En el mes de junio partí para Patagones... El motivo del viaje era concretar la compra de caballos, yeguas y aperos para poblar la colonia junto a los Andes. Nos encaminamos por el desierto, pasando por Puerto Madryn, Arroyo Verde y Corral Chico. Después de Valcheta, viví una experiencia que aún lamento, y que marcó, indeleble, mi alma.
Estaba en uno de los mejores momentos de mi vida: juventud, atractivo futuro y por lo general, logrando lo que me proponía. Por eso no podía comprender lo que nuestro camino recorría: toldos de indios que el gobierno había recluido en una reducción, cercados por alambre tejido de gran altura. En ese predio deambulaban tratando de reconocernos. Sabían que éramos galeses del Valle del Chubut y sabían también que en las maletas de un galés habría siempre un trozo de pan. Aferrados algunos al alambre, con sus grandes manos huesudas, resecas por el viento, intentaban pedírnoslo.
Desde los comienzos de la Colonia, los tehuelches que nos frecuentaban ya sea por el trueque o para pasar los inviernos, habían aprendido a pedir bara (en galés: pan). Durante los veranos acampaban en los valles de la Cordillera con sus toldos y animales. Entrado el otoño, dejaban el lugar y se asentaban en las vecindades de Glyn Du, junto al río Chubut.
Fue aquí donde alterné con mi hermano del desierto, del que tanto aprendí, hijo de una de las mujeres de Wizel. A lo largo del alambre corría hacia nosotros. No lo reconocí al principio, pero cuando escuché su insistente voz clamando "bara", me detuve. Era mi amigo de la infancia, mi hermano del desierto, con quien tantas veces habíamos compartido el pan.
Lleno de angustia, me sentí inútil. Nada podía hacer para aliviar su hambre, su falta de libertad, su destierro, luego de haber sido dueño y señor de las vastedades patagónicas.
Con el propósito de verlo y la esperanza de rescatarlo, le di al guardia 50 centavos, que mi madre me había prestado para comprarme un poncho. Pero se quedó con el dinero y no me entregó al prisionero. Sólo pude darle algunos alimentos que no solucionarían su situación.
Tiempo después regresé por él. Llevaba dinero suficiente como para pagar cualquier precio por su rescate e invitarlo a casa.
No pudo esperarme. Había muerto de pena a poco de mi paso por Valcheta.