FENIX
Forista Sancionado o Expulsado
Alexander Haig: "Dejé en claro que si había guerra, EE.UU. estaría con Gran Bretaña"
El gobierno de Reagan intentó mediar y envió a su secretario de Estado. Pero jamás fue imparcial. En la Casa Blanca creían que la ocupación de las islas era ilegal y que no debían abandonar al aliado tradicional.
Ana Baron WASHINGTON. CORRESPONSAL
[email protected]
Yo estaría muy orgulloso si la sangre de mi hijo corriese sobre Malvinas", dijo con voz determinada el almirante Jorge Anaya. "El problema es que usted jamás vio los cadáveres de jóvenes soldados regresando del campo de batalla dentro de bolsas de plástico", le respondió el general Alexander Haig.
El tenso entredicho tuvo lugar en la Casa Rosada, durante uno de los viajes que Haig hizo a Buenos Aires cuando, en su calidad de secretario de Estado del presidente Ronald Reagan, intentó mediar entre Gran Bretaña y Argentina para evitar la guerra.
Siendo uno de los militares más condecorados de EE.UU. por su participación en la Guerra de Corea y en la de Vietnam, Haig sabía perfectamente sobre qué estaba hablando. Sin embargo, la guerra de las Malvinas terminó siendo su Waterloo diplomático.
Uno de los testigos principales de ese Waterloo fue el actual embajador de EE.UU. en la Argentina, Earl Anthony Wayne. Haig le pidió a Wayne que integrara el equipo negociador que lo acompañó en sus múltiples viajes a Buenos Aires y a Londres porque "era un joven inteligente" que conocía su manera de pensar y de hacer las cosas.
Durante la larga entrevista que otorgó a Clarín, Haig confesó que nunca fue imparcial en el conflicto de Malvinas. Desde un principio consideró que el desembarco argentino en las Islas había sido ilegal y que en caso de guerra EE.UU. debía apoyar a su aliado tradicional, Gran Bretaña.
La embajadora de EE.UU. ante la ONU, Jeanne Kirkpatrick, no estaba de acuerdo con él e intentó convencer a Reagan de que EE.UU. permaneciese neutral. En el marco de la Guerra Fría y la posibilidad de una intervención soviética en el conflicto, Kirkpatrick creía que lo más importante era preservar la buena relación con nuestra región, mientras que Haig era un atlantista y ponía énfasis en la relación con Gran Bretaña. La pelea entre Haig y Kirkpatrick fue tan grande que un día Reagan tuvo que convocarlos al Salón Oval para obligarlos a reconciliarse.
La visión probritánica de Haig terminó imponiéndose. El secretario de Defensa, Caspar Weinberger, que coincidía con él, comenzó a apoyar a Gran Bretaña con inteligencia y logística, incluso antes de que la mediación hubiese terminado. Kirkpatrick, sin embargo, no se dio por vencida. En la entrevista con Clarín, Haig reconoció que una de las últimas negociaciones que tuvieron lugar a través de la ONU fueron lideradas por Kirkpatrick sin su conocimiento.
El fracaso de la mediación reforzó la posición de los enemigos de Haig en la Casa Blanca y contribuyó a su precipitada caída política. Diez días después de que terminara la guerra, Haig se vio obligado a renunciar a su cargo de secretario de Estado.
Actualmente, Haig se dedica a la actividad privada. Es el presentador de un show de televisión y miembro del directorio de varias compañías. Tiene una casa en las afueras de Washington a orillas del Río Potomac, desde cuyo living tiene una vista panorámica excepcional. Sin embargo, Haig pasa gran parte del año en la casa que tiene en Florida, "porque el clima es mejor y me gusta bañarme en el mar".
Acusado de ser agresivo, arrogante y de temperamento explosivo, durante el dialogo que tuvo con esta corresponsal Haig demostró tener además mucho sentido del humor.
—El ex comandante de las fuerzas británicas en las Malvinas, el general Jeremy Moore, me contó que cuando lo llamaron para avisarle del desembarco argentino en las Malvinas pensó que era un chiste. El día anterior, el 1ø de abril, había sido en Gran Bretaña el Día de los inocentes. ¿Le pasó a usted algo parecido?
—En el Departamento de Estado había ciertas bromas. Decían que todo se parecía a una opereta cómica de Gulliver y Sullivan en la que un viejo John Bull colérico se estaba enfrentando a un dictador con un uniforme ostentoso por una pastura de ovejas. Yo pensaba distinto.
—¿Conocía el conflicto?
—No era un experto, pero cuando estaba por asumir el cargo de Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en 1978, un buque de la marina argentina había disparado contra un buque de investigadores británico. Entonces de entrada pedí que tomaran este conflicto muy seriamente. El ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, Lord Carrington, me envió una carta pidiendo nuestra intervención nueve días después del desembarco en las Georgias. Sabían que ese desembarco era un reflejo de lo que podía pasar en las Malvinas.
—¿Por qué decidieron intervenir?
—Eran dos amigos. Gran Bretaña era nuestra aliada de siempre y Argentina estaba colaborando con nosotros en Honduras, especialmente en Nicaragua, en (la guerra) de América Central.
—¿Era usted consciente de que debido a esa colaboración los militares argentinos pensaban que EE.UU. iba a permanecer neutral? La embajadora de EE.UU. ante las ONU en aquel entonces, Jeanne Kirkpatrick, estaba de hecho a favor de la neutralidad.
—Le tenía mucho respeto a Kirkpatrick. Ella tenía una gran inclinación hacia América latina y especialmente hacia la Argentina.
—Había hecho su tesis de doctorado sobre la Argentina. En una entrevista antes de morir, me dijo que pensaba que si EE.UU. se alineaba con Gran Bretaña las relaciones con América latina se verían perjudicadas.
—Exacto. Y era muy franca sobre su posición pro neutralidad. Pero yo pensaba que había otras dimensiones más allá del problema bilateral entre Gran Bretaña y Argentina. En el marco de la Guerra Fría con la URSS, muchos percibían cierta debilidad en la determinación de Occidente a recurrir al uso de la fuerza en caso de ser desafiado. Y el imperio de la ley era un componente importante de esto. Caspar Weinberger me apoyaba en esto.
—¿Pensaba que el desembarco argentino era ilegal?
—Desde un principio dejé en claro en ambas capitales —primero en Londres con Thatcher— que íbamos a tener que alinearnos con Gran Bretaña si no había una solución pacifica, porque la ley había sido violada. Nunca fuimos neutrales en el sentido que nunca fuimos imparciales.
—¿Cómo se puede comenzar una negociación si no hay imparcialidad?
—Comenzamos la negociación con la esperanza de que podíamos obtener cierta racionalidad por parte de ambos lados para lograr una solución pacífica. También le dejé en claro a la Junta que si fracasábamos íbamos a alinearnos con Gran Bretaña. Y que de acuerdo a nuestra opinión, si había guerra, Gran Bretaña la iba a ganar y que nosotros estaríamos con ella.
—¿Todo eso estaba sobre la mesa?
—Sí, desde el principio.
—Entre su posición probritánica y la de proneutralidad de Kirkpatrick, Reagan optó por la suya. ¿Por qué Kirkpatrick no renunció?
—Lord Carrington, el titular del Foreing Office, renunció porque el desembarco argentino sucedió bajo su mandato. A mí me gustaría que EE.UU. también tuviese esa tradición de principios. Pero vemos a funcionarios fracasar, en temas tras temas, y sin embargo permanecen en sus puestos por mucho tiempo,
—¿No se estará refiriendo a Rumsfeld y la manera en que fracasó en Irak?
—(Se ríe) No comments...
—En su libro Caveat, usted dice que quedó acorralado entre el machismo de la Junta y la voluntad de hierro de Thatcher.
—Sí. Conocía el carácter de Thatcher desde cuando estaba en la OTAN. Cuando me recibió por primera vez en 10 Downing St. me dijo claramente tres cosas: que no le pidiéramos a Gran Bretaña que recompensara la agresión, que no le diéramos a Argentina algo que habían tomado por la fuerza porque no lo habían logrado pacíficamente y que eso enviaría una señal al mundo de consecuencias devastadoras.
—¿Y lo de machismo?
—El día que llegué a Buenos Aires había una gran manifestación en la Plaza de Mayo. Había sido orquestada. No era espontánea. Todos los manifestantes llevaban banderas y parecían muy patrióticos, pero no tenían la misma agresividad que tenía la Junta. Durante la reunión en la casa Rosada, Galtieri me dijo que si bajaba a la plaza me descuartizarían..., pero yo acababa de llegar en auto a través de la gente sin que me pasara nada.
—¿Cómo era Galtieri negociando?
—Creo que Galtieri habría llegado a un acuerdo si hubiera podido. El desembarco había sido planeado por la Marina. El Ejército lo había frenado en tres ocasiones. Era difícil negociar con él, pero no era irracional. El primer día me dijo que el gobierno argentino estaba dispuesto a encontrar una solución honorable para salvarle el gobierno a Thatcher, "Pero usted tiene que entender que nosotros también tenemos que quedar bien parados", agregó.
—¿Es verdad que comenzaba a tomar whisky desde la mañana?
—(Haig evade la pregunta con una larga disquisición sobre la importancia de la historia)
—¿No es usted demasiado diplomático?
—(Se ríe) En la Junta también estaba inclinado a llegar a un acuerdo el comandante de la Fuerza Aérea, Basilio Lami Dozo. La Fuerza Aérea pagó en el conflicto un precio altísimo y ellos sabían que eso iba a pasar. Era un hombre muy inteligente y muy moderno.
—¿Y el almirante Jorge Anaya?
—Tuvimos un choque cuando me dijo que estaría muy orgulloso de que la sangre de su hijo corriera sobre la tierra de las Malvinas. Su problema era que nunca había visto los cadáveres dentro de una bolsa regresando de una guerra. No habían tenido una guerra desde 1800.
—¿Fue el más duro?
—Sí, pero creo que la verdadera resistencia provenía del ministerio de Relaciones Exteriores. El ministro de Relaciones Exteriores, Nicanor Costa Méndez, era un hombre muy difícil que continuamente excluía de los borradores las concesiones que habían hecho después de horas y horas de negociaciones y que podrían haber conducido a un acuerdo. Y jamás fue capaz de decírmelo en la cara. Siempre me daba un pedazo de papel cuando estaba por subirme al avión. Eso ocurrió dos veces. El segundo viaje que hice a la Argentina fue el resultado de concesiones que había hecho por teléfono a Londres, donde yo estaba negociando con los ingleses. Me tomé un avión inmediatamente, sólo para ver si podíamos lograr que la Junta aprobara las concesiones. Pero súbitamente habían sido todas retiradas de la mesa. Era muy frustrante. Ninguno de los tres comandantes podía decir que sí a un acuerdo, pero todos podían decir no.
—¿Estaba Thatcher dispuesta a hacer más concesiones que los argentinos?
—Thatcher hizo una concesión importante: aceptó dejar de lado el tema de la soberanía.
—Ella decía que era un problema de autodeterminación de los pueblos y que había que incluir los deseos de los isleños, sabiendo que los kelpers querían la soberanía británica. Entonces, ¿cuál es la diferencia?
—Usted dice eso. Pero hubiera podido haber fórmulas que con el tiempo hicieran cambiar las cosas. Por eso digo que el problema estaba del lado de los argentinos. El sistema de gobierno argentino no funcionaba para tomar ninguna decisión.
—Hace ya un tiempo logramos que fueran desclasificados algunos documentos del Departamento de Estado que muestran que su numero dos, Lawrence Eagleburger, estaba preocupado por la posibilidad de que la URSS apoyase a la Argentina. Los cables describen las reuniones que tuvo Eagleburger con el ex embajador de la URSS en Washington, Anatoly Dobrynin. ¿Compartía usted esa preocupación?
—No, realmente, en una ocasión Galtieri me dijo que le habían ofrecido aviones, pilotos y armas de países que no eran occidentales. También me dijo que los rusos habían insinuado que hundirían uno de los portaaviones británicos —el Invencible con el príncipe Andrew a bordo— con uno de sus submarinos y que luego dejarían que la Argentina tomara el crédito. Pero la verdad es que había mucho de fantasía entre los argentinos y cuando la fantasía se pone a volar es un peligro.
—¿Por qué los soviéticos no intervinieron?
—El comunismo no funcionaba. Ya había comenzado a erosionar la viabilidad del gobierno soviético. Cuando estaba en la OTAN hice un discurso donde predije que la URSS iba a colapsar porque tenía demasiadas contradicciones internas. Cuando la gente dice ahora que el gobierno de Reagan ganó la Guerra Fría, yo digo que fueron los soviéticos que la perdieron.
—¿Es verdad que cuando el plan de las tres banderas —una argentina, una británica y una de la ONU— fue propuesto, la Argentina estaba dispuesta a decir que sí, si la bandera argentina flameaba más alta?
—Hubo varios planes con muchas banderas. En un momento hubo hasta seis banderas. Luego me enteré de que hubo esfuerzos diplomáticos adicionales realizados a través de la ONU, con la cooperación de Jeanne Kirkpatrick y sin mi conocimiento, que también fracasaron. Pero a largo plazo, ambas partes ganaron en el conflicto. Argentina tuvo una democracia. Y la credibilidad de los británicos fue reafirmada
—¿Hablaron sobre la guerra sucia durante las negociaciones?
—Ocasionalmente, y yo era muy sensible al respecto. Sabía lo que había pasado también en Chile y no estaba de acuerdo porque a través de la represión y de la violencia uno genera más represión y más violencia. Es decir, contra acciones del mismo tipo. Es por eso que tenemos que respetar las leyes. Pero es verdad que Allende trabajaba para los soviéticos y que quería imponer un régimen comunista y por eso las cosas no son tan simples como parecen en la superficie.
—Kirkpatrick hacía una distinción entre gobiernos autoritarios y gobiernos totalitarios, diciendo que los primeros eran occidentalistas, luchaban contra el comunismo y tenían más posibilidad de transformarse en democracias que los otros. Se dice que la pelea de usted con ella fue tan dura que en una ocasión Reagan los convoco al Salón Oval para que se reconciliasen. ¿Es cierto?
—Para mí hubiera sido imposible tomar parte por Argentina por la historia de la alianza con Gran Bretaña. Además, nuestro sistema de gobierno se basa en un sistema político británico, muy diferente a lo que ocurre en los países de origen latino. Nosotros en EE.UU. tenemos la visión de Cromwell y eso implica creer que los militares son muy peligrosos y tienen que estar bajo el control civil.
—¿Es usted peligroso?
—(Se ríe) No lo descarte. En el sistema de origen romano, los militares son aquellos que deben preservar las libertades del pueblo y esto es una realidad que lleva años cambiar, hasta que al final el pueblo toma el control. Mire lo que esta pasando ahora. Están tratando de imponer la democracia a través de la bayoneta. No se puede hacer eso. Es la gente la que tiene que querer la democracia. La mejor manera de promover la democracia es por el ejemplo y no por la fuerza o la visión neoconservadora del futuro.
—¿No está de acuerdo con lo que está pasando en Irak?
—¿Acaso lo está usted?
—En la Casa Blanca decían que usted lo único que quería era ser presidente y lo acusaban de arrogante.
—Yo sabia que esa iba a ser la última pulseada con la mafia de California (todos los funcionarios de Reagan que venían como él de California) Desde el momento en que entré en la Casa Blanca pensaron que yo quería ser presidente, y eso al vicepresidente George Bush, claro, no le caía nada bien, porque el tenía otros planes. Me acusaban además de ser un cabeza dura, ambicioso y arrogante.
—¿Es verdad que exigió que le dieran el avión presidencia para viajar entre Londres y Buenos Aires?
—Yo sólo quería un avión con comunicaciones instantáneas y seguras. El avión que me habían dado no las tenía y era muy importante que yo me pudiera comunicar a través de líneas seguras. Durante los 30 años que actué como militar me decían "Mr Cool". No sé cómo, de un día para el otro, me transformaron en un maníaco. Es por eso quizás, que los generales no deberían meterse nunca en política. Cuando uno se mete en política, tiene todo lo que se merece.
El gobierno de Reagan intentó mediar y envió a su secretario de Estado. Pero jamás fue imparcial. En la Casa Blanca creían que la ocupación de las islas era ilegal y que no debían abandonar al aliado tradicional.
Ana Baron WASHINGTON. CORRESPONSAL
[email protected]
Yo estaría muy orgulloso si la sangre de mi hijo corriese sobre Malvinas", dijo con voz determinada el almirante Jorge Anaya. "El problema es que usted jamás vio los cadáveres de jóvenes soldados regresando del campo de batalla dentro de bolsas de plástico", le respondió el general Alexander Haig.
El tenso entredicho tuvo lugar en la Casa Rosada, durante uno de los viajes que Haig hizo a Buenos Aires cuando, en su calidad de secretario de Estado del presidente Ronald Reagan, intentó mediar entre Gran Bretaña y Argentina para evitar la guerra.
Siendo uno de los militares más condecorados de EE.UU. por su participación en la Guerra de Corea y en la de Vietnam, Haig sabía perfectamente sobre qué estaba hablando. Sin embargo, la guerra de las Malvinas terminó siendo su Waterloo diplomático.
Uno de los testigos principales de ese Waterloo fue el actual embajador de EE.UU. en la Argentina, Earl Anthony Wayne. Haig le pidió a Wayne que integrara el equipo negociador que lo acompañó en sus múltiples viajes a Buenos Aires y a Londres porque "era un joven inteligente" que conocía su manera de pensar y de hacer las cosas.
Durante la larga entrevista que otorgó a Clarín, Haig confesó que nunca fue imparcial en el conflicto de Malvinas. Desde un principio consideró que el desembarco argentino en las Islas había sido ilegal y que en caso de guerra EE.UU. debía apoyar a su aliado tradicional, Gran Bretaña.
La embajadora de EE.UU. ante la ONU, Jeanne Kirkpatrick, no estaba de acuerdo con él e intentó convencer a Reagan de que EE.UU. permaneciese neutral. En el marco de la Guerra Fría y la posibilidad de una intervención soviética en el conflicto, Kirkpatrick creía que lo más importante era preservar la buena relación con nuestra región, mientras que Haig era un atlantista y ponía énfasis en la relación con Gran Bretaña. La pelea entre Haig y Kirkpatrick fue tan grande que un día Reagan tuvo que convocarlos al Salón Oval para obligarlos a reconciliarse.
La visión probritánica de Haig terminó imponiéndose. El secretario de Defensa, Caspar Weinberger, que coincidía con él, comenzó a apoyar a Gran Bretaña con inteligencia y logística, incluso antes de que la mediación hubiese terminado. Kirkpatrick, sin embargo, no se dio por vencida. En la entrevista con Clarín, Haig reconoció que una de las últimas negociaciones que tuvieron lugar a través de la ONU fueron lideradas por Kirkpatrick sin su conocimiento.
El fracaso de la mediación reforzó la posición de los enemigos de Haig en la Casa Blanca y contribuyó a su precipitada caída política. Diez días después de que terminara la guerra, Haig se vio obligado a renunciar a su cargo de secretario de Estado.
Actualmente, Haig se dedica a la actividad privada. Es el presentador de un show de televisión y miembro del directorio de varias compañías. Tiene una casa en las afueras de Washington a orillas del Río Potomac, desde cuyo living tiene una vista panorámica excepcional. Sin embargo, Haig pasa gran parte del año en la casa que tiene en Florida, "porque el clima es mejor y me gusta bañarme en el mar".
Acusado de ser agresivo, arrogante y de temperamento explosivo, durante el dialogo que tuvo con esta corresponsal Haig demostró tener además mucho sentido del humor.
—El ex comandante de las fuerzas británicas en las Malvinas, el general Jeremy Moore, me contó que cuando lo llamaron para avisarle del desembarco argentino en las Malvinas pensó que era un chiste. El día anterior, el 1ø de abril, había sido en Gran Bretaña el Día de los inocentes. ¿Le pasó a usted algo parecido?
—En el Departamento de Estado había ciertas bromas. Decían que todo se parecía a una opereta cómica de Gulliver y Sullivan en la que un viejo John Bull colérico se estaba enfrentando a un dictador con un uniforme ostentoso por una pastura de ovejas. Yo pensaba distinto.
—¿Conocía el conflicto?
—No era un experto, pero cuando estaba por asumir el cargo de Comandante Supremo de las Fuerzas Aliadas de la OTAN en 1978, un buque de la marina argentina había disparado contra un buque de investigadores británico. Entonces de entrada pedí que tomaran este conflicto muy seriamente. El ministro de Relaciones Exteriores de Gran Bretaña, Lord Carrington, me envió una carta pidiendo nuestra intervención nueve días después del desembarco en las Georgias. Sabían que ese desembarco era un reflejo de lo que podía pasar en las Malvinas.
—¿Por qué decidieron intervenir?
—Eran dos amigos. Gran Bretaña era nuestra aliada de siempre y Argentina estaba colaborando con nosotros en Honduras, especialmente en Nicaragua, en (la guerra) de América Central.
—¿Era usted consciente de que debido a esa colaboración los militares argentinos pensaban que EE.UU. iba a permanecer neutral? La embajadora de EE.UU. ante las ONU en aquel entonces, Jeanne Kirkpatrick, estaba de hecho a favor de la neutralidad.
—Le tenía mucho respeto a Kirkpatrick. Ella tenía una gran inclinación hacia América latina y especialmente hacia la Argentina.
—Había hecho su tesis de doctorado sobre la Argentina. En una entrevista antes de morir, me dijo que pensaba que si EE.UU. se alineaba con Gran Bretaña las relaciones con América latina se verían perjudicadas.
—Exacto. Y era muy franca sobre su posición pro neutralidad. Pero yo pensaba que había otras dimensiones más allá del problema bilateral entre Gran Bretaña y Argentina. En el marco de la Guerra Fría con la URSS, muchos percibían cierta debilidad en la determinación de Occidente a recurrir al uso de la fuerza en caso de ser desafiado. Y el imperio de la ley era un componente importante de esto. Caspar Weinberger me apoyaba en esto.
—¿Pensaba que el desembarco argentino era ilegal?
—Desde un principio dejé en claro en ambas capitales —primero en Londres con Thatcher— que íbamos a tener que alinearnos con Gran Bretaña si no había una solución pacifica, porque la ley había sido violada. Nunca fuimos neutrales en el sentido que nunca fuimos imparciales.
—¿Cómo se puede comenzar una negociación si no hay imparcialidad?
—Comenzamos la negociación con la esperanza de que podíamos obtener cierta racionalidad por parte de ambos lados para lograr una solución pacífica. También le dejé en claro a la Junta que si fracasábamos íbamos a alinearnos con Gran Bretaña. Y que de acuerdo a nuestra opinión, si había guerra, Gran Bretaña la iba a ganar y que nosotros estaríamos con ella.
—¿Todo eso estaba sobre la mesa?
—Sí, desde el principio.
—Entre su posición probritánica y la de proneutralidad de Kirkpatrick, Reagan optó por la suya. ¿Por qué Kirkpatrick no renunció?
—Lord Carrington, el titular del Foreing Office, renunció porque el desembarco argentino sucedió bajo su mandato. A mí me gustaría que EE.UU. también tuviese esa tradición de principios. Pero vemos a funcionarios fracasar, en temas tras temas, y sin embargo permanecen en sus puestos por mucho tiempo,
—¿No se estará refiriendo a Rumsfeld y la manera en que fracasó en Irak?
—(Se ríe) No comments...
—En su libro Caveat, usted dice que quedó acorralado entre el machismo de la Junta y la voluntad de hierro de Thatcher.
—Sí. Conocía el carácter de Thatcher desde cuando estaba en la OTAN. Cuando me recibió por primera vez en 10 Downing St. me dijo claramente tres cosas: que no le pidiéramos a Gran Bretaña que recompensara la agresión, que no le diéramos a Argentina algo que habían tomado por la fuerza porque no lo habían logrado pacíficamente y que eso enviaría una señal al mundo de consecuencias devastadoras.
—¿Y lo de machismo?
—El día que llegué a Buenos Aires había una gran manifestación en la Plaza de Mayo. Había sido orquestada. No era espontánea. Todos los manifestantes llevaban banderas y parecían muy patrióticos, pero no tenían la misma agresividad que tenía la Junta. Durante la reunión en la casa Rosada, Galtieri me dijo que si bajaba a la plaza me descuartizarían..., pero yo acababa de llegar en auto a través de la gente sin que me pasara nada.
—¿Cómo era Galtieri negociando?
—Creo que Galtieri habría llegado a un acuerdo si hubiera podido. El desembarco había sido planeado por la Marina. El Ejército lo había frenado en tres ocasiones. Era difícil negociar con él, pero no era irracional. El primer día me dijo que el gobierno argentino estaba dispuesto a encontrar una solución honorable para salvarle el gobierno a Thatcher, "Pero usted tiene que entender que nosotros también tenemos que quedar bien parados", agregó.
—¿Es verdad que comenzaba a tomar whisky desde la mañana?
—(Haig evade la pregunta con una larga disquisición sobre la importancia de la historia)
—¿No es usted demasiado diplomático?
—(Se ríe) En la Junta también estaba inclinado a llegar a un acuerdo el comandante de la Fuerza Aérea, Basilio Lami Dozo. La Fuerza Aérea pagó en el conflicto un precio altísimo y ellos sabían que eso iba a pasar. Era un hombre muy inteligente y muy moderno.
—¿Y el almirante Jorge Anaya?
—Tuvimos un choque cuando me dijo que estaría muy orgulloso de que la sangre de su hijo corriera sobre la tierra de las Malvinas. Su problema era que nunca había visto los cadáveres dentro de una bolsa regresando de una guerra. No habían tenido una guerra desde 1800.
—¿Fue el más duro?
—Sí, pero creo que la verdadera resistencia provenía del ministerio de Relaciones Exteriores. El ministro de Relaciones Exteriores, Nicanor Costa Méndez, era un hombre muy difícil que continuamente excluía de los borradores las concesiones que habían hecho después de horas y horas de negociaciones y que podrían haber conducido a un acuerdo. Y jamás fue capaz de decírmelo en la cara. Siempre me daba un pedazo de papel cuando estaba por subirme al avión. Eso ocurrió dos veces. El segundo viaje que hice a la Argentina fue el resultado de concesiones que había hecho por teléfono a Londres, donde yo estaba negociando con los ingleses. Me tomé un avión inmediatamente, sólo para ver si podíamos lograr que la Junta aprobara las concesiones. Pero súbitamente habían sido todas retiradas de la mesa. Era muy frustrante. Ninguno de los tres comandantes podía decir que sí a un acuerdo, pero todos podían decir no.
—¿Estaba Thatcher dispuesta a hacer más concesiones que los argentinos?
—Thatcher hizo una concesión importante: aceptó dejar de lado el tema de la soberanía.
—Ella decía que era un problema de autodeterminación de los pueblos y que había que incluir los deseos de los isleños, sabiendo que los kelpers querían la soberanía británica. Entonces, ¿cuál es la diferencia?
—Usted dice eso. Pero hubiera podido haber fórmulas que con el tiempo hicieran cambiar las cosas. Por eso digo que el problema estaba del lado de los argentinos. El sistema de gobierno argentino no funcionaba para tomar ninguna decisión.
—Hace ya un tiempo logramos que fueran desclasificados algunos documentos del Departamento de Estado que muestran que su numero dos, Lawrence Eagleburger, estaba preocupado por la posibilidad de que la URSS apoyase a la Argentina. Los cables describen las reuniones que tuvo Eagleburger con el ex embajador de la URSS en Washington, Anatoly Dobrynin. ¿Compartía usted esa preocupación?
—No, realmente, en una ocasión Galtieri me dijo que le habían ofrecido aviones, pilotos y armas de países que no eran occidentales. También me dijo que los rusos habían insinuado que hundirían uno de los portaaviones británicos —el Invencible con el príncipe Andrew a bordo— con uno de sus submarinos y que luego dejarían que la Argentina tomara el crédito. Pero la verdad es que había mucho de fantasía entre los argentinos y cuando la fantasía se pone a volar es un peligro.
—¿Por qué los soviéticos no intervinieron?
—El comunismo no funcionaba. Ya había comenzado a erosionar la viabilidad del gobierno soviético. Cuando estaba en la OTAN hice un discurso donde predije que la URSS iba a colapsar porque tenía demasiadas contradicciones internas. Cuando la gente dice ahora que el gobierno de Reagan ganó la Guerra Fría, yo digo que fueron los soviéticos que la perdieron.
—¿Es verdad que cuando el plan de las tres banderas —una argentina, una británica y una de la ONU— fue propuesto, la Argentina estaba dispuesta a decir que sí, si la bandera argentina flameaba más alta?
—Hubo varios planes con muchas banderas. En un momento hubo hasta seis banderas. Luego me enteré de que hubo esfuerzos diplomáticos adicionales realizados a través de la ONU, con la cooperación de Jeanne Kirkpatrick y sin mi conocimiento, que también fracasaron. Pero a largo plazo, ambas partes ganaron en el conflicto. Argentina tuvo una democracia. Y la credibilidad de los británicos fue reafirmada
—¿Hablaron sobre la guerra sucia durante las negociaciones?
—Ocasionalmente, y yo era muy sensible al respecto. Sabía lo que había pasado también en Chile y no estaba de acuerdo porque a través de la represión y de la violencia uno genera más represión y más violencia. Es decir, contra acciones del mismo tipo. Es por eso que tenemos que respetar las leyes. Pero es verdad que Allende trabajaba para los soviéticos y que quería imponer un régimen comunista y por eso las cosas no son tan simples como parecen en la superficie.
—Kirkpatrick hacía una distinción entre gobiernos autoritarios y gobiernos totalitarios, diciendo que los primeros eran occidentalistas, luchaban contra el comunismo y tenían más posibilidad de transformarse en democracias que los otros. Se dice que la pelea de usted con ella fue tan dura que en una ocasión Reagan los convoco al Salón Oval para que se reconciliasen. ¿Es cierto?
—Para mí hubiera sido imposible tomar parte por Argentina por la historia de la alianza con Gran Bretaña. Además, nuestro sistema de gobierno se basa en un sistema político británico, muy diferente a lo que ocurre en los países de origen latino. Nosotros en EE.UU. tenemos la visión de Cromwell y eso implica creer que los militares son muy peligrosos y tienen que estar bajo el control civil.
—¿Es usted peligroso?
—(Se ríe) No lo descarte. En el sistema de origen romano, los militares son aquellos que deben preservar las libertades del pueblo y esto es una realidad que lleva años cambiar, hasta que al final el pueblo toma el control. Mire lo que esta pasando ahora. Están tratando de imponer la democracia a través de la bayoneta. No se puede hacer eso. Es la gente la que tiene que querer la democracia. La mejor manera de promover la democracia es por el ejemplo y no por la fuerza o la visión neoconservadora del futuro.
—¿No está de acuerdo con lo que está pasando en Irak?
—¿Acaso lo está usted?
—En la Casa Blanca decían que usted lo único que quería era ser presidente y lo acusaban de arrogante.
—Yo sabia que esa iba a ser la última pulseada con la mafia de California (todos los funcionarios de Reagan que venían como él de California) Desde el momento en que entré en la Casa Blanca pensaron que yo quería ser presidente, y eso al vicepresidente George Bush, claro, no le caía nada bien, porque el tenía otros planes. Me acusaban además de ser un cabeza dura, ambicioso y arrogante.
—¿Es verdad que exigió que le dieran el avión presidencia para viajar entre Londres y Buenos Aires?
—Yo sólo quería un avión con comunicaciones instantáneas y seguras. El avión que me habían dado no las tenía y era muy importante que yo me pudiera comunicar a través de líneas seguras. Durante los 30 años que actué como militar me decían "Mr Cool". No sé cómo, de un día para el otro, me transformaron en un maníaco. Es por eso quizás, que los generales no deberían meterse nunca en política. Cuando uno se mete en política, tiene todo lo que se merece.