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Conflictos Contemporáneos
Un conflicto que es terreno fértil para los mercenarios del mundo
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<blockquote data-quote="L-7" data-source="post: 249500" data-attributes="member: 80"><p>Parece que el link no conecta, vamos con la nota completa:</p><p></p><p>sábado 28 de julio de 2007 </p><p></p><p></p><p> </p><p>Diario de un "mercenario" chileno en irak </p><p> </p><p> </p><p> </p><p>Han estado en la mira de la ONU en las últimas semanas, que los investiga para aclarar su real labor en el conflicto y su eventual participación en combates. Patricio Sepúlveda, ex carabinero, es uno de los más de 700 compatriotas que, según cifras del organismo internacional, han estado en Bagdad. Aquí revela los peligros que vivió en Irak y los problemas que ha tenido para reinsertarse en Chile. </p><p></p><p></p><p>Por Hugo Infante</p><p></p><p>OCTUBRE, 2001: LA DESTRUCCION EN NY</p><p>Camino por un World Trade Center en ruinas. Ya no están los edificios que solía admirar la primera vez que vine, cuando tenía 12 años. Ahora hay escombros humeantes y bomberos que siguen buscando cuerpos. Ya ha pasado un mes desde esa mañana del 11 de septiembre. Como muchos chilenos que tenían parientes allá, pesqué el primer vuelo que pude. No sabía qué había pasado con mis tías y mi abuela, que viven hace más de 30 años en Nueva York. Me sentía abatido, desmoralizado. Habían atacado a un país al que quiero.</p><p></p><p>Soy soltero y hace un tiempo ya que me retiré de Carabineros. Desde entonces, he trabajado como asesor de seguridad y vendiendo joyas. Pero mientras recorría Manhattan, no imaginé que en el futuro sería parte de una de las principales consecuencias de ese ataque a las Torres: la invasión a Irak.</p><p></p><p>OCTUBRE, 2003: NO ERA LA LEGIÓN EXTRANJERA</p><p>El aviso en el diario era claro: "Se necesitan ex militares o ex miembros de las Fuerzas de Orden y Seguridad para cumplir labores de seguridad en zonas de conflicto". Llevaba un tiempo sin trabajo y mi situación económica era apretada. Creía que era la Legión Extranjera de Francia, a la cual había postulado hace unos meses.</p><p></p><p>A los pocos días, me presenté. Una larga fila se había formado en un edificio de Providencia. Pronto supe que no eran los franceses, pero sí otra Legión. Había muchos como yo ese día. Casi 700. Ex militares, ex infantes de Marina, ex Fuerza Aérea. La mayoría eran jóvenes, con 10 o 20 años de servicio en las Fuerzas Armadas. Todos habían dejado las instituciones por problemas personales o estaban jubilados. Las causas eran variadas, pero la situación laboral era la misma: cesantes o con trabajos mal pagados.</p><p></p><p>El proceso fue avanzando y conocimos a este chileno con cara de gringo, José Miguel Pizarro, quien reclutaba gente para ir a Irak como guardias de seguridad. A la guerra, a custodiar personas. De "mercenarios", como se nos empezaba a llamar. Era mi oportunidad. Hablaba inglés, no tenía dinero y conocía bien mi trabajo. No era el único que vio esto como una salida a los problemas. No más Dicom.</p><p></p><p>A pesar de los peligros, el dinero que nos ofrecían era imposible en Chile: 3 mil dólares al mes. Todos sabían que era mejor este millón y medio de pesos que los 150 mil pesos que muchos recibían por perseguir "mecheros" en supermercados.</p><p></p><p>El miedo que sentía se disipó momentáneamente cuando supe quiénes eran los 61 seleccionados. Mi nombre estaba entre ellos.</p><p></p><p>FEBRERO, 2004: RUMBO A BLACK WATER</p><p>Día 1: El 17 de febrero dejé mi casa rumbo al aeropuerto. Irak estaba cada vez más cerca, y día a día comenzaban a aparecer en la prensa artículos sobre nuestro viaje. Los mercenarios esto, los mercenarios lo otro... A esas alturas, lo único que nos importaba era pasar los test en Moyock (Carolina del Norte), donde se erigían los cuarteles de Black Water, la compañía que nos había contratado como operadores de seguridad.</p><p></p><p>Aprendimos técnicas para repeler ataques, a usar el armamento norteamericano y a entender al iraquí. Pronto, los 61 chilenos pasamos las pruebas médicas y tácticas en el campo de tiro de Black Water. Oficialmente, ya éramos empleados de la compañía. Mi nombre de combate era Gladiador.</p><p></p><p>En Moyock vivimos en el limbo antes de pasar a un pequeño infierno.</p><p></p><p>MARZO, 2004: BOMBAS DE BIENVENIDA</p><p>Día 15: El charter que nos traía desde Kuwait aterrizó en el militarizado aeropuerto de Bagdad, esquivando bolsas de arena y posiciones de defensa. Llegamos tranquilos. Pero nuestra bienvenida fue ahí mismo. Mientras caminábamos por la pista, un silbido que venía desde todas partes anunciaba un ataque. Era la primera vez que escuchábamos uno real. Las explosiones se sucedieron unas tras otra y sólo atinamos a mirar, mientras el personal del aeropuerto corría desesperadamente a refugiarse en los búnkers cercanos. Nosotros, estáticos, en silencio, veíamos las columnas de humo que dejaban las bombas.</p><p></p><p>Todos nos miraban extrañados. Ninguno de los nuestros había buscado refugio hasta que cesó el fuego.</p><p>Esto es de verdad, pensé, mientras nos entregaban nuestro equipo: un fusil M-4, una pistola Glock, casco y chaleco antibalas. A medida que nos acercábamos a la casa de Black Water en la Zona Verde (el área donde el gobierno norteamericano tiene sus instalaciones en Bagdad), pude apreciar lo que había hecho la guerra. La destrucción y marginalidad habían borrado la imagen de una ciudad milenaria. Sólo se veía pobreza y en los rostros de la gente se notaban años de sufrimiento. No todo era culpa de los norteamericanos. Esto venía de antes.</p><p></p><p>Día 17: En la mañana, muy temprano, nos aprestamos para ir hacia nuestros destinos. El grupo había sido dividido. Unos partían a Diwaniya, otros quedaban a la espera de las órdenes para enfilar a Karbala. Mi grupo siguió una tortuosa e interminable ruta hacia Samawa. Debimos soportar cuatro horas en un minibús sin blindaje para llegar. Íbamos armados, oteando el camino y preparados para repeler cualquier ataque que nos surgiera en la larga ruta hacia el sur de Irak.</p><p></p><p>Atentos, mirábamos los techos de las casas, fijábamos nuestros ojos en vehículos sospechosos. Jamás perdimos la calma y, por suerte, nadie nos atacó. Parecíamos patos esperando que dieran en el blanco.</p><p></p><p>A las cinco de la tarde llegamos al que sería nuestro hogar durante cuatro meses: la gobernación de Samawa. La misión: proteger al personal gubernamental y no entregar la instalación.</p><p></p><p>Estuvimos una semana ambientándonos con los soldados del ejército holandés, quienes dirigían las operaciones militares en esa zona. Fueron días tranquilos. Nos explicaron lo que teníamos que hacer: fijar puestos de vigilancia estáticos. Lo mismo que en cualquier supermercado, pero con mejores armas y sueldos.</p><p></p><p>ABRIL 2004: ALERTA TOTAL</p><p>Los informes de inteligencia que se recibían eran cada vez más preocupantes. Los agentes infiltrados en la guerrilla iraquí anunciaban que la muerte de cuatro contratistas americanos en Fallujah y el alzamiento en Al Sadr City eran el preludio de una campaña mayor.</p><p></p><p>La instalación que custodiábamos, según los informes, iba a ser tomada por los insurgentes. Por ello, la orden fue evacuar al personal civil. Sólo quedaríamos los soldados holandeses, el gobernador y nosotros.</p><p></p><p>No aflojamos. Había que mantener la guardia más dura y soportar los constantes hostigamientos que recibíamos de noche cuando alguien, escondido detrás de los civiles, nos disparaba. Nadie respondía esos ataques. No tenía sentido.</p><p>Ya habían pasado casi 10 días desde el estado de alerta total. La noche del 18 de abril estaba en mi cama, sacándome de encima el calor y la tensión de estar en un puesto de vigilancia durante horas, cuando un intenso tableteo de ametralladoras seguido por una explosión me despertó. El ejército holandés respondió al ataque de los insurgentes, mientras nosotros saltamos a nuestros puestos y comenzamos a disparar.</p><p></p><p>Luego vino un silencio repentino. Fueron los dos minutos más largos de mi vida. Todos habíamos reaccionado como debíamos. Nadie dejó su puesto, pero nos quedó la sensación de que los iraquíes nos anunciaban algo, que nos decían: "Aquí estamos".</p><p></p><p>Por semanas, una calma desesperante se dejó caer en Samawa. El tedio de aquellos días lo combatíamos conectándonos a internet, hablando con nuestras familias. Messenger fue nuestra gran compañía. Entre todos nos apoyábamos y nos hacíamos bromas, añorando un vino tinto y una piscola.</p><p></p><p>Al tiempo dejé la ciudad y me vine de vacaciones a Chile para estar con mi familia. Acá me enteré de que las cosas con los guardias se comenzaban a poner complicadas. Ya nadie nos llamaba guardias, sino que simplemente "mercenarios".</p><p>No entendía por qué.</p><p></p><p>NOVIEMBRE 2004: SUMERGIDOS EN EL BARRO</p><p>Éramos el contingente más numeroso enviado hasta esa fecha a Irak. Nuestro trabajo había dado frutos y ya nos pedían de todos lados. José Miguel Pizarro había logrado un contrato con la empresa Triple Cannopy para que 130 chilenos custodiáramos a los bomberos de la compañía Boots and Coots que debían sofocar los incendios de los pozos petroleros de Kirkuk, al norte de Bagdad.</p><p></p><p>Llegamos a un lugar inhóspito. Treinta guardias se habían quedado en el hotel de Kirkuk protegiendo al personal de Boots and Coots. El resto, debíamos lidiar con escombros y desechos para armar una base que brindara seguridad.</p><p>Sólo había despojos: containers, torres de extracción de petróleo, maquinaria pesada. Todo había sido abandonado tras la guerra. En menos de una semana construimos un fortín y hasta un casino que era administrado por los iraquíes y donde nos preparaban arroz con pollo, pollo con arroz, pepinos con tomates y tomates con pepino.</p><p></p><p>También habíamos hecho habitaciones, trincheras, puestos de vigilancia y un búnker. La voz se había corrido y las patrullas norteamericanas nos visitaban de vez en cuando para conocer el "fuerte hecho con despojos". No lo podían creer. Habíamos creado algo de la nada.</p><p></p><p>Poco a poco, los bomberos fueron extinguiendo los incendios. A veces, un ataque de morteros los sacaba de sus labores y debíamos escoltarlos y proteger el pozo. Fueron meses duros, en uno de los peores inviernos de Irak, sumergidos en el barro. José Miguel Pizarro se mantuvo junto a nosotros.</p><p></p><p>La rudeza del trabajo era agotadora. Tras los servicios, sólo pensábamos en descansar. No había tiempo para distracciones. Era una situación muy distinta de la de Samawa. Recorríamos grandes distancias patrullando el perímetro para evitar ataques o infiltraciones. La instalación era atacada constantemente con disparos de la insurgencia.</p><p></p><p>Un día, una andanada de misiles pasó por sobre nuestras cabezas. El plan de emergencia se activó y desde las patrullas que circundaban el perímetro nos advertían que podíamos ser atacados por tierra. Resistimos todo el día.</p><p></p><p>En febrero de 2005, se apagó el último foco de incendio. La base fue desmantelada y nos marchamos. Yo pasé los siguientes seis meses en las embajadas de Estados Unidos y Gran Bretaña en Kirkuk. Se repetía la misma historia: hostigamiento en las noches y uno que otro ataque de mortero. Finalmente, regresé a la espera de otra destinación.</p><p></p><p>JULIO 2007: CESANTE EN SANTIAGO</p><p>Desde hace casi dos años que no he vuelto a Irak ni he encontrado trabajo en Chile. Cargo, al igual que otros, con el estigma de ser un "mercenario". Me han cerrado las puertas, cuando mi trabajo es disuadir, tal como lo haría un guardia de un banco al repeler un asalto.</p><p></p><p>En Irak sentí que yo servía de algo. Que debía cuidar personas. Pero desde que la ONU comenzó a investigarnos, muchas compañías norteamericanas ya no nos quieren, como ha sucedido en Argentina y Perú. Ahora, volver a Bagdad es imposible.</p><p></p><p></p><p>Hugo Infante.</p><p></p><p></p><p></p><p> </p><p> </p><p></p><p> </p><p> Términos y Condiciones de la Información</p><p>© El Mercurio S.A.P.</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="L-7, post: 249500, member: 80"] Parece que el link no conecta, vamos con la nota completa: sábado 28 de julio de 2007 Diario de un "mercenario" chileno en irak Han estado en la mira de la ONU en las últimas semanas, que los investiga para aclarar su real labor en el conflicto y su eventual participación en combates. Patricio Sepúlveda, ex carabinero, es uno de los más de 700 compatriotas que, según cifras del organismo internacional, han estado en Bagdad. Aquí revela los peligros que vivió en Irak y los problemas que ha tenido para reinsertarse en Chile. Por Hugo Infante OCTUBRE, 2001: LA DESTRUCCION EN NY Camino por un World Trade Center en ruinas. Ya no están los edificios que solía admirar la primera vez que vine, cuando tenía 12 años. Ahora hay escombros humeantes y bomberos que siguen buscando cuerpos. Ya ha pasado un mes desde esa mañana del 11 de septiembre. Como muchos chilenos que tenían parientes allá, pesqué el primer vuelo que pude. No sabía qué había pasado con mis tías y mi abuela, que viven hace más de 30 años en Nueva York. Me sentía abatido, desmoralizado. Habían atacado a un país al que quiero. Soy soltero y hace un tiempo ya que me retiré de Carabineros. Desde entonces, he trabajado como asesor de seguridad y vendiendo joyas. Pero mientras recorría Manhattan, no imaginé que en el futuro sería parte de una de las principales consecuencias de ese ataque a las Torres: la invasión a Irak. OCTUBRE, 2003: NO ERA LA LEGIÓN EXTRANJERA El aviso en el diario era claro: "Se necesitan ex militares o ex miembros de las Fuerzas de Orden y Seguridad para cumplir labores de seguridad en zonas de conflicto". Llevaba un tiempo sin trabajo y mi situación económica era apretada. Creía que era la Legión Extranjera de Francia, a la cual había postulado hace unos meses. A los pocos días, me presenté. Una larga fila se había formado en un edificio de Providencia. Pronto supe que no eran los franceses, pero sí otra Legión. Había muchos como yo ese día. Casi 700. Ex militares, ex infantes de Marina, ex Fuerza Aérea. La mayoría eran jóvenes, con 10 o 20 años de servicio en las Fuerzas Armadas. Todos habían dejado las instituciones por problemas personales o estaban jubilados. Las causas eran variadas, pero la situación laboral era la misma: cesantes o con trabajos mal pagados. El proceso fue avanzando y conocimos a este chileno con cara de gringo, José Miguel Pizarro, quien reclutaba gente para ir a Irak como guardias de seguridad. A la guerra, a custodiar personas. De "mercenarios", como se nos empezaba a llamar. Era mi oportunidad. Hablaba inglés, no tenía dinero y conocía bien mi trabajo. No era el único que vio esto como una salida a los problemas. No más Dicom. A pesar de los peligros, el dinero que nos ofrecían era imposible en Chile: 3 mil dólares al mes. Todos sabían que era mejor este millón y medio de pesos que los 150 mil pesos que muchos recibían por perseguir "mecheros" en supermercados. El miedo que sentía se disipó momentáneamente cuando supe quiénes eran los 61 seleccionados. Mi nombre estaba entre ellos. FEBRERO, 2004: RUMBO A BLACK WATER Día 1: El 17 de febrero dejé mi casa rumbo al aeropuerto. Irak estaba cada vez más cerca, y día a día comenzaban a aparecer en la prensa artículos sobre nuestro viaje. Los mercenarios esto, los mercenarios lo otro... A esas alturas, lo único que nos importaba era pasar los test en Moyock (Carolina del Norte), donde se erigían los cuarteles de Black Water, la compañía que nos había contratado como operadores de seguridad. Aprendimos técnicas para repeler ataques, a usar el armamento norteamericano y a entender al iraquí. Pronto, los 61 chilenos pasamos las pruebas médicas y tácticas en el campo de tiro de Black Water. Oficialmente, ya éramos empleados de la compañía. Mi nombre de combate era Gladiador. En Moyock vivimos en el limbo antes de pasar a un pequeño infierno. MARZO, 2004: BOMBAS DE BIENVENIDA Día 15: El charter que nos traía desde Kuwait aterrizó en el militarizado aeropuerto de Bagdad, esquivando bolsas de arena y posiciones de defensa. Llegamos tranquilos. Pero nuestra bienvenida fue ahí mismo. Mientras caminábamos por la pista, un silbido que venía desde todas partes anunciaba un ataque. Era la primera vez que escuchábamos uno real. Las explosiones se sucedieron unas tras otra y sólo atinamos a mirar, mientras el personal del aeropuerto corría desesperadamente a refugiarse en los búnkers cercanos. Nosotros, estáticos, en silencio, veíamos las columnas de humo que dejaban las bombas. Todos nos miraban extrañados. Ninguno de los nuestros había buscado refugio hasta que cesó el fuego. Esto es de verdad, pensé, mientras nos entregaban nuestro equipo: un fusil M-4, una pistola Glock, casco y chaleco antibalas. A medida que nos acercábamos a la casa de Black Water en la Zona Verde (el área donde el gobierno norteamericano tiene sus instalaciones en Bagdad), pude apreciar lo que había hecho la guerra. La destrucción y marginalidad habían borrado la imagen de una ciudad milenaria. Sólo se veía pobreza y en los rostros de la gente se notaban años de sufrimiento. No todo era culpa de los norteamericanos. Esto venía de antes. Día 17: En la mañana, muy temprano, nos aprestamos para ir hacia nuestros destinos. El grupo había sido dividido. Unos partían a Diwaniya, otros quedaban a la espera de las órdenes para enfilar a Karbala. Mi grupo siguió una tortuosa e interminable ruta hacia Samawa. Debimos soportar cuatro horas en un minibús sin blindaje para llegar. Íbamos armados, oteando el camino y preparados para repeler cualquier ataque que nos surgiera en la larga ruta hacia el sur de Irak. Atentos, mirábamos los techos de las casas, fijábamos nuestros ojos en vehículos sospechosos. Jamás perdimos la calma y, por suerte, nadie nos atacó. Parecíamos patos esperando que dieran en el blanco. A las cinco de la tarde llegamos al que sería nuestro hogar durante cuatro meses: la gobernación de Samawa. La misión: proteger al personal gubernamental y no entregar la instalación. Estuvimos una semana ambientándonos con los soldados del ejército holandés, quienes dirigían las operaciones militares en esa zona. Fueron días tranquilos. Nos explicaron lo que teníamos que hacer: fijar puestos de vigilancia estáticos. Lo mismo que en cualquier supermercado, pero con mejores armas y sueldos. ABRIL 2004: ALERTA TOTAL Los informes de inteligencia que se recibían eran cada vez más preocupantes. Los agentes infiltrados en la guerrilla iraquí anunciaban que la muerte de cuatro contratistas americanos en Fallujah y el alzamiento en Al Sadr City eran el preludio de una campaña mayor. La instalación que custodiábamos, según los informes, iba a ser tomada por los insurgentes. Por ello, la orden fue evacuar al personal civil. Sólo quedaríamos los soldados holandeses, el gobernador y nosotros. No aflojamos. Había que mantener la guardia más dura y soportar los constantes hostigamientos que recibíamos de noche cuando alguien, escondido detrás de los civiles, nos disparaba. Nadie respondía esos ataques. No tenía sentido. Ya habían pasado casi 10 días desde el estado de alerta total. La noche del 18 de abril estaba en mi cama, sacándome de encima el calor y la tensión de estar en un puesto de vigilancia durante horas, cuando un intenso tableteo de ametralladoras seguido por una explosión me despertó. El ejército holandés respondió al ataque de los insurgentes, mientras nosotros saltamos a nuestros puestos y comenzamos a disparar. Luego vino un silencio repentino. Fueron los dos minutos más largos de mi vida. Todos habíamos reaccionado como debíamos. Nadie dejó su puesto, pero nos quedó la sensación de que los iraquíes nos anunciaban algo, que nos decían: "Aquí estamos". Por semanas, una calma desesperante se dejó caer en Samawa. El tedio de aquellos días lo combatíamos conectándonos a internet, hablando con nuestras familias. Messenger fue nuestra gran compañía. Entre todos nos apoyábamos y nos hacíamos bromas, añorando un vino tinto y una piscola. Al tiempo dejé la ciudad y me vine de vacaciones a Chile para estar con mi familia. Acá me enteré de que las cosas con los guardias se comenzaban a poner complicadas. Ya nadie nos llamaba guardias, sino que simplemente "mercenarios". No entendía por qué. NOVIEMBRE 2004: SUMERGIDOS EN EL BARRO Éramos el contingente más numeroso enviado hasta esa fecha a Irak. Nuestro trabajo había dado frutos y ya nos pedían de todos lados. José Miguel Pizarro había logrado un contrato con la empresa Triple Cannopy para que 130 chilenos custodiáramos a los bomberos de la compañía Boots and Coots que debían sofocar los incendios de los pozos petroleros de Kirkuk, al norte de Bagdad. Llegamos a un lugar inhóspito. Treinta guardias se habían quedado en el hotel de Kirkuk protegiendo al personal de Boots and Coots. El resto, debíamos lidiar con escombros y desechos para armar una base que brindara seguridad. Sólo había despojos: containers, torres de extracción de petróleo, maquinaria pesada. Todo había sido abandonado tras la guerra. En menos de una semana construimos un fortín y hasta un casino que era administrado por los iraquíes y donde nos preparaban arroz con pollo, pollo con arroz, pepinos con tomates y tomates con pepino. También habíamos hecho habitaciones, trincheras, puestos de vigilancia y un búnker. La voz se había corrido y las patrullas norteamericanas nos visitaban de vez en cuando para conocer el "fuerte hecho con despojos". No lo podían creer. Habíamos creado algo de la nada. Poco a poco, los bomberos fueron extinguiendo los incendios. A veces, un ataque de morteros los sacaba de sus labores y debíamos escoltarlos y proteger el pozo. Fueron meses duros, en uno de los peores inviernos de Irak, sumergidos en el barro. José Miguel Pizarro se mantuvo junto a nosotros. La rudeza del trabajo era agotadora. Tras los servicios, sólo pensábamos en descansar. No había tiempo para distracciones. Era una situación muy distinta de la de Samawa. Recorríamos grandes distancias patrullando el perímetro para evitar ataques o infiltraciones. La instalación era atacada constantemente con disparos de la insurgencia. Un día, una andanada de misiles pasó por sobre nuestras cabezas. El plan de emergencia se activó y desde las patrullas que circundaban el perímetro nos advertían que podíamos ser atacados por tierra. Resistimos todo el día. En febrero de 2005, se apagó el último foco de incendio. La base fue desmantelada y nos marchamos. Yo pasé los siguientes seis meses en las embajadas de Estados Unidos y Gran Bretaña en Kirkuk. Se repetía la misma historia: hostigamiento en las noches y uno que otro ataque de mortero. Finalmente, regresé a la espera de otra destinación. JULIO 2007: CESANTE EN SANTIAGO Desde hace casi dos años que no he vuelto a Irak ni he encontrado trabajo en Chile. Cargo, al igual que otros, con el estigma de ser un "mercenario". Me han cerrado las puertas, cuando mi trabajo es disuadir, tal como lo haría un guardia de un banco al repeler un asalto. En Irak sentí que yo servía de algo. Que debía cuidar personas. Pero desde que la ONU comenzó a investigarnos, muchas compañías norteamericanas ya no nos quieren, como ha sucedido en Argentina y Perú. Ahora, volver a Bagdad es imposible. Hugo Infante. Términos y Condiciones de la Información © El Mercurio S.A.P. [/QUOTE]
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Verificación
Guerra desarrollada entre Argentina y el Reino Unido en 1982
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