El sonido de la naturaleza
GRULLAS ABAJO
Carlos de Hita
Grullas arriba, no te estés con el amo aunque te lo diga.
Grullas abajo, estate con el amo aunque sea con trabajo.
Grullas (Grus grus). (Ilustración: Arturo Asensio)
Los días son ya cortos y el frío avanza desde el norte. Grullas abajo, llega la mala estación y toca aguantar con lo que sea. La fenología, el calendario de la naturaleza, en clave sociológica.
Impulsadas por el mal tiempo las bandadas de estas aves zanquilargas cruzan los campos de España procedentes de los tremedales escandinavos donde criaron. Han viajado por toda Europa a lo largo de todo un mes y hace ya varias semanas que empezaron a entrar en la península por los collados pirenaicos, lo que les permite eludir las espantosas condiciones atmosféricas de las cumbres. Cualquier día despejado se escuchará el gruir, los trompeteos agudos y potentes a los que, por cierto, deben su nombre estas aves. Una llamada de contacto audible a más de un kilómetro de distancia, que a ellas les ayuda a mantener la cohesión dentro del grupo y la comunicación lejana con otras bandadas que vuelan en la misma ruta. Ordenadas y previsibles en todo, hasta para volar forman unos irregulares cordones en V, característicos de muchas especies migratorias.
Vengan por donde vengan, desde ahora y hasta marzo las grullas permanecerán aquí, para entonces reemprender el vuelo anticipándose a la llegada del buen tiempo. Entre ambos viajes, desarrollarán una actividad ordenada, casi siempre inmutable, sujeta a un calendario que se estableció hace ya muchos miles de años.
Reunión en Gallocanta
En estos primeros días las jornadas son agotadoras. Largos vuelos desde el amanecer hasta la caída de la tarde con detenciones justas para alimentarse, para así aproximarse en escalas al primer punto de reunión en Gallocanta. Si hay una localidad importante para las grullas es esta laguna, en la raya entre las provincias de Zaragoza y Teruel. Un enclave estepario, una gran depresión inundada con una lámina de agua que, en tiempos mejores, llegó a tener más de diez kilómetros de extensión, donde la práctica totalidad de nuestras grullas recalan por algunos días.
Poco a poco se van sumando los bandos. Parece que se esperan unas a otras. Lo cierto es que, con oscilaciones de un año a otro, llegan a concentrase aquí varias decenas de miles de grullas –hasta 60.000 se han llegado a contabilizar, la práctica totalidad de la población invernante-. Semejante multitud, sumada a la de los centenares de miles de patos, fochas y demás aves acuáticas, convierten a Gallocanta en efímero escenario de uno de los más impresionante espectáculos naturales que pueden verse en este país. Al caer la luz, el trompeteo desperdigado que se ha escuchado durante todo el día por los campos aledaños se va concentrando, y el horizonte oscuro de la laguna se colmata con el griterío de las bandadas que, en oleadas, en vuelo rasante, se dirigen hacia las orillas fangosas donde van a pasar la noche.
A medida que avanza noviembre los bandos de grullas afrontan la última etapa de su viaje. La montanera de la encina, la caída de las bellotas maduras en las dehesas, está lista y las grullas vuelven a cambiar de paisaje. En grupos diseminados, con rumbos más dispersos y menos prisas que hasta ahora, se aproximan en etapas cortas hacia los destinos definitivos. Algunas permanecen todo el invierno en Aragón; otras, se dirigen hacia los campos de Castilla. Las demás prosiguen hacia el sur, a las dehesas de Extremadura, Andalucía occidental y Castilla-La Mancha.
Los bandos se dejan ver entonces por media España. Seguirán utilizando los puertos más bajos para cruzar los macizos montañosos; sobrevolarán las grandes aglomeraciones urbanas, como Madrid, que con sus luces desmedidas son un poderoso faro de referencia; se guiarán por los cursos de los ríos. Y a primeros de diciembre, antes incluso si el frío aprieta, ya estarán instaladas en sus áreas de invernada.
Estaciones de invierno
Desde entonces el ritmo de vida de estas incansables viajeras se torna regular y sedentario, idéntico de un día para otro. Comienza al alba, antes de la salida del sol. A esas horas en que una tenue bruma se eleva desde las láminas de agua y cubre las copas de las encinas de los campos aledaños. Algunos ejemplares, particularmente motivados, inician una danza espontánea, saltando con las alas desplegadas. El primero que arranca arrastra tras de sí a pequeños grupos con una dirección determinada.
No volarán muy lejos. Con el sol ya calentando la tierra y disipando la bruma, las grullas se reparten por los alrededores. Su presencia es imprevisible. Las encinas maduran y tiran la bellota de forma escalonada, por lo que los bandos deambulan hasta encontrar un buen comedero. Coloniales y cooperantes, las exploradoras en el suelo avisan a sus compañeras en vuelo con unos sonoros trompetazos, agudos, largos y aislados, para que desciendan a comer con ellas.
Desconfiadas como pocas, para dormir las grullas buscan siempre un refugio que reúna ciertas condiciones: una zona húmeda, una laguna, un embalse o las orillas fangosas de un río; siempre separadas de tierra firme por una lámina de agua y con buena visibilidad. A primeras horas de la noche el jolgorio es impresionante. Sólo en las horas altas de la madrugada el frío impone el silencio, y de las bandadas sólo escapa un murmullo continuo, interrumpido por los gritos aislados de algún ave asustadiza. En ocasiones, quien esto escribe ha tenido la suerte de observar a las grullas en compañía de otro observador, como el zorro que cierra el montaje sonoro, ladrando tranquilo, a pocos metros de distancia, en las orillas fangosas del Guadiana al desembocar en las Tablas de Daimiel.
La estancia de las grullas durará hasta primeros de marzo. Será el tiempo de grullas arriba, de los nuevos indicios. La mala estación tocará a su fin y, pese a las heladas nocturnas, la abundancia ya se anunciará. Pero aún queda mucho tiempo para eso.
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