Ortiz De Rosas, Historia de las Malvinas, Analisis critico

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Un interesante documento en la cual se expresa la opinion de una de las personas que mas saben sobre la disputa de soberania sobre las islas. Lo edite un poco ya que hay algunas partes superfluas (recordatorios, agradecimientos, etc). Es un poco largo, pero les recomiendo que lo lean.

Historia oficial británica sobre las Islas Malvinas: Análisis crítico Conferencia del Embajador Carlos Ortiz de Rozas, al incorporarse como miembro de número a la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas, en sesión pública del 21 de junio de 2006.


En 1996 el gobierno conservador de Gran Bretaña contempló la posibilidad de producir una historia oficial sobre la guerra que, catorce años antes, había tenido como escenario a las Islas Malvinas. No pudo llevar a cabo su iniciativa pero el gobierno laborista del actual primer ministro Tony Blair, que poco después asumió el poder, decidió seguir adelante con el proyecto.
En ambas instancias fue convocado un muy distinguido académico, Sir Lawrence Freedman, reputado profesor de las más prestigiosas universidades del Reino Unido, especialista en temas internacionales y estratégicos. Freedman aceptó hacerse cargo de esa compleja tarea pero puso como condición que debía contar con la más amplia independencia para escribir solo sobre la base de la documentación que debía compulsar, sin interferencias o presiones gubernamentales. Nunca antes un investigador tuvo a su disposición los archivos más completos y restringidos del Reino Unido, incluyendo los registros secretos de los organismos de defensa y de inteligencia. De ahí el valor que tienen sus afirmaciones y, muy particularmente, su omisiones. El trabajo insumió varios años. Con el titulo “The Oficial History of the Malvinas Campaign” recién fue publicado en 2005 por Routledge en Gran Bretaña y simultáneamente en los Estados Unidos y Canadá por Taylor & Francis Inc. Consta de dos tomos. El primero está dedicado a los orígenes del problema de soberanía, mientras que el segundo se refiere en detalle a las acciones bélicas. Dejando de lado la guerra de 1982 mi disertación ha de versar, con criterio selectivo, sobre ciertos antecedentes históricos y diplomáticos que sirven para reforzar los fundamentos de la reivindicación argentina. En el afán de ceñir su narración estrictamente a la controversia con la República Argentina, Sir Lawrence pasa por alto la adquisión de territorios por la fuerza que, en todas las latitudes, practicaron los gobiernos británicos desde el siglo XVI en adelante. Así, es de lamentar que no haya hecho estado de las invasiones inglesas de 1806 y 1807, del bloqueo de Buenos Aires y de la incursión anglo francesa en el Paraná, porque vista en ese contexto surge con claridad que la ocupación de las Malvinas no tuvo como objetivo confirmar presuntos títulos de soberanía sino que fue un episodio más de la política imperial inglesa. En las negociaciones formales entre diplomáticos argentinos y sus contrapartes británicas o en respuesta a nuestras intervenciones en las Naciones Unidas los representantes del Reino Unido siempre dijeron lo mismo: “El gobierno de Su Majestad no tiene dudas respecto de su soberanía sobre las Islas Malvinas”. Gracias a la Historia Oficial veremos que esa afirmación no era verdad. En efecto, Freedman reiteradamente reconoce que existieron serias dudas sobre la soberanía británica. Aquí hay que asignarle gran mérito, porque al ser veraz en esto deja al desnudo la falacia de esa posición inglesa que fue un permanente obstáculo para avanzar en la solución pacífica y consensuada del problema. Para ir desbrozando el camino es conveniente seguir la evolución de las sucesivas etapas en las que Gran Bretaña intentó justificar sus pretensiones. En un principio proclamó el primer descubrimiento por John Davies en 1592. Luego adujo que el Capitán John Strong, de la Royal Navy, concretó el primer desembarco registrado en 1690, dándole el nombre de Malvinas al estrecho que separa la isla occidental de la oriental. Ante pruebas mucho más contundentes, como fueron el descubrimiento por Américo Vespucci en 1502, la expedición de Magallanes de 1520 o la cartografía española de principios del Siglo XVI, Londres abandona esa líne argumental y empieza a seguir otro rumbo. “La disputa por el descubrimiento constituye la pre-historia”, dice Freedman. Admite que fueron reclamos basados en hechos muy difíciles de comprobar, lo cual no impidió que fueran aducidos durante mucho tiempo para fundamentar la apropiación ilegal de las Malvinas. La percepción de pertenencia surgió a mediados del siglo XVIII, cuando el navegante francés Antoine de Bougainville fundó en 1764 Port Saint Luis y bautizó a las islas “Malouines”, de donde proviene la denominación de Malvinas. Posteriormente Francia transfirió Port Luis a España, que le dio el nombre de Puerto Soledad, colocándola bajo la jurisdicción de la Capitanía General del Río de la Plata. Hasta ahí todo giraba en torno a los entendimientos francoespañoles. Claro está, Gran Bretaña no podía permanecer indiferente ante tal situación. Fue así como el Comodoro John Byron, abuelo del poeta, llegó a la isla oriental reclamando soberanía sobre ella en nombre del Rey Jorge III. Describe el archipiélago expresando que “toda la marina podría refugiarse en esas aguas protegiéndose de los vientos en plena seguridad”. Esa reseña fue suficiente para que los ingleses resolvieran tomar cartas en el asunto. El libro cita un escrito de Lord Egmont, Primer Lord del Almirantazgo, que en 1765 consideró que “Las islas son de una importancia estratégica extrema. Sin duda constituyen la llave para todo el Océano Pacífico. Desde ellas se controlan lo puertos y el comercio de Chile, Perú, Panamá, Acapulco y, en una palabra, todos los territorios españoles en esos mares. Hará que todas nuestras expediciones a esos lugares sean por demás lucrativas y fatales para España”. Ese fue el punto de partida de las ambiciones británicas. En 1766 un pequeño asentamiento fue establecido en Puerto Egmont, así denominado en honor a quien había promovido la toma de las islas. España expulsó a los ingleses pero para evitar una guerra permitió su reasentamiento, haciendo reserva de su soberanía sin que el Reino Unido pusiera reparo alguno. Tal vez, comenta Freedman, porque a pesar de su interés inicial, se empezó a cuestionar el provecho real de las islas en momentos en que las colonias del norte de América se agitaban con los primeros movimientos independentistas. Por esa razón en 1774 Londres abandonó las Malvinas, dejando una bandera y una placa con esta inscripción “Se advierte a todas las naciones que esos territorios son de la exclusiva propiedad de Su Majestad Jorge III, Rey de Gran Bretaña, Francia e Irlanda”. Narra Freedman que la placa, de dudosa validez a los fines de asentar soberanía, fue removida por los españoles y que desde entonces las islas fueron pacíficamente administradas por 19 gobernadores nombrados por España y, después de la independencia, por cinco gobernadores argentinos, sin que hubiese oposición británica. Para la Historia Oficial la ausencia de las islas por casi sesenta años evidenció la debilidad de los títulos británicos y dio pie a una serie de dudas que se plantearon distintos gobiernos. Como si careciera de importancia, solo tres renglones dedica a la “expedición no oficial inglesa que en 1806 capturó brevemente Buenos Aires recuperando la mentada placa que había sido dejada en 1774”. Parece extraño que nada más diga acerca de un hecho que involucró a una fuerza integrada por 1640 soldados y cuyo comandante, el Brigadier General William Carr Beresford tomó posesión de la ciudad en nombre del Rey Jorge III. Bueno es agregar que la llamada expedición “no oficial” se alzó con el tesoro de la Real Audiencia, fletado urgentemente a Londres donde fue exhibido como trofeo de guerra. No menos sorprendente es que pase desapercibida la segunda invasión de 1807, mucho más poderosa que la anterior, enviada con el deliberado propósito de reconquistar Buenos Aires para el imperio. Otro antecedente que consigna es la Convención de San Lorenzo, de 1790, por la que España concedió a Gran Bretaña el derecho de navegación y pesca en los mares del sur a cambio del compromiso de no instalar ningún establecimiento en las costas orientales y occidentales de Sud América o en las islas adyacentes. Este acuerdo –dice– “claramente impedía la ocupación británica de las Malvinas ”. Como es obvio no fue respetado. Con la independencia de 1816 las Provincias Unidas del Río de la Plata se constituyeron en legítimos herederos de todos los derechos territoriales de España. Sobre esta base y la contigüidad geográfica, la Argentina reclama las Islas Malvinas. Sir Lawrence resta importancia al factor de la contigüidad arguyendo que de aceptarse esa tesis las islas del Canal de la Mancha deberían ser transferidas a Francia. Parece un tanto infantil ese enfoque que prefiere ignorar los antecedentes históricos y jurídicos de cada situación. Luego refiere que en noviembre de 1820 el Coronel David Jewet, en nombre del gobierno de Buenos Aires, izó la bandera nacional en Puerto Soledad y ordenó que se retiraran unos cincuenta barcos de distintas nacionalidades que pescaban en las aguas circundantes. Aduce que Londres no dijo nada al respecto por desconocimiento del hecho aún cuando el bando divulgado por Jewet fue publicado en diarios ingleses y extranjeros. Concede que “cuando en 1825 Gran Bretaña reconoció a las Provincias Unidas no hizo mención al tema de la soberanía sobre la Islas Malvinas pero no hay razón para suponer que esa omisión fue deliberada”. ¿A que obedeció entonces? ¿A un simple descuido?. No deja de llamar poderosamente la atención que un acontecimiento de tanta relevancia en las relaciones anglo-argentinas, como fue el Tratado de amistad, comercio y navegación, del 2 de febrero de 1825, todavía hoy vigente, pase inadvertido como así también el acta del parlamento británico del 22 de marzo de 1826 que ratifica dicho tratado. Será porque en esas dos ocasiones un país tan celoso de su diplomacia no hizo reservas de soberanía aún cuando eran justamente las coyunturas apropiadas para hacerlas. O acaso será porque la paz y amistad perpetuas entre el Reino Unido y las Provincias Unidas, estipuladas en el tratado, fueron quebrantadas apenas ocho años después con la incautación de las islas. El 10 de junio de 1829 Luis Vernet fue designado gobernador y comandante militar de las Islas Malvinas. Recién en noviembre, el Encargado de Negocios del Reino Unido presentó una protesta expresando que “la República Argentina, con ese decreto, ha asumido una autoridad incompatible con los derechos de soberanía de Su Majestad británica”. Creo de sumo interés consignar que ese mismo año – siempre a estar al autor - el Duque de Wellington, Primer Ministro de Gran Bretaña, recibió la sugerencia de ocupar las Malvinas. Antes de decidir al respecto examinó los antecedentes llegando a conclusión de que “nunca hemos poseído la soberanía sobre esas islas”. Declara también que Vernet, que había recibido en concesión tierras para la pesca y pastoreo, estaba instalando un establecimiento con una población que oscilaba entre 120 y 200 habitantes ocupados en la producción de cueros y pieles de focas. Fue en esa época, continúa, que comenzaron las exportaciones de lana a Londres. Quiere decir que se concretaron una serie de actividades comerciales y de gestión que evidenciaban el ejercicio de la posesión legítima de las islas por parte del gobierno argentino. A pesar de ello, incurre en una contradicción al desdeñar la actuación de Vernet, diciendo que no tenía funciones administrativas, que no recibía sueldos como gobernador y que tampoco percibía impuestos. Cabe preguntarse entonces, ¿cómo había organizado las actividades productivas en la isla y el comercio de exportación? A lo sumo acepta que de 1820 a 1833 la Argentina consiguió únicamente una soberanía “de facto”. Y así nos encontramos con esta curiosa aseveración, ya que siempre era mejor precedente que la desaparición total de Gran Bretaña desde 1774 hasta la expoliación de 1833. Si para la Historia Oficial el gobernador Vernet carecía de los atributos de su cargo, ¿como explica que decidiera aplicar restricciones a la pesca, hasta el punto de capturar tres barcos norteamericanos y enviar al capitán de uno de ellos a Buenos Aires para ser juzgados? El incidente no fue menor ya que provocó la reacción del cónsul de Estados Unidos que amenazó con represalias que poco tardarían en concretarse. El capitán de la fragata “Lexington”, que navegaba en aguas cercanas, se dirigió a las Malvinas donde desembarcó un destacamento de marinería que destruyó todas las instalaciones militares y los edificios del asentamiento, se incautó de las pieles de foca, puso bajo arresto a la mayoría de los habitantes y se marchó declarando que “las islas estaban libres de todo gobierno”. Como consecuencia de ese atropello la Argentina rompió relaciones con Estados Unidos. Para Freedman, la ocasión fue aprovechada por el Almirantazgo para despachar la fragata “Clio”, al mando del capitán J.J. Onslow, quien el 2 de enero de 1833 apareció en Puerto Luis intimando a José María Pinedo, comandante de la cañonera “Sarandí”, que dejara las islas “que no le pertenecían a nadie, anunciándole que la bandera británica reemplazaría a la Argentina el día siguiente”. Pinedo protestó –sigue el relato– pero ante una fuerza superior no pudo oponer resistencia. Para Gran Bretaña la transferencia de control fue debida a la “persuasión”. Para la Argentina, agrega, no hubo persuasión sino coerción. Si como expresa Freedman el almirantazgo mandó buques de guerra para “reafirmar la soberanía británica”, ¿cómo se justifica que el Capitán Onslow haya declarado “que las islas no pertenecían a nadie”? Es esta otra contradicción de la Historia Oficial. Sin embargo los problemas subsistían. En un párrafo que realmente no tiene desperdicio Freedman admite que “era difícil escapar completamente del hecho que la debilidad del reclamo británico anterior a la toma de 1833 siguió siendo débil luego de 1833. Al menos debieron existir dudas acerca de las pretensiones argentinas ya que las tierras ocupadas no eran “res nullius” y que el anterior poseedor seguía objetando la ocupación británica”. ¿Cómo corrige ese evidente vicio de supuestos derechos adquiridos sobre las islas? Muy sencillo. Aduciendo que “en una época de cambiantes normas y circunstancias internacionales, la naturaleza de la adquisión –vale decir, el hecho de fuerza– no tenía tanta importancia como la continuidad de la ocupación. El derecho fue adquirido en la práctica”. ¿Adquirido en la práctica? No tan así. La propia Historia da por sentado que la Argentina nunca consintió la ocupación británica de las Malvinas aún cuando manifiesta que hubo largos períodos en que no hizo nada para perseguir sus reclamos. Añade que después de las protestas oficiales argentinas en 1841, 1842 y 1849 –durante el gobierno de mi antecesor Juan Manuel de Rosas– la cuestión no fue planteada hasta 1884. “Se puede argüir –dice– que 35 años de silencio es un testimonio de aquiescencia de la soberanía británica”. La zigzagueante posición inglesa no termina ahí. En el siglo XIX, sigue, “los sucesivos gobiernos británicos consideraron el tema de la soberanía, cerrado y no siempre se molestaron en contestar los pedidos argentinos”. En 1908, el tema se presentó repentinamente como resultado de la queja argentina por la inclusión de las islas como posesión británica en la Convención Postal Universal de Roma. Gran Bretaña rechazó la oposición argentina pero sabiendo que se acercaban las celebraciones del centenario, decidió investigar más esa materia. Consultado el bibliotecario del Foreign Office, Gastón de Bernhardt, en un sustancial memorando sostuvo que “por más de 60 años hemos rehusado discutir con el gobierno argentino pero del estudio realizado es difícil evitar la conclusión que la actitud de la Argentina no era injustificada y que nuestra acción ha sido altanera”. Por las dos décadas siguientes –comenta Freedman– “la confianza en los derechos británicos estuvo en su más bajo nivel.” Para obviar esas dudas, los ingleses volvieron a apostar al derecho que les daba el ejercicio pacífico y continuado de la ocupación, relegando al olvido el acto de fuerza que le dio origen. La incertidumbre sobre la solidez de la prescripción hizo que el Reino Unido apelara a otro argumento: el derecho de los habitantes de las Islas Malvinas a la autodeterminación. Esto es realmente interesante. Corrían los años inmediatamente posteriores al fin de la IIa. Guerra Mundial. Gran Bretaña, que había salido victoriosa de su titánica lucha contra la Alemania nazi, estaba virtualmente postrada. Solo mantenía en alto la moral que la llevó al triunfo. Pero militar y económicamente no tenía recursos para seguir manteniendo su vasto imperio. Intentarlo hubiera significado imponer más sacrificios a su sufrido pueblo. Entonces, como si fuera la verdad revelada, descubrió que sus colonias en cuatro continentes podían gobernarse a si mismas. Todo consistía en renunciar a la dominación y otorgarles la libertad de elegir. Obligado por las circunstancias y no por convencimiento, el principio de la autodeterminación pasó a ser el credo político practicado por el Reino Unido y debido a su aplicación el otrora inmenso imperio se redujo a unos pocos territorios de ultramar. Para que no apareciera como producto de una situación insostenible, Sir Lawrence explica que fue inspirado en la Carta de las Naciones Unidas y en la Declaración de la Concesión de la Independencia a los Países y Pueblos Coloniales, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1960. Dicha Declaración marca un hito en el proceso de independencia de las colonias. Consta de dos principios fundamentales. El del artículo 2, que consagra el derecho a la libre determinación de los pueblos, y el del artículo 6, que expresamente estipula: “Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con lo propósitos principios de la Carta de las Naciones Unidas”.

(Continua en el proximo mensaje)
 
Este último precepto refleja la posición argentina. La británica, desde luego, se sustenta en el artículo segundo, que la Argentina ha rebatido con razonamientos jurídico-políticos incontestables. En ese sentido, Freedman transcribe fragmentariamente una intervención de mi querido amigo, el Dr. José María Ruda, que fuera presidente de la Corte Internacional de Justicia de La Haya. Cuando se desempeñaba como Embajador ante las Naciones Unidas presentó a las Islas Malvinas como revistiendo una situación diferente de un clásico caso colonial. “De facto y de jure –dijo– pertenecían a la República Argentina en 1833, estaban gobernadas por autoridades argentinas y ocupadas por colonizadores argentinos que fueron expulsados por medios violentos y remplazados por una administración colonial y una población de origen británico”. “Esa población implantada –agregó Ruda– es básicamente temporaria y no puede ser utilizada por la potencia colonial para aplicar el principio de autodeterminación”. Va de suyo que la Historia Oficial no está de acuerdo con esa interpretación. Alega que la comunidad que vive en las islas puede ofrecer linajes más profundos que muchos en la Argentina y que, después de todo, los habitantes desplazados en 1833 no eran autóctonos de las islas. Notable! Salvo los pingüinos, ¿quiénes eran autóctonos de las islas? Los ingleses tienen alguna experiencia en transplante de poblaciones y bastante elasticidad en lo atinente a la autodeterminación. Viene bien recordar lo ocurrido con la isla Diego García, colonia británica situada en pleno Océano Indico. En ella vivía una población compuesta por descendientes de trabajadores provenientes de la India oriental y de África, llevados en los siglos XVIII y XIX para cultivar las plantaciones. Todo eso cambió en 1973. En el cuadro de la guerra fría y por temor a la amenaza de la ex Unión Soviética, la isla fue transferida a los Estados Unidos para ser utilizada como base de la fuerza aérea y sus 4.500 habitantes trasladados “manu militari” a las Islas Seycheles. De autodeterminación, ni hablar. En una entrevista concedida a la BBC de Londres, Freedman fue muy explícito cuando el periodista, comparando el caso con las Malvinas, le preguntó por el desplazamiento de la población de Diego García. Dijo: “No creo que lo ocurrido en Diego García convierta en errónea la posición británica sobre las Malvinas. En el caso de Diego García había un interés estratégico. El argumento de fondo en este caso es hasta dónde los derechos de autodeterminación son más importantes que los intereses estratégicos de toda la nación”. Más claro imposible. Para el Reino Unido las Islas Malvinas presentaban una disyuntiva. Por un lado, tenía el compromiso de asegurar que una pequeña población de apenas dos mil habitantes, de indudable cultura inglesa y muy apegada a la metrópoli, pudiera elegir su destino. Por el otro, no quería antagonizar a la Argentina, con la que mantenía una buena relación de amistad. Hay que dar crédito al Foreign Office porque superando obstáculos hizo esfuerzos para hallar una solución negociada que permitiera satisfacer a tirios y troyanos. Hasta el extremo que para la Historia Oficial “los isleños y el parlamento británico debieron ejercer una constante vigilancia para impedir que el Foreign Office se vendiera a la Argentina buscando con desesperación una fórmula que convenciera a los isleños que era en su interés negociar algo que realmente pudiera satisfacer a la Argentina.” A todo esto, en las Naciones Unidas la Argentina obtuvo un resonante éxito. Gracias a los intensos esfuerzos de nuestra delegación, en 1965 la Asamblea General aprobó, sin ningún voto en contra, la Resolución 2065 que por primera vez constató la existencia de una disputa de soberanía por las Islas Malvinas e invitó a los gobiernos argentino y británico a encontrar una solución pacífica teniendo debidamente en cuenta, dato importantísimo, “los intereses de la población de las Islas Malvinas”. Los intereses y no los deseos, como propugna Gran Bretaña. En los años siguientes la organización mundial sancionó muchas resoluciones favorables a los puntos de vista argentinos. Ellas fueron el detonante que abrió el camino para las negociaciones bilaterales. Ante ese estado de cosas, los diplomáticos británicos intentaron persuadir a la cancillería argentina de que el Reino Unido no podía prescindir de la voluntad de los isleños para resolver sobre su futuro y que para sortear esa valla era necesario que por nuestra parte se pusiera el mayor empeño en conquistar los corazones y la mente de los malvinenses. Es lo que Freedman denomina la campaña por los “hearts and minds”. Por las repercusiones que tuvo creo oportuno relatar un hecho vinculado con ese tema en el que, inesperadamente, me tocó ser protagonista. En 1966, mientras me encontraba a cargo interinamente de nuestra Embajada en Londres, fui invitado a almorzar por el Subsecretario para Asuntos de América del Sur del Foreign Office, Sr. Henry Holher y su colaborador a cargo de las cuestiones argentinas, Sr. Robin Edmonds. El convite no dejó de sorprenderme porque si bien había tenido un trato frecuente con esos altos funcionarios todo inducía a pensar que el encuentro podía ir más allá de una simple charla de amigos. Por un buen rato temí haberme equivocado en mis suposiciones ya que en un ambiente por demás agradable, en uno de los mejores restaurantes londinenses, habíamos llegado a los postres con intercambios típicamente convencionales. Recién al final, cuando la totalidad de los clientes había dejado el local, entraron de lleno en el tema que, obviamente, había motivado la invitación. De entrada aclararon que todo lo que allí se dijera era de carácter estrictamente confidencial, advirtiendo que de llegar a trascender lo tratado negarían todo y también que el almuerzo hubiese tenido lugar. Así las cosas, el subsecretario expresó que deseaba plantear el delicado tema del futuro de las Malvinas. Luego de una amplia introducción, sostuvo, entre otros puntos, que a raíz de las nuevas armas misilísticas intercontinentales las islas habían perdido la importancia estratégica que en el pasado tuvieron para la marina británica y que la proximidad geográfica con la Argentina, tarde o temprano, las condenaban a una integración con nuestro país. Para facilitar esa eventualidad enfatizó la necesidad de que por parte argentina se hicieran serios esfuerzos para “conquistar los corazones y la mente de los isleños”, lo que facilitaría enormemente la solución del problema, toda vez que el gobierno británico no podía renunciar a las islas si sus habitantes rehusaban tener una estrecha asociación con la Argentina. La cancillería se abocó al estudio de esa proposición que abría nuevas perspectivas. Las manifestaciones de los diplomáticos británicos no merecen el más mínimo espacio en la Historia Oficial a pesar de que tuvieron un desenlace positivo como fue el llamado Acuerdo para las Comunicaciones suscripto el 1° de Julio de 1971. A raíz de ese convenio fueron establecidas comunicaciones permanentes entre las Malvinas y el territorio continental argentino; el pasaporte fue sustituido por un documento que emitían por igual las autoridades argentinas e inglesas; la Fuerza Aérea construyó una pista de aterrizaje; Líneas Aéreas del Estado (LADE) operaba un servicio de dos vuelos semanales; YPF se radicó en las islas abasteciendo combustible; en fin, se proporcionó asistencia médica a los isleños en el Hospital Británico de Buenos Aires y chicos malvinenses pudieron estudiar becados en los buenos colegios de habla inglesa. En síntesis, paulatinamente las islas pasaron a depender en gran medida de nuestro país, lo cual era un avance para la consecución de los objetivos argentinos. Freedman incurre en un contrasentido al sopesar los resultados de este Acuerdo. En la página 23 del Tomo 1° se lee “los crecientes contactos entre las islas y el continente produjeron más irritación que amistad” pero en la página 31 afirma que “las actitudes en las Malvinas hacia el vecino estaban cambiando. Parece que la gente joven miraba a la Argentina en búsqueda de suministros y recreación. Los argentinos habían tenido inesperado éxito en ganar la amistad de los isleños”. ¿En qué quedamos? Lo cierto es que en tres años, cerca de 1600 personas viajaron desde y hacia las Malvinas sin el menor inconveniente. Lo que no es poco decir si se tiene en cuenta que equivalía casi a la población total de las islas. No hay que aguzar la imaginación para deducir que como corolario del mejor clima político logrado con el citado Acuerdo, Gran Bretaña diera un paso muy significativo. El 11 de junio de 1974, la Embajada del Reino Unido en Buenos Aires, actuando por instrucciones de su gobierno, le presentó un “bout de papier” al entonces canciller argentino, señor Alberto Vignes, en el que proponía comenzar a discutir las salvaguardias y garantías que se les otorgarían a los isleños en la eventualidad de un condominio sobre las Islas Malvinas. La finalidad era resolver la disputa sobre la base de una soberanía compartida con la Argentina con la conclusión de un tratado que permitiese que los isleños se desarrollasen conforme a sus intereses. Durante la vigencia del tratado, figurarían los siguientes elementos básicos: las banderas de ambos países flamearían una al lado de la otra y los idiomas oficiales serían el inglés y el castellano; los nativos de las islas tendrían la doble nacionalidad; los pasaportes de la colonia serían reemplazados por documentos de viaje emitidos por los condóminos; la constitución, administración y el sistema legal serían adaptados a las necesidades del condominio; y por último, el gobernador sería designado alternativamente por la reina y el presidente de la Argentina. La nota agregaba que los Consejos Ejecutivo y Legislativo no tenían inconveniente en que se examinaran con el gobierno argentino todo lo referente a las mencionadas salvaguardias y garantías para el condominio. Es decir, los isleños, a través de esos órganos, prestaban su conformidad. Aquí debo recurrir nuevamente a mi experiencia personal. Cuando me desempeñaba como embajador ante las Naciones Unidas, el ministro Vignes me entregó una copia de la propuesta británica asegurando que el presidente Perón le había expresado: “Es muy conveniente. Hay que aceptarla. Una vez que pongamos pie en las Malvinas no nos saca nadie y tiempo después tendremos la soberanía plena”. Pero la fatalidad se interpuso. Pocos días más tarde fallecía el General Perón y su viuda, que lo sucedió en la presidencia, no creyó tener el poder suficiente para convencer a la opinión pública de que se debía aceptar dicho ofrecimiento. Ante esa circunstancia, el gobierno británico decidió retirarlo. Con el condominio –acota Freedman– Londres estaba dispuesto a reconocerle a la Argentina, al menos parcialmente, derechos de soberanía. Dato ilustrativo: el temor en Londres era que la Argentina no estuviese madura para aceptar algo que no implicase la soberanía total. Empero, elude toda referencia a la proposición hecha por la representación diplomática en Buenos Aires. Simplemente anota que con el transcurso del tiempo y la accesión del laborismo al gobierno se fue desvaneciendo la idea del condominio. Con la intención de hallar un compromiso aceptable para ambas partes el Foreign Office siguió elaborando otras pautas. La preferida apuntaba a un arrendamiento de largo plazo mediante un tratado que cedería la soberanía a la Argentina pero que virtualmente retendría todas las condiciones prevalecientes en la isla. El proyecto original contemplaba un alquiler mínimo de 25 años pero pronto fue estirado a 99 años. Así y todo ese planteamiento no prosperó. La Historia Oficial da un salto en el tiempo y nos lleva al triunfo de Margaret Thatcher en las elecciones generales de 1979. En un informe preparado para la primer ministro se decía que el problema de las Islas Malvinas arrojaba una sombra en las relaciones con la Argentina y le causaba a Gran Bretaña muchas dificultades en las Naciones Unidas. Si bien revisten incuestionable interés, voy a prescindir de los numerosos detalles de que da cuenta Freedman para revelar la inclinación favorable del gobierno conservador hacia un arreglo en la disputa por las islas. Pronto tuve una vivencia personal de esa actitud. Al empezar 1980 presenté las cartas credenciales que me acreditaban como embajador ante el Reino Unido. Respetando el protocolo hice una visita al Sr. Nicolás Ridley, ministro adjunto en el Foreign Office. La reunión no pudo ser más fructífera. Con un trato sumamente cordial, mi interlocutor me dijo que su tarea prioritaria, con el respaldo de la Sra. Thatcher, sería acabar con los cuatro resabios coloniales que Gran Bretaña tenía pendiente: Belice, Hong Kong, Gibraltar y Malvinas. La opción favorecida fue la del ya citado arrendamiento por un extenso período, previa transferencia de soberanía a la Argentina. En sucesivas consultas con funcionarios argentinos fue tomando forma un eventual convenio de esas características. Incluiría los siguientes puntos: 1) El Reino Unido reconocería la soberanía argentina sobre las Islas Malvinas; 2) en ejercicio de esa soberanía el gobierno argentino le solicitaría al gobierno británico que se hiciera cargo de la administración de las islas por un plazo a acordar (el retroarriendo o “lease back”); 3) durante ese período la autoridad ejecutiva de las islas sería ejercida por un Gobernador asistido por un Consejo Legislativo en el que habría representantes argentinos con voz pero sin voto; 4) la Argentina designaría un Alto Comisionado, con residencia en las islas, que transmitiría los puntos de vistas del gobierno. 5) los idiomas oficiales serían el inglés y el español; y 6) al término de la administración británica la soberanía pasaría plenamente a la Argentina. Lo más difícil era, naturalmente, fijar la duración de la administración británica. Ridley resolvió ir a las islas y encarar directamente a los isleños congregados en asamblea. Tuvo que vérselas con un auditorio bastante hostil. A la pregunta de cuán prolongado sería el retroarriendo hábilmente respondió que lo ideal sería de 999 años, pero que para la Argentina 9 años parecía excesivo, por lo cual había que transar en algo intermedio. No terminaron allí las vicisitudes de Ridley. A su regreso tuvo que informar en el parlamento lo actuado en Malvinas. Representantes de ambos partidos, que habían sido intensamente trabajados por el muy activo lobby de la Malvinas Islands Company y por personeros de los isleños, fueron muy críticos en sus observaciones, declarando que el deseo de los habitantes debía ser el factor supremo (paramount) para resolver el futuro de las islas. La Historia pone de relieve que el lado argentino tuvo bastante paciencia con las hesitaciones de Londres, excepto ciertos sectores de la prensa que censuraron abiertamente que intrusos pudieran arrendar las islas. Si a ello se agrega la incomprensión de los malvinenses sobre las ventajas que podían obtener del retroarriendo era obvio que el intento de Nicolás Ridley no tenía demasiadas chances de prosperar. Poco tiempo después fue promovido a ministro de Transportes y remplazado por Richard Luce. La última ronda de negociaciones anglo-argentinas tuvo lugar en Nueva York los días 27 y 28 febrero y 1 de marzo de 1982. En ella volvió a ponerse sobre el tapete la duración del retroarriendo. En presencia de representantes de los isleños, que integraban la delegación británica presidida por Luce, se discutió que podría abarcar dos generaciones, equivalentes a 40 ó 50 años. Es decir, que el tema no había sido archivado sino que estaba presente en la mente de los ingleses. El canciller Nicanor Costa Méndez, que no estuvo para nada conforme con el comunicado conjunto suscripto al concluir la reunión, que hablaba de un diálogo constructivo, el 2 de marzo emitió un nuevo comunicado en el que exigía que se efectuaran sesiones mensuales para preparar la transferencia total de la soberanía, a más tardar, en diciembre de ese mismo año 1982. Para Londres esa demanda equivalía a un ultimátum y el fin de las tratativas que se venían realizando. Según Freedman, hizo sonar las campanas de alarma en el gobierno británico que adoptó los recaudos indispensables ante la inminencia de un conflicto armado. Desgraciadamente todos los aquí presentes sabemos muy bien lo que ocurrió un mes más tarde. La tentativa de recuperar las Islas Malvinas acabó con un fracaso: la primera vez que la Argentina fue derrotada en una guerra. Centenares de argentinos cayeron combatiendo con coraje como consecuencia de una decisión política equivocada, mal concebida y mal ejecutada. Y cuando diplomáticamente más cerca estábamos de una solución pacífica y honorable. La pregunta que cabe formular es ¿Qué se puede esperar en adelante? La respuesta la encontramos en la propia Historia Oficial. En 1983, a pocos meses de concluida la contienda, un comité especial del parlamento británico decidió examinar lo concerniente a la pertenencia legal de las islas. El gobierno trató de impedirlo pero tropezó con la negativa de los parlamentarios que querían averiguar por qué la Argentina había sido siempre tan persistente en sus reclamos. “El Comité aprobó un informe –sigue el libro– que distaba de endosar la posición inglesa sobre un territorio respecto del cual acababa de entrar en guerra.” Y transcribe lo siguiente: “El Comité declara que no ha podido alcanzar una conclusión categórica sobre la validez legal de los títulos de Gran Bretaña o de la Argentina”. Pero a continuación sentencia que “los argumentos históricos argentinos han perdido relevancia al haber recurrido ilegalmente a las armas”. Freedman expresa que el gobierno británico “negó que hubieran existido serias dudas sobre sus derechos, pero no podía ignorar que por más de quince años estuvo en conversaciones con la Argentina acerca del futuro de las islas con la transferencia de soberanía explícitamente figurando en la agenda. No hay dudas que la guerra de 1982 fue una divisoria de aguas que fortificó la resolución del gobierno británico de defender el derecho de los isleños de vivir bajo un gobierno de su elección”. El broche final lo da la Historia Oficial con estas palabras no desprovistas de brutal franqueza o de realismo: “En lo referente a las Malvinas, la ley ha importado menos que el poder y la determinación cuando se trata de decidir sobre la pertenencia.” En el citado reportaje de la BBC, Sir Lawrence Freedman ratifica ese juicio diciendo: “Uno de los problemas del tema de las islas es que siempre se insiste en que se trata de un problema legal cuando siempre fue una cuestión de política y de poder. Poder en el sentido de responsabilidad, de compromiso y de decisión que se ponen a prueba con la utilización de la fuerza”. No dejaran de apreciar ustedes que esa rígida posición no augura nada bueno para las perspectivas argentinas. Vamos a tener que reconciliarnos con la noción de que no existen fórmulas mágicas ni atajos para alcanzar la reivindicación que todo nuestro pueblo anhela. Habrá que armarse de paciencia y proceder por etapas, estructurando una política de estado que tenga una cabal comprensión de los intereses en juego e inteligencia para adoptar medidas que impliquen reales progresos sin crear falsas expectativas. Tendremos que bregar por una nación que inspire confianza, enrolada en las tendencias mundiales que marcan rumbos, con instituciones sólidas y respetadas, con seguridad jurídica, estabilidad democrática y un fuerte desarrollo económico. Entonces, con continuidad en las ideas, con perseverancia y con tenacidad, nuestro legítimo reclamo terminará por prevalecer, como se imponen siempre las causas justas.

Fuente: http://www.ancmyp.org.ar/pdfs/Ortiz_2006.pdf

Bueno eso es todo
Saludos
 
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