Perón espía
El agente secreto
En 1936, Juan Domingo Perón armó una red de espionaje para informar al Gobierno argentino sobre las operaciones militares chilenas. Un incidente que podría haber terminado en escándalo.
Jorge Camarasa
En 1936, todavía ignorante del destino que lo aguardaba, Juan Domingo Perón era apenas un joven oficial del Ejército. Tenía poco más de 40 años, había participado del derrocamiento de Irigoyen (de lo que después se arrepentiría) y estaba recién ascendido a mayor.
Hasta entonces, los hitos más notables de su foja de servicios eran la autoría de algunos trabajos sobre historia militar. Estaba casado con Aurelia Tizón, Potota, concertista de guitarra e hija de un afiliado radical, y en su horizonte aún no había rastros del personaje que le tocaría encarnar.
A principios de aquel año, había sido designado agregado militar y aeronáutico en Chile. Sería un capítulo controvertido en su vida profesional, porque pondría en evidencia su actividad como espía.
Chile era su primer destino importante, y con el flamante nombramiento en la valija, en los primeros días de marzo de 1936, Perón y su esposa emprendieron camino hacia Santiago. Viajaron en una voiturette Packard de color rojo y cruzaron la cordillera por el viejo camino que atravesaba el paso de Uspallata.
Era el viaje hacia lo que pudo haber sido un escándalo, y al final no fue más que un incidente oscuro sobre el que todavía hoy hay pocas precisiones.
Tensión en las relaciones.
Chile, el país que esperaba al mayor Perón, estaba gobernado por el presidente Arturo Alessandri Palma, del Partido Liberal, quien en 1936 estaba cumpliendo su tercer mandato.
Como en otros momentos de la historia, las relaciones con Argentina estaban pasando por una etapa de cierta tensión. Era una tensión sorda, subyacente en las relaciones diplomáticas, y apenas oculta bajo el manto de la buena vecindad.
Santiago desconfiaba del gobierno de Justo en Buenos Aires, y en el país había un alza de las ideas nacionalistas. En lo militar, los chilenos tenían problemas presupuestarios y no invertían en sus fuerzas armadas desde hacía 15 años.
En ese período sólo habían comprado dos viejos acorazados, y veían con recelo de que sus colegas argentinos estaban mejor equipados. Buenos Aires acababa de reforzar su aviación de guerra y la superioridad bélica al otro lado de la cordillera era evidente.
Entre los dos países había desacuerdos limítrofes por la zona austral del canal de Beagle, cuyo arbitraje se había puesto en manos de la corona británica, y en las guarniciones de Santiago se seguían con atención los relevamientos de las islas que el Gobierno argentino había encargado a un capitán de fragata llamado Isaac Rojas.
Las ideas nacionalistas chilenas habían cristalizado en un movimiento nacional socialista inspirado en el modelo alemán, con representación parlamentaria, y buena parte de la oficialidad simpatizaba con él.
La llegada a Chile.
Una vez llegados a la capital chilena, los Perón se instalaron en un departamento vecino a la residencia del embajador argentino, el doctor Federico Quintana.
El agregado empezó a alternar el trabajo con el conocimiento del país, y antes que terminara el verano había recorrido los balnearios de la costa central de Chile en compañía de su esposa y sus suegros, quienes habían ido desde Buenos Aires a visitarlos.
A poco de llegar, Perón, un hombre amable y entrador, había logrado vencer cualquier recelo de sus colegas chilenos, que lo llamaban "Che Panimávida" por su afición a una bebida gaseosa popular en la época.
Introducido por el agregado naval de la Embajada, el teniente de navío José Arce, el mayor se había incorporado a la vida social de Santiago, y dictaba cursos y conferencias en liceos y auditorios castrenses. Despertaba confianza, se relacionaba con sus camaradas y compartía con ellos su entusiasmo por el Nacional Socialismo alemán, cuyo desarrollo en Europa se observaba con interés.
El último día de 1936, cuando llevaba menos de un año en Chile, fue ascendido a teniente coronel. Hasta entonces, Perón había cumplido con creces lo que sus superiores esperaban de él.
Aunque no estaba escrito en ningún manual, todos sabían que las funciones de un agregado no sólo eran sociales, sino que incluían el análisis de la potencialidad militar del país anfitrión.
Entre mayo de 1936 y febrero de 1937, Perón había enviado a Buenos Aires ocho informes confidenciales sobre las fuerzas armadas chilenas. Los informes eran recibidos por el general Abraham Quiroga, jefe del Estado Mayor General del Ejército argentino e invariablemente estaban calificados como "buenos" y "muy buenos".
El primero había sido enviado el 3 de mayo de 1936, apenas unas semanas después de haberse instalado, y trataba sobre la ley de reclutamiento de cuadros del ejército chileno.
Los envíos siguientes referían a la organización y empleo de la aeronáutica militar, a los estudios trasandinos sobre la Patagonia argentina, a la importancia de Cuyo en una eventual operación de guerra, y al fervor nacionalista entre la joven oficialidad del ejército.
Hasta entonces, Perón se había limitado a hacer observaciones de rutina y a recoger datos, y no había traspasado los límites de lo tolerable.
Aunque había ejercido de espía, lo había hecho con recato, pero pronto se le presentaría la oportunidad de formar una organización.
La red.
El ascenso del agregado militar había sido celebrado con una fiesta en la Embajada, y aquel día el flamante teniente coronel conocería a un argentino residente en Santiago, que sería su primer reclutado.
Alejandro Arzeno llevaba varios años viviendo en Chile, donde era gerente de la productora cinematográfica Artistas Unidos, y tenía una oficina en el 311 del pasaje Matte, frente a la plaza de Armas de la capital. Allí recibía visitas y cultivaba relaciones con empresarios y militares del país.
Después de ese primer contacto Perón y Arzeno hicieron buenas migas, empezaron a frecuentarse, y el argentino comenzó a revelar sus relaciones santiaguinas.
Las que más interesaron al agregado militar fueron el empresario germano August Siebrecht, presidente del Club Alemán y de la Cámara de Comercio Chileno Alemana, y un ex oficial del Ejército chileno llamado Carlos Haniez.
Siebrecht le proporcionaba un canal con los círculos nacionalsocialistas, y Perón y él iniciarían una relación que acabaría cuando el alemán debiera refugiarse en Buenos Aires después de la guerra, buscado por sus actividades nazis.
Arzeno y Haniez, por su parte, iban a transformarse en las figuras centrales de la célula de espionaje que se empezaría a montar en los meses siguientes.
Aunque en sus detalles las actividades de esa célula siguen siendo secretas, los primeros resultados le habían permitido a Perón obtener dos documentos de importancia: el plan de operaciones militares chilenas en el Norte del país, y los croquis del astillero y puerto militar de Talcahuano, en el centro-sur de Chile.
Perón compraba la información con dinero enviado por sus jefes en el Estado Mayor argentino, que lo alentaban a que fuera por más, y su principal proveedor de secretos era Haniez.
Aunque había sido dado de baja 10 años antes, según él por su condición de judío, el ex oficial seguía teniendo contactos con algunos camaradas bien ubicados, y allí recababa los datos que le entregaba al agregado militar.
Se veían en secreto en las oficinas de Arzeno, que actuaba como nexo, y Haniez sería el as en la manga que Perón le entregaría a su sucesor en el cargo cuando tuviera que dejar Santiago.
Aunque todavía nadie lo sabía, Carlos Haniez se había convertido en una bomba de tiempo.
A principios de abril de 1937, ante el traslado del teniente de navío Arce, Perón también se había hecho cargo de la agregaduría naval de la Embajada.
Había quedado como único oficial en la legación, y concentraba la representación de las tres fuerzas armadas. Todo el espionaje militar estaba en sus manos, y dirigía personalmente la célula clandestina que había creado.
Durante ese año había aceitado la relación con Haniez, y el ex oficial empezaba a incorporar a otros colaboradores.
Había reflotado el vínculo con antiguos compañeros de promoción, y mantenía contacto con algunos capitanes de la Escuela Militar que ocupaban puestos en el Estado Mayor del ejército de su país.
Aunque las expectativas de Perón eran buenas y su trabajo impecable, dos años después de su arribo a Chile, cuando la red de espionaje estaba funcionando a pleno, sería relevado del cargo y de sus funciones secretas, y devuelto a Buenos Aires.
El hombre que lo iba a suceder en la Embajada tendría menos suerte que él.
El relevo.
El mayor de Artillería Eduardo Lonardi había llegado a Santiago en los primeros días de 1938.
Joven, católico practicante, hijo de un músico italiano, Lonardi había viajado con su mujer, Mercedes Villada Achával, y Perón y Potota los habían recibido como amigos. Los ayudaron a instalarse, los guiaron por los entresijos de la ciudad, y las parejas congeniaron enseguida.
Durante el mes y medio en que coincidieron en Santiago, Perón puso al tanto a Lonardi de las tareas de la agregaduría, y le pasó el control de la célula que había puesto en pie.
Le presentó a Haniez y a Arzeno, le explicó los roles que cumplía cada uno, y le dio seguridades de que el trabajo contaba con el visto bueno del general Quiroga y el Estado Mayor en Buenos Aires.
Si Lonardi desconfió, al final no pudo más que aceptar la situación, y para mediados de marzo de 1938, cuando se despidieron y Perón regresó a Buenos Aires, el nuevo agregado militar quedó a cargo de toda la organización.
Fue el peor debut que se pudiera imaginar, porque la inteligencia chilena ya había infiltrado la red y estaba ultimando los detalles para desbaratarla.
Lo que había pasado era que desde hacía algunos meses Haniez venía abordando a uno de sus viejos camaradas para sumarlo a la organización.
El capitán Gerardo Ilabaca revistaba en el Estado Mayor del ejército chileno, y tenía acceso a los planes de defensa de su país, previstos para el caso de una guerra con Argentina. Haniez había simulado un encuentro casual, se habían seguido viendo, y al advertir una imperiosa necesidad de dinero de parte del capitán, le había propuesto incorporarse al grupo de espías.
Ilabaca lo había informado a sus superiores, y éstos le habían ordenado que simulara aceptar y mantuviera el contacto.
Habían avanzando en las conversaciones, y Haniez le informaba a Perón y después a Lonardi de cómo iba el trámite.
Ninguno sospechaba nada.
Dos semanas después de que Perón hubiera dejado Santiago, la inteligencia chilena consideró que estaba lista para actuar.
Ilabaca le dijo a su contacto que tenía un material importante, y Haniez le avisó a Lonardi, que había quedado a cargo de la operación.
Se arreglaron los detalles de la cita, y para alejar cualquier sospecha, Ilabaca discutió el dinero que recibiría a cambio de su traición, y se negó a hacer la entrega hasta que todo estuviera arreglado.
El 2 de abril de 1938, a la una y media de la tarde, el capitán llegó a las oficinas del pasaje Matte, donde esperaban Lonardi, Haniez, Arzeno y la esposa de éste, la argentina Ana María Cormack.
Ilabaca entregó los documentos, dejó que Arzeno los fotografiara con su cámara Contax, y reclamó el dinero acordado. Cuando Cormack salía a buscar la plata, la policía de Investigaciones ingresó a la oficina, allanó el departamento y detuvo a los espías.
Los diarios chilenos del día siguiente informaban que en el lugar se había encontrado un maletín lleno de dinero.
Haniez, el único chileno involucrado, fue el primero en confesar. Lonardi, Arzeno y su esposa, lo seguirían en las horas siguientes.
Los argentinos fueron llevados a la penitenciaría de Santiago, y el agregado militar fue discretamente puesto en la frontera y deportado del país por orden directa del presidente Alessandri Palma. Había terminado el capítulo chileno de la historia de espionaje, pero sus consecuencias seguirían del otro lado de la cordillera.
Cuando se conocieron los hechos, el embajador Quintana y la cancillería argentina se deshicieron en excusas y prometieron que Lonardi sería castigado.
Al llegar a Buenos Aires, el oficial fue detenido y permaneció durante 15 días bajo arresto en el Hotel Savoy, a la espera de que se le formara un consejo de guerra. Quien instruía el sumario era el teniente coronel Benjamín Rattenbach, quien en 1982 presidiría el tribunal que iba a juzgar a los jefes de Malvinas.
Mercedes Villada Achával, la esposa de Lonardi, trató de ayudar a su marido. Era miembro de una aristocrática familia de Córdoba, vinculada con obispos y militares, y movilizó todas sus influencias para evitarle el procesamiento.
Lo salvó de la destitución y de la baja deshonrosa, pero no pudo impedir que el incidente le bloqueara durante años la carrera militar.
¿Y Perón?
Aunque ya había abandonado Chile cuando la célula fue desbaratada, Haniez y Arzeno lo habían involucrado en sus confesiones, y lo dejarían enredado en la historia. El chileno había sido procesado y condenado a 20 años, y el fotógrafo y su esposa serían expulsados del país.
Perón había sido el armador de la red y el organizador de los primeros contactos, y su regreso a Buenos Aires pocos días antes del allanamiento parecía providencial.
La esposa de Lonardi le había pedido que asumiera su responsabilidad y exculpara a su marido, y cuando fue citado por sus superiores para dar explicaciones, Perón eximió de toda culpa a su sucesor.
Según los documentos del sumario militar, declaró que lo ocurrido había sido obra de la fatalidad y no de la imprudencia, y ésa fue su última intervención en el expediente antes de que el caso quedara cerrado.
Por esos mismos días, para setiembre de 1938, mientras la causa empezaba a perder fuerza, Potota Tizón cedió a un cáncer que la aquejaba, y Perón enviudó.
Para Lonardi, su camarada no había sido todo lo enfático que se podía esperar, y un rencor inacabable surgiría entre los dos hombres.
Siete años después de aquellos incidentes, el entonces general Juan Domingo Perón asumiría la presidencia de la Nación, y en setiembre de 1955 el general Eduardo Lonardi iniciaría en Córdoba el levantamiento que lo iba a derrocar.
Uno y otro habían puesto un abismo entre ambos, y la brecha demoraría décadas en cerrarse.
http://www.lavozdelinterior.com.ar/defaultak.asp?edicion=/07/07/21/
El agente secreto
En 1936, Juan Domingo Perón armó una red de espionaje para informar al Gobierno argentino sobre las operaciones militares chilenas. Un incidente que podría haber terminado en escándalo.
Jorge Camarasa
En 1936, todavía ignorante del destino que lo aguardaba, Juan Domingo Perón era apenas un joven oficial del Ejército. Tenía poco más de 40 años, había participado del derrocamiento de Irigoyen (de lo que después se arrepentiría) y estaba recién ascendido a mayor.
Hasta entonces, los hitos más notables de su foja de servicios eran la autoría de algunos trabajos sobre historia militar. Estaba casado con Aurelia Tizón, Potota, concertista de guitarra e hija de un afiliado radical, y en su horizonte aún no había rastros del personaje que le tocaría encarnar.
A principios de aquel año, había sido designado agregado militar y aeronáutico en Chile. Sería un capítulo controvertido en su vida profesional, porque pondría en evidencia su actividad como espía.
Chile era su primer destino importante, y con el flamante nombramiento en la valija, en los primeros días de marzo de 1936, Perón y su esposa emprendieron camino hacia Santiago. Viajaron en una voiturette Packard de color rojo y cruzaron la cordillera por el viejo camino que atravesaba el paso de Uspallata.
Era el viaje hacia lo que pudo haber sido un escándalo, y al final no fue más que un incidente oscuro sobre el que todavía hoy hay pocas precisiones.
Tensión en las relaciones.
Chile, el país que esperaba al mayor Perón, estaba gobernado por el presidente Arturo Alessandri Palma, del Partido Liberal, quien en 1936 estaba cumpliendo su tercer mandato.
Como en otros momentos de la historia, las relaciones con Argentina estaban pasando por una etapa de cierta tensión. Era una tensión sorda, subyacente en las relaciones diplomáticas, y apenas oculta bajo el manto de la buena vecindad.
Santiago desconfiaba del gobierno de Justo en Buenos Aires, y en el país había un alza de las ideas nacionalistas. En lo militar, los chilenos tenían problemas presupuestarios y no invertían en sus fuerzas armadas desde hacía 15 años.
En ese período sólo habían comprado dos viejos acorazados, y veían con recelo de que sus colegas argentinos estaban mejor equipados. Buenos Aires acababa de reforzar su aviación de guerra y la superioridad bélica al otro lado de la cordillera era evidente.
Entre los dos países había desacuerdos limítrofes por la zona austral del canal de Beagle, cuyo arbitraje se había puesto en manos de la corona británica, y en las guarniciones de Santiago se seguían con atención los relevamientos de las islas que el Gobierno argentino había encargado a un capitán de fragata llamado Isaac Rojas.
Las ideas nacionalistas chilenas habían cristalizado en un movimiento nacional socialista inspirado en el modelo alemán, con representación parlamentaria, y buena parte de la oficialidad simpatizaba con él.
La llegada a Chile.
Una vez llegados a la capital chilena, los Perón se instalaron en un departamento vecino a la residencia del embajador argentino, el doctor Federico Quintana.
El agregado empezó a alternar el trabajo con el conocimiento del país, y antes que terminara el verano había recorrido los balnearios de la costa central de Chile en compañía de su esposa y sus suegros, quienes habían ido desde Buenos Aires a visitarlos.
A poco de llegar, Perón, un hombre amable y entrador, había logrado vencer cualquier recelo de sus colegas chilenos, que lo llamaban "Che Panimávida" por su afición a una bebida gaseosa popular en la época.
Introducido por el agregado naval de la Embajada, el teniente de navío José Arce, el mayor se había incorporado a la vida social de Santiago, y dictaba cursos y conferencias en liceos y auditorios castrenses. Despertaba confianza, se relacionaba con sus camaradas y compartía con ellos su entusiasmo por el Nacional Socialismo alemán, cuyo desarrollo en Europa se observaba con interés.
El último día de 1936, cuando llevaba menos de un año en Chile, fue ascendido a teniente coronel. Hasta entonces, Perón había cumplido con creces lo que sus superiores esperaban de él.
Aunque no estaba escrito en ningún manual, todos sabían que las funciones de un agregado no sólo eran sociales, sino que incluían el análisis de la potencialidad militar del país anfitrión.
Entre mayo de 1936 y febrero de 1937, Perón había enviado a Buenos Aires ocho informes confidenciales sobre las fuerzas armadas chilenas. Los informes eran recibidos por el general Abraham Quiroga, jefe del Estado Mayor General del Ejército argentino e invariablemente estaban calificados como "buenos" y "muy buenos".
El primero había sido enviado el 3 de mayo de 1936, apenas unas semanas después de haberse instalado, y trataba sobre la ley de reclutamiento de cuadros del ejército chileno.
Los envíos siguientes referían a la organización y empleo de la aeronáutica militar, a los estudios trasandinos sobre la Patagonia argentina, a la importancia de Cuyo en una eventual operación de guerra, y al fervor nacionalista entre la joven oficialidad del ejército.
Hasta entonces, Perón se había limitado a hacer observaciones de rutina y a recoger datos, y no había traspasado los límites de lo tolerable.
Aunque había ejercido de espía, lo había hecho con recato, pero pronto se le presentaría la oportunidad de formar una organización.
La red.
El ascenso del agregado militar había sido celebrado con una fiesta en la Embajada, y aquel día el flamante teniente coronel conocería a un argentino residente en Santiago, que sería su primer reclutado.
Alejandro Arzeno llevaba varios años viviendo en Chile, donde era gerente de la productora cinematográfica Artistas Unidos, y tenía una oficina en el 311 del pasaje Matte, frente a la plaza de Armas de la capital. Allí recibía visitas y cultivaba relaciones con empresarios y militares del país.
Después de ese primer contacto Perón y Arzeno hicieron buenas migas, empezaron a frecuentarse, y el argentino comenzó a revelar sus relaciones santiaguinas.
Las que más interesaron al agregado militar fueron el empresario germano August Siebrecht, presidente del Club Alemán y de la Cámara de Comercio Chileno Alemana, y un ex oficial del Ejército chileno llamado Carlos Haniez.
Siebrecht le proporcionaba un canal con los círculos nacionalsocialistas, y Perón y él iniciarían una relación que acabaría cuando el alemán debiera refugiarse en Buenos Aires después de la guerra, buscado por sus actividades nazis.
Arzeno y Haniez, por su parte, iban a transformarse en las figuras centrales de la célula de espionaje que se empezaría a montar en los meses siguientes.
Aunque en sus detalles las actividades de esa célula siguen siendo secretas, los primeros resultados le habían permitido a Perón obtener dos documentos de importancia: el plan de operaciones militares chilenas en el Norte del país, y los croquis del astillero y puerto militar de Talcahuano, en el centro-sur de Chile.
Perón compraba la información con dinero enviado por sus jefes en el Estado Mayor argentino, que lo alentaban a que fuera por más, y su principal proveedor de secretos era Haniez.
Aunque había sido dado de baja 10 años antes, según él por su condición de judío, el ex oficial seguía teniendo contactos con algunos camaradas bien ubicados, y allí recababa los datos que le entregaba al agregado militar.
Se veían en secreto en las oficinas de Arzeno, que actuaba como nexo, y Haniez sería el as en la manga que Perón le entregaría a su sucesor en el cargo cuando tuviera que dejar Santiago.
Aunque todavía nadie lo sabía, Carlos Haniez se había convertido en una bomba de tiempo.
A principios de abril de 1937, ante el traslado del teniente de navío Arce, Perón también se había hecho cargo de la agregaduría naval de la Embajada.
Había quedado como único oficial en la legación, y concentraba la representación de las tres fuerzas armadas. Todo el espionaje militar estaba en sus manos, y dirigía personalmente la célula clandestina que había creado.
Durante ese año había aceitado la relación con Haniez, y el ex oficial empezaba a incorporar a otros colaboradores.
Había reflotado el vínculo con antiguos compañeros de promoción, y mantenía contacto con algunos capitanes de la Escuela Militar que ocupaban puestos en el Estado Mayor del ejército de su país.
Aunque las expectativas de Perón eran buenas y su trabajo impecable, dos años después de su arribo a Chile, cuando la red de espionaje estaba funcionando a pleno, sería relevado del cargo y de sus funciones secretas, y devuelto a Buenos Aires.
El hombre que lo iba a suceder en la Embajada tendría menos suerte que él.
El relevo.
El mayor de Artillería Eduardo Lonardi había llegado a Santiago en los primeros días de 1938.
Joven, católico practicante, hijo de un músico italiano, Lonardi había viajado con su mujer, Mercedes Villada Achával, y Perón y Potota los habían recibido como amigos. Los ayudaron a instalarse, los guiaron por los entresijos de la ciudad, y las parejas congeniaron enseguida.
Durante el mes y medio en que coincidieron en Santiago, Perón puso al tanto a Lonardi de las tareas de la agregaduría, y le pasó el control de la célula que había puesto en pie.
Le presentó a Haniez y a Arzeno, le explicó los roles que cumplía cada uno, y le dio seguridades de que el trabajo contaba con el visto bueno del general Quiroga y el Estado Mayor en Buenos Aires.
Si Lonardi desconfió, al final no pudo más que aceptar la situación, y para mediados de marzo de 1938, cuando se despidieron y Perón regresó a Buenos Aires, el nuevo agregado militar quedó a cargo de toda la organización.
Fue el peor debut que se pudiera imaginar, porque la inteligencia chilena ya había infiltrado la red y estaba ultimando los detalles para desbaratarla.
Lo que había pasado era que desde hacía algunos meses Haniez venía abordando a uno de sus viejos camaradas para sumarlo a la organización.
El capitán Gerardo Ilabaca revistaba en el Estado Mayor del ejército chileno, y tenía acceso a los planes de defensa de su país, previstos para el caso de una guerra con Argentina. Haniez había simulado un encuentro casual, se habían seguido viendo, y al advertir una imperiosa necesidad de dinero de parte del capitán, le había propuesto incorporarse al grupo de espías.
Ilabaca lo había informado a sus superiores, y éstos le habían ordenado que simulara aceptar y mantuviera el contacto.
Habían avanzando en las conversaciones, y Haniez le informaba a Perón y después a Lonardi de cómo iba el trámite.
Ninguno sospechaba nada.
Dos semanas después de que Perón hubiera dejado Santiago, la inteligencia chilena consideró que estaba lista para actuar.
Ilabaca le dijo a su contacto que tenía un material importante, y Haniez le avisó a Lonardi, que había quedado a cargo de la operación.
Se arreglaron los detalles de la cita, y para alejar cualquier sospecha, Ilabaca discutió el dinero que recibiría a cambio de su traición, y se negó a hacer la entrega hasta que todo estuviera arreglado.
El 2 de abril de 1938, a la una y media de la tarde, el capitán llegó a las oficinas del pasaje Matte, donde esperaban Lonardi, Haniez, Arzeno y la esposa de éste, la argentina Ana María Cormack.
Ilabaca entregó los documentos, dejó que Arzeno los fotografiara con su cámara Contax, y reclamó el dinero acordado. Cuando Cormack salía a buscar la plata, la policía de Investigaciones ingresó a la oficina, allanó el departamento y detuvo a los espías.
Los diarios chilenos del día siguiente informaban que en el lugar se había encontrado un maletín lleno de dinero.
Haniez, el único chileno involucrado, fue el primero en confesar. Lonardi, Arzeno y su esposa, lo seguirían en las horas siguientes.
Los argentinos fueron llevados a la penitenciaría de Santiago, y el agregado militar fue discretamente puesto en la frontera y deportado del país por orden directa del presidente Alessandri Palma. Había terminado el capítulo chileno de la historia de espionaje, pero sus consecuencias seguirían del otro lado de la cordillera.
Cuando se conocieron los hechos, el embajador Quintana y la cancillería argentina se deshicieron en excusas y prometieron que Lonardi sería castigado.
Al llegar a Buenos Aires, el oficial fue detenido y permaneció durante 15 días bajo arresto en el Hotel Savoy, a la espera de que se le formara un consejo de guerra. Quien instruía el sumario era el teniente coronel Benjamín Rattenbach, quien en 1982 presidiría el tribunal que iba a juzgar a los jefes de Malvinas.
Mercedes Villada Achával, la esposa de Lonardi, trató de ayudar a su marido. Era miembro de una aristocrática familia de Córdoba, vinculada con obispos y militares, y movilizó todas sus influencias para evitarle el procesamiento.
Lo salvó de la destitución y de la baja deshonrosa, pero no pudo impedir que el incidente le bloqueara durante años la carrera militar.
¿Y Perón?
Aunque ya había abandonado Chile cuando la célula fue desbaratada, Haniez y Arzeno lo habían involucrado en sus confesiones, y lo dejarían enredado en la historia. El chileno había sido procesado y condenado a 20 años, y el fotógrafo y su esposa serían expulsados del país.
Perón había sido el armador de la red y el organizador de los primeros contactos, y su regreso a Buenos Aires pocos días antes del allanamiento parecía providencial.
La esposa de Lonardi le había pedido que asumiera su responsabilidad y exculpara a su marido, y cuando fue citado por sus superiores para dar explicaciones, Perón eximió de toda culpa a su sucesor.
Según los documentos del sumario militar, declaró que lo ocurrido había sido obra de la fatalidad y no de la imprudencia, y ésa fue su última intervención en el expediente antes de que el caso quedara cerrado.
Por esos mismos días, para setiembre de 1938, mientras la causa empezaba a perder fuerza, Potota Tizón cedió a un cáncer que la aquejaba, y Perón enviudó.
Para Lonardi, su camarada no había sido todo lo enfático que se podía esperar, y un rencor inacabable surgiría entre los dos hombres.
Siete años después de aquellos incidentes, el entonces general Juan Domingo Perón asumiría la presidencia de la Nación, y en setiembre de 1955 el general Eduardo Lonardi iniciaría en Córdoba el levantamiento que lo iba a derrocar.
Uno y otro habían puesto un abismo entre ambos, y la brecha demoraría décadas en cerrarse.
http://www.lavozdelinterior.com.ar/defaultak.asp?edicion=/07/07/21/