Combate contra el SAS en la Isla Gran Malvina
"...Altamirano apuntaba y disparaba a mi lado desde la posición de rocas. Ambos apuntábamos y disparábamos. Lo hacíamos alternadamente sobre los hombres que aparentemente pretendían alcanzar una posición a nuestro flanco izquierdo y sobre la posición inicial, las grandes rocas que se alzaban frente a nosotros. No era imposible que en cualquier momento recibiéramos fuego desde ese lugar. Creo que la incertidumbre y la imaginación producen esas obsesiones.
Fuego y movimiento, así fueron tomando distancia y ganándonos el flanco izquierdo. De pronto, mientras uno de ellos nos disparaba, el otro corrió y dio un salto volteándose en el aire, cayó y siguió disparando. El otro se incorporó y mientras lo sobrepasaba lo vio desarmarse, derrumbarse. Todos lo vimos. Se detuvo, tal vez un instante antes de ser alcanzado por un disparo, porque le apuntábamos y le disparábamos y era un blanco rentable. Arrojó el fusil y gritó palabras incomprensibles, desesperadas. Se estaba rindiendo. De repente se convirtió en persona y dejó de ser un blanco.
Nosotros desplazamos el fuego hacia las rocas que teníamos enfrente. No podía creer que no escuchásemos más disparos. Se hizo una pausa de fuego y cambié el cargador.
El hombre que agitaba los brazos y gritaba, ahora desarmado, imploraba por su vida. No entendíamos qué decía, pero se aferraba a la vida.
- ¡Come here, come here! – le grité asomándome, mientras seguíamos disparando contra las rocas - ¡Venga con los brazos en alto! Y el hombre se fue acercando.
Al llegar, vimos que temblaba y gritaba, imploraba. Frente a él había unos soldados que, como él, vestían uniforme mimetizado, usaban boinas verdes, estaban enmascarados y se movían con la soltura de soldados aislados, sigilosos y entrenados. Veía lo que podía, sombras que se movían entre las rocas, no sabía cuántos éramos ni que planes teníamos para con él. Me esforcé por hacerle entender que era prisionero de guerra.
- ¡Prisionero de guerra, convención de Ginebra! – le repetí varias veces, mientras le mostraba que ponía el seguro del fusil, hasta que dejó de temblar.
Así y todo, pasó un rato hasta que pude lograr que me diera la espalda y pusiera las manos contra la roca para registrarlo.
- ¿Cuál es su grado? –interrogué, cuando lo tuve otra vez frente a mí.
- ¡Soldier, soldier! –repitió varias veces. Luego supe que era el Cabo Primero Ray Fonseca.
- ¿Cuál es el grado del otro? - Le pregunté señalando hacia el lugar del caído.
- Soldier, soldier – insistió. En realidad era el Capitán John Hamilton. Ambos eran miembros de SAS (Special Air Service). Hamilton, de destacada actuación en el conflicto, había participado en el desembarco en las Georgias, donde habían obtenido el pasamontañas de la Infantería de Marina Argentina, que me había resultado familiar cuando vi al morocho. Se había desempeñado también como uno de los comandantes tácticos de la operación contra el aeródromo de Isla Borbón, donde nos destruyeron once aviones.
- ¿Cuántos son?
- Two, two…
- ¿Solo dos? – insistí.
- Two, onli two –dijo. Después, mucho después, supe que también me había mentido. Era una patrulla de cuatro hombres. Tal vez, dos de ellos estaban en misión de exploración, alejados del lugar en momentos del encuentro o tal vez se replegaron por las alturas hacia el sur, una vez que el jefe fuera abatido.
- ¿Cómo llegaron hasta aquí?
- ¡By helicopter! – respondió haciendo girar una de sus manos. No me decía nada y me estaba diciendo mucho, porque era casi una obviedad. Los había escuchado hablar por radio y estábamos, como mucho, a diez minutos de helicóptero de San Carlos. Entendí que no tenía tiempo que perder. Una baja y un prisionero, a esas alturas, eran un buen resultado pero, si el caído estaba con vida, íbamos a tener problemas. La situación no era sencilla, no podíamos llamar por radio y pedir apoyo sanitario, no disponíamos de apoyo aéreo cercano ni posibilidad de refuerzos. Tampoco podíamos hablar con el enemigo para que rescatase al caído. Ellos, los ingleses, eran los únicos en doscientas millas a la redonda que tenían esas posibilidades. Nosotros, no habíamos sido entrenados para abandonar a un herido a su suerte, aunque fuese enemigo; si el hombre estaba con vida íbamos a tener que llevarlo, entre nosotros cinco, incluido el prisionero.
- Moreno, adelantate a ver al caído – grité, y Eusebio se fue acercando mientras lo cubríamos atentos, expectantes, siempre haciendo fuego hacia las grandes piedras. Llegó, apartó el arma, se inclinó sobre el hombre, lo examinó y se incorporó para hacerme señas. Las señales fueron categóricas: el soldado estaba muerto.
Le pregunté al prisionero si hablaba español y me respondió que hablaba inglés e italiano. Esto fue un alivio. “Italiano es otra cosa”, pensé, y le dije, en ese idioma, que sentía mucho que su “amigo” estuviese muerto. Sentía que debía tranquilizarlo.
- No es mi amigo –me respondió en italiano, con esa natural gravedad que suelen tener los soldados valientes. Ya había recuperado la calma porque sabía que, si no intentaba ser un héroe, iba a vivir para contar su historia. A partir de esa certeza ya no me entendió casi nada, ni en italiano ni en inglés ni en español. Por mi parte supe que debía cuidarme de él y le hice saber que se cuidara de mí.
- Dame una sola oportunidad para matarte –le dije cuando iniciábamos el repliegue, mostrándole como jugaba con el seguro del fusil y señalándole la dirección de marcha. Comprendió y comenzó a entender todas mis indicaciones.
Les ordené a mis hombres que registraran el lugar rápidamente, que tomaran y transportaran todo lo que pudieran del equipo enemigo y nos replegáramos. Íbamos a dejar al soldado muerto en el lugar donde cayó hasta el otro día cuando, con más tiempo y seguridad, pudiéramos rescatarlo. Esta fue una decisión íntima y personal porque no iba a arriesgar a mis hombres. No me equivoqué porque, a los pocos minutos de iniciar el repliegue, un par de aviones Harrier pasaron sobre nosotros. La actividad aérea nos obligó reiteradamente a tomar posición de cuerpo a tierra, mientras nos acercábamos a Puerto Yapeyú. Una formación que se alargó considerablemente, por la demora que significó el registro del lugar y por el peso del equipo que transportaban Moreno, Altamirano y Ríos, que llevaron todo lo que encontraron.
En una de esas oportunidades en que tomábamos la posición de cuerpo a tierra para evitar ser vistos por los aviones ingleses, observé que el prisionero me miraba serio, grave, como si se interrogara sobre lo ocurrido, como no pudiendo creer lo que le estaba pasando.
- La guerra es la guerra –le dije, sin la intención de que comprendiera-, hoy sos vos, mañana puedo ser yo…
- No, ¡políticos! –me respondió con una expresión que me hizo reír, porque entendí lo qué estaba pensando.
Cuando las posiciones adelantadas de la compañía “C”, del Regimiento de Infantería 5 estuvieron a la vista, le ordené a Altamirano que se adelantase y transmitiera que estaba todo bien. Estaba seguro que, a la distancia, habían escuchado el combate y se habrían preocupado. Los hombres de la Compañía “C” no eran más de diez y, cuando vieron que llevábamos un prisionero, estallaron de alegría. El jefe de fracción, se adelantó con dos de sus hombres a recibirnos y darnos una calurosa bienvenida.
En la tarde del 13 de junio, El coronel Mabragaña, jefe del Regimiento de Infantería 5, nos pidió, a Fernández y a mí, que lo acompañáramos a la mañana siguiente, en la conversación que iba a tener lugar en su puesto de comando con el comandante inglés. Nosotros dependíamos y cumplíamos órdenes de nuestro Jefe de compañía, el mayor Castagneto, desde Puerto Argentino. Ambos decidimos, y así se lo hicimos saber, que haríamos lo que él ordenarse según lo que pactara con el comandante enemigo. Puerto Argentino había ya caído en poder de los ingleses.
El coronel Juan Ramón Mabragaña, era un hombre cabal, un tipo tranquilo como un abuelo pero con la decisión de un guerrero, si la situación lo impone. Lo dejaba ver, lo transmitía naturalmente. Un jefe manso y decidido, una mezcla de soldado y padre protector. Capaz de llorar en silencio y sin pudor la herida o la muerte de uno de sus soldados y de adoptar decisiones sorprendentes. Los hombres en la guerra muestran lo que realmente son.
Después de operar la zona de aterrizaje que habíamos marcado con mi sección y a la que arribaron tres helicópteros, acompañé al coronel británico hasta el puesto de comando del jefe de regimiento; donde tuvo lugar una grave pero amable conversación entre ambos coroneles, en la que se pactaron los términos de la rendición. Fernández y yo solo escuchamos.
Cuando terminó la reunión y salimos del puesto de comando del jefe de regimiento, me adelanté al coronel inglés para entregarle la identificación del capitán Hamilton; le conté brevemente la acción de combate en que había caído, le informé que teníamos un prisionero y destaqué el valor del oficial muerto en combate.
- Ha sido para mí un gran honor enfrentar a un soldado como el Capitán Hamilton –le dije.
- ¿Hamilton? –se sorprendió-, por varios días no hemos sabido de él y lo estamos buscando. Le informé que habíamos velado y enterrado al oficial con los honores correspondientes en el Ejército Argentino y que sus restos descansaban ahora en el cementerio de Puerto Yapeyú.
- Quiero destacar su valentía y destreza y me gustaría guardar su casquete, no como trofeo de guerra –le aclaré-, sino como recuerdo de un soldado valiente contra quien he tenido el honor de combatir. Le ofrecí mi boina a cambio.
El coronel se emocionó y, después de estrecharme la mano, me dijo que con gusto lo haría, pero que era tradición en el ejército inglés entregar el cubre cabeza del caído a su viuda.
Una vez que las tropas inglesas llegaron a Puerto Yapeyú, un oficial se presentó ante mí.
- Sabemos que Ustedes son comandos –me dijo-, nosotros también lo somos. Tengo expresas órdenes de darles a ustedes tratamiento especial.
Cuando se alejó recuerdo que les dije a mis hombres:
- Creo que tienen planes de mandarnos al fondo de la bahía –me costaba creer tanta amabilidad. El oficial inglés había remarcado lo de “tratamiento especial”.
Lo cierto es que al tiempo se aproximaron otros oficiales y las expresiones “please”, “sorry” y “excuse me” presidían o completaban todas sus indicaciones; nos mostraron donde dejar el armamento, cosa que hicimos después de destruirlo y, cuando debieron registrarnos, nos pidieron que nos pusiéramos frente a tres oficiales, a unos tres metros de distancia y nos indicaban que les mostráramos lo que contenían nuestros bolsillos y nuestras mochilas. Nunca nos apuntaron y mantenían las manos cruzadas a la espalda.
- ¿Personal? – interrogaban cuando alguien les mostraban algún elemento del equipo; como una brújula, por ejemplo.
- Personal – respondían mis hombres. Y los autorizaban a conservarlo. Esto hizo que después, durante toda la travesía; primero a San Carlos, luego a Puerto Argentino y finalmente a Puerto Madryn; mis hombres anticiparan desde sus alojamientos en el buque, el rumbo y el destino hacia donde navegábamos.
Finalmente, un oficial se acercó, nos pidió que lo acompañásemos poniéndose al frente y nos condujo al embarcadero donde, una vez arribado el lanchón que nos llevaría al buque de transporte, nos indicó que embarcáramos e hizo el saludo militar como despedida hasta que todos estuvimos dentro..."
Tte 1ro D. José Martiniano Duarte
Ca Cdos 601