Discurso con que el Dr. Enrique Diaz Araujo distingue a la Sra. Delicia Rearte de Giachino,
con motivo de conferirle la Universidad Católica de La Plata, el pasado 11 de octubre, un titulo honoris causa.
HOMENAJE
Autoridades universitarias, profesores, alumnos, señoras y señores:
La UCALP, Universidad Católica de La Plata, por intermedio de su Rector, Dr. Rafael Breide Obeid, y de su Consejo Superior, ha decidido otorgarle el título de Profesora Ilustre de la Casa Platense a la Sra. María Delicia Rearte de Giachino. Y me ha designado a mí, inmerecido honor, para que dirija la palabra en este acto académico. Actividad que paso a cumplimentar.
Parece obvio que toda la cuestión que vamos a desarrollar está signada por un sustantivo propio, un topónimo, la palabra “Malvinas”, junto con un alto valor moral, el heroísmo. Malvinas- Heroísmo. Un archipiélago del Atlántico Sud de 12 mil kilómetros cuadrados de superficie, y una hazaña admirable producida por la valentía de un hombre. Ambos datos, el geográfico y el ético, enlazados y ensamblados por una fecha histórica: el 2 de abril de 1982.
Puesto de otra manera: el capitán de corbeta de Infantería de Marina de la Armada Argentina, Pedro Edgardo Giachino y el arrojo excepcional que le costó la vida en la mañana de la recuperación del territorio usurpado en 1833. Asunto principal del que se deriva esta ceremonia. Porque el capitán Giachino murió en la comisión de su proeza -atacar la casa del Gobernador inglés Rex Hunt, sin producir bajas en el enemigo-, pero dejó una madre que al velar la memoria de su hijo, nos ha mantenido en la vigilia alerta por la causa nacional malvinera. Doña Delicia Rearte de Giachino, en estos treinta años que han transcurrido desde la gloriosa gesta del 2 de abril, se ha convertido en la centinela siempre atenta, que con celo ejemplar ha sabido retomar la bandera que pudo flamear 74 días en Puerto Argentino, y mantenerla ondeando en los tiempos indigentes de la desmalvinización. Alrededor de las siete de la mañana de aquel festivo dos de abril Pedro argentinizaba a las Malvinas. Desde el funesto 14 de junio, Doña Delicia lleva décadas tratando de malvinizar la Argentina. Hijo y madre se han pasado el testimonio, la tea encendida de la pasión argentina. Entre ambos han contribuido a consolidar aquel -que dijera Leopoldo Lugones-, “indoblegable orgullo de ser argentino”.
Bien, detengámonos en algunos aspectos de esa hazaña.
Comencemos por esta definición de la función del héroe que nos dejara el gran poeta Leopoldo Marechal. “La Patria -escribía- debe ser una provincia / de la tierra y del cielo”. Por lo tanto:
“Somos un pueblo de recién venidos. / Y has de saber que un pueblo se realiza tan sólo / cuando traza la Cruz de su esfera durable. / La Cruz tiene dos líneas: ¿cómo las traza un pueblo?/ Con la marcha fogosa de sus héroes abajo (tal es la horizontal) / y la levitación de sus santos arriba / (tal es la vertical de una cruz bien lograda)”.
La vertical del santo y la horizontal del héroe. La Patria, concluye Marechal, “es un peligro que florece”.
Dicho lo cual, digamos que hacia 1982 iba a florecer el peligro patrio. Para afrontarlo: ¿tendríamos héroes, tendríamos santos…? Ya veríamos. La noche estaba obscura. ¿Se cumpliría aquí el aforismo de Goethe de que cuando más obscura está la noche es cuando más próximo está el amanecer?
No se veían en los alrededores muchos santos ni héroes. No hablo de individuos muy excepcionales. Digo personas normales, que conviven con nosotros; que discurren a nuestro lado, como todos, pero que disponen de ciertas hermosas virtudes. Cuando menciono a los santos, pienso en aquellos vecinos que, por amor a Dios y con ascetismo, dominan sus pasiones. Puede ser que nosotros no veamos su halo, pero lo tienen. Cuando aludo a los héroes me refiero a los ciudadanos que con fortaleza cumplen con su deber de bien común de modo irrestricto. Los que van hasta el fondo de las cosas; y que si han hecho un juramento, se atienen a él a rajatabla. Porque los juramentos, para los hombres de honor, son sagrados. Quien jura defender a su bandera y seguirla hasta perder la vida, llegado el momento de la verdad, no puede o no debe soslayar lo pactado.
Pues, ese tipo de personas es el que parecía escasear en el país. Abundaban los “argentinos visibles”, hedonistas, egoístas, relativistas, materialistas; aquellos que, como dijera Eduardo Mallea, veían la nación en términos de vaca lechera. De esos había, y hay, para regalar y para exportar.
Bien; resulta que el horizonte de 1982 se presentaba alarmantemente inseguro.
Y la hora del peligro se aproximaba a gran velocidad, sin nosotros saberlo.
En efecto, en Londres, el 14 de setiembre de 1981, los Jefes de Estado Mayor habían aprobado los “Planes de Contingencia”. Por ellos, se reestructuraba la Task Force, prevista para implementar la política que denominaron “Fortress Malvinas”, Fortaleza Malvinas
Según el Informe Franks, de los Consejeros de la Corona, dicha política se había concebido en 1976, al advertir el Reino Unido que sólo por la fuerza podría mantener la usurpación malvinera. Actitud generada por la Resolución 2065 de las Naciones Unidas datada en 1965, que imponía la negociación para definir la soberanía, sin que se admitiera el principio de autodeterminación de los pueblos a favor de los deseos de los isleños. Habían pasado 15 años del Documento A / 6262, de 1967, del “consenso”, cuando Gran Bretaña, junto a la unanimidad de los Estados Miembros de la ONU, aprobara la Resolución 2065. Tiempo olvidado. Ya por 1982, comenzaban a retomar la cantinela de la “autodeterminación” de un pueblo que no es distinto del británico, y que ni siquiera es un pueblo.
Pues, como decíamos la Task Force, cuyo comandante sería el Almirante John “Sandy” Woodward, a partir de setiembre de 1981, tendría por objetivo reforzar la defensa británica. Por eso, se establecieron los buques y las tropas que la integrarían, y partirían en cuanto estuvieran listos a cumplir la Operación “Corporate”.
Por consiguiente, la mayoría de los navíos fueron enviados al Mediterráneo para participar en maniobras. En eso estuvieron hasta que el 26 de marzo de 1982 –observen la fecha-, desde Gibraltar, partió el primero de los buques de la Task Force, el “Fort Austin”, cuyo capitán era el comodoro Sam Dunlop. Al mismo tiempo, desde esa misma base, salió el submarino nuclear HMS “Spartan”. Al día siguiente, desde Montevideo zarparía el carguero artillado “John Biscoe”, y desde Punta Arenas, en Chile, el buque logístico de la Royal Navy HMS “Bransfield”. Ahí empezaba la que Woodward denominó su “Guerra de los Cien Días”. Dicho de otra manera: que el Reino Unido iniciaba su guerra con la República Argentina “dos días y medio antes que la Junta Militar Argentina resolviera el probable ataque”, como anotaran los británicos Simon Jenkins y Max Hasting, en su libro “La batalla por Malvinas” (Bs. As., Emecé, 1983, p. 78).
Aún con los buques que partieron de Portsmouth que mostrara la televisión británica, cabe una aclaración: es la que el 3 de abril de 1983 proporcionó al Parlamento el ex ministro de Defensa John Nott: “Si hubiésemos estado sin preparación ninguna, ¿cómo el siguiente lunes 5 de abril, unos pocos días después, hubiera podido la Armada Real ponerse en campaña en orden de batalla y con armamento y recursos propios de tiempo de guerra? Los preparativos estaban en marcha desde hacía varias semanas. Estábamos listos”.
No sólo nos atacaban; también querían engañarnos. Ha escrito el Comandante de la Task Force:
“De todas maneras, en el Atlántico Sur sin duda nos lanzamos a mentir… básicamente yo había estado en el juego de las mentiras desde ya hacía varias millas… me sentía bastante seguro de poder engañar a las mentes militares argentinas… nosotros debimos librar nuestra batalla en la Era de los Engaños” (Woodward, John “Sandy”, Los cien días, Bs. As., Sudamericana, 1992, pp. 145-147).
Y, ¿cuál era el principal embuste que nos colocarían? Uno muy simple. Tan efectivo, que sus efectos perduran hasta el día de hoy. Consistía en hacernos creer que nuestra recuperación del archipiélago usurpado un siglo y medio antes era una “ocupación” o una “invasión” nuestra, que los tomó desprevenidos, como víctimas indefensas. Cuando lo cierto es que hacía meses que los jefes del Almirantazgo estaban en comunicación con el secretario de Defensa de los Estados Unidos, Caspar Weinberger, para contar con los abastecimientos necesarios en la isla Ascensión. También habían recibido el armamento innovador, como el Sidewinder 9 aire-aire, los Shrike, buscadores de radares y los Stringers, que tanto daño causarían a nuestras fuerzas.Es decir, que ellos, con anticipación de dos días y medio, hay que recalcarlo, habían iniciado la guerra.
En la Argentina, ignorándose esos planes ingleses -que dicho de paso, se siguen ignorando- se pensaba forzar la negociación ordenada por la Resolución 2065, a la que el Reino Unido se negaba sistemáticamente. Se pensó que con una ocupación militar provisoria se podría obligar a la contraparte a concluir con sus dilaciones. “El plan -anotó el canciller Nicanor Costa Méndez- era ocupar, provocar la intervención de Naciones Unidas, del Consejo de Seguridad concretamente, y entonces ahí retirar las tropas… La idea era que Naciones Unidas pusiera sus Cascos Azules y entonces negociáramos en esas condiciones” (Yofre, Juan Bautista, 1982. Los documentos secretos de la guerra de Malvinas / Malvinas y el derrumbe del Proceso, Bs. As., Sudamericana, 2011, pp. 219-220).
Ya se sabe lo que pasó: no se calibró el temple de la Primer Ministro, Mrs. Margaret Thatcher, la “Dama de Hierro”, quien nunca pensó en negociar nada y hubo desinformación hasta el punto de creer que los Estados Unidos podrían ser neutrales. De ahí la consigna de ocupar para negociar, en lugar de ocupar para combatir, como más adelante tubo de ordenarse (“Tuve que cambiar de caballo en medio del río”, nos confió el General Leopoldo Galtieri). Además, se interpuso el desgraciado incidente de las Georgias (que adelantó hacia abril, lo que estaba previsto para el 1 de junio de 1982: Yofre, Juan Bautista, op. cit., p. 65). Como fuere, y contra toda la opinión pacifista y desmalvinizadora, sostengo sin hesitar, que la Nación deberá estar permanentemente agradecida al gobierno que interrumpió para siempre la prescripción que buscaban los británicos.
De esa manera, el 28 de marzo de 1982 partió desde Puerto Belgrano hacia el sur el primero de los buques de la Fuerza de Tarea 40 de la Armada Argentina, bajo el mando del contralmirante de Infantería de Marina Carlos Alberto Büsser, en la Operación Azul-Rosario.
Aclarado todo lo cual, corresponde anotar que el Plan argentino, que debía permanecer secreto, encontró dos obstáculos graves. Uno, proveniente de la naturaleza, dado por lo fortísima tormenta que obligó a bajar los nudos del convoy naval encabezado por el destructor ARA “Santísima Trinidad”, el buque de desembarco ARA “San Antonio”, y el submarino ARA “Santa Fe”, tormenta que postergó en un día el desembarco.
El otro, fue una filtración, tal vez más grave. El Comandante de la Fuerza de Desembarco, Calte. Carlos Alberto Büsser, acaba de morir infamado en prisión domiciliaria en estos días, sin una pequeña nota necrológica. Tampoco la tuvo el Calte. Carlos Hugo Robacio, cuando murió este mismo año. Como me honré con la amistad de ambos almirantes, aprovecho para rendirles el justo homenaje que merecen. Büsser, pues, informó lo siguiente:
“Cuando recibí las instrucciones de planificar la Operación se me pusieron tres condiciones: sorpresa, modo incruento y mínimo tiempo para ocupar la isla. Bueno, debo decir que el enemigo sabía la hora y lugares de nuestra llegada. Si no hubo más bajas fue porvoluntad de Dios”. ¿Sorpresa?... existió irresponsabilidad criminal… “los británicos sabían casi todo porque hubo una filtración” (Yofre, Juan Bautista, op. cit., p. 229).
Con dos días de anticipación, el Gobernador Rex Hunt supo de los planes argentinos. Así, las luces del faro Pembroke, cuya conquista era el objetivo de la Agrupación Buzos Tácticos, embarcados en el submarino ARA “Santa Fe”, fueron apagadas. Eso denunciaba que estaban alertados y que, suprimida la sorpresa, habría que combatir. Por eso, se eliminó ese punto de ataque. Otro tanto ocurrió con la Agrupación Comandos Anfibios. Esta unidad compuesta con 77 infantes de marina, que había venido embarcada en el ARA “Santísima Trinidad”, luego de arribar a la playa Harriet, debía dividirse en dos unidades que operarían en dos direcciones. La mayoritaria comandada por el Capitán de Corbeta de Infantería de Marina Guillermo Andrés Sánchez Sabarots, debía atacar el cuartel de los Royal Marines en Moody Brook, al que encontró vacío. Resultó que los ochenta marines, mandados por Mike Norton, se habían marchado para parapetarse en las inmediaciones de la Casa del Gobernador. Segunda alteración. La tercera estuvo en el aeropuerto de Puerto Argentino. Hacia allí partió la compañía C del Regimiento de Infantería 25 del Ejército Argentino que mandaba el Teniente Coronel Mohamed Alí Seineldín. Se halló con que no había marines en el aeropuerto, sino sólo vehículos atravesados en la pista de aterrizaje. De esa suerte, sin sorpresa ninguna, teniendo enfrente el grueso de las tropas enemigas -reforzados por 60 hombres de los voluntarios entrenados en la defensa (“Malvinas Islands Defence Force”)-, como no estaba previsto, con la consigna vigente del ataque “incruento”, y con su pequeño contingente se halló el segundo comandante de la Agrupación de Comandos Anfibios, el capitán de corbeta de Infantería de Marina, Pedro Edgardo Giachino.
Peligro supremo. ¿Cómo lo resolvería Giachino?
Al tomar posiciones para cumplir con su misión de hacer rendir a Hunt, sin causar bajas en el enemigo, advirtió el cambio de condiciones. El secreto, que le hubiera permitido deslizarse rápida y sigilosamente, estaba roto. Enfrente estaba un enemigo muy superior a sus escasas fuerzas: enemigo que no tendría ninguna autolimitación a la hora de tirar a matar.
¿Entonces…?
Entonces Giachino podía dejar de lado la orden recibida o demorar su cumplimiento.
Empero, Giachino era un soldado que sólo sabía que el lema era subordinación y valor para servir a la Patria. Había recibido una orden y la cumpliría, cualquiera fuera el peligro que debiera afrontar.
Mejor dicho, que él, el jefe debería asumir. Porque, testimonia el cabo enfermero Ernesto Urbina:
“La divisa de Giachino siempre había sido: “¡Todos adelante! Pero detrás de mí”. “Nunca decía vayan, sino vamos” ( Kasanzew, Nicolás, Malvinas a sangre y fuego, ed. del autor, 2012, p. 23).
Como todos los buenos capitanes que la historia recuerda, Giachino iba a ir al frente de su menguada tropa.
Primero le solicitó a su segundo, el teniente de corbeta de Infantería de Marina Diego Fernando García Quiroga, que alzando la voz intimara -en inglés- rendición al Gobernador. Este repitió dos veces la exigencia, sin ningún resultado. A su término:
Impaciente, Giacchino decidió abreviar: “Tírele un granadazo”, le ordenó a García Quiroga. Este obedeció, sacó el seguro a una granada, la lanzó y todos se mantuvieron a cubierto hasta que explotó en el jardín.
Enseguida dijeron desde adentro: “MIster Hunt is going to get out…”. Pasaron dos minutos y nada. Insistió por tercera vez García Quiroga. Y entonces desde el edificio dispararon una ráfaga de arma automática que pasó por encima de sus cabezas” (Malvinas. La historia documentada, tomo 4, La recuperación, Bs. As., Sudamericana, 2012, p. 16).
Los argentinos no podían disparar en dirección a sus enemigos. Efectuaron varias ráfagas de pistolas ametralladoras hacia arriba, rompiendo los vidrios del primer piso. Obviamente, eso era insuficiente.
Eran alrededor de las siete de la mañana de ese día fresco y asoleado del dos de abril. “¡Qué lindo día para morir!”, dijo García Quiroga.
Para morir, sí; si seguían allí sin cubierta. Tal vez, todavía, podían reptar y retirarse. No.
“Jefe”, le dijo García Quiroga a Giachino, “si no entramos nos cocinan”.
“Sí, hay que entrar”, afirmó Giachino, y de un salto llegó hasta la puerta de la Gobernación y la derribó, dejando a la vista un largo pasillo.
Allí cayó Giachino, mortalmente herido, apenas al entrar. Atrás de él cayó el teniente García Quiroga también alcanzado por las balas” (“Malvinas. La historia documentada”, t. 4, op. cit., p. 16).
En realidad, Giachino murió desangrado, dado que una de las balas le había perforado la arteria femoral. El cabo enfermero Ernesto Urbina, que quiso ir en su ayuda, también fue alcanzado por el fuego enemigo. No obstante, él, como García Quiroga, ambos gravemente heridos, pudieron salvar la vida, cuando alrededor de las nueve horas Hunt se rindió ante el resto de las tropas de Büsser que habían llegado a la localidad, y fueron sacados en ambulancias.
Poniéndole un colofón a esta narración, el testigo Urbina relata que Giachino, caído:
“blande una granada de mano le saca la chaveta e intima al Gobernador Rex Hunt a rendirse”.
Era el gesto justo. Agrega Urbina, quien lo había conocido en el curso de buzos tácticos, que Giachino era:
“un militar con todas las letras y un gran tipo. Hacía valer su peso de persona, no de grado. De gran fuerza tanto física, como de voluntad. Y tenía una voz de mando inapelable”.
“Alguien lo definió como un auténtico caballero cristiano.
-Sí, porque hacía valer la verdad. No le interesaba que el otro fuera de más grado para cantarle las cuarenta” (Kasanzew, Nicolás, op. cit., p. 24).
Así murió Pedro Edgardo Giachino, en combate, defendiendo la soberanía argentina. Por él, dijo el folclorista Argentino Luna, en la canción que le dedicó, “hay luto en la alegría de la tierra mendocina”. Murió en la última guerra romántica del siglo veinte, en la “bella gesta de abril”, que dijera Juan Luis Gallardo. “En un día trascendental para la historia argentina”, como lo memorara el cirujano René Favaloro. El brillante periodista Manfred Schoenfeld comentó:
“La operación del 2 de abril fue magistral, sin víctimas británicas. Y a costa del sacrificio nuestro, del sacrificio de Giachino”.
Sentó un jalón inamovible, según el decir de Horacio: “Dulce et decorum est pro patria mori” (Dulce y glorioso es morir por la Patria). Además como lo destacó el as de la aviación de la Segunda Guerra Mundial Pierre Clostermann: “el mundo cree solamente en las causas cuyos testigos se hacen matar por ella”. Rubriquemos esta afirmación con el verso del poeta alemán Federico Hoelderlin: “Por ti, oh Patria, ninguno ha muerto de más!”
Literalmente, Pedro Giachino se hizo matar para que la causa redentora de la “hermanita perdida” triunfara, más allá de los errores estratégicos con que se diseñara. Triunfo que nada podría opacar, porque es una causa secular, cuyo combate de recuperación se inició por 1770. “No le aflojés, que esto recién empieza”, le dejó escrito a un compañero, el Primer Teniente de la Fuerza Aérea Argentina José Daniel Vázquez, otro mendocino que murió en cumplimiento de la orden de atacar al portaviones “Invencible”. Otro cuyano, el subteniente Oscar Silva, condiscípulo del Liceo Militar General Espejo, murió en Tumbledown pidiendo fuego de artillería sobre su posición, como Sansón, cayó junto a los filisteos. Estos cuyanos no le aflojaron, porque sabían que los avatares de la patria iban a ser muchos, y que bíblicamente había que dar “a cada día su afán”, sabían que “mientras el valiente muere una sola vez, el cobarde muere muchas”, como nos lo recordara Shakespeare. En aquel preciso momento, correspondía la guerra: “Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo -reza el Eclesiastés-, su tiempo la guerra y su tiempo la paz”. Guerra, sí; “pavor de sibaritas”- había dicho el poeta Carlos Obligado, autor de la marcha de las Malvinas-, “guerra, que es hija de siete guerras nuestra noble tierra”.
Por todo lo cual, Pedro Edgardo Giachino, fue ascendido a capitán de fragata post morten, y condecorado con la máxima medalla que otorga la Nación Argentina “al heroico valor en combate”.
Bueno. Ya hemos esbozado la silueta del héroe y su proeza. Vayamos ahora a lo nuestro, a la distinción que se le otorga a Doña María Delicia Rearte de Giachino.
La señora Delicia Rearte, que nació en Buenos Aires un 25 de abril de 1923, que llegó a Mendoza en 1939, que se casó con Don Pedro Ángel Giachino, que ejerció como maestra, y que tuvo seis hijos, tres mujeres y tres varones, el segundo de los cuales fue Pedro Edgardo, ha sido una intrépida continuadora de la labor de su hijo marino.
Diez, veinte, treinta años, lleva sin aflojar un instante en su lucha por la soberanía nacional y la dignidad humana. Ha cruzado este difícil tiempo desmalvinizador, invulnerable al desaliento, inaccesible a la desesperanza. Firme en la fe, humana y divina. “Dama de temple de acero”, la ha descripto Nicolás Kasanzew, quien también paga con el exilio su pasión malvinera. Él ha transcripto un recuerdo de doña Delicia sobre el momento en que veló el cadáver del héroe de Puerto Argentino. Dijo que, junto a su esposo e hijos:
“No nos animábamos ni a arrimarnos a nuestro hijo, teníamos la absoluta comprensión de que ya no nos pertenecía: era de la Patria” (“Malvinas, etc.”, op. cit., p. 25).
No sólo como dolida madre ha memorado la jornada del 2 de abril. Lo ha hecho principalmente como ciudadana argentina, erguida como las mujeres fuertes que ensalza la Biblia. Abanderada del honor nacional. Supliendo con su fortaleza ejemplar la valentía de la que tantos hombres carecieron en estos años de llanto y de luto.
Y es esa condición modélica, entendemos nosotros, la que la UCALP ha querido premiar, para distinguirla como profesora Ilustre de Argentinidad. Merecidísimo diploma. Al que todas las personas de bien de esta República debieran adherir.
Bien; ahora, recapitulemos.
Si el gesto de Pedro Giachino levantó a la Patria de su letargo, no es menos cierto que su acción corrió una seria amenaza de ser olvidada en la noche que se posó sobre la Argentina, a partir de la rendición del 14 de junio de 1982. Porque ahí mismo, con la firma documentalmente anticipada del jefe táctico, se inició la desmalvinización que aún soportamos.
Esta innoble crónica no requiere descripción, toda vez que casi todos los presentes la hemos padecido. Tan sólo cabría recordar que un Presidente calló cuando un ex Ministro inglés en su presencia afirmó que: “La democracia en la Argentina no habría llegado si no hubiera sido por el coraje y el sacrificio de nuestras fuerzas, de nuestros bravos muchachos”. O que otro Presidente escribió en un diario londinense que: “1982 fue una triste y traumática mancha en la historia de nuestras relaciones con Gran Bretaña… un conflicto que nunca debió haber ocurrido y que lamentamos profundamente”. Y un tercer Presidente lo calificó como “otro crimen de la dictadura militar”. Todo eso, y la indefensión manifiesta que se implementó, muestran la cara visible de la República.
Empero, gracias a Dios, hay también, una Argentina invisible.
País de luces y sombras el nuestro, de contrastes violentos. Donde desde el punto de vista ético se ha instalado una cloaca a cielo abierto, en la legislación, en la televisión y en la conciencia de una juventud perdida. Sin embargo, esta lacra moral convive con la Nación más misionera del mundo en este momento. Cuatro órdenes religiosas argentinas se han expandido por América, Europa, Asia, África y Oceanía, a la conquista de las almas, con el valor osado de un San Francisco Javier. Tuvimos héroes; tenemos santos. Porque, díganme ustedes, ¿cómo cabría calificar a una joven veinteañera, linda muchacha, a la que conocimos no hace mucho, que se fue a atender leprosos durante años en un lazareto de China Comunista, por amor a Dios y al prójimo? Sí, señores, contamos con la marcha fogosa de los héroes abajo y la levitación de los santos arriba. A no desesperar, pues. Demos tiempo al tiempo, como nos enseñara nuestro Libertador José de San Martín. El mismo General, que en cartas a Bernardo O´Higgins, le afirmara:
”La América parece que tiene un Dios tutelar que la auxilia en sus mayores apuros… Dios nos ayuda porque la causa de América es suya; ésta es mi confianza”.
Por eso, cuando la gente simple de nuestro pueblo continúa asegurando que “Dios es criollo”, no se equivoca; no.
Y, para concluir, a fin de animarnos a que esa esperanza sea activa, como ha sido la vida de Doña Delicia, recitemos el verso “Reto” del poeta Enrique Vidal Molina, que dice:
“Ni silencio ni olvido: que nos duela
como un dolor de artera puñalada,
como un ultraje a la mujer amada,
como el duro acicate de una espuela;
como una sangradura en la rodela
hendida por la punta de una espada;
que nadie mienta: “No ha pasado nada”.
Vivamos en la eterna duermevela
de nuestros muertos. Que esta escarapela
siga prendida al pecho, inmaculada
como en los faustos días de la escuela
y que aliente en mi casa, siempre izada,
un ala azul que a las Malvinas vuela
a redimir la sangre derramada”.
Nada más, señoras y señores. Gracias por su atención.