Oscar Raúl Cardoso
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Como intelectual, Salvador de Madariaga les asignaba a las ideas y a las palabras que las expresan un valor que, en este tiempo "pos" casi todo, es difícil duplicar. Así llegó al fin de sus días en 1978 convencido de que la guerra civil que en su país, España, cobró un millón de víctimas pudo haberse evitado si antes no se hubiera producido otra, a la que llamó "la guerra de la tinta".
Esa otra guerra previa a la de los cañones y fusiles estuvo hecha, para De Madariaga, de acusaciones, insultos, demonizaciones y mentiras recíprocas a cargo de los sectores que luego se dividirían en los bandos "republicano" y de los "nacionales" cuando llegó el tiempo de las vías de hecho.
De aquel intercambio abstracto de adjetivos surgieron los augurios autocumplidos sobre una inevitable confrontación intestina. Sólo hubo que esperar a que suficiente gente aceptara la premisa como verdad para que ésta cobrara cuerpo en la realidad y hay que pensar que esta siembra de encono se produjo en la primera mitad del siglo pasado, cuando las palabras casi se arrastraban para difundirse, huérfanas de la aerodinámica que ahora gozan en un mundo mediático.
Nadie puede decir hoy sin sombra de duda que De Madariaga no se aproximó, al menos, con esta visión al corazón del problema que desangró a España desde 1936. Conviene hoy guardar su diagnóstico, como marco de referencia, para evaluar algunos síntomas preocupantes que se están produciendo en América del Sur.
Más recientemente en Bolivia, donde durante las pasadas semanas —entre conflictos sociales que atosigan al gobierno del presidente Evo Morales— el debate se vio poblado de rumores sobre un inminente golpe de Estado y vaticinios sobre la proximidad de una confrontación que abriría el camino al infierno que los bolivianos, que tienen una historia violenta, nunca han conocido sin embargo, el de una guerra fratricida.
Es verdad, el hábito desarrollado por la administración de Morales de denunciar conspiraciones contribuye al clima propicio para los agoreros. Tan solo en ocho meses de gobierno —estimó el diario La Razón en un reciente artículo— Morales ha agitado la campana de la alarma en otras tantas oportunidades.
Pero un país que llegó a conocer golpes de mano de sus militares a razón de uno por año no puede descuidarse por completo de esa amenaza, ni siquiera después de los 24 años de democracia ininterrumpida que lleva hasta el presente.
Hay en el problema mucho más que ese presunto hábito oficial. Si uno recorre las más recientes ediciones de los grandes diarios bolivianos o escucha sus radios, va a hallar innumerables referencias al peligro de una guerra civil. En cada caso, habrá espacio para que alguien afirme o sugiera que son las políticas de Morales las que están acercando a Bolivia al precipicio histórico.
Por cierto que pocos dejan de reconocer que una trayectoria concreta de marginación política y económica de las mayorías en el país más golpeado por la pobreza de América del Sur está en el origen de los males del presente.
Pero de lo que se trata es de asegurar que los esfuerzos del gobierno de Morales —electo el año pasado con más del 50% de los votos por primera vez en la historia— por revertir esta condición son el verdadero meollo del problema.
La injusticia social es mala, sugiere este razonamiento, pero intentar resolverla equivale a condenarse; una visión en la que puede rastrearse lo que solemos llamar neoliberalismo, es decir el modo más crudo, de cuño hobbesiano, que tiene hoy el capitalismo. América latina ya aprendió, sobre todo en las pasadas dos décadas, que lo único realmente letal es dejar que esa injusticia se perpetúe y crezca.
No todo es perfecto, por cierto. Morales ha construido una agenda de políticas tan nutrida de conflictos —recuperando el control de la energía de un puñado de empresas extranjeras, oponiéndose a la devastadora política anticultivo de hoja de coca en la que está empeñado Estados Unidos, encarando una alianza geopolítica con los gobiernos de Venezuela y Cuba y sometiendo al país a la tensión de una Asamblea Constituyente— que es dable preguntarse si el presidente y sus asesores no son víctimas de un entusiasmo profundamente inexperto.
En su favor cabe decir, sin embargo, que nadie transforma la realidad de a centímetro cuadrado a la vez, dentro de sucesivas burbujas de cristal. Una huelga de transportistas y la reciente muerte de 16 mineros en un enfrentamiento entre sindicalistas y cooperativistas en Huanuni pusieron al rojo vivo las condiciones políticas en Bolivia.
La realidad se ha vuelto increíblemente dura para Morales. Si muchos tienen algo para ganar en su plan de juego, hay un grupo pequeño —coincidente con las fronteras demográficas de su minoría blanca de cuño europeo— que cree tener todo para perder, en especial una distribución profundamente regresiva del ingreso nacional que viene del fondo de los tiempos. Por supuesto en Bolivia, como en otras partes, ese temor es desproporciona-
do, pero no se equivocan si creen que algo perderán en una reorganización del sistema nacional.
Esa minoría piensa, al menos en cinco departamentos del oriente boliviano donde se acumulan las reservas de crudo y gas del país, que una secesión lisa y llana no es hoy mala idea.
¿Por qué habrían de creer que un golpe de Estado, como otros que antes salvaron sus privilegios, no es aconsejable, si fuera posible? El elemento racista está presente también: más allá de la certeza de sus críticas, esos sectores no digieren un indígena presidente del mismo modo en que detrás de los ataques al proletario Lula da Silva en Brasil o al mestizo Hugo Chávez en Venezuela hay componentes clasistas a flor de piel.
La historia reciente venezolana muestra, al menos, un antecedente interesante. En el 2002, cuando el empresariado intentó un golpe de Estado contra Chávez, era posible atosigarse con pronósticos de una guerra civil inminente cuyos vientos amainaron con la misma rapidez con que habían crecido. En esto la clave parece estar en no desatender las lecciones de la historia, sin digerir a boca abierta la idea de futuro de cualquier augur.
Copyright Clarín, 2006.