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Area Militar General
Malvinas 1982
Vivencias día a día del conflicto por las Islas Malvinas
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<blockquote data-quote="Shandor" data-source="post: 1211065" data-attributes="member: 50"><p><span style="font-size: 18px"><strong>Un conscripto en Malvinas, rehén del terror y el disparate</strong></span></p><p></p><p><span style="font-size: 12px"><strong>Por <em>Marcial Zavalía Abogado. Fue Conscripto En La Marina Durante La Guerra De Malvinas</em></strong></span></p><p></p><p>Falso culpable. El capitán del Irízar envió a un conscripto a buscar el sable y el casco de un soldado inglés. No pudo regresar al barco por temas climáticos ajenos a él. Sin embargo un contraalmirante lo culpó, lo insultó, le dijo que debería fusilarlo, pero que lo mandaría al frente donde seguramente moriría. Una historia que refleja la improvisación con la que se condujo esta guerra.</p><p></p><p>Ese viernes 9 de abril de 1982 el viento soplaba con fuerza, como casi todos los días en las Islas Malvinas. En el horizonte las luces de Puerto Argentino, aún no se llamaba Puerto Argentino, brillaban dibujando la Ross Road sobre la costa. El Rompehielos Almirante Irízar, cumpliendo su <strong>segunda misión luego del desembarco</strong> del 2 de abril, flotaba sobre las oscuras aguas de Blanco Bay a 1500 metros de la ciudad porque el calado del muelle no le permitía amarrar frente al puerto.</p><p>Yo estaba sentado en la Camareta del Comandante, donde había pasado gran parte de mis horas desde que zarpamos rumbo a la Campaña Antártica 1981-1982 en diciembre de 1981. En el cuarto piso del Irízar está la Cámara del Comandante y de <strong>otros altos cargos de a bordo</strong> .</p><p>Mis labores –como conscripto que estaba haciendo el servicio militar en la Marina– eran de camarero de esa cuarta cubierta. Una semana después de finalizada la campaña antártica, a finales de marzo, el Rompehielos zarpó nuevamente para cumplir tareas centrales durante la Guerra de Malvinas, primero en abastecimiento y luego como buque hospital.</p><p>Yo, en tanto, repasaba copas o filtraba café cuando se encendió la luz. El Comandante me llamaba.</p><p>–Señor (en la Marina a los oficiales se los llama de esta forma y no como en el Ejército “mi general, mi coronel, mi capitán”).</p><p>–Zavalía, quiero que desembarques con el Capitán Raimundi que te va a dar unas cosas para mí y volvés enseguida.</p><p>Vestido con la ropa que usaba a diario a bordo, <strong>pantalón y camisa blanca con zapatillas</strong> , y abrigándome con una campera azul me subí a una lancha muy similar a las utilizadas por los aliados en el desembarco de Normandía. Ya era de noche, una noche fría y ventosa. La lancha navegaba rompiendo las olas formadas por el viento <strong>rumbo a Puerto Argentino</strong> . Yo iba callado, mirando cómo las luces de la ciudad se agrandaban a medida que nos acercábamos. Las figuras ganaban formas.</p><p>Luego de veinte minutos amarramos en el muelle. Por primera vez pisaba tierra malvinense. A pesar de la oscuridad, se podía leer el cartel “The Malvinas Island Co” frente al edificio blanco de techo verde que había visto en mi <strong>manual de historia cuando iba al colegio</strong> .</p><p>El silencio era total, no se veía ningún movimiento. Fuimos caminando, con las manos en los bolsillos para guarecernos del viento y el frío, hasta una oficina en el Puerto, donde el Capitán Raimundi me entregó <strong>un sable y un casco de un soldado inglés</strong> , un marine, para que le llevara a mi Comandante como recuerdo.</p><p>Volvimos sobre nuestros pasos al muelle y embarcamos la misma lancha que me llevaría de regreso al buque. El viento era más intenso, las olas más grandes. Entre el ruido de las olas, el viento y el agua se escuchó claramente la voz del Capitán: –Lancha vuelve a muelle.</p><p>Amarramos. La quietud del lugar continuaba. El silencio y el frío hacían más inhóspito aún el caserío. Me dirigí al comando radioeléctrico para comunicarme con mi comandante a fin de informarle mi situación: –Irízar, Irízar, Irízar, cambio.</p><p>– Aquí Irízar.</p><p>– Soy el conscripto Zavalía, necesito hablar con el comandante, cambio.</p><p>–Flaco, soy el comandante.</p><p>–Señor, no pude embarcar por la marejada.</p><p>–El Irízar zarpa en dos horas rumbo norte. Que tengas mucha suerte. Cambio y fuera.</p><p>Sin documentos, sin la ropa adecuada, sin superiores que se quisieran hacer cargo de mí, sin pertenecer a nada ni a nadie en ese lugar, me dirigí al galpón donde estaba la tropa de Marina, distante unos 200 metros. El desembarco argentino en Malvinas había sido una semana antes, pero en las islas ya <strong>se vivía un clima de guerra.</strong></p><p>Entré al galpón ocupado por la Marina y la bienvenida no fue calurosa, muy por el contrario. Un suboficial me preguntó: –¿Qué hace usted acá, a qué compañía pertenece? –Formo parte de la tripulación del Almirante Irízar.</p><p>–¿Y qué carajo hace vestido <strong>como un maricón</strong> , soldado? Ropa blanca y zapatillas no era el mejor uniforme para un soldado en guerra. Por suerte lo llamaron y eso hizo que se interrumpiera la indagación. Todos me <strong>miraban con desconfianza.</strong></p><p>Era mejor desaparecer. Me recosté detrás de unos cajones y dormité pasando la noche. De día, todo se ve mejor.</p><p>Amanecí temprano. El sol calentaba tibiamente la mañana malvinense. Hacía frío y el viento soplaba como siempre, pero no llovía. El Comando de Marina estaba alojado en la casa del ex gobernador de las Malvinas Islands, Mr. Rex Hunt.</p><p>Al salir del galpón donde había pasado la noche, vi Puerto Argentino con luz diurna. Las casas eran <strong>muy prolijas, blancas</strong> en su mayoría con techos de colores, donde prevalecía el verde. Un jardín al frente con su pequeña puerta de madera invitaba a ingresar.</p><p>No se veía gente. Los pocos autos que circulaban, la mayoría camiones del Ejército Argentino, <strong>lo hacían por la derecha</strong> , aunque todos los carteles indicaban lo contrario a la usanza inglesa. Llegué a la casa del ex gobernador. Como nadie abría, ingresé en silencio y aguardé hasta que alguien apareciera.</p><p>Un hombre de unos cincuenta años, todo vestido de verde y <strong>con muy mal semblante</strong> entró por una puerta interna. Por supuesto en ese momento no tenía idea de que era el Contraalmirante Carlos Busser, comandante de Infantería de Marina en las Islas Malvinas. Me preguntó qué quería.</p><p>–Señor, soy el conscripto Zavalía, del Rompehielos Almirante Irízar. El comandante me envió aquí para un recado. Por la tormenta de anoche no pude embarcar. Necesito me indiquen qué debo hacer –¿Cómo dice? ¿Que perdió su buque estando en guerra? <strong>Inú-til, estúpido.</strong></p><p>Usted debería ser fusilado porque ha cometido la falta más grave que un marino puede cometer en guerra, abandonar su buque. No lo voy a fusilar, pero sí voy a hacer lo posible para que sea <strong>el primer ******** en morir en el frente</strong> . Olvídese de su madre, de su novia, de sus afectos. Usted es hombre muerto por traidor y cobarde.</p><p>–Señor, si debo morir, moriré. No me preocupa, pero yo no estoy aquí ni por cobarde ni por estúpido, sino porque me <strong>obligaron a desembarcar</strong> .</p><p>Debía hacer mi descargo, de lo contrario asumía como cierto lo que no era. Me entregaron mi nueva indumentaria de infantería de Marina. No era más un marinero, ahora era un infante, un soldado de tierra. Me quedé solo en la casa. Tomaba toda esta nueva situación con calma y naturalidad.</p><p><strong>No era consciente de lo que podía ocurrir.</strong></p><p>El frente de guerra estaba muy lejos en mi imaginación. A los 19 años uno se siente inmortal. Para pasar el tiempo, puse mi ropa blanca a lavar en el lavarropas de Mr. Hunt, clara muestra de mi inconsciencia.</p><p>Al tiempo, no recuerdo cuánto exactamente, entró un capitán aeronaval de la Marina a quien había atendido a bordo del Irízar, quien me reconoció de inmediato.</p><p>–¿Qué hace aquí? Le expliqué mi situación, incluida la conversación con Busser.</p><p>–Mirá, esto se va a poner feo. Tenés que irte, porque si vuelve Busser <strong>estás jodido.</strong></p><p>–¿Señor, y cómo me voy? –Hay un avión que sale para Río Grande en dos horas. Va a ser uno de los últimos en salir. Andate al aeropuerto –Señor, sin referencias <strong>no me van a dejar abordarlo</strong> . ¿Por quién pregunto? –Por el suboficial Ramos, de mi parte.</p><p>–Muchas gracias, Señor.</p><p>Lamentablemente no recuerdo el nombre de la persona que probablemente salvó mi vida Me volví a poner mi ropa blanca, muy húmeda pero limpia y mi campera azul y <strong>corrí los cinco kilómetros que separaban</strong> la ciudad del aeropuerto. Me presenté ante el Suboficial Ramos.</p><p>–En el avión van a estar todos los jerarcas. Si te ven no te van a dejar subir.</p><p>–Déjeme subir antes y espero en el baño hasta que cierren puertas.</p><p>–Está bien, pero no hablés con nadie. Hay muchos periodistas alrededor que te van a hacer preguntas.</p><p>–Comprendido.</p><p>El avión despegó; sentí que estaba salvado. Por la ventanilla veía la pequeña población donde había pasado las <strong>veinte horas más intensas</strong> . No era consciente de lo que había logrado hacer con tan solo 19 años. Volvería a Malvinas cuatro veces más durante el conflicto, pero no volvería a pisar suelo malvinense.</p><p>Llegué a Río Grande y me presenté ante mi nuevo eslabón de la cadena. Todo había cambiado para mejor. Cené y dormí en el cuartel y a la mañana siguiente abordé <strong>otro avión rumbo al Comando Aeronaval de Ezeiza</strong> . El comandante del avión, muy amablemente como casi todos los oficiales de la Fuerza Naval, me acercó con su auto oficial a mi domicilio.</p><p>Recuerdo todos los balcones de la Avenida del Libertador embanderados. Era un domingo soleado, domingo de Pascuas. Un día antes <strong>habían fracasado las gestiones</strong> del secretario de Estado de los EE.UU., Alexander Haig, con un Galtieri envalentonado por una Plaza de Mayo desbordada por fanáticos que unos meses después condenarían la guerra con la misma pasión con la que la habían apoyado.</p><p>Llegué de improviso a mi casa, como si nada. Mi familia no lo podía creer.</p><p><strong>Fue emocionante</strong> . Estaban viendo el noticiero. Recuerdo que les dije que estaban locos, que era una guerra absurda. Solamente mi padre me apoyaba. A la mañana siguiente mi madre me llevó al Comando Aeronaval. Nunca insinuó para que me quedara, para que no me presentara.</p><p>Mi periplo terminó nuevamente a bordo del Irízar el lunes 12 de abril. Me emocionó volver a verlo. Nadie, salvo el Comandante y mi mejor amigo a bordo, José María Tabares, que había notado mi ausencia, sabía lo que me había pasado. Me presenté ante el Comandante con el recado encomendado, que <strong>nunca había abandonado</strong> . Con una sonrisa me preguntó cómo me había ido.</p><p>En ese momento tuve una especie de <em>flash-back</em> . Pensé que mi respuesta a Busser “si tengo que morir, moriré” no tenía una connotación nacionalista o patriótica sino inconsciente. Mi vuelta al Irízar, reingresando a la guerra, era evitable.</p><p><strong>¿Quién me iba a reclamar?</strong> Nunca me planteé la posibilidad de no volver inmediatamente, aunque estaba seguro de que eso no iba a terminar bien.</p><p>Al final del conflicto el Almirante Irízar desarrolló funciones como Buque Hospital. Los buques hospitales bajo ningún concepto pueden <strong>ser atacados o capturados</strong> . Llegamos a Malvinas, navegando entre naves enemigas, el 13 de junio de 1982. Anclamos frente a los montes Kent y Dos Hermanas. En los pasillos se escuchaba que l <strong>os ingleses se rendirían</strong> pronto.</p><p>Por la noche comenzó la batalla final. Helicópteros británicos iluminaban con bengalas mientras fragatas “invisibles” bombardeaban la zona. La lucha era desigual. Mientras atendía a la dotación de la Cruz Roja a bordo, veía lo que ocurría afuera.</p><p><strong>El final era inminente</strong> . No recuerdo si esa noche dormí, pero sí que antes de salir el sol nos anunciaron que la guerra había terminado con la rendición incondicional de nuestras fuerzas.</p><p>Ese mismo día comenzaron a embarcar en el Irízar a los primeros heridos y soldados para ser trasladados a Comodoro Rivadavia. Recuerdo muy vivamente las miradas de dolor, sufrimiento y tristeza de quienes embarcaban. La aventura había terminado.</p><p>CLARIN</p></blockquote><p></p>
[QUOTE="Shandor, post: 1211065, member: 50"] [SIZE=5][B]Un conscripto en Malvinas, rehén del terror y el disparate[/B][/SIZE] [SIZE=3][B]Por [I]Marcial Zavalía Abogado. Fue Conscripto En La Marina Durante La Guerra De Malvinas[/I][/B][/SIZE] Falso culpable. El capitán del Irízar envió a un conscripto a buscar el sable y el casco de un soldado inglés. No pudo regresar al barco por temas climáticos ajenos a él. Sin embargo un contraalmirante lo culpó, lo insultó, le dijo que debería fusilarlo, pero que lo mandaría al frente donde seguramente moriría. Una historia que refleja la improvisación con la que se condujo esta guerra. Ese viernes 9 de abril de 1982 el viento soplaba con fuerza, como casi todos los días en las Islas Malvinas. En el horizonte las luces de Puerto Argentino, aún no se llamaba Puerto Argentino, brillaban dibujando la Ross Road sobre la costa. El Rompehielos Almirante Irízar, cumpliendo su [B]segunda misión luego del desembarco[/B] del 2 de abril, flotaba sobre las oscuras aguas de Blanco Bay a 1500 metros de la ciudad porque el calado del muelle no le permitía amarrar frente al puerto. Yo estaba sentado en la Camareta del Comandante, donde había pasado gran parte de mis horas desde que zarpamos rumbo a la Campaña Antártica 1981-1982 en diciembre de 1981. En el cuarto piso del Irízar está la Cámara del Comandante y de [B]otros altos cargos de a bordo[/B] . Mis labores –como conscripto que estaba haciendo el servicio militar en la Marina– eran de camarero de esa cuarta cubierta. Una semana después de finalizada la campaña antártica, a finales de marzo, el Rompehielos zarpó nuevamente para cumplir tareas centrales durante la Guerra de Malvinas, primero en abastecimiento y luego como buque hospital. Yo, en tanto, repasaba copas o filtraba café cuando se encendió la luz. El Comandante me llamaba. –Señor (en la Marina a los oficiales se los llama de esta forma y no como en el Ejército “mi general, mi coronel, mi capitán”). –Zavalía, quiero que desembarques con el Capitán Raimundi que te va a dar unas cosas para mí y volvés enseguida. Vestido con la ropa que usaba a diario a bordo, [B]pantalón y camisa blanca con zapatillas[/B] , y abrigándome con una campera azul me subí a una lancha muy similar a las utilizadas por los aliados en el desembarco de Normandía. Ya era de noche, una noche fría y ventosa. La lancha navegaba rompiendo las olas formadas por el viento [B]rumbo a Puerto Argentino[/B] . Yo iba callado, mirando cómo las luces de la ciudad se agrandaban a medida que nos acercábamos. Las figuras ganaban formas. Luego de veinte minutos amarramos en el muelle. Por primera vez pisaba tierra malvinense. A pesar de la oscuridad, se podía leer el cartel “The Malvinas Island Co” frente al edificio blanco de techo verde que había visto en mi [B]manual de historia cuando iba al colegio[/B] . El silencio era total, no se veía ningún movimiento. Fuimos caminando, con las manos en los bolsillos para guarecernos del viento y el frío, hasta una oficina en el Puerto, donde el Capitán Raimundi me entregó [B]un sable y un casco de un soldado inglés[/B] , un marine, para que le llevara a mi Comandante como recuerdo. Volvimos sobre nuestros pasos al muelle y embarcamos la misma lancha que me llevaría de regreso al buque. El viento era más intenso, las olas más grandes. Entre el ruido de las olas, el viento y el agua se escuchó claramente la voz del Capitán: –Lancha vuelve a muelle. Amarramos. La quietud del lugar continuaba. El silencio y el frío hacían más inhóspito aún el caserío. Me dirigí al comando radioeléctrico para comunicarme con mi comandante a fin de informarle mi situación: –Irízar, Irízar, Irízar, cambio. – Aquí Irízar. – Soy el conscripto Zavalía, necesito hablar con el comandante, cambio. –Flaco, soy el comandante. –Señor, no pude embarcar por la marejada. –El Irízar zarpa en dos horas rumbo norte. Que tengas mucha suerte. Cambio y fuera. Sin documentos, sin la ropa adecuada, sin superiores que se quisieran hacer cargo de mí, sin pertenecer a nada ni a nadie en ese lugar, me dirigí al galpón donde estaba la tropa de Marina, distante unos 200 metros. El desembarco argentino en Malvinas había sido una semana antes, pero en las islas ya [B]se vivía un clima de guerra.[/B] Entré al galpón ocupado por la Marina y la bienvenida no fue calurosa, muy por el contrario. Un suboficial me preguntó: –¿Qué hace usted acá, a qué compañía pertenece? –Formo parte de la tripulación del Almirante Irízar. –¿Y qué carajo hace vestido [B]como un maricón[/B] , soldado? Ropa blanca y zapatillas no era el mejor uniforme para un soldado en guerra. Por suerte lo llamaron y eso hizo que se interrumpiera la indagación. Todos me [B]miraban con desconfianza.[/B] Era mejor desaparecer. Me recosté detrás de unos cajones y dormité pasando la noche. De día, todo se ve mejor. Amanecí temprano. El sol calentaba tibiamente la mañana malvinense. Hacía frío y el viento soplaba como siempre, pero no llovía. El Comando de Marina estaba alojado en la casa del ex gobernador de las Malvinas Islands, Mr. Rex Hunt. Al salir del galpón donde había pasado la noche, vi Puerto Argentino con luz diurna. Las casas eran [B]muy prolijas, blancas[/B] en su mayoría con techos de colores, donde prevalecía el verde. Un jardín al frente con su pequeña puerta de madera invitaba a ingresar. No se veía gente. Los pocos autos que circulaban, la mayoría camiones del Ejército Argentino, [B]lo hacían por la derecha[/B] , aunque todos los carteles indicaban lo contrario a la usanza inglesa. Llegué a la casa del ex gobernador. Como nadie abría, ingresé en silencio y aguardé hasta que alguien apareciera. Un hombre de unos cincuenta años, todo vestido de verde y [B]con muy mal semblante[/B] entró por una puerta interna. Por supuesto en ese momento no tenía idea de que era el Contraalmirante Carlos Busser, comandante de Infantería de Marina en las Islas Malvinas. Me preguntó qué quería. –Señor, soy el conscripto Zavalía, del Rompehielos Almirante Irízar. El comandante me envió aquí para un recado. Por la tormenta de anoche no pude embarcar. Necesito me indiquen qué debo hacer –¿Cómo dice? ¿Que perdió su buque estando en guerra? [B]Inú-til, estúpido.[/B] Usted debería ser fusilado porque ha cometido la falta más grave que un marino puede cometer en guerra, abandonar su buque. No lo voy a fusilar, pero sí voy a hacer lo posible para que sea [B]el primer ******** en morir en el frente[/B] . Olvídese de su madre, de su novia, de sus afectos. Usted es hombre muerto por traidor y cobarde. –Señor, si debo morir, moriré. No me preocupa, pero yo no estoy aquí ni por cobarde ni por estúpido, sino porque me [B]obligaron a desembarcar[/B] . Debía hacer mi descargo, de lo contrario asumía como cierto lo que no era. Me entregaron mi nueva indumentaria de infantería de Marina. No era más un marinero, ahora era un infante, un soldado de tierra. Me quedé solo en la casa. Tomaba toda esta nueva situación con calma y naturalidad. [B]No era consciente de lo que podía ocurrir.[/B] El frente de guerra estaba muy lejos en mi imaginación. A los 19 años uno se siente inmortal. Para pasar el tiempo, puse mi ropa blanca a lavar en el lavarropas de Mr. Hunt, clara muestra de mi inconsciencia. Al tiempo, no recuerdo cuánto exactamente, entró un capitán aeronaval de la Marina a quien había atendido a bordo del Irízar, quien me reconoció de inmediato. –¿Qué hace aquí? Le expliqué mi situación, incluida la conversación con Busser. –Mirá, esto se va a poner feo. Tenés que irte, porque si vuelve Busser [B]estás jodido.[/B] –¿Señor, y cómo me voy? –Hay un avión que sale para Río Grande en dos horas. Va a ser uno de los últimos en salir. Andate al aeropuerto –Señor, sin referencias [B]no me van a dejar abordarlo[/B] . ¿Por quién pregunto? –Por el suboficial Ramos, de mi parte. –Muchas gracias, Señor. Lamentablemente no recuerdo el nombre de la persona que probablemente salvó mi vida Me volví a poner mi ropa blanca, muy húmeda pero limpia y mi campera azul y [B]corrí los cinco kilómetros que separaban[/B] la ciudad del aeropuerto. Me presenté ante el Suboficial Ramos. –En el avión van a estar todos los jerarcas. Si te ven no te van a dejar subir. –Déjeme subir antes y espero en el baño hasta que cierren puertas. –Está bien, pero no hablés con nadie. Hay muchos periodistas alrededor que te van a hacer preguntas. –Comprendido. El avión despegó; sentí que estaba salvado. Por la ventanilla veía la pequeña población donde había pasado las [B]veinte horas más intensas[/B] . No era consciente de lo que había logrado hacer con tan solo 19 años. Volvería a Malvinas cuatro veces más durante el conflicto, pero no volvería a pisar suelo malvinense. Llegué a Río Grande y me presenté ante mi nuevo eslabón de la cadena. Todo había cambiado para mejor. Cené y dormí en el cuartel y a la mañana siguiente abordé [B]otro avión rumbo al Comando Aeronaval de Ezeiza[/B] . El comandante del avión, muy amablemente como casi todos los oficiales de la Fuerza Naval, me acercó con su auto oficial a mi domicilio. Recuerdo todos los balcones de la Avenida del Libertador embanderados. Era un domingo soleado, domingo de Pascuas. Un día antes [B]habían fracasado las gestiones[/B] del secretario de Estado de los EE.UU., Alexander Haig, con un Galtieri envalentonado por una Plaza de Mayo desbordada por fanáticos que unos meses después condenarían la guerra con la misma pasión con la que la habían apoyado. Llegué de improviso a mi casa, como si nada. Mi familia no lo podía creer. [B]Fue emocionante[/B] . Estaban viendo el noticiero. Recuerdo que les dije que estaban locos, que era una guerra absurda. Solamente mi padre me apoyaba. A la mañana siguiente mi madre me llevó al Comando Aeronaval. Nunca insinuó para que me quedara, para que no me presentara. Mi periplo terminó nuevamente a bordo del Irízar el lunes 12 de abril. Me emocionó volver a verlo. Nadie, salvo el Comandante y mi mejor amigo a bordo, José María Tabares, que había notado mi ausencia, sabía lo que me había pasado. Me presenté ante el Comandante con el recado encomendado, que [B]nunca había abandonado[/B] . Con una sonrisa me preguntó cómo me había ido. En ese momento tuve una especie de [I]flash-back[/I] . Pensé que mi respuesta a Busser “si tengo que morir, moriré” no tenía una connotación nacionalista o patriótica sino inconsciente. Mi vuelta al Irízar, reingresando a la guerra, era evitable. [B]¿Quién me iba a reclamar?[/B] Nunca me planteé la posibilidad de no volver inmediatamente, aunque estaba seguro de que eso no iba a terminar bien. Al final del conflicto el Almirante Irízar desarrolló funciones como Buque Hospital. Los buques hospitales bajo ningún concepto pueden [B]ser atacados o capturados[/B] . Llegamos a Malvinas, navegando entre naves enemigas, el 13 de junio de 1982. Anclamos frente a los montes Kent y Dos Hermanas. En los pasillos se escuchaba que l [B]os ingleses se rendirían[/B] pronto. Por la noche comenzó la batalla final. Helicópteros británicos iluminaban con bengalas mientras fragatas “invisibles” bombardeaban la zona. La lucha era desigual. Mientras atendía a la dotación de la Cruz Roja a bordo, veía lo que ocurría afuera. [B]El final era inminente[/B] . No recuerdo si esa noche dormí, pero sí que antes de salir el sol nos anunciaron que la guerra había terminado con la rendición incondicional de nuestras fuerzas. Ese mismo día comenzaron a embarcar en el Irízar a los primeros heridos y soldados para ser trasladados a Comodoro Rivadavia. Recuerdo muy vivamente las miradas de dolor, sufrimiento y tristeza de quienes embarcaban. La aventura había terminado. CLARIN [/QUOTE]
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