Batalla por Puente Alsina - 20 de junio
La noche llegaba tensa a Buenos Aires el 20 de junio de 1880. La ciudad había resistido el primer avance de las tropas nacionales, pero todos sabían que no sería el último. En el campamento de José Inocencio Arias, los fogones se apagaban y los hombres se echaban, intranquilos, a descansar. A las diez de la noche, el coronel había recibido un mensaje del ministro Martín de Gainza: “Por varios conductos que no doy mucha importancia, se me dice que esta madrugada será usted atacado”, y agregaba: “(no lo creo)”. Pero en el campamento, cuenta Basabilbaso, los jefes estaban alertas; mandaron avanzadas en varias direcciones y una guardia de caballería se apostó sobre el propio puente. Hacía frío y el cielo estaba claro, alumbrado por una invernal luz de luna.
A las cuatro de la madrugada, cuando ya se anunciaba el toque de diana, llegaba al detall un jinete agitado para avisar que se venía el enemigo. No había terminado el soldado de dar la noticia cuando se escucharon los estruendos de la artillería y las descargas de la fusilería de los nacionales, que estaban encima. Era el coronel Racedo, con su división de línea, que había marchado toda la noche desde Flores haciendo un rodeo para llegar por el sur al Puente Alsina, a las puertas de la ciudad. Cubriría así a la división que, al mando del comandante Bosch, trataría de unirse a las fuerzas de Levalle, apostadas en Lomas de Zamora, para entrar todos a Buenos Aires. Eran en total 4.200 hombres, que incluían cuerpos de línea y guardias nacionales de Santa Fe, Buenos Aires y Córdoba. Para reforzar la posición de Racedo, se apostaron del lado norte del río, en el sitio conocido como la Pólvora de Flores, las fuerzas al mando del coronel Manuel Campos, compuestas por el Regimiento 1º de Línea, el 10º de Caballería, el Batallón 1º de voluntarios, al mando del comandante Marcos Paz, y la artillería con dos cañones que pronto empezaron a hacer fuego sobre el campamento.
La Guardia Provincial de Santa Fe, al mando del comandante Vázquez, estaba ya en el puente. Las fuerzas porteñas se acercaron al mismo punto y estalló el combate. Por más de una hora se enfrentaron a corta distancia de cien, doscientos metros, los dos ejércitos. “En medio del fuego del cañón, las infanterías entraron en choque. El batallón de Vázquez avanzó sobre los demás, siendo recibido por el batallón de San Nicolás, que se entreveró con él”. Según la misma crónica de “El Porteño”, la pelea fue sangrienta, cuerpo a cuerpo. Ya antes, habían entrado en acción el Guardia Provincial de Buenos Aires y el batallón de Mercedes, mientras que e 1º de Línea venía en auxilio de los santafecinos, quienes habían perdido su bandera en manos porteñas. “Después de dos horas de combate encarnizado”, y con la carga a bayoneta, ordenada por Racedo, la batalla alcanzó su momento más sangriento. Muchos cayeron en la acción; entre ellos, el comandante Vázquez, herido de muerte por un proyectil de metralla. Hombres y caballos se desplomaban sobre el puente. “Los cadáveres (de los soldados) alfombraban materialmente aquella tierra barrida por el cañón y la metralla”, cuenta Basabilbaso.
Despuntaba el amanecer con ambas fuerzas disputándose el control del puente. A partir de este punto, las crónicas difieren. Según los porteños, los nacionales finalmente se retiraron para reorganizar sus huestes y el puente quedó en manos de los hombres de Arias, quienes lo despejaban llevándose a los heridos y arrojando cuerpos de animales y de soldados al río. Según Racedo, “los cuatro batallones que sostenían el Puente (cumplieron la orden de cargar a la bayoneta) con tanto valor y resolución que el enemigo operó su retirada hacia los Corrales”. Sin embargo, esa “retirada” no se concretó sino más tarde y por órdenes superiores, de manera que hasta entonces los nacionales habían permanecido del lado sur.
Del lado norte, mientras tanto, a Vázquez lo recogieron los de la Guardia Provincial. Su jefe, Martín Díaz, lo hizo transportar a la pulpería La Blanqueada, donde rato antes el mismo Díaz había estado tomando mate y esperando. Allí, sobre el mostrador, cuenta Julio Costa, testigo de la escena: “le pusimos su espada y un crucifijo en las manos cruzadas sobre el pecho, lo alumbramos con cuatro velitas de baño y todos los presentes nos arrodillamos alrededor”. Era un homenaje a un enemigo al que todos reconocían su valor y su temeridad en la acción.
Algo después Arias entró también en el almacén. El mismo Costa, ayudante del jefe del Estado Mayor coronel Garmendia, traía una carta de éste para el comandante Díaz, con consejos para Arias.
“Le ruego –escribía Garmendia a Díaz- (…) le diga lo siguiente: Que nadie es más celoso que yo de su gloria militar y por lo tanto le aconsejo como su mejor amigo, que esta noche mismo se reconcentre en los corrales, apoyando su derecha en esa altura y su izquierda si quiere en las lomas que corren hacia la Convalescencia (…) Que interne su caballería en la ciudad, que mañana será tal vez tarde, porque será indudablemente atacado por su retaguardia y flancos por las fuerzas combinadas de la Chacarita y Levalle”.
También volvía de la ciudad el mayor Rivera, a quien el propio Arias había enviado esa madrugada para dar aviso del ataque al jefe Campos y al ministro Gainza. Y traía instrucciones precisas: debían reconcentrarse en la ciudad. Arias, sin embargo, se resistía. “¿Cómo quieren que me retire si vengo triunfante, a pesar de todo, desde Olivera…? ¿Qué voy a hacer en la ciudad, donde mis pobres gauchos no tendrán ni carne para ellos ni pasto para sus caballos? Yo no se defender trincheras, apenas se tomarlas. A la muerte lenta del sitio, prefiero los cañones de la Chacarita. Aquí estoy y aquí me quedo. ¡Viva Buenos Aires!”. Esa fue, según Julio Costa, la respuesta que llevó a Garmendia. Díaz, por su parte, contaba que ante sus reservas, Arias le había dicho: “No tenga cuidado hemos de salir bien”.
Los regimientos de caballería fueron, sin embargo, enviados para el centro de la ciudad, pues no tenían armamentos suficientes ni podían servir para el combate en ese terreno. Para las siete de la mañana, el campamento había sido evacuado y sólo quedaban las carpas vacías. Las tropas porteñas, a las que se sumó el batallón 2º Resistencia que venía de la ciudad, se movieron hacia el este, concentradas todavía junto al Riachuelo. Arias se había ubicado en una casa de altos en la esquina de la calle de la Arena con la que servía de límite a la capital (actuales Almafuerte y Sáenz) para observar los movimientos de los nacionales. Estos procedían a cruzar el río y avanzaban sobre el campamento abandonado, mientras los cañones seguían tronando. El comando porteño reiteraba entonces la orden de repliegue, y finalmente Arias tomaba por la de la Arena hacia la meseta de los corrales, con todo su ejército, bajo el fuego de la artillería nacional.