Un interesante documento en la cual se expresa la opinion de una de las personas que mas saben sobre la disputa de soberania sobre las islas. Lo edite un poco ya que hay algunas partes superfluas (recordatorios, agradecimientos, etc). Es un poco largo, pero les recomiendo que lo lean.
Historia oficial británica sobre las Islas Malvinas: Análisis crítico Conferencia del Embajador Carlos Ortiz de Rozas, al incorporarse como miembro de número a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, en sesión pública del 21 de junio de 2006.
En 1996 el gobierno conservador de Gran Bretaña contempló la posibilidad de producir una historia oficial sobre la guerra que, catorce años antes, había tenido como escenario a las Islas Malvinas. No pudo llevar a cabo su iniciativa pero el gobierno laborista del actual primer ministro Tony Blair, que poco después asumió el poder, decidió seguir adelante con el proyecto.
En ambas instancias fue convocado un muy distinguido académico, Sir Lawrence Freedman, reputado profesor de las más prestigiosas universidades del Reino Unido, especialista en temas internacionales y estratégicos. Freedman aceptó hacerse cargo de esa compleja tarea pero puso como condición que debía contar con la más amplia independencia para escribir solo sobre la base de la documentación que debía compulsar, sin interferencias o presiones gubernamentales. Nunca antes un investigador tuvo a su disposición los archivos más completos y restringidos del Reino Unido, incluyendo los registros secretos de los organismos de defensa y de inteligencia. De ahí el valor que tienen sus afirmaciones y, muy particularmente, su omisiones. El trabajo insumió varios años. Con el titulo “The Oficial History of the Malvinas Campaign” recién fue publicado en 2005 por Routledge en Gran Bretaña y simultáneamente en los Estados Unidos y Canadá por Taylor & Francis Inc. Consta de dos tomos. El primero está dedicado a los orígenes del problema de soberanía, mientras que el segundo se refiere en detalle a las acciones bélicas. Dejando de lado la guerra de 1982 mi disertación ha de versar, con criterio selectivo, sobre ciertos antecedentes históricos y diplomáticos que sirven para reforzar los fundamentos de la reivindicación argentina. En el afán de ceñir su narración estrictamente a la controversia con la República Argentina, Sir Lawrence pasa por alto la adquisión de territorios por la fuerza que, en todas las latitudes, practicaron los gobiernos británicos desde el siglo XVI en adelante. Así, es de lamentar que no haya hecho estado de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, del bloqueo de Buenos Aires y de la incursión anglo francesa en el Paraná, porque vista en ese contexto surge con claridad que la ocupación de las Malvinas no tuvo como objetivo confirmar presuntos títulos de soberanía sino que fue un episodio más de la política imperial inglesa. En las negociaciones formales entre diplomáticos argentinos y sus contrapartes británicas o en respuesta a nuestras intervenciones en las Naciones Unidas los representantes del Reino Unido siempre dijeron lo mismo: “El gobierno de Su Majestad no tiene dudas respecto de su soberanía sobre las Islas Malvinas”. Gracias a la Historia Oficial veremos que esa afirmación no era verdad. En efecto, Freedman reiteradamente reconoce que existieron serias dudas sobre la soberanía británica. Aquí hay que asignarle gran mérito, porque al ser veraz en esto deja al desnudo la falacia de esa posición inglesa que fue un permanente obstáculo para avanzar en la solución pacífica y consensuada del problema. Para ir desbrozando el camino es conveniente seguir la evolución de las sucesivas etapas en las que Gran Bretaña intentó justificar sus pretensiones. En un principio proclamó el primer descubrimiento por John Davies en 1592. Luego adujo que el Capitán John Strong, de la Royal Navy, concretó el primer desembarco registrado en 1690, dándole el nombre de Malvinas al estrecho que separa la isla occidental de la oriental. Ante pruebas mucho más contundentes, como fueron el descubrimiento por Américo Vespucci en 1502, la expedición de Magallanes de 1520 o la cartografía española de principios del Siglo XVI, Londres abandona esa líne argumental y empieza a seguir otro rumbo. “La disputa por el descubrimiento constituye la pre-historia”, dice Freedman. Admite que fueron reclamos basados en hechos muy difíciles de comprobar, lo cual no impidió que fueran aducidos durante mucho tiempo para fundamentar la apropiación ilegal de las Malvinas. La percepción de pertenencia surgió a mediados del siglo XVIII, cuando el navegante francés Antoine de Bougainville fundó en 1764 Port Saint Luis y bautizó a las islas “Malouines”, de donde proviene la denominación de Malvinas. Posteriormente Francia transfirió Port Luis a España, que le dio el nombre de Puerto Soledad, colocándola bajo la jurisdicción de la Capitanía General del Río de la Plata. Hasta ahí todo giraba en torno a los entendimientos francoespañoles. Claro está, Gran Bretaña no podía permanecer indiferente ante tal situación. Fue así como el Comodoro John Byron, abuelo del poeta, llegó a la isla oriental reclamando soberanía sobre ella en nombre del Rey Jorge III. Describe el archipiélago expresando que “toda la marina podría refugiarse en esas aguas protegiéndose de los vientos en plena seguridad”. Esa reseña fue suficiente para que los ingleses resolvieran tomar cartas en el asunto. El libro cita un escrito de Lord Egmont, Primer Lord del Almirantazgo, que en 1765 consideró que “Las islas son de una importancia estratégica extrema. Sin duda constituyen la llave para todo el Océano Pacífico. Desde ellas se controlan lo puertos y el comercio de Chile, Perú, Panamá, Acapulco y, en una palabra, todos los territorios españoles en esos mares. Hará que todas nuestras expediciones a esos lugares sean por demás lucrativas y fatales para España”. Ese fue el punto de partida de las ambiciones británicas. En 1766 un pequeño asentamiento fue establecido en Puerto Egmont, así denominado en honor a quien había promovido la toma de las islas. España expulsó a los ingleses pero para evitar una guerra permitió su reasentamiento, haciendo reserva de su soberanía sin que el Reino Unido pusiera reparo alguno. Tal vez, comenta Freedman, porque a pesar de su interés inicial, se empezó a cuestionar el provecho real de las islas en momentos en que las colonias del norte de América se agitaban con los primeros movimientos independentistas. Por esa razón en 1774 Londres abandonó las Malvinas, dejando una bandera y una placa con esta inscripción “Se advierte a todas las naciones que esos territorios son de la exclusiva propiedad de Su Majestad Jorge III, Rey de Gran Bretaña, Francia e Irlanda”. Narra Freedman que la placa, de dudosa validez a los fines de asentar soberanía, fue removida por los españoles y que desde entonces las islas fueron pacíficamente administradas por 19 gobernadores nombrados por España y, después de la independencia, por cinco gobernadores argentinos, sin que hubiese oposición británica. Para la Historia Oficial la ausencia de las islas por casi sesenta años evidenció la debilidad de los títulos británicos y dio pie a una serie de dudas que se plantearon distintos gobiernos. Como si careciera de importancia, solo tres renglones dedica a la “expedición no oficial inglesa que en 1806 capturó brevemente Buenos Aires recuperando la mentada placa que había sido dejada en 1774”. Parece extraño que nada más diga acerca de un hecho que involucró a una fuerza integrada por 1640 soldados y cuyo comandante, el Brigadier General William Carr Beresford tomó posesión de la ciudad en nombre del Rey Jorge III. Bueno es agregar que la llamada expedición “no oficial” se alzó con el tesoro de la Real Audiencia, fletado urgentemente a Londres donde fue exhibido como trofeo de guerra. No menos sorprendente es que pase desapercibida la segunda invasión de 1807, mucho más poderosa que la anterior, enviada con el deliberado propósito de reconquistar Buenos Aires para el imperio. Otro antecedente que consigna es la Convención de San Lorenzo, de 1790, por la que España concedió a Gran Bretaña el derecho de navegación y pesca en los mares del sur a cambio del compromiso de no instalar ningún establecimiento en las costas orientales y occidentales de Sud América o en las islas adyacentes. Este acuerdo –dice– “claramente impedía la ocupación británica de las Malvinas ”. Como es obvio no fue respetado. Con la independencia de 1816 las Provincias Unidas del Río de la Plata se constituyeron en legítimos herederos de todos los derechos territoriales de España. Sobre esta base y la contigüidad geográfica, la Argentina reclama las Islas Malvinas. Sir Lawrence resta importancia al factor de la contigüidad arguyendo que de aceptarse esa tesis las islas del Canal de la Mancha deberían ser transferidas a Francia. Parece un tanto infantil ese enfoque que prefiere ignorar los antecedentes históricos y jurídicos de cada situación. Luego refiere que en noviembre de 1820 el Coronel David Jewet, en nombre del gobierno de Buenos Aires, izó la bandera nacional en Puerto Soledad y ordenó que se retiraran unos cincuenta barcos de distintas nacionalidades que pescaban en las aguas circundantes. Aduce que Londres no dijo nada al respecto por desconocimiento del hecho aún cuando el bando divulgado por Jewet fue publicado en diarios ingleses y extranjeros. Concede que “cuando en 1825 Gran Bretaña reconoció a las Provincias Unidas no hizo mención al tema de la soberanía sobre la Islas Malvinas pero no hay razón para suponer que esa omisión fue deliberada”. ¿A que obedeció entonces? ¿A un simple descuido?. No deja de llamar poderosamente la atención que un acontecimiento de tanta relevancia en las relaciones anglo-argentinas, como fue el Tratado de amistad, comercio y navegación, del 2 de febrero de 1825, todavía hoy vigente, pase inadvertido como así también el acta del parlamento británico del 22 de marzo de 1826 que ratifica dicho tratado. Será porque en esas dos ocasiones un país tan celoso de su diplomacia no hizo reservas de soberanía aún cuando eran justamente las coyunturas apropiadas para hacerlas. O acaso será porque la paz y amistad perpetuas entre el Reino Unido y las Provincias Unidas, estipuladas en el tratado, fueron quebrantadas apenas ocho años después con la incautación de las islas. El 10 de junio de 1829 Luis Vernet fue designado gobernador y comandante militar de las Islas Malvinas. Recién en noviembre, el Encargado de Negocios del Reino Unido presentó una protesta expresando que “la República Argentina, con ese decreto, ha asumido una autoridad incompatible con los derechos de soberanía de Su Majestad británica”. Creo de sumo interés consignar que ese mismo año – siempre a estar al autor - el Duque de Wellington, Primer Ministro de Gran Bretaña, recibió la sugerencia de ocupar las Malvinas. Antes de decidir al respecto examinó los antecedentes llegando a conclusión de que “nunca hemos poseído la soberanía sobre esas islas”. Declara también que Vernet, que había recibido en concesión tierras para la pesca y pastoreo, estaba instalando un establecimiento con una población que oscilaba entre 120 y 200 habitantes ocupados en la producción de cueros y pieles de focas. Fue en esa época, continúa, que comenzaron las exportaciones de lana a Londres. Quiere decir que se concretaron una serie de actividades comerciales y de gestión que evidenciaban el ejercicio de la posesión legítima de las islas por parte del gobierno argentino. A pesar de ello, incurre en una contradicción al desdeñar la actuación de Vernet, diciendo que no tenía funciones administrativas, que no recibía sueldos como gobernador y que tampoco percibía impuestos. Cabe preguntarse entonces, ¿cómo había organizado las actividades productivas en la isla y el comercio de exportación? A lo sumo acepta que de 1820 a 1833 la Argentina consiguió únicamente una soberanía “de facto”. Y así nos encontramos con esta curiosa aseveración, ya que siempre era mejor precedente que la desaparición total de Gran Bretaña desde 1774 hasta la expoliación de 1833. Si para la Historia Oficial el gobernador Vernet carecía de los atributos de su cargo, ¿como explica que decidiera aplicar restricciones a la pesca, hasta el punto de capturar tres barcos norteamericanos y enviar al capitán de uno de ellos a Buenos Aires para ser juzgados? El incidente no fue menor ya que provocó la reacción del cónsul de Estados Unidos que amenazó con represalias que poco tardarían en concretarse. El capitán de la fragata “Lexington”, que navegaba en aguas cercanas, se dirigió a las Malvinas donde desembarcó un destacamento de marinería que destruyó todas las instalaciones militares y los edificios del asentamiento, se incautó de las pieles de foca, puso bajo arresto a la mayoría de los habitantes y se marchó declarando que “las islas estaban libres de todo gobierno”. Como consecuencia de ese atropello la Argentina rompió relaciones con Estados Unidos. Para Freedman, la ocasión fue aprovechada por el Almirantazgo para despachar la fragata “Clio”, al mando del capitán J.J. Onslow, quien el 2 de enero de 1833 apareció en Puerto Luis intimando a José María Pinedo, comandante de la cañonera “Sarandí”, que dejara las islas “que no le pertenecían a nadie, anunciándole que la bandera británica reemplazaría a la Argentina el día siguiente”. Pinedo protestó –sigue el relato– pero ante una fuerza superior no pudo oponer resistencia. Para Gran Bretaña la transferencia de control fue debida a la “persuasión”. Para la Argentina, agrega, no hubo persuasión sino coerción. Si como expresa Freedman el almirantazgo mandó buques de guerra para “reafirmar la soberanía británica”, ¿cómo se justifica que el Capitán Onslow haya declarado “que las islas no pertenecían a nadie”? Es esta otra contradicción de la Historia Oficial. Sin embargo los problemas subsistían. En un párrafo que realmente no tiene desperdicio Freedman admite que “era difícil escapar completamente del hecho que la debilidad del reclamo británico anterior a la toma de 1833 siguió siendo débil luego de 1833. Al menos debieron existir dudas acerca de las pretensiones argentinas ya que las tierras ocupadas no eran “res nullius” y que el anterior poseedor seguía objetando la ocupación británica”. ¿Cómo corrige ese evidente vicio de supuestos derechos adquiridos sobre las islas? Muy sencillo. Aduciendo que “en una época de cambiantes normas y circunstancias internacionales, la naturaleza de la adquisión –vale decir, el hecho de fuerza– no tenía tanta importancia como la continuidad de la ocupación. El derecho fue adquirido en la práctica”. ¿Adquirido en la práctica? No tan así. La propia Historia da por sentado que la Argentina nunca consintió la ocupación británica de las Malvinas aún cuando manifiesta que hubo largos períodos en que no hizo nada para perseguir sus reclamos. Añade que después de las protestas oficiales argentinas en 1841, 1842 y 1849 –durante el gobierno de mi antecesor Juan Manuel de Rosas– la cuestión no fue planteada hasta 1884. “Se puede argüir –dice– que 35 años de silencio es un testimonio de aquiescencia de la soberanía británica”. La zigzagueante posición inglesa no termina ahí. En el siglo XIX, sigue, “los sucesivos gobiernos británicos consideraron el tema de la soberanía, cerrado y no siempre se molestaron en contestar los pedidos argentinos”. En 1908, el tema se presentó repentinamente como resultado de la queja argentina por la inclusión de las islas como posesión británica en la Convención Postal Universal de Roma. Gran Bretaña rechazó la oposición argentina pero sabiendo que se acercaban las celebraciones del centenario, decidió investigar más esa materia. Consultado el bibliotecario del Foreign Office, Gastón de Bernhardt, en un sustancial memorando sostuvo que “por más de 60 años hemos rehusado discutir con el gobierno argentino pero del estudio realizado es difícil evitar la conclusión que la actitud de la Argentina no era injustificada y que nuestra acción ha sido altanera”. Por las dos décadas siguientes –comenta Freedman– “la confianza en los derechos británicos estuvo en su más bajo nivel.” Para obviar esas dudas, los ingleses volvieron a apostar al derecho que les daba el ejercicio pacífico y continuado de la ocupación, relegando al olvido el acto de fuerza que le dio origen. La incertidumbre sobre la solidez de la prescripción hizo que el Reino Unido apelara a otro argumento: el derecho de los habitantes de las Islas Malvinas a la autodeterminación. Esto es realmente interesante. Corrían los años inmediatamente posteriores al fin de la IIa. Guerra Mundial. Gran Bretaña, que había salido victoriosa de su titánica lucha contra la Alemania nazi, estaba virtualmente postrada. Solo mantenía en alto la moral que la llevó al triunfo. Pero militar y económicamente no tenía recursos para seguir manteniendo su vasto imperio. Intentarlo hubiera significado imponer más sacrificios a su sufrido pueblo. Entonces, como si fuera la verdad revelada, descubrió que sus colonias en cuatro continentes podían gobernarse a si mismas. Todo consistía en renunciar a la dominación y otorgarles la libertad de elegir. Obligado por las circunstancias y no por convencimiento, el principio de la autodeterminación pasó a ser el credo político practicado por el Reino Unido y debido a su aplicación el otrora inmenso imperio se redujo a unos pocos territorios de ultramar. Para que no apareciera como producto de una situación insostenible, Sir Lawrence explica que fue inspirado en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración de la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1960. Dicha Declaración marca un hito en el proceso de independencia de las colonias. Consta de dos principios fundamentales. El del artículo 2, que consagra el derecho a la libre determinación de los pueblos, y el del artículo 6, que expresamente estipula: “Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con lo propósitos principios de la Carta de las Naciones Unidas”.
(Continua en el proximo mensaje)
Historia oficial británica sobre las Islas Malvinas: Análisis crítico Conferencia del Embajador Carlos Ortiz de Rozas, al incorporarse como miembro de número a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, en sesión pública del 21 de junio de 2006.
En 1996 el gobierno conservador de Gran Bretaña contempló la posibilidad de producir una historia oficial sobre la guerra que, catorce años antes, había tenido como escenario a las Islas Malvinas. No pudo llevar a cabo su iniciativa pero el gobierno laborista del actual primer ministro Tony Blair, que poco después asumió el poder, decidió seguir adelante con el proyecto.
En ambas instancias fue convocado un muy distinguido académico, Sir Lawrence Freedman, reputado profesor de las más prestigiosas universidades del Reino Unido, especialista en temas internacionales y estratégicos. Freedman aceptó hacerse cargo de esa compleja tarea pero puso como condición que debía contar con la más amplia independencia para escribir solo sobre la base de la documentación que debía compulsar, sin interferencias o presiones gubernamentales. Nunca antes un investigador tuvo a su disposición los archivos más completos y restringidos del Reino Unido, incluyendo los registros secretos de los organismos de defensa y de inteligencia. De ahí el valor que tienen sus afirmaciones y, muy particularmente, su omisiones. El trabajo insumió varios años. Con el titulo “The Oficial History of the Malvinas Campaign” recién fue publicado en 2005 por Routledge en Gran Bretaña y simultáneamente en los Estados Unidos y Canadá por Taylor & Francis Inc. Consta de dos tomos. El primero está dedicado a los orígenes del problema de soberanía, mientras que el segundo se refiere en detalle a las acciones bélicas. Dejando de lado la guerra de 1982 mi disertación ha de versar, con criterio selectivo, sobre ciertos antecedentes históricos y diplomáticos que sirven para reforzar los fundamentos de la reivindicación argentina. En el afán de ceñir su narración estrictamente a la controversia con la República Argentina, Sir Lawrence pasa por alto la adquisión de territorios por la fuerza que, en todas las latitudes, practicaron los gobiernos británicos desde el siglo XVI en adelante. Así, es de lamentar que no haya hecho estado de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, del bloqueo de Buenos Aires y de la incursión anglo francesa en el Paraná, porque vista en ese contexto surge con claridad que la ocupación de las Malvinas no tuvo como objetivo confirmar presuntos títulos de soberanía sino que fue un episodio más de la política imperial inglesa. En las negociaciones formales entre diplomáticos argentinos y sus contrapartes británicas o en respuesta a nuestras intervenciones en las Naciones Unidas los representantes del Reino Unido siempre dijeron lo mismo: “El gobierno de Su Majestad no tiene dudas respecto de su soberanía sobre las Islas Malvinas”. Gracias a la Historia Oficial veremos que esa afirmación no era verdad. En efecto, Freedman reiteradamente reconoce que existieron serias dudas sobre la soberanía británica. Aquí hay que asignarle gran mérito, porque al ser veraz en esto deja al desnudo la falacia de esa posición inglesa que fue un permanente obstáculo para avanzar en la solución pacífica y consensuada del problema. Para ir desbrozando el camino es conveniente seguir la evolución de las sucesivas etapas en las que Gran Bretaña intentó justificar sus pretensiones. En un principio proclamó el primer descubrimiento por John Davies en 1592. Luego adujo que el Capitán John Strong, de la Royal Navy, concretó el primer desembarco registrado en 1690, dándole el nombre de Malvinas al estrecho que separa la isla occidental de la oriental. Ante pruebas mucho más contundentes, como fueron el descubrimiento por Américo Vespucci en 1502, la expedición de Magallanes de 1520 o la cartografía española de principios del Siglo XVI, Londres abandona esa líne argumental y empieza a seguir otro rumbo. “La disputa por el descubrimiento constituye la pre-historia”, dice Freedman. Admite que fueron reclamos basados en hechos muy difíciles de comprobar, lo cual no impidió que fueran aducidos durante mucho tiempo para fundamentar la apropiación ilegal de las Malvinas. La percepción de pertenencia surgió a mediados del siglo XVIII, cuando el navegante francés Antoine de Bougainville fundó en 1764 Port Saint Luis y bautizó a las islas “Malouines”, de donde proviene la denominación de Malvinas. Posteriormente Francia transfirió Port Luis a España, que le dio el nombre de Puerto Soledad, colocándola bajo la jurisdicción de la Capitanía General del Río de la Plata. Hasta ahí todo giraba en torno a los entendimientos francoespañoles. Claro está, Gran Bretaña no podía permanecer indiferente ante tal situación. Fue así como el Comodoro John Byron, abuelo del poeta, llegó a la isla oriental reclamando soberanía sobre ella en nombre del Rey Jorge III. Describe el archipiélago expresando que “toda la marina podría refugiarse en esas aguas protegiéndose de los vientos en plena seguridad”. Esa reseña fue suficiente para que los ingleses resolvieran tomar cartas en el asunto. El libro cita un escrito de Lord Egmont, Primer Lord del Almirantazgo, que en 1765 consideró que “Las islas son de una importancia estratégica extrema. Sin duda constituyen la llave para todo el Océano Pacífico. Desde ellas se controlan lo puertos y el comercio de Chile, Perú, Panamá, Acapulco y, en una palabra, todos los territorios españoles en esos mares. Hará que todas nuestras expediciones a esos lugares sean por demás lucrativas y fatales para España”. Ese fue el punto de partida de las ambiciones británicas. En 1766 un pequeño asentamiento fue establecido en Puerto Egmont, así denominado en honor a quien había promovido la toma de las islas. España expulsó a los ingleses pero para evitar una guerra permitió su reasentamiento, haciendo reserva de su soberanía sin que el Reino Unido pusiera reparo alguno. Tal vez, comenta Freedman, porque a pesar de su interés inicial, se empezó a cuestionar el provecho real de las islas en momentos en que las colonias del norte de América se agitaban con los primeros movimientos independentistas. Por esa razón en 1774 Londres abandonó las Malvinas, dejando una bandera y una placa con esta inscripción “Se advierte a todas las naciones que esos territorios son de la exclusiva propiedad de Su Majestad Jorge III, Rey de Gran Bretaña, Francia e Irlanda”. Narra Freedman que la placa, de dudosa validez a los fines de asentar soberanía, fue removida por los españoles y que desde entonces las islas fueron pacíficamente administradas por 19 gobernadores nombrados por España y, después de la independencia, por cinco gobernadores argentinos, sin que hubiese oposición británica. Para la Historia Oficial la ausencia de las islas por casi sesenta años evidenció la debilidad de los títulos británicos y dio pie a una serie de dudas que se plantearon distintos gobiernos. Como si careciera de importancia, solo tres renglones dedica a la “expedición no oficial inglesa que en 1806 capturó brevemente Buenos Aires recuperando la mentada placa que había sido dejada en 1774”. Parece extraño que nada más diga acerca de un hecho que involucró a una fuerza integrada por 1640 soldados y cuyo comandante, el Brigadier General William Carr Beresford tomó posesión de la ciudad en nombre del Rey Jorge III. Bueno es agregar que la llamada expedición “no oficial” se alzó con el tesoro de la Real Audiencia, fletado urgentemente a Londres donde fue exhibido como trofeo de guerra. No menos sorprendente es que pase desapercibida la segunda invasión de 1807, mucho más poderosa que la anterior, enviada con el deliberado propósito de reconquistar Buenos Aires para el imperio. Otro antecedente que consigna es la Convención de San Lorenzo, de 1790, por la que España concedió a Gran Bretaña el derecho de navegación y pesca en los mares del sur a cambio del compromiso de no instalar ningún establecimiento en las costas orientales y occidentales de Sud América o en las islas adyacentes. Este acuerdo –dice– “claramente impedía la ocupación británica de las Malvinas ”. Como es obvio no fue respetado. Con la independencia de 1816 las Provincias Unidas del Río de la Plata se constituyeron en legítimos herederos de todos los derechos territoriales de España. Sobre esta base y la contigüidad geográfica, la Argentina reclama las Islas Malvinas. Sir Lawrence resta importancia al factor de la contigüidad arguyendo que de aceptarse esa tesis las islas del Canal de la Mancha deberían ser transferidas a Francia. Parece un tanto infantil ese enfoque que prefiere ignorar los antecedentes históricos y jurídicos de cada situación. Luego refiere que en noviembre de 1820 el Coronel David Jewet, en nombre del gobierno de Buenos Aires, izó la bandera nacional en Puerto Soledad y ordenó que se retiraran unos cincuenta barcos de distintas nacionalidades que pescaban en las aguas circundantes. Aduce que Londres no dijo nada al respecto por desconocimiento del hecho aún cuando el bando divulgado por Jewet fue publicado en diarios ingleses y extranjeros. Concede que “cuando en 1825 Gran Bretaña reconoció a las Provincias Unidas no hizo mención al tema de la soberanía sobre la Islas Malvinas pero no hay razón para suponer que esa omisión fue deliberada”. ¿A que obedeció entonces? ¿A un simple descuido?. No deja de llamar poderosamente la atención que un acontecimiento de tanta relevancia en las relaciones anglo-argentinas, como fue el Tratado de amistad, comercio y navegación, del 2 de febrero de 1825, todavía hoy vigente, pase inadvertido como así también el acta del parlamento británico del 22 de marzo de 1826 que ratifica dicho tratado. Será porque en esas dos ocasiones un país tan celoso de su diplomacia no hizo reservas de soberanía aún cuando eran justamente las coyunturas apropiadas para hacerlas. O acaso será porque la paz y amistad perpetuas entre el Reino Unido y las Provincias Unidas, estipuladas en el tratado, fueron quebrantadas apenas ocho años después con la incautación de las islas. El 10 de junio de 1829 Luis Vernet fue designado gobernador y comandante militar de las Islas Malvinas. Recién en noviembre, el Encargado de Negocios del Reino Unido presentó una protesta expresando que “la República Argentina, con ese decreto, ha asumido una autoridad incompatible con los derechos de soberanía de Su Majestad británica”. Creo de sumo interés consignar que ese mismo año – siempre a estar al autor - el Duque de Wellington, Primer Ministro de Gran Bretaña, recibió la sugerencia de ocupar las Malvinas. Antes de decidir al respecto examinó los antecedentes llegando a conclusión de que “nunca hemos poseído la soberanía sobre esas islas”. Declara también que Vernet, que había recibido en concesión tierras para la pesca y pastoreo, estaba instalando un establecimiento con una población que oscilaba entre 120 y 200 habitantes ocupados en la producción de cueros y pieles de focas. Fue en esa época, continúa, que comenzaron las exportaciones de lana a Londres. Quiere decir que se concretaron una serie de actividades comerciales y de gestión que evidenciaban el ejercicio de la posesión legítima de las islas por parte del gobierno argentino. A pesar de ello, incurre en una contradicción al desdeñar la actuación de Vernet, diciendo que no tenía funciones administrativas, que no recibía sueldos como gobernador y que tampoco percibía impuestos. Cabe preguntarse entonces, ¿cómo había organizado las actividades productivas en la isla y el comercio de exportación? A lo sumo acepta que de 1820 a 1833 la Argentina consiguió únicamente una soberanía “de facto”. Y así nos encontramos con esta curiosa aseveración, ya que siempre era mejor precedente que la desaparición total de Gran Bretaña desde 1774 hasta la expoliación de 1833. Si para la Historia Oficial el gobernador Vernet carecía de los atributos de su cargo, ¿como explica que decidiera aplicar restricciones a la pesca, hasta el punto de capturar tres barcos norteamericanos y enviar al capitán de uno de ellos a Buenos Aires para ser juzgados? El incidente no fue menor ya que provocó la reacción del cónsul de Estados Unidos que amenazó con represalias que poco tardarían en concretarse. El capitán de la fragata “Lexington”, que navegaba en aguas cercanas, se dirigió a las Malvinas donde desembarcó un destacamento de marinería que destruyó todas las instalaciones militares y los edificios del asentamiento, se incautó de las pieles de foca, puso bajo arresto a la mayoría de los habitantes y se marchó declarando que “las islas estaban libres de todo gobierno”. Como consecuencia de ese atropello la Argentina rompió relaciones con Estados Unidos. Para Freedman, la ocasión fue aprovechada por el Almirantazgo para despachar la fragata “Clio”, al mando del capitán J.J. Onslow, quien el 2 de enero de 1833 apareció en Puerto Luis intimando a José María Pinedo, comandante de la cañonera “Sarandí”, que dejara las islas “que no le pertenecían a nadie, anunciándole que la bandera británica reemplazaría a la Argentina el día siguiente”. Pinedo protestó –sigue el relato– pero ante una fuerza superior no pudo oponer resistencia. Para Gran Bretaña la transferencia de control fue debida a la “persuasión”. Para la Argentina, agrega, no hubo persuasión sino coerción. Si como expresa Freedman el almirantazgo mandó buques de guerra para “reafirmar la soberanía británica”, ¿cómo se justifica que el Capitán Onslow haya declarado “que las islas no pertenecían a nadie”? Es esta otra contradicción de la Historia Oficial. Sin embargo los problemas subsistían. En un párrafo que realmente no tiene desperdicio Freedman admite que “era difícil escapar completamente del hecho que la debilidad del reclamo británico anterior a la toma de 1833 siguió siendo débil luego de 1833. Al menos debieron existir dudas acerca de las pretensiones argentinas ya que las tierras ocupadas no eran “res nullius” y que el anterior poseedor seguía objetando la ocupación británica”. ¿Cómo corrige ese evidente vicio de supuestos derechos adquiridos sobre las islas? Muy sencillo. Aduciendo que “en una época de cambiantes normas y circunstancias internacionales, la naturaleza de la adquisión –vale decir, el hecho de fuerza– no tenía tanta importancia como la continuidad de la ocupación. El derecho fue adquirido en la práctica”. ¿Adquirido en la práctica? No tan así. La propia Historia da por sentado que la Argentina nunca consintió la ocupación británica de las Malvinas aún cuando manifiesta que hubo largos períodos en que no hizo nada para perseguir sus reclamos. Añade que después de las protestas oficiales argentinas en 1841, 1842 y 1849 –durante el gobierno de mi antecesor Juan Manuel de Rosas– la cuestión no fue planteada hasta 1884. “Se puede argüir –dice– que 35 años de silencio es un testimonio de aquiescencia de la soberanía británica”. La zigzagueante posición inglesa no termina ahí. En el siglo XIX, sigue, “los sucesivos gobiernos británicos consideraron el tema de la soberanía, cerrado y no siempre se molestaron en contestar los pedidos argentinos”. En 1908, el tema se presentó repentinamente como resultado de la queja argentina por la inclusión de las islas como posesión británica en la Convención Postal Universal de Roma. Gran Bretaña rechazó la oposición argentina pero sabiendo que se acercaban las celebraciones del centenario, decidió investigar más esa materia. Consultado el bibliotecario del Foreign Office, Gastón de Bernhardt, en un sustancial memorando sostuvo que “por más de 60 años hemos rehusado discutir con el gobierno argentino pero del estudio realizado es difícil evitar la conclusión que la actitud de la Argentina no era injustificada y que nuestra acción ha sido altanera”. Por las dos décadas siguientes –comenta Freedman– “la confianza en los derechos británicos estuvo en su más bajo nivel.” Para obviar esas dudas, los ingleses volvieron a apostar al derecho que les daba el ejercicio pacífico y continuado de la ocupación, relegando al olvido el acto de fuerza que le dio origen. La incertidumbre sobre la solidez de la prescripción hizo que el Reino Unido apelara a otro argumento: el derecho de los habitantes de las Islas Malvinas a la autodeterminación. Esto es realmente interesante. Corrían los años inmediatamente posteriores al fin de la IIa. Guerra Mundial. Gran Bretaña, que había salido victoriosa de su titánica lucha contra la Alemania nazi, estaba virtualmente postrada. Solo mantenía en alto la moral que la llevó al triunfo. Pero militar y económicamente no tenía recursos para seguir manteniendo su vasto imperio. Intentarlo hubiera significado imponer más sacrificios a su sufrido pueblo. Entonces, como si fuera la verdad revelada, descubrió que sus colonias en cuatro continentes podían gobernarse a si mismas. Todo consistía en renunciar a la dominación y otorgarles la libertad de elegir. Obligado por las circunstancias y no por convencimiento, el principio de la autodeterminación pasó a ser el credo político practicado por el Reino Unido y debido a su aplicación el otrora inmenso imperio se redujo a unos pocos territorios de ultramar. Para que no apareciera como producto de una situación insostenible, Sir Lawrence explica que fue inspirado en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración de la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1960. Dicha Declaración marca un hito en el proceso de independencia de las colonias. Consta de dos principios fundamentales. El del artículo 2, que consagra el derecho a la libre determinación de los pueblos, y el del artículo 6, que expresamente estipula: “Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con lo propósitos principios de la Carta de las Naciones Unidas”.
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