El sultán Erdogan contra Israel
Autor: Prof. Antonio Hermosa Andujar, Universidad de Sevilla
Son años ya que desde la mercurial boca del primer ministro turco Erdogan, cual Júpiter tonante, no paran de salir rayos, truenos y centellas que recorren los espacios circundantes, pero últimamente el buen señor, encantado sin duda consigo mismo, ha decidido prodigarlas con más intensidad ya que difícilmente cabe más rabia; las amenazas truenan en sus discursos, como si las palabras no fueran en política no ya la forma primaria en la que se concreta una acción, sino una acción en sí misma. ¿Estará estudiando para mago y así controlar todos los efectos posibles de sus baladronadas? No tardará en verse.
Mientras tanto, ¿quiénes son los felices destinatarios de las mismas? Aquí, la verdad, racanea un poco, pues el afortunado es siempre el país con el que hace ni siquiera tantos años Turquía se llevaba tan bien que compartía hasta sus buenos enemigos, o sea: Israel. Compartía más cosas: el molde etno-nacionalista en el que fueron concebidos, el ejército más poderoso y la economía más desarrollada de la región, la condición de democracias incompletas -en especial Turquía- en una región fértil en déspotas y regímenes autoritarios; la Real-Politik como método de acción en la arena internacional, que centraba sus respectivas políticas en la seguridad de cada uno, y que ocasionalmente daba lugar a episodios de cinismo, como el de la solidaridad israelí con la negación turca del genocidio armenio, etc. Con todo, aquí se ha mostrado una vez más el precio a pagar cuando se recurre a los obtusos principios del realismo, es decir, a un tipo de comportamiento carente de ellos y que todo lo supedita a la seguridad del Estado sin reparar en medios: que en cuanto el viento del interés gira hacia otro lado, si te he visto no me acuerdo… o peor, mucho peor, ya que el enemigo de mi (actual) amigo es mi enemigo, máxime si ando pensando en hacer una estatua a mi persona tras elevar el honor de mi país.
Y compartían algo más y distinto: una cierta simbiosis cultural, una tradición, hasta cabría decir. Ni el Imperio Otomano ni la Turquía actual son por completo inteligibles si se prescinde de su legado judío, y a la inversa: por citar un simple, pero significado caso de la historia judía reciente, el ishuv nació durante los últimos años de vida de aquél. Es ese acervo común lo que una y otra vez ponen en peligro declaraciones como las prodigadas por el vitriólico primer ministro, que tanta gasolina echan a la llama eterna del antisemitismo, y sería una amarga ironía de la historia, y una burlesca paradoja personal, que el mismo hombre que reaviva hoy el sueño imperial de ayer, que acaricia la idea de convertirse en un sultán moderno, acabe por favorecer la extinción del vasto patrimonio turco-judío que debía proteger.
El giro turco se consolidó a raíz del ataque a Gaza por parte del ejército israelí, hecho que Erdogan calificó como “ataque bárbaro” y le llevó a condenar sin tapujos a sus responsables en cuanto perpetradores de “crímenes contra la humanidad”. Invectivas y afrentas se han sucedido desde entonces casi sin interrupción, al punto que ya casi ni se oyen los bramidos de Ahmadineyad, que andará consumido de celos porque eso lo decía él antes y nadie le hacía caso salvo para hacer chistes, y han dado la vuelta al mundo tras el reciente informe exculpatorio de la ONU del asesinato por comandos israelíes de nueve activistas kurdos tras el ataque a la flotilla de Gaza en mayo de 2010, informe que reprueba el ataque israelí al tiempo que atribuye a Israel un más que provocador derecho a atacar para defenderse en aguas internacionales.
En esta ocasión, los instintos justicieros del mandatario turco le han llevado a exigir a Israel que pidiera disculpas públicas por lo acontecido, y a castigarlo con la reducción de los vínculos comerciales y militares, además de renovar amenazas por negarse a hacerlo (Erdogan olvidó que Israel cuenta con un equivalente suyo en su mismo lugar, y con mentes aún más leñosas en su Gobierno que lo secundan).
¿No oyen cómo crujen las palmas en la calle árabe? Quien sí las oye, desde luego, es él, de ahí su visita a los tres países de la región en los que por el momento la primavera política parece haber florecido o estar a punto de hacerlo: Egipto, Túnez y Libia, en ese orden.
Sabiéndose futuro en acto de las aspiraciones de los mismos, potencia realizada, ha decidido hacerles una visita de hegemonía cortés a fin de exportar la receta turca, en grado de combinar en un país islámico desarrollo económico y democracia política, ese pan y libertad que desde el principio constituyó la divisa revolucionaria en los tres países y que hoy es la envidia de dos de cada tres árabes.
Y le sobran motivos, parece. Y ante oídos regalados habló con orgullo de la autonomía del mundo islámico, que no requiere de soluciones ni fingidas ayudas ajenas (lo dijo en Libia, donde el día anterior le precedieron Sarkozy y Cameron); y ante sueños de libertad habló de la democracia como un derecho fisiológico, imprescindible como respirar o nutrirse; y hasta se atrevió con el elogio del laicismo, afirmando que una persona puede ser religiosa pero el Estado
no, y que de ese modo la democracia respeta todas las creencias. Y volvió a increpar a Israel, y hasta se habría llegado a Gaza para, en un momento de descuido del enemigo sionista, atacarlo por la espalda si le hubieran dejado…
Con todo, pudo observar cómo ante sus narices saltaba la liebre de la sorpresa, unas veces con más fuerza que otras; predica laicismo en la ex trinchera musulmana, pero Libia ya está reconociendo que la fuente jurídica del nuevo ordenamiento será la Sharía, y si bien se afirma que se tratará de la versión europea en lugar de la versión local, bastante más montaraz -ventajas de poseer un código con dos caras y creer en ambas a la vez con idéntica fiereza-, por mucho que la mona se vista de seda mona se queda y mientras que se pretenda convertir a cualquier dios en sujeto político el credo que lo ampare no pasará de ser una mona pre y anti democrática; de hecho, Erdogan, que reiteradamente invistió contra los tiranos y excitó a su auditorio con la declaración promisoria de que la época de los tiranos había caducado por siempre en Oriente Medio, olvidó añadir ante aquél que la democracia no sólo se yergue contra ellos, sino también contra otros tan especiales como los credos religiosos, Sharía incluida.
Hubo asimismo división de opiniones en otro sentido, a saber: mientras la ciudadanía árabe lo adora cual nuevo Saladino, las élites políticas y religiosas refrenan sus pretensiones de hegemonía en la región, y le recuerdan, luego de escuchar jaculatorias como las citadas, que el mundo islámico es algo demasiado variopinto y complejo como para adoptar un tutor-déspota propio.
Vitoreado por unos al tiempo que rehuido por otros, Erdogan se ha convertido, lo quiera o no, en el símbolo de la actual escisión que aqueja al mundo árabe.
Por lo demás, ¿qué les habrá contado Erdogan acerca del desarrollo y de la democracia? Cabe suponer que, poco aficionado a los matices como es, quizá haya pasado por alto las sombras del éxito hasta ahora logrado.
Respecto del primero, ¿les habrá hablado de la importancia que aún sigue jugando Europa en el mismo -destino del 45.9% de sus exportaciones y fuente del 40.5% de sus importaciones- y de cómo puede cerrar o abrir en parte la llave de las inversiones dependiendo del ritmo y la dirección de las reformas emprendidas? ¿O de cómo la economía turca “está atrapada entre las economías de alta tecnología de Europa y las economías de salarios bajos de Asia”? (véase el artículo de D. Bechev e I. Krastev en el Nº 143 de Política Exterior).
Respecto de la segunda, seguro que ha brindado con sus auditorios por lo bien que ha conseguido desmontar los últimos baluartes de la Turquía kemalista que impedían la plena democratización de la república turca, en tanto en la práctica conferían al ejército una especie de derecho al golpe siempre que la institución detectase un ligero aumento en el contagio del virus religioso.
¿Les habrá contado también el nepotismo político con el que ha pretendido solucionar la discriminatoria autonomía de la magistratura, el otro baluarte? Parece que por bastante tiempo ya no osará rebelarse ante la prístina autoridad que paulatinamente va adquiriendo.
¿Les habrá hablado del montaje -eso parece ser hasta ahora- del caso Ergenekon, con el que se ha desembarazado de la amenaza militar, y que causaría la admiración de cualquier régimen ultraderechista? (Véase el artículo de G. Jenkins Turkeys election and democracys shadow en open Democracy del 21 de junio de 2011). Por decirlo casi con un sinónimo: ¿habrá hecho públicos los pesares que atemorizan a la mayor parte de las fuerzas políticas turcas ante la perspectiva de una nueva constitución presidencial para su país, en la que el próximo sultán (quiero decir, presidente), el susodicho Erdogan, ya departa directamente con Mahoma sin tener que preocuparse por los mortales? Seguro que al menos sí les ha narrado la proeza, que a su entender redundará en un aumento de su prestigio, que le ha hecho irrumpir como elefante en una cacharrería en la política interior alemana para decirles a sus supuestos súbditos turcos de todas las generaciones cómo deben sentir y actuar, esto es, que primero son turcos y luego, si les queda algo, alemanes (véase el artículo de J. Lau Immer Ärger mit Erdogan en Die Zeit del 1 de marzo de 2011).
Cabe pensar que quizá haya olvidado contar eso, entre otras razones porque nunca hay tiempo para todo y mejor contar sólo lo principal. En cualquier caso, ello no hace sino arrojar incertidumbre a la arena política, cuando la cuestión es, en apariencia, mucho más sencilla: ¿puede Turquía aspirar a cierta legítima grandeza sin aspirar a la hegemonía? ¿No hay modo de realizar su aspiración sin que se enquisten sus relaciones con Israel?
Una fuerte alianza entre ambas potencias en las nuevas condiciones socio-políticas creadas por la primavera árabe, ¿no fomentaría acaso la paz y el bienestar en la región, creando incluso las condiciones idóneas para resolver de una vez por todas la cuestión palestina? Quizá un programa así se halle al alcance de una Turquía grande y constitucionalmente renovada: algo, sin embargo, que, aquí y ahora, le viene demasiado grande a quien, traicionado por su gloria, no ha sabido personalmente serlo: el sultán in pectore Recep Tayyip Erdogan.