El último derribo
Buscando otra cosa, encontre este relato en el web site del forista Nascasteve:
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La caída del Canberra B-108 dio lugar a una dramática experiencia <o></o>>
para su piloto, el capitán Roberto Pastrán <o></o>
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Sin lugar a dudas, entre las experiencias más traumáticas que debe enfrentar un piloto esta la eyección. Su avión es sacudido por una explosión, el instrumental se enloquece, retumban las alarmas, los controles se endurecen, hay fuego, hay humo y poco tiempo para pensar.
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Se da cuenta que la suerte está echada y que su vida depende de esas anillas que, al accionarse, activan los explosivos que lo expulsarán de la cabina para alejarlo de una muerte segura dentro de una máquina herida definitivamente. Pero al capitán Roberto Pastrán, haberse salvado no le dio el alivio que otros ánimos encontraron en la difícil experiencia.
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El 13 de junio, la guarnición de Puerto Argentino estaba rodeada y el desenlace de la batalla se sabía próximo. No obstante, la Fuerza Aérea Argentina porfiaba en su acción, los cazabombarderos atacaban las columnas terrestres, un Hercules aterrizaba atrevidamente en el aeropuerto bajo fuego y los bombarderos Canberra realizaban el último ataque de nuestra aviación militar.
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A las 21.30, despegó de Río Gallegos la sección BACO, dos BMK-62 que debían bombardear emplazamientos terrestres ubicados en la ladera noroeste del Monte Kent. El B-108 estaba tripulado por los capitanes Roberto Pastrán y Fernando Casado, el B-109 por los primeros tenientes Roberto Rivollier y Jorge Annino.
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La noche cerrada envolvió a los solitarios bombarderos; en sus cabinas, apenas una penumbra permitía a los tripulantes controlar el instrumental y navegar hacia el blanco. Los aviones volaban en formación cerrada, es decir, cercanos uno del otro para mantener contacto visual, sin luces exteriores que denunciaran su presencia. Las difíciles condiciones hicieron que, cerca del lugar de lanzamiento, el B-108 se desviara un poco al este y la tripulación del B-109 al perderlo de vista, lo sobrepasara y llegara antes al objetivo.
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La lectura del Doppler, y el radar de Malvinas, le confirmaron que se encontraban sobre el objetivo, lanzaron las bombas e iniciaron el escape mientras las explosiones iluminaban un suelo que hasta hacía un instante, sólo intuían. Pese al desvío de rumbo, Pastrán y Casado llegaron inmediatamente después y también soltaron su carga letal. Pero los pocos segundos de demora permitieron reaccionar a las defensas de tierra. Las luces brillantes de los misiles antiaéreos comenzaron a buscar las entrañas de los Canberra que regresaban a 0.76 de mach, velocidad que coqueteaba audazmente con el límite de resistencia estructural del avión, y casi a 40.000 pies de altura.
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Un poco retrasado, el B-108 fue alcanzado por un Sea Dart lanzado desde el destructor Exeter. El noble avión se mantuvo en vuelo pero comenzó un incendio a bordo, justo detrás del espacio reservado al navegador; hubo descompresión explosiva y se perdió el control del comando de profundidad. Pastrán evaluó rápidamente la situación. Continuar era imposible; los motores seguían operativos pero la caída era irremediable por la falta de comandos; además, la rotura del intercomunicador obligaba a los tripulantes a comunicarse a gritos.
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El descenso se hizo vertiginoso. El piloto cerró los aceleradores y accionó los frenos de aire para disminuir la velocidad de caída y mantenerse nivelado mientras procuraba una altura que brindara el oxígeno y la temperatura adecuada para eyectarse. Los segundos se hacían eternos y, al llegar a 15.000 pies, le gritó al capitán Casado que se eyectara. La respuesta le heló el corazón, el mecanismo no funcionaba. Cerca de los 11.000 pies, el Canberra entró en tirabuzón y reiteró la orden a su navegador. Esta vez no obtuvo respuesta, intentó ver que ocurría pero era imposible, la única luz provenía del fuego que recorría el fuselaje y, a veces, iluminaba la cabina. Además, los comandos endurecidos le exigían el uso de ambas manos para mantener un poco de gobierno.
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A 8000 pies, decidió eyectarse, le reiteró la orden a Casado y, nuevamente el silencio fue su interlocutor. Resignado, adoptó la posición tantas veces practicada y tiró de la anilla. Bajo su asiento, el estallido de la carga lo lanzó al exterior, perdió brevemente el conocimiento y al recuperarlo, se vio cayendo normalmente, con el paracaídas desplegado. Extraños reflejos en las olas le permitieron calcular la altura, estaba a unos 200 o 300 metros. Luego supo que eran bengalas británicas.
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Infló el chaleco salvavidas y se preparó a desprender el paracaídas. En ese momento, sus pies tocaron las frías aguas; el impulso de la caída y el peso del equipo lo hundieron, con gran esfuerzo logró emerger e infló el bote que lo mantendría a flote. Sus manos habían perdido sensibilidad pero debía “achicar” el agua para recuperar la temperatura del cuerpo.
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El viento del sudeste fue su aliado, lo acercó lentamente a la costa y frente a las primeras rocas, se arrojó al mar para evitar el golpe, trepó por la superficie resbalosa arrastrando al bote consigo. Alcanzó un lugar seco y trató de adivinar, en la oscuridad, alguna señal de vida. Al no encontrarla decidió pasar la noche dentro del bote. Apenas pudo descansar, no tenía noción del tiempo y su mente se empecinaba en recordar a su compañero ¿habrá logrado al fin eyectarse? ¿se habrá salvado?
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La tenue luz del amanecer del 14 de junio lo incitó a iniciar la marcha, siguió viejas huellas de vehículos, llegó a una península sin salida, volvió sobre sus pasos y continuó caminando. Cuando la posición del sol le indicaba que eran, aproximadamente, las 11, un ruido de aspas atrajo su atención, eran helicópteros ingleses que, rumbo al Este, trasladaban carga pendiente de chinguillos. Siguió esa dirección y llegó al Brazo Fitz Roy. Del otro lado, en la Bahía Agradable observó dos buques de transporte de tropas. Uno de ellos humeaba, ¡hacía seis días que habían sido atacados por los aviones de la Fuerza Aérea... y aún humeaba!.
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Cambió de rumbo intentando llegar a las filas argentinas. El cansancio se hacía sentir y las paradas eran cada vez más frecuentes. Nuevamente lo alcanzó la noche, encendió la luz especial del chaleco salvavidas y continuó caminando, no podía detenerse o el frío lograría lo que no hicieron los misiles. Su mente concentrada en el esfuerzo, se daba tiempo para recordar a su compañero e imaginar su suerte. A veces, sentía ganas de llorar.
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Apenas caminaba cien metros entre parada y parada y decidió descansar un poco. Ya era noche cerrada cuando escuchó nuevamente el ruido de un helicóptero. Con la luz del chaleco le envió un mensaje en Morse y cuando lo intuyó cerca disparó una bengala. Ya no importaba a qué bando pertenecía, necesitaba ser rescatado. Era inglés, los tripulantes lo subieron a bordo y lo trasladaron a Fitz Roy donde se le prestó la primer atención médica, luego lo llevaron a San Carlos para reunirlo con los prisioneros de guerra argentinos allí alojados.
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El 15 de julio llegó a Puerto Madryn y no quiso preguntar por Casado, sabía que había caído con el B-108 y lo imaginó en un “briefing”<sup>(1)</sup> junto al primer teniente Mario Hipólito González y al teniente Eduardo de Ibáñez, los tripulantes del Canberra B-110 derribados durante el Bautismo de Fuego de la Fuerza Aérea sin que se los pudiera rescatar.
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Ya comodoro, Roberto Pastrán falleció el 6 de noviembre de 2005, sin olvidar jamás a su navegante y aquellos últimos instantes a bordo del B-108.
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<sup>(1) </sup>Reunión previa al vuelo<o> </o>
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Autor: Emilio Duca<o> </o>
Fuente: Archivo Histórico Documental de la Dirección de Estudios Históricos de la Fuerza Aérea.
Seguramente la conozcan, pero se merece ponerla de nuevo.-
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