p><p></p><p>La carcajada fue descomunal. Al round siguiente, Vargas ganó por KO.</p><p></p><p>Esa noche, mientras la gente volvía a sus casas –me contaría mi padre luego– no andaba un alma por las calles.</p><p></p><p>En el cine Gran Palace acababan de estrenar Grease, la película de John Travolta y Olivia Newton John, y mi mundo, a los 12 años, se repartía entre eso, el colegio y largas tardes en el Ipanema, una pequeña galería comercial que terminaba en un local de máquinas de flippers y videojuegos, el único que había en la ciudad.</p><p></p><p>De la guerra, ni una palabra aparecía en el diario, ni en la tele, ni en las radios, pero estaba: había entrado en nuestras casas, flotaba en las calles, en las oficinas, en los bares, en los colegios, se desplazaba de un lugar a otro en forma de rumor y todos tenían una historia que contar. Un compañero de curso decía que su padre, pescador de centollas, durante las noches trasladaba fusiles en su bote para los soldados. Otro contaba que en un paseo al Parque Japonés había encontrado cañones camuflados con mallas. Otro, que su familia había llenado el sótano con víveres y que en caso de que pasara algo se refugiarían allí. Y otro, que había visto los radares antiaéreos en el Cerro Mirador, que eran unos equipos israelíes que parecían observatorios astronómicos.</p><p></p><p>Y yo siempre contaba la misma historia: que hace unos días, camino al colegio, me había detenido ante una interminable caravana de camiones militares que bajaban desde el regimiento Pudeto. Uno y otro, y luego otro y otro y otro más; tantos, que perdí la cuenta. Pero no fue eso lo que me impresionó. Fue otra cosa: los rostros de los soldados que iban apretujados en esos camiones. Transmitían miedo. Eran jóvenes, los mismos que habían repletado la ciudad en los últimos días, que caminaban como fantasmas por la plaza, se juntaban en las esquinas a fumar y nos ocupaban los flippers del Ipanema. Uno podía notar que no eran de aquí: apenas soportaban el frío.</p><p></p><p>Esto lo recuerdo como una película. Y empieza así: Uno, dos, tres aviones pasando en perfecta formación sobre mi cabeza; cuatro, cinco, seis, y se pierden al otro lado del Estrecho; siete, ocho, nueve, y la gente se tapa los oídos porque pasan tan cerca, tan rápido, tan amenazantes; diez, once, doce, y algunas ventanas vibran con furia y todo el mundo tiene la vista pegada en el cielo, como si acabaran de ver una aparición de la Virgen, y los niños aplauden y se quedan viendo un buen rato más a ver si los Hawker Hunter, que nunca antes habían visto, pasan de vuelta.</p><p></p><p>Desde hacía varios meses el miedo, como una espesa niebla, se comenzaba a filtrar en la vida de Punta Arenas, una ciudad relativamente pequeña, con 90 mil habitantes, dos cines, un canal de TV, recién declarada Zona Franca y cuya calle principal, interrumpida por un par de edificios, se podía recorrer a pie en 10 minutos de ida y vuelta.</p><p></p><p>Eso hacía el día que vi los aviones. A pocos kilómetros, en alguna parte desconocida de la Patagonia, la guerra por las islas Nueva, Picton y Lennox estaba por estallar. Se podía presentir, no sólo por los vuelos rasantes ni por los buques camuflados que una mañana aparecieron meciéndose frente al muelle, sino porque una tarde de sol caminando por la parte alta de la ciudad vi pintada en el techo del Hospital Regional una gigantesca cruz roja sobre un fondo blanco.</p><p></p><p>Se lo conté a mi madre esa misma tarde:</p><p></p><p>-Es por si hay un ataque aéreo –me dijo-. Así los argentinos no bombardean el hospital.</p><p></p><p>Yo iba en octavo básico y era primera vez que escuchaba que estábamos en peligro. Un peligro real en una ciudad mansa, casi un pueblo, un punto colgando del mapa, demasiado lejos del resto del país. Una ciudad donde crecía un sentimiento casi fanático: un año antes se había estrenado una obra musical, Canto a Magallanes, una mezcla de canciones épicas y rezos que durante dos horas no hacían más que alabar a los pioneros y a los que vivíamos allí. Toda la ciudad vio la obra y salíamos orgullosos de vivir en Punta Arenas, convencidos de que no había mejor lugar en el mundo, de que estábamos en la tierra prometida.</p><p></p><p>Entonces, ¿por qué nos iban a atacar? De hecho, si venía alguien del norte (para los puntarenenses, todo el mundo es del norte), podría pensar que estaba en Argentina. La gente habla con un tono muy parecido, utiliza expresiones similares y en el comercio se vendían cientos de productos de ese país. En mi bolsillo llevaba chicles argentinos marca Bazooka y escondía trozos de Mantecol.</p><p></p><p>No era extraño. Entre Río Gallegos, en Argentina, y Punta Arenas -distantes a no más de dos horas en auto- continuamente iban y venían delegaciones deportivas, escolares y sociales. Había partidos de fútbol entre ambas ciudades, carreras de auto en Cabo Verde, un nutrido contrabando, y hasta un espectáculo internacional, el Festival de la Patagonia, en el que actuaban y competían grupos del otro lado de la frontera.</p><p></p><p>Muchos tenían familiares en Gallegos, casi todos habíamos pasado algunas vacaciones allá, y en mi casa mis padres escuchaban a Los Chalchaleros y Los Tucu Tucu, grupos folclóricos argentinos que eran furor en la ciudad.</p><p></p><p>Pero desde el día que vi los aviones, todo eso se evaporó.</p><p></p><p>Ese año había llegado la televisión a colores a las casas, y lo primero que vimos fue, precisamente, el Mundial de Argentina. También veíamos a Rex Humbart, el telepredicador que años después recorrería Chile hasta Punta Arenas invitado por Pinochet.</p><p></p><p>A veces escuchábamos radios argentinas, y sólo allí podíamos enterarnos de qué estaba pasando realmente. Había proclamas antichilenas, amenazas, advertencias, mientras en las radios de Punta Arenas sólo había música y programas de concursos que producían una curiosa calma en medio de la tormenta que nos rodeaba. Una día escuché varias veces un llamado de utilidad pública: se citaba a reunión extraordinaria a un club deportivo con un nombre que no recuerdo, porque no existía. La hora también era rara: a las 12 de la noche. Luego supe que eran mensajes en clave de acuartelamiento para los soldados.</p><p></p><p>–Tiene que haber comenzado la guerra –decían mis compañeros de curso.</p><p></p><p>Había una extendida idea de que en caso de enfrentamiento, los argentinos nos pasarían por encima y que se adueñarían de todo el sur del país. Bromeábamos con eso, decíamos que, al menos, ganaríamos mundiales de fútbol. Incluso había un chiste: un chileno se quedaba dormido y despertaba 10 años después y lo primero que preguntaba era qué había pasado con la guerra con Argentina y le contestaban que jamás les entregaríamos Talca.</p><p></p><p>Pero en diciembre, a pocos días de la Navidad, nadie se reía. La guerra había dejado de ser sólo una posibilidad. Ahora tenía fecha: entre Pascua y Año Nuevo. Pero todos estaban equivocados, la guerra iba a ser antes: el 22 de diciembre.</p><p></p><p>Un día antes, el 21, fue extraño. Varios de mis amigos no podían salir: estaban en sus casas ayudando a sus padres a cavar trincheras en el patio. Durante la mañana el intendente Nilo Floody –un militar que años después sería nombrado embajador en Israel– había citado a las juntas de vecinos al Teatro Municipal. Les dijo que la guerra era inminente, que era difícil que los tanques argentinos llegaran a Punta Arenas, pero que la población debía estar preparada para un ataque aéreo. Entonces, ante la mirada atónita de los presentes, empezó a enseñar con diagramas la mejor manera de construir trincheras en el patio, unas trincheras en forma de L, con tales dimensiones y tales características.</p><p></p><p>No todos le hicieron caso, porque muchos no creían que iba a estallar la guerra, o no lo querían creer. Pero otros estaban convencidos, así que llegaron a sus barrios a mostrar al resto de los vecinos cómo se cavaban trincheras.</p><p></p><p>Uno de mis amigos era hijo de un capitán de Ejército. Me contó que en la población militar en la que vivía quedaban pocos. Que la instrucción era que los familiares de los uniformados abandonaran Punta Arenas y luego dijo algo que yo ya sabía: que en el aeropuerto las ventanas estaban tapiadas. No se podía ver el despegue ni el aterrizaje de los aviones. Además, a bordo de los aviones los pasajeros tenían prohibido levantar la cortina de las ventanas hasta media hora después del despegue.</p><p></p><p>–Es para que no vean los hangares semienterrados que construyeron allí –me explicaba mi amigo, que sabía porque su padre le había contado.</p><p></p><p>Ese día caminamos por una ciudad que se movía tranquila, lenta, semidormida, y fuimos al muelle a ver los barcos de guerra. Ya no estaban.</p><p></p><p>–Zarparon hacia el sur –nos dijo el guardia.</p><p></p><p>No recuerdo que hayamos cavado una trinchera en nuestro patio, ni que hayamos juntado alimentos en la bodega. Mis padres no creían en la guerra. No había un plan de contingencia en mi familia, aunque escuchaba que en los supermercados estaban escaseando algunos alimentos y las pilas. Y que en las ferreterías ya no había palas ni picotas.</p><p></p><p>Hasta que llegó el día de la guerra. Pero no lo sabíamos. Mientras en el Beagle las escuadras de ambos países se mostraban los dientes, y en la frontera los soldados esperaban la orden de abrir fuego, en mi casa sonaba el teléfono. Era un amigo. Me dijo que durante la noche sus padres habían cargado canastos y cajas con víveres, linternas, velas, fósforos, todo lo que pudieron en la maleta del auto, un Chevy Nova naranjo.</p><p></p><p>–¿A dónde vamos a escapar en un Chevy Nova naranjo? –me decía.</p><p></p><p>Al rato, la noticia llegaba como un relámpago: el Papa Juan Pablo II aceptaba mediar en el conflicto. Lo escuchamos por la radio.</p><p></p><p>En los días que vinieron, las calles se llenaron de soldados felices, sin miedo. La gente los saludaba, les daban cigarrillos, amanecían borrachos en la plaza y, poco a poco, desaparecieron.</p><p></p><p>Esa mañana fui al Ipanema. Un tibio sol iluminaba Punta Arenas.</p><p></p><p></p><p></p><p></p><p>GAZI JALIL F.. </p><p></p><p></p><p></p><p></p><p>Este es el enlace (hay fotos tambien)</p><p></p><p></p><p>http://diario.elmercurio.com/2008/12/20/el_sabado/reportajes/noticias/686F5E65-9775-4124-A5EE-9E0F43826C03.htm?id={686F5E65-9775-4124-A5EE-9E0F43826C03}</p><p></p><p></p><p></p><p>Saludos</p><p>Lautaro</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="L-7, post: 663041, member: 80"] Otro articulo aparecido en la misma revista sobre el conflicto desde la optica de un niño de Punta Arenas sábado 20 de diciembre de 2008 Pesadilla infantil en Punta Arenas En diciembre de 1978, la capital de la Duodécima Región era una ciudad acuartelada que esperaba en cualquier momento un bombardeo o una invasión. El miedo flotaba en las casas, calles, colegios y oficinas. Ésta no es la historia militar ni política del conflicto. Es la historia de un niño de 12 años enfrentado al horror de la guerra. POR GAZI JALIL F. Por esos días, llegó Martín Vargas a Punta Arenas. La pelea con un boxeador local se realizó a tablero vuelto en el gimnasio municipal, una enorme construcción con columnas romanas frente al Estrecho de Magallanes, y al otro día fue comentario general. No por el resultado, sino porque graficó que todo el mundo sabía lo que estaba pasando. Mi padre llegó con la historia a la casa: al tercer round, el locutor hace un extraño anuncio: que todos los bomberos presentes vayan urgente a sus unidades. Al quinto round, el mismo locutor hace un segundo llamado: que todos los carabineros de franco entre el público vuelvan a sus cuarteles, urgente. Al sexto, otro aviso: todos los reservistas y funcionarios de las Fuerzas Armadas que se presenten en sus respectivas unidades de inmediato. Cuando en el gimnasio apenas quedaba la mitad del público, uno de los presentes grita: "¡Martín, noquéalo rápido que va a empezar la guerra!". La carcajada fue descomunal. Al round siguiente, Vargas ganó por KO. Esa noche, mientras la gente volvía a sus casas –me contaría mi padre luego– no andaba un alma por las calles. En el cine Gran Palace acababan de estrenar Grease, la película de John Travolta y Olivia Newton John, y mi mundo, a los 12 años, se repartía entre eso, el colegio y largas tardes en el Ipanema, una pequeña galería comercial que terminaba en un local de máquinas de flippers y videojuegos, el único que había en la ciudad. De la guerra, ni una palabra aparecía en el diario, ni en la tele, ni en las radios, pero estaba: había entrado en nuestras casas, flotaba en las calles, en las oficinas, en los bares, en los colegios, se desplazaba de un lugar a otro en forma de rumor y todos tenían una historia que contar. Un compañero de curso decía que su padre, pescador de centollas, durante las noches trasladaba fusiles en su bote para los soldados. Otro contaba que en un paseo al Parque Japonés había encontrado cañones camuflados con mallas. Otro, que su familia había llenado el sótano con víveres y que en caso de que pasara algo se refugiarían allí. Y otro, que había visto los radares antiaéreos en el Cerro Mirador, que eran unos equipos israelíes que parecían observatorios astronómicos. Y yo siempre contaba la misma historia: que hace unos días, camino al colegio, me había detenido ante una interminable caravana de camiones militares que bajaban desde el regimiento Pudeto. Uno y otro, y luego otro y otro y otro más; tantos, que perdí la cuenta. Pero no fue eso lo que me impresionó. Fue otra cosa: los rostros de los soldados que iban apretujados en esos camiones. Transmitían miedo. Eran jóvenes, los mismos que habían repletado la ciudad en los últimos días, que caminaban como fantasmas por la plaza, se juntaban en las esquinas a fumar y nos ocupaban los flippers del Ipanema. Uno podía notar que no eran de aquí: apenas soportaban el frío. Esto lo recuerdo como una película. Y empieza así: Uno, dos, tres aviones pasando en perfecta formación sobre mi cabeza; cuatro, cinco, seis, y se pierden al otro lado del Estrecho; siete, ocho, nueve, y la gente se tapa los oídos porque pasan tan cerca, tan rápido, tan amenazantes; diez, once, doce, y algunas ventanas vibran con furia y todo el mundo tiene la vista pegada en el cielo, como si acabaran de ver una aparición de la Virgen, y los niños aplauden y se quedan viendo un buen rato más a ver si los Hawker Hunter, que nunca antes habían visto, pasan de vuelta. Desde hacía varios meses el miedo, como una espesa niebla, se comenzaba a filtrar en la vida de Punta Arenas, una ciudad relativamente pequeña, con 90 mil habitantes, dos cines, un canal de TV, recién declarada Zona Franca y cuya calle principal, interrumpida por un par de edificios, se podía recorrer a pie en 10 minutos de ida y vuelta. Eso hacía el día que vi los aviones. A pocos kilómetros, en alguna parte desconocida de la Patagonia, la guerra por las islas Nueva, Picton y Lennox estaba por estallar. Se podía presentir, no sólo por los vuelos rasantes ni por los buques camuflados que una mañana aparecieron meciéndose frente al muelle, sino porque una tarde de sol caminando por la parte alta de la ciudad vi pintada en el techo del Hospital Regional una gigantesca cruz roja sobre un fondo blanco. Se lo conté a mi madre esa misma tarde: -Es por si hay un ataque aéreo –me dijo-. Así los argentinos no bombardean el hospital. Yo iba en octavo básico y era primera vez que escuchaba que estábamos en peligro. Un peligro real en una ciudad mansa, casi un pueblo, un punto colgando del mapa, demasiado lejos del resto del país. Una ciudad donde crecía un sentimiento casi fanático: un año antes se había estrenado una obra musical, Canto a Magallanes, una mezcla de canciones épicas y rezos que durante dos horas no hacían más que alabar a los pioneros y a los que vivíamos allí. Toda la ciudad vio la obra y salíamos orgullosos de vivir en Punta Arenas, convencidos de que no había mejor lugar en el mundo, de que estábamos en la tierra prometida. Entonces, ¿por qué nos iban a atacar? De hecho, si venía alguien del norte (para los puntarenenses, todo el mundo es del norte), podría pensar que estaba en Argentina. La gente habla con un tono muy parecido, utiliza expresiones similares y en el comercio se vendían cientos de productos de ese país. En mi bolsillo llevaba chicles argentinos marca Bazooka y escondía trozos de Mantecol. No era extraño. Entre Río Gallegos, en Argentina, y Punta Arenas -distantes a no más de dos horas en auto- continuamente iban y venían delegaciones deportivas, escolares y sociales. Había partidos de fútbol entre ambas ciudades, carreras de auto en Cabo Verde, un nutrido contrabando, y hasta un espectáculo internacional, el Festival de la Patagonia, en el que actuaban y competían grupos del otro lado de la frontera. Muchos tenían familiares en Gallegos, casi todos habíamos pasado algunas vacaciones allá, y en mi casa mis padres escuchaban a Los Chalchaleros y Los Tucu Tucu, grupos folclóricos argentinos que eran furor en la ciudad. Pero desde el día que vi los aviones, todo eso se evaporó. Ese año había llegado la televisión a colores a las casas, y lo primero que vimos fue, precisamente, el Mundial de Argentina. También veíamos a Rex Humbart, el telepredicador que años después recorrería Chile hasta Punta Arenas invitado por Pinochet. A veces escuchábamos radios argentinas, y sólo allí podíamos enterarnos de qué estaba pasando realmente. Había proclamas antichilenas, amenazas, advertencias, mientras en las radios de Punta Arenas sólo había música y programas de concursos que producían una curiosa calma en medio de la tormenta que nos rodeaba. Una día escuché varias veces un llamado de utilidad pública: se citaba a reunión extraordinaria a un club deportivo con un nombre que no recuerdo, porque no existía. La hora también era rara: a las 12 de la noche. Luego supe que eran mensajes en clave de acuartelamiento para los soldados. –Tiene que haber comenzado la guerra –decían mis compañeros de curso. Había una extendida idea de que en caso de enfrentamiento, los argentinos nos pasarían por encima y que se adueñarían de todo el sur del país. Bromeábamos con eso, decíamos que, al menos, ganaríamos mundiales de fútbol. Incluso había un chiste: un chileno se quedaba dormido y despertaba 10 años después y lo primero que preguntaba era qué había pasado con la guerra con Argentina y le contestaban que jamás les entregaríamos Talca. Pero en diciembre, a pocos días de la Navidad, nadie se reía. La guerra había dejado de ser sólo una posibilidad. Ahora tenía fecha: entre Pascua y Año Nuevo. Pero todos estaban equivocados, la guerra iba a ser antes: el 22 de diciembre. Un día antes, el 21, fue extraño. Varios de mis amigos no podían salir: estaban en sus casas ayudando a sus padres a cavar trincheras en el patio. Durante la mañana el intendente Nilo Floody –un militar que años después sería nombrado embajador en Israel– había citado a las juntas de vecinos al Teatro Municipal. Les dijo que la guerra era inminente, que era difícil que los tanques argentinos llegaran a Punta Arenas, pero que la población debía estar preparada para un ataque aéreo. Entonces, ante la mirada atónita de los presentes, empezó a enseñar con diagramas la mejor manera de construir trincheras en el patio, unas trincheras en forma de L, con tales dimensiones y tales características. No todos le hicieron caso, porque muchos no creían que iba a estallar la guerra, o no lo querían creer. Pero otros estaban convencidos, así que llegaron a sus barrios a mostrar al resto de los vecinos cómo se cavaban trincheras. Uno de mis amigos era hijo de un capitán de Ejército. Me contó que en la población militar en la que vivía quedaban pocos. Que la instrucción era que los familiares de los uniformados abandonaran Punta Arenas y luego dijo algo que yo ya sabía: que en el aeropuerto las ventanas estaban tapiadas. No se podía ver el despegue ni el aterrizaje de los aviones. Además, a bordo de los aviones los pasajeros tenían prohibido levantar la cortina de las ventanas hasta media hora después del despegue. –Es para que no vean los hangares semienterrados que construyeron allí –me explicaba mi amigo, que sabía porque su padre le había contado. Ese día caminamos por una ciudad que se movía tranquila, lenta, semidormida, y fuimos al muelle a ver los barcos de guerra. Ya no estaban. –Zarparon hacia el sur –nos dijo el guardia. No recuerdo que hayamos cavado una trinchera en nuestro patio, ni que hayamos juntado alimentos en la bodega. Mis padres no creían en la guerra. No había un plan de contingencia en mi familia, aunque escuchaba que en los supermercados estaban escaseando algunos alimentos y las pilas. Y que en las ferreterías ya no había palas ni picotas. Hasta que llegó el día de la guerra. Pero no lo sabíamos. Mientras en el Beagle las escuadras de ambos países se mostraban los dientes, y en la frontera los soldados esperaban la orden de abrir fuego, en mi casa sonaba el teléfono. Era un amigo. Me dijo que durante la noche sus padres habían cargado canastos y cajas con víveres, linternas, velas, fósforos, todo lo que pudieron en la maleta del auto, un Chevy Nova naranjo. –¿A dónde vamos a escapar en un Chevy Nova naranjo? –me decía. Al rato, la noticia llegaba como un relámpago: el Papa Juan Pablo II aceptaba mediar en el conflicto. Lo escuchamos por la radio. En los días que vinieron, las calles se llenaron de soldados felices, sin miedo. La gente los saludaba, les daban cigarrillos, amanecían borrachos en la plaza y, poco a poco, desaparecieron. Esa mañana fui al Ipanema. Un tibio sol iluminaba Punta Arenas. GAZI JALIL F.. Este es el enlace (hay fotos tambien) http://diario.elmercurio.com/2008/12/20/el_sabado/reportajes/noticias/686F5E65-9775-4124-A5EE-9E0F43826C03.htm?id={686F5E65-9775-4124-A5EE-9E0F43826C03} Saludos Lautaro [/QUOTE]
Insertar citas…
Verificación
Libertador de Argentina
Responder
Inicio
Foros
Area Militar General
Conflictos Contemporáneos
Operación Soberanía 1978
Este sitio usa cookies. Para continuar usando este sitio, se debe aceptar nuestro uso de cookies.
Aceptar
Más información.…
Arriba