Rescatando al sargento Villegas (LA NACION)

Acabo de leer esta nota y se me puso la piel de gallina, terminé con un nudo en la garganta. Emocionante.
Saludos a todos.

Historias con nombre y apellido
Rescatando al sargento Villegas
Jorge Fernández Díaz
LA NACION

Sábado 11 de julio de 2009 | Publicado en edición impresa

Los aviones ingleses bombardeaban a toda hora o pasaban a baja altura y ametrallaban las posiciones. Los combates cuerpo a cuerpo se habían desatado a pocos kilómetros del vivac y llegaban noticias de que las refriegas eran sangrientas en San Carlos y en Darwin.

Todos los días había "alerta roja", explotaban los misiles tierra-aire y la lluvia constante inundaba los pozos de zorro y los obligaba a levantar chozas con palos y chapas, enmascaradas con pasto.

Así y todo, hasta al horror de la guerra se acostumbra el hombre: la Compañía A del 3 de Oro dejó al soldado Esteban Tríes de cuartelero y marchó alegremente a bañarse.

El cuartelero recorría el campamento vacío cuando, de repente, oyó que alguien tiraba de la corredera de una 9 milímetros reglamentaria. Dentro de un pozo de zorro, un compañero tenía apoyado el cañón de su pistola en la sien.

Tríes había cumplido el servicio militar obligatorio en esa compañía del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de La Tablada. Antiguamente, sus oficiales llevaban una pechera amarilla y por eso es que todavía lo llamaban, con orgullo, "el 3 de Oro". Y cuando Tríes ya estaba trabajando afuera y estudiando ingeniería, el 8 de abril de 1982 recibió, en su casa de Villa Ballester, un aviso de reincorporación.

Un negrazo valiente que vivía en González Catán y que había instruido a Tríes lo quería a su lado en la guerra: el sargento Manuel Villegas, conocido por su extrema dureza y, a la vez, por su extraña sensibilidad de hombre bueno.

Sesenta días después, Tríes ya no era un simple conscripto que intentaba disuadir a un soldado de que no se volara la tapa de los sesos. Era un guerrero de Villegas con la responsabilidad de que no se perdiera ni un hombre ni una bala. Estuvo una hora entera tratando de que el soldado dejara la depresión, creyera que saldrían vivos de aquella guerra, soltara la pistola y saliera del pozo de zorro. Al final lo logró, y cuando Villegas regresó con el resto de la compañía no se dio cuenta de lo que había ocurrido. El soldado que había querido suicidarse en Malvinas entró luego en combate y fue herido, pero regresó entero a su casa. Y Tríes calló aquel pequeño pero grave incidente a pesar de que le debía lealtad total a su jefe, a quien había insultado por lo bajo durante la instrucción a raíz del rigor y fiereza con que Villegas los preparaba para la lucha. Pero con quien luego estableció una relación de respeto y afecto, y con el tiempo de amistad profunda. Villegas era duro pero jamás cruel ni arbitrario. Un líder nato seguido por una soldadesca capaz de acompañarlo hasta el mismísimo infierno.

La Compañía "A" acampaba en medio de la nada, a varios kilómetros de Puerto Argentino. Nevisca, frío, hambre y tristeza. Y las detonaciones de las baterías enemigas cada vez más cerca. Villegas se parecía a aquellos sargentos de los westerns de John Ford: hombres con más corazón que odio. Su debilidad era otro soldado débil a quien todos llamaban Lupin, un huérfano total apellidado Serrezuela, que desde los siete años había vivido en el campo sin familia y sin destino, y a quien nadie jamás le había enviado una carta. A Villegas le daba lástima esa carencia. Así que le ordenó a un conscripto del grupo que le pidiera a su novia un favor: debía buscar a una amiga para que ésta escribiera de su puño letra una misiva dirigida a Lupin. Cuando se hacían los corros para recibir la correspondencia, Lupin se quedaba atrás descansando o cumpliendo tareas. Sabía que en ese rito deseado no había nada para él. Pero un día el encargado del correo voceó por primera vez su apellido: "¡Serrezuela!". Y entonces Villegas vio que Lupin ni siquiera se mosqueaba. Como si no lo hubiera oído. "¡Serrezuela!", repitieron varias veces. Y nada. Lupin miraba distraídamente el horizonte. Villegas lo enfrentó: "Che, ******, ¿usted no es Serrezuela?". Lupin pareció regresar del más allá: "Sí, pero yo no recibo cartas, mi sargento. Debe ser un Serrezuela de otra compañía". Villegas tomó el sobre y se lo entregó. La cara de Lupin se transformó como si hubiera descubierto un tesoro. Abrió lenta y cuidadosamente el sobre, leyó esas pocas líneas dirigidas a él y a nadie más, y después arrugó la carta contra el pecho y caminó mirando al cielo: "Gracias, Dios míos, gracias, gracias".

Eso no impidió que el sargento lo castigara con dureza por maltratar a su fusil, un pecado mortal en tiempos de batalla. El fusil es como la novia, soldado: se lo cuida, se lo mima y se lo lleva siempre consigo. No hacerlo equivale a poner en peligro a todos. Y Serrezuela no lo limpiaba y se lo olvidaba en cualquier rincón. Villegas no tenía forma de saber que Serrezuela le salvaría la vida cuando le impuso una tarea extenuante: vaciar de agua todos los días de la semana aquellos pozos de zorro. Una noche Lupin se acercó a la tienda de su jefe y pidió cruzar unas palabras con el sargento. Villegas salió al frío de mala gana, y entonces Serrezuela le dijo, en voz muy baja: "Máteme, mi sargento, yo no sirvo para esto, soy un estorbo. Pégueme un tiro; acá nadie se va a enterar que fue usted y nadie me va a extrañar". Villegas le pegó un abrazo de oso y le dijo: "Pedazo de hijo de ****, no digas eso". Se lo dijo con los dientes apretados y conteniendo las lágrimas.

No le gustaba a Villegas mostrar los sentimientos. Ni las flaquezas. A nadie había contado que cuando eran atacados el 1° de mayo por las ráfagas inglesas el sargento más bravo había empezado a temblar como una hoja. Por suerte, su tropa no lo había visto en esos renuncios, pero a partir de esa vergüenza íntima el sargento cargaba su propio calvario. Le rezaba todas las noches a Dios para que le diera temple en el combate y para que pudiera llevarse de este mundo a cuatro o cinco enemigos antes de morir. No rezaba para salvarse. Rezaba para irse al otro barrio con los honores que siempre había soñado.

A las dos de la madrugada del 14 de junio, el 3 de Oro recibió la orden de cargar armamento y municiones y avanzar sobre el cerro Tumbledown, vadeando el arroyo de Moody Brook. Se combatía en todas partes, y ese riacho no era muy ancho pero resultaba profundo y traicionero. Había luna llena y el cielo estaba lleno de rumores, bengalas, luces de misiles y toda clase de fuegos artificiales cuando Villegas y sus hombres se metieron en el agua y cruzaron dificultosamente con los fusiles en alto. Llegaron con frío y sin fuerzas a la otra orilla, pero escucharon la orden "¡A lo gaucho, carrera march! ¡Viva la Patria, carajo!". Y se pusieron de pie y empezaron a escalar el monte lleno de rocas. Villegas, contra lo aconsejable, iba delante de todos trepando por esa ladera escarpada, cuando desde arriba los haces de luz de dos fusiles M16 con mira infrarroja le resbalaron por el cuerpo. Saltó en un segundo hacia el costado y evitó un proyectil, pero el segundo le entró por el abdomen y le estalló en el hueso de la cadera.

Villegas se tomó la panza y vio que le salía sangre a borbotones y que comenzaba a arderle como si le hubieran arrojado encima dos paladas de brasas de carbón. "Tiren -les gritó a sus soldados-. Tiren que están escondidos detrás de esas rocas." Tríes no podía disparar sin correr el riesgo de balear a su propio sargento. "Córrase, que le voy a pegar", le gritó entre las piedras. "Tire igual que yo ya estoy listo." Como Tríes y Serrezuela no le hacían caso, Villegas se estiró para agarrar el fusil y entonces el francotirador le atravesó una mano de otro balazo. El inglés podía eliminarlo, pero prefería dejarlo fuera de combate. No tanto quizá por razones humanitarias sino por cuestiones estrictamente operativas: el manual indica que un herido ocupa a dos o tres soldados, y que hace más daño eso que matar lisa y llanamente a un enemigo.

Tríes le dijo a Serrezuela: "Vamos a buscarlo". El sargento se empezó a sacar el correaje y le gritó: "Tríes, quedate porque te va matar". Tríes y Serrezuela se miraron en la oscuridad. Luego se incorporaron, arrojaron ostensiblemente los fusiles al suelo y levantaron las manos. Subieron en esa posición audaz quince metros hasta su jefe, lo tomaron de los brazos y lo bajaron hasta el lugar donde se habían parapetado. El inglés que los tenía en la mira dejó que hicieran todo eso sin apretar el gatillo. Villegas pedía desesperadamente agua. Tríes le dio una botellita de whisky y le llenó la boca con trozos de nieve. Había que retroceder ya mismo. "Tríes -lo llamó Villegas-. No creas que me pongo en héroe, pero quiero que le avises a mi familia que me quedo acá. Contales de la forma que les duela lo menos posible, ¿sabés? A mí mujer decile que lamento no haberme casado con ella y a mi nena de tres años decile que, decile." En ese momento se fue en llanto. Pero se contuvo. Lo agarró a Tríes de la solapa y le dijo, en un hilo de voz: "Meteme un tiro. Son ocho kilómetros hasta el pueblo. Yo ya estoy listo. Meteme un tiro, no me dejés sufriendo".

El soldado parpadeaba, anonadado por la orden. De pronto se rehizo y le dijo: "De ninguna manera, usted me debe un asado". Y entonces Lupin y Tríes agarraron al sargento, que pegaba alaridos de bronca y se resistía, le hicieron sillita de oro y lo pasaron por un pequeño puente sin que ningún inglés les disparara, mientras el combate seguía atrás y se tornaba cada vez más virulento. La marcha de esos dos soldados llevando al sargento herido en la noche de luna llena fue penosa. Caminaron y caminaron, y Villegas perdió sangre y conciencia, y al final lograron encontrar una ambulancia. Subieron los tres y el chofer trató de llevarlos hasta el hospital de campaña, pero había demasiado hielo, resbalaron y volcaron en una cuneta. Salieron como pudieron de entre los hierros y siguieron adelante. Llegaron con el último aliento a ese hospital lleno de amputados y heridos, y le entregaron el cuerpo maltrecho de Villegas a los cirujanos. El sargento escuchó a uno de ellos que decía: "Le queda poco". Villegas alcanzó a decirles que no lo amputaran, que lo durmieran para siempre. Al despertarse, varias horas después, vio a varios ingleses con fusiles en la mano. "No entiendo nada", susurró. Un enfermero le respondió: "No te preocupes, ya se arregló todo". Villegas seguía sin comprender. "Nos rendimos, macho -le aclararon-. Nos rendimos." Y Villegas se echó a llorar.

Tríes y Serrezuela ayudaron a los heridos y se acoplaron a otras tropas. Tríes recuerda que iban corriendo por Puerto Argentino y que las casas explotaban a su lado. También que algunos soldados comentaban los maltratos y las defecciones y cobardías de algunos jefes. Regresaron a casa en el Camberra y se separaron para siempre en El Palomar. Eran fruto de una causa amada y luego aborrecida, venían derrotados y su karma era la marginalidad y el olvido.

El sargento regresó en un buque hospital. Tríes hizo lo que los superiores de su sargento no hicieron: lo visitó en el hospital de Campo de Mayo, donde Villegas estuvo un año y medio internado. Pero lo vio tan amargado y tan mal, que no quiso volver. Tampoco quiso hablar de Malvinas. Estuvo veinte años vendiendo autos, haciendo negocios en el nefasto sube y baja económico del país y eludiendo prolijamente las anécdotas del pasado. Un día hizo un clic y lloró por primera vez, y comenzó a reencontrarse con los veteranos y a buscar a Villegas, que después de la kinesiología y de años y años de asistencia psiquiátrica, le decretaron un 45% de incapacidad y lo borraron de la carrera. El viejo sargento estaba resentido con el Ejército: se fue a trabajar de chofer de colectivos y de remisero. Tuvo hijos y nietos. Y ya de grande quiso reencontrase con Tríes. Lo buscó por Castelar y finalmente lo encontró. Poco después los sacaron a los dos por la radio y hablaron por primera vez de lo que habían vivido en el cerro Tumbledown, en el arroyo de Moody Brook y luego en aquel monte siniestro donde los francotiradores ingleses estuvieron a punto de borrarlos del mapa.

Desde ese cruce se hicieron íntimos amigos. Asistieron juntos a escuelas a dar charlas, ayudaron a los veteranos más desvalidos, presentaron a sus familias, y comieron muchos asados. Hay un afecto especial entre ellos. Esa clase de sentimiento entre hermanos que florece solamente en la trinchera y en la solidaridad del dolor.

Un día, sin embargo, Villegas le dijo a Tríes que tenía una asignatura pendiente: encontrar a Serrezuela y explicarle por qué lo había castigado tan duramente en aquellas vísperas. Le debía esa explicación además de deberle la vida. Lo rastrearon a Lupin por toda la provincia de Buenos Aires, y sólo tuvieron una pista firme en el velatorio de un ex soldado. "Tenemos a un Serrezuela en Olivos -les dijo un veterano-. Pero apúrense porque tiene cáncer de pulmón y se está muriendo."

Hacía quince días que no se levantaba de la cama ni se afeitaba. Tríes le avisó a su esposa que él y Villegas lo visitarían esa tarde. La cita era a las dos, y Lupin hizo un terrible esfuerzo para levantarse, bañarse y pegarse una afeitada. Estuvo sentado en una silla esperándolos a los dos, que se atrasaron y recién pudieron llegar a las cuatro de la tarde. Les caían las lágrimas a los tres. Lupin lo llamaba "mi sargento", a pesar de que Villegas ya no tenía cargos ni ganas de tenerlos. "Usted va a ser siempre mi sargento -le dijo aquel huérfano congénito-. Usted ha sido mi papá." Villegas tragó saliva y le respondió: "Yo vengo a pedirte disculpas, Lupin, y a explicarte por qué te castigué aquella vez". No hacía ninguna falta, pero se quedaron hablando horas y horas de aquellos tiempos en los que fueron gloriosamente vencidos.

El viernes de la semana siguiente repitieron la visita, pero esta vez Lupin no pudo levantarse de la cama. "Esta noche me voy", les dijo, y lo sacaron carpiendo. Al día siguiente, cuando Villegas cruzaba un peaje, sonó su celular. Era la mujer de Serrezuela: acababa de morir. Dio la vuelta, llamó a Tríes y llegaron cuando el cadáver todavía estaba tibio. En el velatorio, los veteranos de la zona pedían hablar con Villegas y abrazarlo como si fuera el sargento Cabral. Lupin les había hablado durante veinte años de aquel héroe personal que los había guiado durante sesenta días de sangre y fuego.

Acaban de filmar un documental con las odiseas calladas de este puñado de hombres. Su título es significativo: "14 de junio: lo que nunca se perdió".

En noviembre la esposa de Villegas lo llamó a Tríes para decirle que el viejo sargento había sufrido un golpe de presión y que no podía hablar bien. El viejo soldado sacó el auto y condujo a gran velocidad por el conurbano hasta encontrar a Villegas. Lo subió de apuro y apretó el acelerador por la autopista en busca del Hospital Militar. "Otra vez llevándote a un hospital, sargento -le dijo Tríes-. La **** madre, ya me estoy cansado de andar salvándote la vida." Comenzaron a reírse.

Todavía se están riendo.
 

njl56

Colaborador
Colaborador
Gracias por no dejarlo pasar.... debe haber miles de estas historias guardadas por hombres que aun esperan que alguien se interese por ellas... no hay que aflojar, es necesario seguir buscando.

njl56
 

felizalde55

Veterano Guerra de Malvinas
Vean el video de los dos juntos, en el sitio de La Nación.
¡Carajo, qué nos han jodido la vida después de la guerra por muchos años! Por suerte, ahora está cambiando.
Un fraternal abrazo.

Pancho
 
excelente... la verdad es quees una historia hermosa y me puso algo con nostalgia y bronca de que a la gente que dio todo por la patria se la trate tan mal hoy en dia y no se le reconozca la grandeza de su heroismo.
 
Me ganaron de mano. Alegra ver que de a poco la cosa va cambiando y se comienza a dar el merecido lugar a los veteranos. Me imagino la rabia de todos los setentistas bobos que tienen que bancarse la amistad entre un soldado y un suboficial...

¿Como juzgar la actitud de los tiradores ingleses? ¿humanidad? ¿mito?
 
GRACIAS...muy emocionante (todavia tengo un nudo en la garganta).

Acabo de leer esta nota y se me puso la piel de gallina, terminé con un nudo en la garganta. Emocionante.
Saludos a todos.

Historias con nombre y apellido
Rescatando al sargento Villegas
Jorge Fernández Díaz
LA NACION

Sábado 11 de julio de 2009 | Publicado en edición impresa

Los aviones ingleses bombardeaban a toda hora o pasaban a baja altura y ametrallaban las posiciones. Los combates cuerpo a cuerpo se habían desatado a pocos kilómetros del vivac y llegaban noticias de que las refriegas eran sangrientas en San Carlos y en Darwin.

Todos los días había "alerta roja", explotaban los misiles tierra-aire y la lluvia constante inundaba los pozos de zorro y los obligaba a levantar chozas con palos y chapas, enmascaradas con pasto.

Así y todo, hasta al horror de la guerra se acostumbra el hombre: la Compañía A del 3 de Oro dejó al soldado Esteban Tríes de cuartelero y marchó alegremente a bañarse.

El cuartelero recorría el campamento vacío cuando, de repente, oyó que alguien tiraba de la corredera de una 9 milímetros reglamentaria. Dentro de un pozo de zorro, un compañero tenía apoyado el cañón de su pistola en la sien.

Tríes había cumplido el servicio militar obligatorio en esa compañía del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de La Tablada. Antiguamente, sus oficiales llevaban una pechera amarilla y por eso es que todavía lo llamaban, con orgullo, "el 3 de Oro". Y cuando Tríes ya estaba trabajando afuera y estudiando ingeniería, el 8 de abril de 1982 recibió, en su casa de Villa Ballester, un aviso de reincorporación.

Un negrazo valiente que vivía en González Catán y que había instruido a Tríes lo quería a su lado en la guerra: el sargento Manuel Villegas, conocido por su extrema dureza y, a la vez, por su extraña sensibilidad de hombre bueno.

Sesenta días después, Tríes ya no era un simple conscripto que intentaba disuadir a un soldado de que no se volara la tapa de los sesos. Era un guerrero de Villegas con la responsabilidad de que no se perdiera ni un hombre ni una bala. Estuvo una hora entera tratando de que el soldado dejara la depresión, creyera que saldrían vivos de aquella guerra, soltara la pistola y saliera del pozo de zorro. Al final lo logró, y cuando Villegas regresó con el resto de la compañía no se dio cuenta de lo que había ocurrido. El soldado que había querido suicidarse en Malvinas entró luego en combate y fue herido, pero regresó entero a su casa. Y Tríes calló aquel pequeño pero grave incidente a pesar de que le debía lealtad total a su jefe, a quien había insultado por lo bajo durante la instrucción a raíz del rigor y fiereza con que Villegas los preparaba para la lucha. Pero con quien luego estableció una relación de respeto y afecto, y con el tiempo de amistad profunda. Villegas era duro pero jamás cruel ni arbitrario. Un líder nato seguido por una soldadesca capaz de acompañarlo hasta el mismísimo infierno.

La Compañía "A" acampaba en medio de la nada, a varios kilómetros de Puerto Argentino. Nevisca, frío, hambre y tristeza. Y las detonaciones de las baterías enemigas cada vez más cerca. Villegas se parecía a aquellos sargentos de los westerns de John Ford: hombres con más corazón que odio. Su debilidad era otro soldado débil a quien todos llamaban Lupin, un huérfano total apellidado Serrezuela, que desde los siete años había vivido en el campo sin familia y sin destino, y a quien nadie jamás le había enviado una carta. A Villegas le daba lástima esa carencia. Así que le ordenó a un conscripto del grupo que le pidiera a su novia un favor: debía buscar a una amiga para que ésta escribiera de su puño letra una misiva dirigida a Lupin. Cuando se hacían los corros para recibir la correspondencia, Lupin se quedaba atrás descansando o cumpliendo tareas. Sabía que en ese rito deseado no había nada para él. Pero un día el encargado del correo voceó por primera vez su apellido: "¡Serrezuela!". Y entonces Villegas vio que Lupin ni siquiera se mosqueaba. Como si no lo hubiera oído. "¡Serrezuela!", repitieron varias veces. Y nada. Lupin miraba distraídamente el horizonte. Villegas lo enfrentó: "Che, ******, ¿usted no es Serrezuela?". Lupin pareció regresar del más allá: "Sí, pero yo no recibo cartas, mi sargento. Debe ser un Serrezuela de otra compañía". Villegas tomó el sobre y se lo entregó. La cara de Lupin se transformó como si hubiera descubierto un tesoro. Abrió lenta y cuidadosamente el sobre, leyó esas pocas líneas dirigidas a él y a nadie más, y después arrugó la carta contra el pecho y caminó mirando al cielo: "Gracias, Dios míos, gracias, gracias".

Eso no impidió que el sargento lo castigara con dureza por maltratar a su fusil, un pecado mortal en tiempos de batalla. El fusil es como la novia, soldado: se lo cuida, se lo mima y se lo lleva siempre consigo. No hacerlo equivale a poner en peligro a todos. Y Serrezuela no lo limpiaba y se lo olvidaba en cualquier rincón. Villegas no tenía forma de saber que Serrezuela le salvaría la vida cuando le impuso una tarea extenuante: vaciar de agua todos los días de la semana aquellos pozos de zorro. Una noche Lupin se acercó a la tienda de su jefe y pidió cruzar unas palabras con el sargento. Villegas salió al frío de mala gana, y entonces Serrezuela le dijo, en voz muy baja: "Máteme, mi sargento, yo no sirvo para esto, soy un estorbo. Pégueme un tiro; acá nadie se va a enterar que fue usted y nadie me va a extrañar". Villegas le pegó un abrazo de oso y le dijo: "Pedazo de hijo de ****, no digas eso". Se lo dijo con los dientes apretados y conteniendo las lágrimas.

No le gustaba a Villegas mostrar los sentimientos. Ni las flaquezas. A nadie había contado que cuando eran atacados el 1° de mayo por las ráfagas inglesas el sargento más bravo había empezado a temblar como una hoja. Por suerte, su tropa no lo había visto en esos renuncios, pero a partir de esa vergüenza íntima el sargento cargaba su propio calvario. Le rezaba todas las noches a Dios para que le diera temple en el combate y para que pudiera llevarse de este mundo a cuatro o cinco enemigos antes de morir. No rezaba para salvarse. Rezaba para irse al otro barrio con los honores que siempre había soñado.

A las dos de la madrugada del 14 de junio, el 3 de Oro recibió la orden de cargar armamento y municiones y avanzar sobre el cerro Tumbledown, vadeando el arroyo de Moody Brook. Se combatía en todas partes, y ese riacho no era muy ancho pero resultaba profundo y traicionero. Había luna llena y el cielo estaba lleno de rumores, bengalas, luces de misiles y toda clase de fuegos artificiales cuando Villegas y sus hombres se metieron en el agua y cruzaron dificultosamente con los fusiles en alto. Llegaron con frío y sin fuerzas a la otra orilla, pero escucharon la orden "¡A lo gaucho, carrera march! ¡Viva la Patria, carajo!". Y se pusieron de pie y empezaron a escalar el monte lleno de rocas. Villegas, contra lo aconsejable, iba delante de todos trepando por esa ladera escarpada, cuando desde arriba los haces de luz de dos fusiles M16 con mira infrarroja le resbalaron por el cuerpo. Saltó en un segundo hacia el costado y evitó un proyectil, pero el segundo le entró por el abdomen y le estalló en el hueso de la cadera.

Villegas se tomó la panza y vio que le salía sangre a borbotones y que comenzaba a arderle como si le hubieran arrojado encima dos paladas de brasas de carbón. "Tiren -les gritó a sus soldados-. Tiren que están escondidos detrás de esas rocas." Tríes no podía disparar sin correr el riesgo de balear a su propio sargento. "Córrase, que le voy a pegar", le gritó entre las piedras. "Tire igual que yo ya estoy listo." Como Tríes y Serrezuela no le hacían caso, Villegas se estiró para agarrar el fusil y entonces el francotirador le atravesó una mano de otro balazo. El inglés podía eliminarlo, pero prefería dejarlo fuera de combate. No tanto quizá por razones humanitarias sino por cuestiones estrictamente operativas: el manual indica que un herido ocupa a dos o tres soldados, y que hace más daño eso que matar lisa y llanamente a un enemigo.

Tríes le dijo a Serrezuela: "Vamos a buscarlo". El sargento se empezó a sacar el correaje y le gritó: "Tríes, quedate porque te va matar". Tríes y Serrezuela se miraron en la oscuridad. Luego se incorporaron, arrojaron ostensiblemente los fusiles al suelo y levantaron las manos. Subieron en esa posición audaz quince metros hasta su jefe, lo tomaron de los brazos y lo bajaron hasta el lugar donde se habían parapetado. El inglés que los tenía en la mira dejó que hicieran todo eso sin apretar el gatillo. Villegas pedía desesperadamente agua. Tríes le dio una botellita de whisky y le llenó la boca con trozos de nieve. Había que retroceder ya mismo. "Tríes -lo llamó Villegas-. No creas que me pongo en héroe, pero quiero que le avises a mi familia que me quedo acá. Contales de la forma que les duela lo menos posible, ¿sabés? A mí mujer decile que lamento no haberme casado con ella y a mi nena de tres años decile que, decile." En ese momento se fue en llanto. Pero se contuvo. Lo agarró a Tríes de la solapa y le dijo, en un hilo de voz: "Meteme un tiro. Son ocho kilómetros hasta el pueblo. Yo ya estoy listo. Meteme un tiro, no me dejés sufriendo".

El soldado parpadeaba, anonadado por la orden. De pronto se rehizo y le dijo: "De ninguna manera, usted me debe un asado". Y entonces Lupin y Tríes agarraron al sargento, que pegaba alaridos de bronca y se resistía, le hicieron sillita de oro y lo pasaron por un pequeño puente sin que ningún inglés les disparara, mientras el combate seguía atrás y se tornaba cada vez más virulento. La marcha de esos dos soldados llevando al sargento herido en la noche de luna llena fue penosa. Caminaron y caminaron, y Villegas perdió sangre y conciencia, y al final lograron encontrar una ambulancia. Subieron los tres y el chofer trató de llevarlos hasta el hospital de campaña, pero había demasiado hielo, resbalaron y volcaron en una cuneta. Salieron como pudieron de entre los hierros y siguieron adelante. Llegaron con el último aliento a ese hospital lleno de amputados y heridos, y le entregaron el cuerpo maltrecho de Villegas a los cirujanos. El sargento escuchó a uno de ellos que decía: "Le queda poco". Villegas alcanzó a decirles que no lo amputaran, que lo durmieran para siempre. Al despertarse, varias horas después, vio a varios ingleses con fusiles en la mano. "No entiendo nada", susurró. Un enfermero le respondió: "No te preocupes, ya se arregló todo". Villegas seguía sin comprender. "Nos rendimos, macho -le aclararon-. Nos rendimos." Y Villegas se echó a llorar.

Tríes y Serrezuela ayudaron a los heridos y se acoplaron a otras tropas. Tríes recuerda que iban corriendo por Puerto Argentino y que las casas explotaban a su lado. También que algunos soldados comentaban los maltratos y las defecciones y cobardías de algunos jefes. Regresaron a casa en el Camberra y se separaron para siempre en El Palomar. Eran fruto de una causa amada y luego aborrecida, venían derrotados y su karma era la marginalidad y el olvido.

El sargento regresó en un buque hospital. Tríes hizo lo que los superiores de su sargento no hicieron: lo visitó en el hospital de Campo de Mayo, donde Villegas estuvo un año y medio internado. Pero lo vio tan amargado y tan mal, que no quiso volver. Tampoco quiso hablar de Malvinas. Estuvo veinte años vendiendo autos, haciendo negocios en el nefasto sube y baja económico del país y eludiendo prolijamente las anécdotas del pasado. Un día hizo un clic y lloró por primera vez, y comenzó a reencontrarse con los veteranos y a buscar a Villegas, que después de la kinesiología y de años y años de asistencia psiquiátrica, le decretaron un 45% de incapacidad y lo borraron de la carrera. El viejo sargento estaba resentido con el Ejército: se fue a trabajar de chofer de colectivos y de remisero. Tuvo hijos y nietos. Y ya de grande quiso reencontrase con Tríes. Lo buscó por Castelar y finalmente lo encontró. Poco después los sacaron a los dos por la radio y hablaron por primera vez de lo que habían vivido en el cerro Tumbledown, en el arroyo de Moody Brook y luego en aquel monte siniestro donde los francotiradores ingleses estuvieron a punto de borrarlos del mapa.

Desde ese cruce se hicieron íntimos amigos. Asistieron juntos a escuelas a dar charlas, ayudaron a los veteranos más desvalidos, presentaron a sus familias, y comieron muchos asados. Hay un afecto especial entre ellos. Esa clase de sentimiento entre hermanos que florece solamente en la trinchera y en la solidaridad del dolor.

Un día, sin embargo, Villegas le dijo a Tríes que tenía una asignatura pendiente: encontrar a Serrezuela y explicarle por qué lo había castigado tan duramente en aquellas vísperas. Le debía esa explicación además de deberle la vida. Lo rastrearon a Lupin por toda la provincia de Buenos Aires, y sólo tuvieron una pista firme en el velatorio de un ex soldado. "Tenemos a un Serrezuela en Olivos -les dijo un veterano-. Pero apúrense porque tiene cáncer de pulmón y se está muriendo."

Hacía quince días que no se levantaba de la cama ni se afeitaba. Tríes le avisó a su esposa que él y Villegas lo visitarían esa tarde. La cita era a las dos, y Lupin hizo un terrible esfuerzo para levantarse, bañarse y pegarse una afeitada. Estuvo sentado en una silla esperándolos a los dos, que se atrasaron y recién pudieron llegar a las cuatro de la tarde. Les caían las lágrimas a los tres. Lupin lo llamaba "mi sargento", a pesar de que Villegas ya no tenía cargos ni ganas de tenerlos. "Usted va a ser siempre mi sargento -le dijo aquel huérfano congénito-. Usted ha sido mi papá." Villegas tragó saliva y le respondió: "Yo vengo a pedirte disculpas, Lupin, y a explicarte por qué te castigué aquella vez". No hacía ninguna falta, pero se quedaron hablando horas y horas de aquellos tiempos en los que fueron gloriosamente vencidos.

El viernes de la semana siguiente repitieron la visita, pero esta vez Lupin no pudo levantarse de la cama. "Esta noche me voy", les dijo, y lo sacaron carpiendo. Al día siguiente, cuando Villegas cruzaba un peaje, sonó su celular. Era la mujer de Serrezuela: acababa de morir. Dio la vuelta, llamó a Tríes y llegaron cuando el cadáver todavía estaba tibio. En el velatorio, los veteranos de la zona pedían hablar con Villegas y abrazarlo como si fuera el sargento Cabral. Lupin les había hablado durante veinte años de aquel héroe personal que los había guiado durante sesenta días de sangre y fuego.

Acaban de filmar un documental con las odiseas calladas de este puñado de hombres. Su título es significativo: "14 de junio: lo que nunca se perdió".

En noviembre la esposa de Villegas lo llamó a Tríes para decirle que el viejo sargento había sufrido un golpe de presión y que no podía hablar bien. El viejo soldado sacó el auto y condujo a gran velocidad por el conurbano hasta encontrar a Villegas. Lo subió de apuro y apretó el acelerador por la autopista en busca del Hospital Militar. "Otra vez llevándote a un hospital, sargento -le dijo Tríes-. La **** madre, ya me estoy cansado de andar salvándote la vida." Comenzaron a reírse.

Todavía se están riendo.
 
Si la verdad que te emociona leer este tipo de relato.
Me parece excelente que se den a conocer, espero que cada día sean mas y mas asi la gente toma conciencia de lo que verdaderamente sucedio!
 

Yelmo58

Colaborador
Esto cuenta el TCNL (R) VGM VÍCTOR HUGO RODRÍGUEZ, sobre el mismo hecho:

Allí cayó Villegas... un sargento conductor motorista, el mejor jefe de grupo que tenía; quedó seriamente herido por tiro de fusil en el estómago, al caer intentó continuar el combate o al menos tomar su fusil y un preciso disparo le pegó en la mano que se dirigía a su arma en el suelo, un francotirador con mira telescópica nocturna lo vigilaba desde menos de 30 metros.
Villegas queda a merced del enemigo del otro lado de unas rocas grandes, sus soldados lo quieren ayudar pero no pueden, el combate es intenso, “el Gorila” pide que le peguen un tiro porque se ve gravemente herido. Pero faltaba un criollo de ley, el soldado Esteban Tries de 20 años se desnuda el torso, sin armamento y con las manos levantadas se muestra ante los ingleses y con señas informa que buscará a su jefe, qué coraje, que ganas de morir por su jefe, qué entereza moral, cuanto amor...


Guillermo
 
Profundamente emocionado por el relato, solo me resta saludar a esos y otros tantos bravos de Malvinas...
Ya estoy copiando y enviando a todos mis contactos
 
Acabo de leer esta nota y se me puso la piel de gallina, terminé con un nudo en la garganta. Emocionante.
Saludos a todos.

Historias con nombre y apellido
Rescatando al sargento Villegas
Jorge Fernández Díaz
LA NACION

Sábado 11 de julio de 2009 | Publicado en edición impresa

Los aviones ingleses bombardeaban a toda hora o pasaban a baja altura y ametrallaban las posiciones. Los combates cuerpo a cuerpo se habían desatado a pocos kilómetros del vivac y llegaban noticias de que las refriegas eran sangrientas en San Carlos y en Darwin.

Todos los días había "alerta roja", explotaban los misiles tierra-aire y la lluvia constante inundaba los pozos de zorro y los obligaba a levantar chozas con palos y chapas, enmascaradas con pasto.

Así y todo, hasta al horror de la guerra se acostumbra el hombre: la Compañía A del 3 de Oro dejó al soldado Esteban Tríes de cuartelero y marchó alegremente a bañarse.

El cuartelero recorría el campamento vacío cuando, de repente, oyó que alguien tiraba de la corredera de una 9 milímetros reglamentaria. Dentro de un pozo de zorro, un compañero tenía apoyado el cañón de su pistola en la sien.

Tríes había cumplido el servicio militar obligatorio en esa compañía del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de La Tablada. Antiguamente, sus oficiales llevaban una pechera amarilla y por eso es que todavía lo llamaban, con orgullo, "el 3 de Oro". Y cuando Tríes ya estaba trabajando afuera y estudiando ingeniería, el 8 de abril de 1982 recibió, en su casa de Villa Ballester, un aviso de reincorporación.

Un negrazo valiente que vivía en González Catán y que había instruido a Tríes lo quería a su lado en la guerra: el sargento Manuel Villegas, conocido por su extrema dureza y, a la vez, por su extraña sensibilidad de hombre bueno.

Sesenta días después, Tríes ya no era un simple conscripto que intentaba disuadir a un soldado de que no se volara la tapa de los sesos. Era un guerrero de Villegas con la responsabilidad de que no se perdiera ni un hombre ni una bala. Estuvo una hora entera tratando de que el soldado dejara la depresión, creyera que saldrían vivos de aquella guerra, soltara la pistola y saliera del pozo de zorro. Al final lo logró, y cuando Villegas regresó con el resto de la compañía no se dio cuenta de lo que había ocurrido. El soldado que había querido suicidarse en Malvinas entró luego en combate y fue herido, pero regresó entero a su casa. Y Tríes calló aquel pequeño pero grave incidente a pesar de que le debía lealtad total a su jefe, a quien había insultado por lo bajo durante la instrucción a raíz del rigor y fiereza con que Villegas los preparaba para la lucha. Pero con quien luego estableció una relación de respeto y afecto, y con el tiempo de amistad profunda. Villegas era duro pero jamás cruel ni arbitrario. Un líder nato seguido por una soldadesca capaz de acompañarlo hasta el mismísimo infierno.

La Compañía "A" acampaba en medio de la nada, a varios kilómetros de Puerto Argentino. Nevisca, frío, hambre y tristeza. Y las detonaciones de las baterías enemigas cada vez más cerca. Villegas se parecía a aquellos sargentos de los westerns de John Ford: hombres con más corazón que odio. Su debilidad era otro soldado débil a quien todos llamaban Lupin, un huérfano total apellidado Serrezuela, que desde los siete años había vivido en el campo sin familia y sin destino, y a quien nadie jamás le había enviado una carta. A Villegas le daba lástima esa carencia. Así que le ordenó a un conscripto del grupo que le pidiera a su novia un favor: debía buscar a una amiga para que ésta escribiera de su puño letra una misiva dirigida a Lupin. Cuando se hacían los corros para recibir la correspondencia, Lupin se quedaba atrás descansando o cumpliendo tareas. Sabía que en ese rito deseado no había nada para él. Pero un día el encargado del correo voceó por primera vez su apellido: "¡Serrezuela!". Y entonces Villegas vio que Lupin ni siquiera se mosqueaba. Como si no lo hubiera oído. "¡Serrezuela!", repitieron varias veces. Y nada. Lupin miraba distraídamente el horizonte. Villegas lo enfrentó: "Che, ******, ¿usted no es Serrezuela?". Lupin pareció regresar del más allá: "Sí, pero yo no recibo cartas, mi sargento. Debe ser un Serrezuela de otra compañía". Villegas tomó el sobre y se lo entregó. La cara de Lupin se transformó como si hubiera descubierto un tesoro. Abrió lenta y cuidadosamente el sobre, leyó esas pocas líneas dirigidas a él y a nadie más, y después arrugó la carta contra el pecho y caminó mirando al cielo: "Gracias, Dios míos, gracias, gracias".

Eso no impidió que el sargento lo castigara con dureza por maltratar a su fusil, un pecado mortal en tiempos de batalla. El fusil es como la novia, soldado: se lo cuida, se lo mima y se lo lleva siempre consigo. No hacerlo equivale a poner en peligro a todos. Y Serrezuela no lo limpiaba y se lo olvidaba en cualquier rincón. Villegas no tenía forma de saber que Serrezuela le salvaría la vida cuando le impuso una tarea extenuante: vaciar de agua todos los días de la semana aquellos pozos de zorro. Una noche Lupin se acercó a la tienda de su jefe y pidió cruzar unas palabras con el sargento. Villegas salió al frío de mala gana, y entonces Serrezuela le dijo, en voz muy baja: "Máteme, mi sargento, yo no sirvo para esto, soy un estorbo. Pégueme un tiro; acá nadie se va a enterar que fue usted y nadie me va a extrañar". Villegas le pegó un abrazo de oso y le dijo: "Pedazo de hijo de ****, no digas eso". Se lo dijo con los dientes apretados y conteniendo las lágrimas.

No le gustaba a Villegas mostrar los sentimientos. Ni las flaquezas. A nadie había contado que cuando eran atacados el 1° de mayo por las ráfagas inglesas el sargento más bravo había empezado a temblar como una hoja. Por suerte, su tropa no lo había visto en esos renuncios, pero a partir de esa vergüenza íntima el sargento cargaba su propio calvario. Le rezaba todas las noches a Dios para que le diera temple en el combate y para que pudiera llevarse de este mundo a cuatro o cinco enemigos antes de morir. No rezaba para salvarse. Rezaba para irse al otro barrio con los honores que siempre había soñado.

A las dos de la madrugada del 14 de junio, el 3 de Oro recibió la orden de cargar armamento y municiones y avanzar sobre el cerro Tumbledown, vadeando el arroyo de Moody Brook. Se combatía en todas partes, y ese riacho no era muy ancho pero resultaba profundo y traicionero. Había luna llena y el cielo estaba lleno de rumores, bengalas, luces de misiles y toda clase de fuegos artificiales cuando Villegas y sus hombres se metieron en el agua y cruzaron dificultosamente con los fusiles en alto. Llegaron con frío y sin fuerzas a la otra orilla, pero escucharon la orden "¡A lo gaucho, carrera march! ¡Viva la Patria, carajo!". Y se pusieron de pie y empezaron a escalar el monte lleno de rocas. Villegas, contra lo aconsejable, iba delante de todos trepando por esa ladera escarpada, cuando desde arriba los haces de luz de dos fusiles M16 con mira infrarroja le resbalaron por el cuerpo. Saltó en un segundo hacia el costado y evitó un proyectil, pero el segundo le entró por el abdomen y le estalló en el hueso de la cadera.

Villegas se tomó la panza y vio que le salía sangre a borbotones y que comenzaba a arderle como si le hubieran arrojado encima dos paladas de brasas de carbón. "Tiren -les gritó a sus soldados-. Tiren que están escondidos detrás de esas rocas." Tríes no podía disparar sin correr el riesgo de balear a su propio sargento. "Córrase, que le voy a pegar", le gritó entre las piedras. "Tire igual que yo ya estoy listo." Como Tríes y Serrezuela no le hacían caso, Villegas se estiró para agarrar el fusil y entonces el francotirador le atravesó una mano de otro balazo. El inglés podía eliminarlo, pero prefería dejarlo fuera de combate. No tanto quizá por razones humanitarias sino por cuestiones estrictamente operativas: el manual indica que un herido ocupa a dos o tres soldados, y que hace más daño eso que matar lisa y llanamente a un enemigo.

Tríes le dijo a Serrezuela: "Vamos a buscarlo". El sargento se empezó a sacar el correaje y le gritó: "Tríes, quedate porque te va matar". Tríes y Serrezuela se miraron en la oscuridad. Luego se incorporaron, arrojaron ostensiblemente los fusiles al suelo y levantaron las manos. Subieron en esa posición audaz quince metros hasta su jefe, lo tomaron de los brazos y lo bajaron hasta el lugar donde se habían parapetado. El inglés que los tenía en la mira dejó que hicieran todo eso sin apretar el gatillo. Villegas pedía desesperadamente agua. Tríes le dio una botellita de whisky y le llenó la boca con trozos de nieve. Había que retroceder ya mismo. "Tríes -lo llamó Villegas-. No creas que me pongo en héroe, pero quiero que le avises a mi familia que me quedo acá. Contales de la forma que les duela lo menos posible, ¿sabés? A mí mujer decile que lamento no haberme casado con ella y a mi nena de tres años decile que, decile." En ese momento se fue en llanto. Pero se contuvo. Lo agarró a Tríes de la solapa y le dijo, en un hilo de voz: "Meteme un tiro. Son ocho kilómetros hasta el pueblo. Yo ya estoy listo. Meteme un tiro, no me dejés sufriendo".

El soldado parpadeaba, anonadado por la orden. De pronto se rehizo y le dijo: "De ninguna manera, usted me debe un asado". Y entonces Lupin y Tríes agarraron al sargento, que pegaba alaridos de bronca y se resistía, le hicieron sillita de oro y lo pasaron por un pequeño puente sin que ningún inglés les disparara, mientras el combate seguía atrás y se tornaba cada vez más virulento. La marcha de esos dos soldados llevando al sargento herido en la noche de luna llena fue penosa. Caminaron y caminaron, y Villegas perdió sangre y conciencia, y al final lograron encontrar una ambulancia. Subieron los tres y el chofer trató de llevarlos hasta el hospital de campaña, pero había demasiado hielo, resbalaron y volcaron en una cuneta. Salieron como pudieron de entre los hierros y siguieron adelante. Llegaron con el último aliento a ese hospital lleno de amputados y heridos, y le entregaron el cuerpo maltrecho de Villegas a los cirujanos. El sargento escuchó a uno de ellos que decía: "Le queda poco". Villegas alcanzó a decirles que no lo amputaran, que lo durmieran para siempre. Al despertarse, varias horas después, vio a varios ingleses con fusiles en la mano. "No entiendo nada", susurró. Un enfermero le respondió: "No te preocupes, ya se arregló todo". Villegas seguía sin comprender. "Nos rendimos, macho -le aclararon-. Nos rendimos." Y Villegas se echó a llorar.

Tríes y Serrezuela ayudaron a los heridos y se acoplaron a otras tropas. Tríes recuerda que iban corriendo por Puerto Argentino y que las casas explotaban a su lado. También que algunos soldados comentaban los maltratos y las defecciones y cobardías de algunos jefes. Regresaron a casa en el Camberra y se separaron para siempre en El Palomar. Eran fruto de una causa amada y luego aborrecida, venían derrotados y su karma era la marginalidad y el olvido.

El sargento regresó en un buque hospital. Tríes hizo lo que los superiores de su sargento no hicieron: lo visitó en el hospital de Campo de Mayo, donde Villegas estuvo un año y medio internado. Pero lo vio tan amargado y tan mal, que no quiso volver. Tampoco quiso hablar de Malvinas. Estuvo veinte años vendiendo autos, haciendo negocios en el nefasto sube y baja económico del país y eludiendo prolijamente las anécdotas del pasado. Un día hizo un clic y lloró por primera vez, y comenzó a reencontrarse con los veteranos y a buscar a Villegas, que después de la kinesiología y de años y años de asistencia psiquiátrica, le decretaron un 45% de incapacidad y lo borraron de la carrera. El viejo sargento estaba resentido con el Ejército: se fue a trabajar de chofer de colectivos y de remisero. Tuvo hijos y nietos. Y ya de grande quiso reencontrase con Tríes. Lo buscó por Castelar y finalmente lo encontró. Poco después los sacaron a los dos por la radio y hablaron por primera vez de lo que habían vivido en el cerro Tumbledown, en el arroyo de Moody Brook y luego en aquel monte siniestro donde los francotiradores ingleses estuvieron a punto de borrarlos del mapa.

Desde ese cruce se hicieron íntimos amigos. Asistieron juntos a escuelas a dar charlas, ayudaron a los veteranos más desvalidos, presentaron a sus familias, y comieron muchos asados. Hay un afecto especial entre ellos. Esa clase de sentimiento entre hermanos que florece solamente en la trinchera y en la solidaridad del dolor.

Un día, sin embargo, Villegas le dijo a Tríes que tenía una asignatura pendiente: encontrar a Serrezuela y explicarle por qué lo había castigado tan duramente en aquellas vísperas. Le debía esa explicación además de deberle la vida. Lo rastrearon a Lupin por toda la provincia de Buenos Aires, y sólo tuvieron una pista firme en el velatorio de un ex soldado. "Tenemos a un Serrezuela en Olivos -les dijo un veterano-. Pero apúrense porque tiene cáncer de pulmón y se está muriendo."

Hacía quince días que no se levantaba de la cama ni se afeitaba. Tríes le avisó a su esposa que él y Villegas lo visitarían esa tarde. La cita era a las dos, y Lupin hizo un terrible esfuerzo para levantarse, bañarse y pegarse una afeitada. Estuvo sentado en una silla esperándolos a los dos, que se atrasaron y recién pudieron llegar a las cuatro de la tarde. Les caían las lágrimas a los tres. Lupin lo llamaba "mi sargento", a pesar de que Villegas ya no tenía cargos ni ganas de tenerlos. "Usted va a ser siempre mi sargento -le dijo aquel huérfano congénito-. Usted ha sido mi papá." Villegas tragó saliva y le respondió: "Yo vengo a pedirte disculpas, Lupin, y a explicarte por qué te castigué aquella vez". No hacía ninguna falta, pero se quedaron hablando horas y horas de aquellos tiempos en los que fueron gloriosamente vencidos.

El viernes de la semana siguiente repitieron la visita, pero esta vez Lupin no pudo levantarse de la cama. "Esta noche me voy", les dijo, y lo sacaron carpiendo. Al día siguiente, cuando Villegas cruzaba un peaje, sonó su celular. Era la mujer de Serrezuela: acababa de morir. Dio la vuelta, llamó a Tríes y llegaron cuando el cadáver todavía estaba tibio. En el velatorio, los veteranos de la zona pedían hablar con Villegas y abrazarlo como si fuera el sargento Cabral. Lupin les había hablado durante veinte años de aquel héroe personal que los había guiado durante sesenta días de sangre y fuego.

Acaban de filmar un documental con las odiseas calladas de este puñado de hombres. Su título es significativo: "14 de junio: lo que nunca se perdió".

En noviembre la esposa de Villegas lo llamó a Tríes para decirle que el viejo sargento había sufrido un golpe de presión y que no podía hablar bien. El viejo soldado sacó el auto y condujo a gran velocidad por el conurbano hasta encontrar a Villegas. Lo subió de apuro y apretó el acelerador por la autopista en busca del Hospital Militar. "Otra vez llevándote a un hospital, sargento -le dijo Tríes-. La **** madre, ya me estoy cansado de andar salvándote la vida." Comenzaron a reírse.

Todavía se están riendo.




La pucha...

Ese Regimiento parece que siempre tuvo gente con huevos che !!!

Cuando leí esto me acordé de La Tablada, y dije es el mismo en el que murió el segundo jefe combatiendo y un montón más !!!

Me acuerdo todavía ver el tanque pasando por arriba del auto en la entrada al cuartel... por Crónica TV !

Me fui a fijar y leí que peleó en casi todas las guerras... y encima peleó bien !

Desde las Invasiones Inglesas (se llamaba Arribeños y allí murió un jefe), la Campaña al Paraguay, la Triple Alianza (murieron 3 jefes de ese regimeinto en esa guerra), peleó en Monte Chingolo, despues lo mandaron con el Beagle, y después a Malvinas...

Debe ser un ORGULLO para el ejercito !!!

Gracias por el relato !!!
 
El que leyo este articulo que reconozca que se le piantó un lagrimón! Que buen artículo, fundamental hacerlo recorrer por la web.
Cuantas historias heroicas sin conocer!
 
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