Estimados foristas,
quería compartir con Uds. este emotivo relato del soldado conscripto Sergio Ariel Vanroij, quien durante la guerra de Malvinas se desempeñó en el Grupo Logística del RIMec 3 “General Belgrano”.
Fuente: Asociación de Veteranos de Guerra de Malvinas.
Habiendo pasado ya más de sesenta días en las islas, todo parecía empeorarse cada vez más. Los ataques de los buques ingleses que otrora habían sido esporádicos, irrumpían desde hacía más de dos semanas con frecuencia nocturna. Ya como una costumbre a la que no podíamos acostumbrarnos y no dejaba de sorprendernos, veíamos desde nuestra posición los fogonazos y estruendos que cada noche impactaban más cerca nuestro. A modo de contrapunto musical se hacían oír los aviones ingleses volando muy bajo, como buscando blancos de ataque. Y efectivamente un avión Sea Harrier atacó con un misil al radar, del cual nosotros nos encontrábamos a unos seis metros. No vimos nada de lo que quedó del radar sino hasta la mañana, ya que por orden de nuestros superiores permanecimos en nuestra posición. También recuerdo cómo un Sea Harrier fue derribado en vuelo por una de nuestras antiaéreas, y cuyo piloto logró eyectarse y caer al mar.
En medio de esos escenarios un día vi venir hacia mí a un soldado compañero, y gran amigo, Gustavo Saez, que venía del frente en terribles condiciones. Nos dimos un gran abrazo y le di un alfajor que tenía en el bolsillo proveniente de la única encomienda que pude recibir de mi familia en Buenos Aires.
Ante este estado de situación, un mediodía el Capitán López nos ofreció algo inusual: Un excepcional almuerzo de bifes con puré!!!. Así que se creó en ese momento un cuadro impresionista, algo así como “El Almuerzo Final”. Y así lo expresaron las palabras de nuestro Capitán: “Coman con gusto, soldados, este puede ser nuestro último almuerzo”. Tal era nuestra necesidad de alimento que los estruendos, disparos y los vuelos rasantes de los aviones los tomamos como “música funcional” del mejor restaurante porteño!!! No obstante, lo que más nos tranquilizó fue la actitud del Capitán López al comer con nosotros sin importar lo que estaba ocurriendo a nuestro rededor. En la guerra hay situaciones muy insólitas. No hay horarios, no hay regularidades. Entonces, si todos podemos aprovechar un tiempo para comer, se come, no importan las circunstancias, porque esa comida bien puede ser la última ó bien pueden pasar varios días hasta tener otra. Y eso también es tener “valor”. Además, la comida es igual a la prolongación de la vida del combatiente, o sea, es también combatir. Nunca olvidaré la valuable actitud del Capitán López.
Estas circunstancias eran ensordecedoramente angustiantes, indefinidamente tortuosas, en donde el vivir tenía mucho que ver con el sólo instinto.
De un instante a otro, todo aquel panorama de ruidos y estruendos cesó poco antes del amanecer. Había una tensa calma. No sabíamos qué esperar. ¿Sería el preludio de algo peor?
Nuestras mentes estaban lejos de presuponer el fin de la guerra. El silencio y la quietud nos atemorizaba y al mismo tiempo nos adormecía.
Amaneció. Un sol radiante iba elevándose convirtiendo el terreno en un escenario intrigante y silencioso, escenario sobre el cual, avanzada la mañana, vimos desfilar a nuestros compañeros que volvían de las líneas del frente. Voces de dolor y quejidos empezaron a invadir el silencio. Ahí fue cuando vi a dos soldados llevando en una palangana los restos de un compañero, el soldado Soria, de mi regimiento, que, según contaban, había pisado una mina. Otro! El soldado Reyes Lobos, quien el día anterior se había acercado hasta mí dándome una aerograma para que yo lo despachase a su madre, fue noticia: Había sido muerto por una esquirla.
Olores y hedores nauseabundos, como a ropa quemada, empezaron a inundar las calles de Puerto Argentino.
Ya la noticia de la rendición se había hecho oír. No cabía en nosotros ninguna expresión. No podíamos estar “contentos” por volver a casa. El desfile de heridos seguía pasando delante nuestro y tras el verde oliva oscuro y manchado de sangre se empezó a ver “otro verde”. Eran soldados ingleses. Venían tras los heridos. Ahí fue que nuestro capitán nos dijo que él sabía tanto como nosotros cuál sería nuestro destino, que estábamos en manos y a las órdenes de los ingleses. Pasado el mediodía recibimos órdenes de caminar con nuestro armamento y equipo en dirección al aeropuerto. Fue una intensa y lenta caminata integrada por todos los efectivos militares argentinos que se prolongó hasta horas de la noche. En un punto los ingleses nos hicieron dejar el armamento, el que se acumuló formando una montaña.
Seguimos la caminata bajo una noche casi sin luna y sin estrellas, la fina llovizna terminó por mojarnos, no todos teníamos el poncho de plástico. Las piernas se hacían cada vez más pesadas y a veces el andar se transformaba en una especie de baile, en un intento instintivo de descansar los pies al variar el movimiento. Algunos caían y volvían a levantarse. Los pies mojados pero calientes por el constante caminar, hacían que de los borceguíes manara vapor.
Finalmente llegamos al aeropuerto. Sus instalaciones estaban en ruinas y habían restos de aviones desparramados. Recibimos entonces órdenes de acampar y nos entregaron cajas con raciones de comida. En ese ínterin me reencontré con mi compañero y amigo, el Dragoneante Martín Bava. Nos dio mucha alegría saber que estábamos vivos.
La comida nos reanimó y, creyendo que podríamos descansar, llegó otra orden de levantarse y encolumnarse hacia el puerto. Otra larga y pesada caminata nos esperaba.
Llegamos a las inmediaciones del puerto antes del amanecer. Cada vez se veían más soldados ingleses. Ya encolumnados para ingresar al muelle descubrimos que pasábamos por un galpón donde estaban almacenadas unas provisiones de comida. Completamente a oscuras entramos allí. Detecté con mis manos algo que se parecía a una lata de dulce de batata. Efectivamente eso era y me la llevé conmigo a la formación, y abriéndola con mi sable bayoneta, mis compañeros y yo tuvimos una especie de desayuno.
La formación se acercaba cada vez más al muelle en donde nos esperaban los ingleses para revisarnos antes de hacernos subir a una barcaza. Al llegar mi turno de revisación, el soldado inglés vio que yo tenía un bulto en el bolsillo derecho de mi bombacha. Ese bulto era mi flauta dulce que aún conservaba y que en los momentos en que pude, durante la guerra, tocaba alentando a mis compañeros y a mi mismo. El soldado inglés, creyendo que poseía un arma me dijo que sacara lo que tuviera en el bolsillo. Saqué la flauta, se la mostré y me hice entender como para que me dejara conservarla. Éste al revisarla y ver que no representaba ningún peligro, dejó que la guardara nuevamente.
Una vez que la barcaza se hubo completado, nos hicimos mar adentro. A lo lejos veíamos un barco enorme. Tremenda fue la impresión que tuve al acercarnos cada vez más a semejante construcción. Yo nunca había visto antes un trasatlántico y verlo por primera vez me causó gran impresión, era como un gran edificio de dimensiones incalculables a simple vista. Subimos a él por una pequeña escalera de soga. Era algo semejante a escalar un edificio. Llegamos a una escotilla.
Yo inicié mi servicio militar en el Glorioso Regimiento de Infantería Mecanizado 3 “Grl. Belgrano”, en la Compañía C “Ituzaingó”, donde mi rol era “Apuntador de FAP”, luego de seis meses, se dispuso mi traslado a la Compañía Servicios, en la cual pasé a desempeñarme como escribiente en la oficina de Control y Cargos, del Grupo Logística.
Allí conocí a mi compañero, el S/C 62 Szpin que trabajaba en la oficina contigua.
Mi compañero, el S/C 62 Sabin, que era originario de la Compañía C al igual que yo, también había sido trasladado a la oficina junto a Szpin, de modo que al momento de embarcar hacia las islas, fuimos juntos como Grupo Logística al mando del entonces Capitán López. El grupo: Capitán López; Sargento Sarmiento; Cabo Parada; S/C 62 Sabin; S/C 62 Szpin; S/C 62 Martínez y yo. Martínez fue designado para tareas especiales, de modo que Sabin, Szpin y yo formábamos un trío de soldados muy unidos por una gran camaradería y amistad que nos unió durante toda la guerra y aún después de ésta.
Dada mi inclinación natural hacia la música desde niño, cuando terminé la escuela primaria decidí ingresar al conservatorio para estudiar música seriamente. Mi gran pasión: El Piano.
Ni bien ingresé tuve grandes avances en el estudio, lo que me permitió rendir exámenes en forma libre pudiendo así comenzar una carrera velozmente y muy prometedora.
Al ingresar al servicio militar interrumpí mis estudios, pero eso no pudo interrumpir mi música. “Me llevé la música al Ejército”, sin llegar a pertenecer a la Banda del Regimiento, yo era el “soldado músico” y siempre estaba provisto de mi flauta dulce, tocando en el cuartel en todo momento propicio.
Como dije antes, la escalera de soga nos condujo a una escotilla. No miré hacia abajo mientras subía para evitar sentir vértigo ya que el Canberra era increíblemente alto. Luego de hacernos transitar por algunos pasillos, los ingleses nos ubicaron en un salón muy grande a todos juntos (oficiales, suboficiales y soldados), era algo así como una confitería. Nos hicieron sentar en el piso. Al sentarme junto a mis compañeros empiezo a observar todo el salón y me encuentro con que hay un piano... ¡¡¡no lo podía creer!!!.
Le dije a mi querido compañero Carlos Sabin: ¡¡¡Mirá Sabin un piano!!!... ¡qué ganas de tocar!. "¡Y andá tocá el piano!" Me dijo Sabin. ¡¡¡Tocá el HIMNO NACIONAL!!! Vos sos loco? le dije. ¡Nos van a matar a todos!. ¡¡¡No seas tonto andá!!! Tocá el HIMNO!. Insistió Sabin. Y Szpin, que estaba ubicado frente a nosotros se unió a Sabin en un: “¡Tocá Vainroj! Tocá el Himno, tocá, ¡¡¡dale!!!”. Las voces de otros compañeros se unieron a las de Sabin y Szpin: "¡¡¡TOCÁ EL HIMNO!!!". Saez me miraba con ojos sorprendidos. Miré mis manos ennegrecidas y duras por el frío intenso, y por un instante pensé: ¿Podrán mis manos tocar?. Me froté las manos tan fuerte como pude y me dije a mí mismo: “Mi música no sale de mis manos, sino de mi espíritu, y mi espíritu no tiene por qué estar abatido, porque perdimos esta batalla y no la guerra. Tocaré por todos los compañeros que quedaron en la isla y por todos nosotros!”.
Así nomás me levanté, fui hacia el soldado inglés que estaba cerca del piano y le dije en el escaso inglés que sabía: "ái pléi de piano" a lo que me contestó con un gesto afirmativo de su cabeza y un “Oh, yes” y me abrió la tapa del piano. Me senté en una banqueta, hice algunas pequeñas escalas como para probar si el piano estaba en condiciones y comencé a ejecutar los primeros acordes del “Himno Nacional Argentino”.
Todavía antes de la entrada vocal: “Oíd, mortales...” se escuchó la voz de un oficial argentino que obviamente también había sido reducido a prisionero: ¡¡¡Soldados!!! ¡¡¡Todos de pié!!!, ¿¿¿¡¡¡No escuchan el Himno Nacional!!!???.Yo no lo vi porque estaba tocando el piano, pero me pareció ser la voz del Capitán López. ¡Imagínense a más de cien personas parándose en un sólo y enérgico movimiento! Esto alertó a la guardia inglesa. Inmediatamente el mismo soldado inglés que me había permitido tocar el piano, me agarró fuertemente del brazo mientras tocaba y me empujó junto con el resto de la tropa, que ya estaban otra vez sentados en el piso por orden y amenaza de los ingleses.
¿Qué me movió a tocar el piano en esa situación?. ¿Qué movió a mis compañeros a decirme “Tocá el Himno”?.¿Qué movió al oficial a decir que todos se pongan de pié?. Son cosas que sí las puedo responder: Estábamos, si bien dolidos, orgullosos de lo que habíamos hecho, habíamos perdido una batalla pero no la nobleza y la ingenuidad que llevó al oficial a ordenar con toda naturalidad “pararse”a la tropa ante los acordes de nuestro Himno Nacional, sin siquiera importarle que estábamos prisioneros. Era la obediencia incondicional de los soldados a las voces argentinas aún bajo el fusil inglés. Era haber perdido la batalla pero no la identidad argentina y ¡¡¡no había mejor lugar que ese para demostrarlo!!!
Queda el interrogante de saber si los ingleses supieron por qué todos se pararon “al unísono”, si lo relacionaron con la música que yo toqué, y, si acaso hayan reconocido en esa música al “Himno Nacional Argentino”.
Nota del Autor: Carlos Sabin formó una familia con más de dos hijos y se dedicó a la mecánica de automóviles. Lamentablemente falleció el 28 de julio de 2003 en un accidente de tránsito. Nuestra amistad perduró después de la guerra hasta su fallecimiento. A diferencia de mí, Sabin se acordaba con minuciosidad cada detalle de lo vivido en Malvinas y muchas cosas que he relatado aquí perduran en mi memoria gracias a él. Claudio Szpin formó una familia con dos hijos, no tuve contacto con él luego de la guerra sino hasta el año 2000, cuando me dijo que se dedicaba al teatro y me propuso trabajar en un proyecto musical que por falta de tiempo rechacé. En el año 2003 nos reencontramos velando a Sabin y hoy trabajamos juntos en una obra de teatro musical. Gustavo Saez fue mi compañero de camarote en el Canberra. Siguió dedicándose a la música y a la docencia y siempre estuvimos en contacto desde 1982 pero para hablar de música; la guerra siempre fue un tema tácito que solamente lo adivinaban nuestras miradas. Yo, Sergio Vainroj, a pesar de haber interrumpido mis estudios musicales por más de diez años, me dediqué a la música profesionalmente. En el 2004 retomé los estudios en el Conservatorio Nacional de Bs. As. No he formado mi
familia aún.
quería compartir con Uds. este emotivo relato del soldado conscripto Sergio Ariel Vanroij, quien durante la guerra de Malvinas se desempeñó en el Grupo Logística del RIMec 3 “General Belgrano”.
Fuente: Asociación de Veteranos de Guerra de Malvinas.
Habiendo pasado ya más de sesenta días en las islas, todo parecía empeorarse cada vez más. Los ataques de los buques ingleses que otrora habían sido esporádicos, irrumpían desde hacía más de dos semanas con frecuencia nocturna. Ya como una costumbre a la que no podíamos acostumbrarnos y no dejaba de sorprendernos, veíamos desde nuestra posición los fogonazos y estruendos que cada noche impactaban más cerca nuestro. A modo de contrapunto musical se hacían oír los aviones ingleses volando muy bajo, como buscando blancos de ataque. Y efectivamente un avión Sea Harrier atacó con un misil al radar, del cual nosotros nos encontrábamos a unos seis metros. No vimos nada de lo que quedó del radar sino hasta la mañana, ya que por orden de nuestros superiores permanecimos en nuestra posición. También recuerdo cómo un Sea Harrier fue derribado en vuelo por una de nuestras antiaéreas, y cuyo piloto logró eyectarse y caer al mar.
En medio de esos escenarios un día vi venir hacia mí a un soldado compañero, y gran amigo, Gustavo Saez, que venía del frente en terribles condiciones. Nos dimos un gran abrazo y le di un alfajor que tenía en el bolsillo proveniente de la única encomienda que pude recibir de mi familia en Buenos Aires.
Ante este estado de situación, un mediodía el Capitán López nos ofreció algo inusual: Un excepcional almuerzo de bifes con puré!!!. Así que se creó en ese momento un cuadro impresionista, algo así como “El Almuerzo Final”. Y así lo expresaron las palabras de nuestro Capitán: “Coman con gusto, soldados, este puede ser nuestro último almuerzo”. Tal era nuestra necesidad de alimento que los estruendos, disparos y los vuelos rasantes de los aviones los tomamos como “música funcional” del mejor restaurante porteño!!! No obstante, lo que más nos tranquilizó fue la actitud del Capitán López al comer con nosotros sin importar lo que estaba ocurriendo a nuestro rededor. En la guerra hay situaciones muy insólitas. No hay horarios, no hay regularidades. Entonces, si todos podemos aprovechar un tiempo para comer, se come, no importan las circunstancias, porque esa comida bien puede ser la última ó bien pueden pasar varios días hasta tener otra. Y eso también es tener “valor”. Además, la comida es igual a la prolongación de la vida del combatiente, o sea, es también combatir. Nunca olvidaré la valuable actitud del Capitán López.
Estas circunstancias eran ensordecedoramente angustiantes, indefinidamente tortuosas, en donde el vivir tenía mucho que ver con el sólo instinto.
De un instante a otro, todo aquel panorama de ruidos y estruendos cesó poco antes del amanecer. Había una tensa calma. No sabíamos qué esperar. ¿Sería el preludio de algo peor?
Nuestras mentes estaban lejos de presuponer el fin de la guerra. El silencio y la quietud nos atemorizaba y al mismo tiempo nos adormecía.
Amaneció. Un sol radiante iba elevándose convirtiendo el terreno en un escenario intrigante y silencioso, escenario sobre el cual, avanzada la mañana, vimos desfilar a nuestros compañeros que volvían de las líneas del frente. Voces de dolor y quejidos empezaron a invadir el silencio. Ahí fue cuando vi a dos soldados llevando en una palangana los restos de un compañero, el soldado Soria, de mi regimiento, que, según contaban, había pisado una mina. Otro! El soldado Reyes Lobos, quien el día anterior se había acercado hasta mí dándome una aerograma para que yo lo despachase a su madre, fue noticia: Había sido muerto por una esquirla.
Olores y hedores nauseabundos, como a ropa quemada, empezaron a inundar las calles de Puerto Argentino.
Ya la noticia de la rendición se había hecho oír. No cabía en nosotros ninguna expresión. No podíamos estar “contentos” por volver a casa. El desfile de heridos seguía pasando delante nuestro y tras el verde oliva oscuro y manchado de sangre se empezó a ver “otro verde”. Eran soldados ingleses. Venían tras los heridos. Ahí fue que nuestro capitán nos dijo que él sabía tanto como nosotros cuál sería nuestro destino, que estábamos en manos y a las órdenes de los ingleses. Pasado el mediodía recibimos órdenes de caminar con nuestro armamento y equipo en dirección al aeropuerto. Fue una intensa y lenta caminata integrada por todos los efectivos militares argentinos que se prolongó hasta horas de la noche. En un punto los ingleses nos hicieron dejar el armamento, el que se acumuló formando una montaña.
Seguimos la caminata bajo una noche casi sin luna y sin estrellas, la fina llovizna terminó por mojarnos, no todos teníamos el poncho de plástico. Las piernas se hacían cada vez más pesadas y a veces el andar se transformaba en una especie de baile, en un intento instintivo de descansar los pies al variar el movimiento. Algunos caían y volvían a levantarse. Los pies mojados pero calientes por el constante caminar, hacían que de los borceguíes manara vapor.
Finalmente llegamos al aeropuerto. Sus instalaciones estaban en ruinas y habían restos de aviones desparramados. Recibimos entonces órdenes de acampar y nos entregaron cajas con raciones de comida. En ese ínterin me reencontré con mi compañero y amigo, el Dragoneante Martín Bava. Nos dio mucha alegría saber que estábamos vivos.
La comida nos reanimó y, creyendo que podríamos descansar, llegó otra orden de levantarse y encolumnarse hacia el puerto. Otra larga y pesada caminata nos esperaba.
Llegamos a las inmediaciones del puerto antes del amanecer. Cada vez se veían más soldados ingleses. Ya encolumnados para ingresar al muelle descubrimos que pasábamos por un galpón donde estaban almacenadas unas provisiones de comida. Completamente a oscuras entramos allí. Detecté con mis manos algo que se parecía a una lata de dulce de batata. Efectivamente eso era y me la llevé conmigo a la formación, y abriéndola con mi sable bayoneta, mis compañeros y yo tuvimos una especie de desayuno.
La formación se acercaba cada vez más al muelle en donde nos esperaban los ingleses para revisarnos antes de hacernos subir a una barcaza. Al llegar mi turno de revisación, el soldado inglés vio que yo tenía un bulto en el bolsillo derecho de mi bombacha. Ese bulto era mi flauta dulce que aún conservaba y que en los momentos en que pude, durante la guerra, tocaba alentando a mis compañeros y a mi mismo. El soldado inglés, creyendo que poseía un arma me dijo que sacara lo que tuviera en el bolsillo. Saqué la flauta, se la mostré y me hice entender como para que me dejara conservarla. Éste al revisarla y ver que no representaba ningún peligro, dejó que la guardara nuevamente.
Una vez que la barcaza se hubo completado, nos hicimos mar adentro. A lo lejos veíamos un barco enorme. Tremenda fue la impresión que tuve al acercarnos cada vez más a semejante construcción. Yo nunca había visto antes un trasatlántico y verlo por primera vez me causó gran impresión, era como un gran edificio de dimensiones incalculables a simple vista. Subimos a él por una pequeña escalera de soga. Era algo semejante a escalar un edificio. Llegamos a una escotilla.
Yo inicié mi servicio militar en el Glorioso Regimiento de Infantería Mecanizado 3 “Grl. Belgrano”, en la Compañía C “Ituzaingó”, donde mi rol era “Apuntador de FAP”, luego de seis meses, se dispuso mi traslado a la Compañía Servicios, en la cual pasé a desempeñarme como escribiente en la oficina de Control y Cargos, del Grupo Logística.
Allí conocí a mi compañero, el S/C 62 Szpin que trabajaba en la oficina contigua.
Mi compañero, el S/C 62 Sabin, que era originario de la Compañía C al igual que yo, también había sido trasladado a la oficina junto a Szpin, de modo que al momento de embarcar hacia las islas, fuimos juntos como Grupo Logística al mando del entonces Capitán López. El grupo: Capitán López; Sargento Sarmiento; Cabo Parada; S/C 62 Sabin; S/C 62 Szpin; S/C 62 Martínez y yo. Martínez fue designado para tareas especiales, de modo que Sabin, Szpin y yo formábamos un trío de soldados muy unidos por una gran camaradería y amistad que nos unió durante toda la guerra y aún después de ésta.
Dada mi inclinación natural hacia la música desde niño, cuando terminé la escuela primaria decidí ingresar al conservatorio para estudiar música seriamente. Mi gran pasión: El Piano.
Ni bien ingresé tuve grandes avances en el estudio, lo que me permitió rendir exámenes en forma libre pudiendo así comenzar una carrera velozmente y muy prometedora.
Al ingresar al servicio militar interrumpí mis estudios, pero eso no pudo interrumpir mi música. “Me llevé la música al Ejército”, sin llegar a pertenecer a la Banda del Regimiento, yo era el “soldado músico” y siempre estaba provisto de mi flauta dulce, tocando en el cuartel en todo momento propicio.
Como dije antes, la escalera de soga nos condujo a una escotilla. No miré hacia abajo mientras subía para evitar sentir vértigo ya que el Canberra era increíblemente alto. Luego de hacernos transitar por algunos pasillos, los ingleses nos ubicaron en un salón muy grande a todos juntos (oficiales, suboficiales y soldados), era algo así como una confitería. Nos hicieron sentar en el piso. Al sentarme junto a mis compañeros empiezo a observar todo el salón y me encuentro con que hay un piano... ¡¡¡no lo podía creer!!!.
Le dije a mi querido compañero Carlos Sabin: ¡¡¡Mirá Sabin un piano!!!... ¡qué ganas de tocar!. "¡Y andá tocá el piano!" Me dijo Sabin. ¡¡¡Tocá el HIMNO NACIONAL!!! Vos sos loco? le dije. ¡Nos van a matar a todos!. ¡¡¡No seas tonto andá!!! Tocá el HIMNO!. Insistió Sabin. Y Szpin, que estaba ubicado frente a nosotros se unió a Sabin en un: “¡Tocá Vainroj! Tocá el Himno, tocá, ¡¡¡dale!!!”. Las voces de otros compañeros se unieron a las de Sabin y Szpin: "¡¡¡TOCÁ EL HIMNO!!!". Saez me miraba con ojos sorprendidos. Miré mis manos ennegrecidas y duras por el frío intenso, y por un instante pensé: ¿Podrán mis manos tocar?. Me froté las manos tan fuerte como pude y me dije a mí mismo: “Mi música no sale de mis manos, sino de mi espíritu, y mi espíritu no tiene por qué estar abatido, porque perdimos esta batalla y no la guerra. Tocaré por todos los compañeros que quedaron en la isla y por todos nosotros!”.
Así nomás me levanté, fui hacia el soldado inglés que estaba cerca del piano y le dije en el escaso inglés que sabía: "ái pléi de piano" a lo que me contestó con un gesto afirmativo de su cabeza y un “Oh, yes” y me abrió la tapa del piano. Me senté en una banqueta, hice algunas pequeñas escalas como para probar si el piano estaba en condiciones y comencé a ejecutar los primeros acordes del “Himno Nacional Argentino”.
Todavía antes de la entrada vocal: “Oíd, mortales...” se escuchó la voz de un oficial argentino que obviamente también había sido reducido a prisionero: ¡¡¡Soldados!!! ¡¡¡Todos de pié!!!, ¿¿¿¡¡¡No escuchan el Himno Nacional!!!???.Yo no lo vi porque estaba tocando el piano, pero me pareció ser la voz del Capitán López. ¡Imagínense a más de cien personas parándose en un sólo y enérgico movimiento! Esto alertó a la guardia inglesa. Inmediatamente el mismo soldado inglés que me había permitido tocar el piano, me agarró fuertemente del brazo mientras tocaba y me empujó junto con el resto de la tropa, que ya estaban otra vez sentados en el piso por orden y amenaza de los ingleses.
¿Qué me movió a tocar el piano en esa situación?. ¿Qué movió a mis compañeros a decirme “Tocá el Himno”?.¿Qué movió al oficial a decir que todos se pongan de pié?. Son cosas que sí las puedo responder: Estábamos, si bien dolidos, orgullosos de lo que habíamos hecho, habíamos perdido una batalla pero no la nobleza y la ingenuidad que llevó al oficial a ordenar con toda naturalidad “pararse”a la tropa ante los acordes de nuestro Himno Nacional, sin siquiera importarle que estábamos prisioneros. Era la obediencia incondicional de los soldados a las voces argentinas aún bajo el fusil inglés. Era haber perdido la batalla pero no la identidad argentina y ¡¡¡no había mejor lugar que ese para demostrarlo!!!
Queda el interrogante de saber si los ingleses supieron por qué todos se pararon “al unísono”, si lo relacionaron con la música que yo toqué, y, si acaso hayan reconocido en esa música al “Himno Nacional Argentino”.
Nota del Autor: Carlos Sabin formó una familia con más de dos hijos y se dedicó a la mecánica de automóviles. Lamentablemente falleció el 28 de julio de 2003 en un accidente de tránsito. Nuestra amistad perduró después de la guerra hasta su fallecimiento. A diferencia de mí, Sabin se acordaba con minuciosidad cada detalle de lo vivido en Malvinas y muchas cosas que he relatado aquí perduran en mi memoria gracias a él. Claudio Szpin formó una familia con dos hijos, no tuve contacto con él luego de la guerra sino hasta el año 2000, cuando me dijo que se dedicaba al teatro y me propuso trabajar en un proyecto musical que por falta de tiempo rechacé. En el año 2003 nos reencontramos velando a Sabin y hoy trabajamos juntos en una obra de teatro musical. Gustavo Saez fue mi compañero de camarote en el Canberra. Siguió dedicándose a la música y a la docencia y siempre estuvimos en contacto desde 1982 pero para hablar de música; la guerra siempre fue un tema tácito que solamente lo adivinaban nuestras miradas. Yo, Sergio Vainroj, a pesar de haber interrumpido mis estudios musicales por más de diez años, me dediqué a la música profesionalmente. En el 2004 retomé los estudios en el Conservatorio Nacional de Bs. As. No he formado mi
familia aún.