Según las circunstancias es o muy fácil o muy difícil hablar sobre el bautismo de fuego de la Fuerza Aérea Argentina. Cada uno de nosotros tiene su postura y pensamiento conforme a cómo vivió tal circunstancia. En mi caso tuve el privilegio de enterarme de las primeras acciones de la FAA haciendo mis primeras horas de vuelo a bordo de un Piper Tomahawk. Esa tarde puede escuchar un relato de los ataques retransmitido por docenas de pilotos civiles. Todos teníamos un shock muy fuerte, ya que la realidad era mucho más grande de lo que habíamos podido imaginar. “Nuestros pilotos” estaban haciendo su trabajo y lo estaban haciendo muy bien. Mejor de lo imaginado por muchos argentinos y mejor de lo imaginado por el mundo entero.
Tal como se sucedieron las acciones, casi todos vieron como un compañero, un amigo explotaba en mil pedazos alcanzado por un misil, fueron testigos directos de cómo una vida desaparecía en una fracción de segundos. Y ello lamentablemente sucedió una y otra vez. No son vivencias muy comunes. Para muchos fue fácil rehusarse al combate ó hacerse los enfermos para salir del frente, y si la cosa se ponía muy mal replegarse o incluso rendirse. La cuestión era “salvar el cuero”. Los pilotos nunca tuvieron esa opción. Siguieron yendo al combate, a matar o morir por una causa tan digna y tan noble como Malvinas, y en riesgo estaba nada menos que sus propias vidas.
La guerra terminó y volvieron como todos, escondidos y por la puerta de atrás. El reconocimiento llegó muy tarde. Y a las heridas y marcas de la guerra se le sumaron las heridas y marcas de la ignorancia y de la falta de reconocimiento. Para mí no son súper-héroes ni nada parecido, he tenido el privilegio y honor de conocer a muchos de ellos. Son tipos comunes y corrientes, simples y sencillos y que en ningún momento sacan a relucir su chapa o hacen alarde alguno de esa increíble experiencia que les todo vivir. Es sin dudas la humildad de los grandes.
A veinticuatro años del bautismo de fuego, sólo puedo decir como piloto, que aún hoy me siguen sorprendiendo el profesionalismo de su accionar; y como argentino, mis respecto, agradecimiento y especialmente mi memoria. Sé quienes son y sé muy bien qué hicieron por éste país, y no me averguenzo para nada al decir que siento orgullo por ellos. Es un privilegio y un honor.
A su memoria, por los que están y por los que quedaron para siempre allá.
Tal como se sucedieron las acciones, casi todos vieron como un compañero, un amigo explotaba en mil pedazos alcanzado por un misil, fueron testigos directos de cómo una vida desaparecía en una fracción de segundos. Y ello lamentablemente sucedió una y otra vez. No son vivencias muy comunes. Para muchos fue fácil rehusarse al combate ó hacerse los enfermos para salir del frente, y si la cosa se ponía muy mal replegarse o incluso rendirse. La cuestión era “salvar el cuero”. Los pilotos nunca tuvieron esa opción. Siguieron yendo al combate, a matar o morir por una causa tan digna y tan noble como Malvinas, y en riesgo estaba nada menos que sus propias vidas.
La guerra terminó y volvieron como todos, escondidos y por la puerta de atrás. El reconocimiento llegó muy tarde. Y a las heridas y marcas de la guerra se le sumaron las heridas y marcas de la ignorancia y de la falta de reconocimiento. Para mí no son súper-héroes ni nada parecido, he tenido el privilegio y honor de conocer a muchos de ellos. Son tipos comunes y corrientes, simples y sencillos y que en ningún momento sacan a relucir su chapa o hacen alarde alguno de esa increíble experiencia que les todo vivir. Es sin dudas la humildad de los grandes.
A veinticuatro años del bautismo de fuego, sólo puedo decir como piloto, que aún hoy me siguen sorprendiendo el profesionalismo de su accionar; y como argentino, mis respecto, agradecimiento y especialmente mi memoria. Sé quienes son y sé muy bien qué hicieron por éste país, y no me averguenzo para nada al decir que siento orgullo por ellos. Es un privilegio y un honor.
A su memoria, por los que están y por los que quedaron para siempre allá.