Mujeres de Siria
Cuando yo estuve en Siria en 1993,
Siria era uno de los países árabes donde todavía
no tenían influencia los integristas. A finales del siglo XX cuando comenzaron a aparecer y a manifestarse, chocaron con la tenaz oposición y la férrea vigilancia del presidente Hafez al-Assad cuyo poder defendía gran parte de la población y aceptaban sus adversarios temerosos todos de un enemigo común que acechaba.
Sirva como ejemplo que hasta el comienzo de actual guerra,
la mujer gozaba de una libertad que difícilmente se encontraba en otros puntos del mundo árabe. Desde la llegada de Hafez al-Assad, y aún antes, la enseñanza era obligatoria hasta los 15 años para chicos y chicas que acudían juntos a la escuela. En las universidades, la cantidad de mujeres igualaba y en algunos casos superaba a la de los varones, y en las oficinas o en las profesiones liberales aunque en mucho menor grado, la proporción subsistía.
Los programas de asistencia y apoyo a la familia ayudaban a las madres a
mantener sus puestos de trabajo y existían guarderías dirigidas por profesionales que cuidaban de sus niños cuando eran pequeños. En las grandes ciudades se encontraban mujeres con un grado alto de libertad que vivían a veces solas, de su trabajo, y que se entregaban a su profesión. Aunque eran las menos. Eran mujeres de familias ricas o intelectuales que tenían a gala hacerlo, o las que la separación matrimonial había sacado del reducto y la influencia de hogares multifamiliares, con patriarcas y matronas que imponían aún sus leyes y costumbres.
En la agencia de viajes del Hotel Cham conocí a Miluda, una mujer siria de padre palestino que había estado casada con un sirio de Lataquia, una ciudad tradicionalmente sunita, y que un día, cansada de vivir a las órdenes de su suegra, había pedido el divorcio y se había instalado en Damasco con un empleo que todavía conservaba. El sueldo no era muy alto pero le daba para pagar un apartamento a medias con una prima también divorciada y se había hecho un reducto de amigos pintores y arquitectos entre los que se movía con soltura, como cualquier mujer de nuestras latitudes. Esto ocurría, sin embargo, en las ciudades y en los ambientes un tanto sofisticados. En las capas más humildes de la sociedad y sobre todo en los pueblos, igual que aquí, se mantenía el núcleo familiar y
las costumbres tradicionales que exigían que la mujer trabajara, pero en casa. Lo mismo ocurría en las sociedades nómadas, donde las beduinas de un modo u otro llevaban todo el peso de la economía familiar sin que por ello disfrutaran de la más mínima libertad.
Mujeres sirias en un campo de refugiados en Yayladagi. | Afp
La mujer del jefe de la tribu Al-Aneze, a la que conocí en una incursión por el desierto que va desde la franja fértil del valle del Orontes hasta Palmira,
dirigía una organización laboral familiar de por lo menos ocho mujeres que ordeñaban y trasquilaban las ovejas, hacían yogourt y queso, los envolvían y los cargaban a lomos de los camellos o de los desvencijados camiones para que al día siguiente los hombres los llevaran a los mercados. Además cocinaban y lavaban la ropa, y cosían para una gran familia compuesta de un patriarca y de ella misma, su mujer, seis hijos con sus mujeres o maridos, dos hermanas solteras aún y varias decenas de niños que pululaban por las tiendas envueltos en el polvo del desierto. Pero a ninguna de esas mujeres se le permitía permanecer con nosotros a tomar el café de bienvenida.
Y cuando se acercaban a la tienda principal donde estábamos sentados en colchonetas de vivos colores que ellas mismas habían cosido, bajo los adornos del techo de la tienda que ellas habían inventado y colgado, era sólo para ofrecernos frutas, cordero, legumbres y dulces amasados y azucarados por ellas que nos alcanzaban mostrando en la sonrisa un diente de oro y vestidas con sus mejores trajes para darnos la bienvenida, a mi amigo Ismail y a mí, una mujer a la que no comprendían pero aceptaban con entusiasmo
porque eran de natural hospitalario y porque yo venía de otro mundo, de un paraíso, creían ellas, que nunca les sería dado visitar. Así había sido la vida de sus madres y abuelas y así sería la suya hasta el fin de sus días, a no ser que, desoyendo los consejos del patriarca, los jóvenes maridos, cansados de una vida nómada ya desprovista de la condición guerrera y aventurera de antaño o tentados por las televisiones, se acogieran a la oferta del Gobierno que les regalaba tierras que cultivar en las afueras de los pueblos a cambio de asentarse. Entonces saldrían las mujeres a trabajar al campo propio o de los demás para ganar un salario con que ayudar las débiles economías de sus maridos, beduinos pastores, no hechos a la vida comunitaria y en absoluto expertos en el arte de la agricultura.
Siria era, siempre fue,
un país fundamentalmente de mercaderes y campesinos, por lo tanto la clase obrera como tal tenía una historia muy reciente, y sólo había surgido y se había afianzado con el establecimiento de polos de desarrollo, el tendido de la magnífica red viaria que cruzaba el país y la explosión de la industria de la construcción. Alrededor de las obras o en las afueras de las ciudades se habían creado núcleos de población constituidos por familias enteras, donde muchas mujeres encontraban empleo en oficinas y talleres sumándose a la vida laboral de sus maridos.
Pero esto no ocurría con las mujeres de los mercaderes, las que pertenecían a una estirpe que durante generaciones asistió impertérrita a los cambios de regímenes políticos sin que ninguno de ellos lograra transformar ni un ápice su modo de vida. Mujeres que pululaban por los mercados con suegras y cuñadas, en el quehacer más antiguo y el más divertido para ellas, la compra. En la compra se hablaba con los demás, se conocían los intríngulis de la vida social del barrio, en la compra se incrementaban o se hacían realidad pequeños sueños de joyas que pasarían a engrosar el talego donde las mujeres de los mercaderes, de los negociantes, de los tenderos, conservaban la garantía de una vida digna en caso de divorcio; en el mercado se lucía la mirada oscura y los ojos de un negro profundo o la chilaba que escondía el vestido occidental, o los hijos que se acaban de parir.
En los mercados se chismorreaba, se alardeaba, se comunicaba, en fin, se vivía.
También había en Siria
mujeres que obedecían a sus imanes y se cubrían el pelo hasta la frente con este pañuelo que en Occidente ha hecho famosas a ciertas mujeres árabes. Un pañuelo blanco para las jóvenes o negro para las ancianas, que poco a poco se iba imponiendo en todas las clases sociales, e incluso lo llevaban algunas bibliotecarias de la biblioteca Hafez al-Assad, una de las mayores, mejor organizadas y mas valiosas del mundo árabe.
Pero no siempre este pañuelo significaba represión, sumisión o integrismo. El pañuelo formaba parte de
la tradición de la mujer árabe, me decían. En la clausura del III Congreso de la Asociación árabe de Oftalmólogos que tuvo lugar en un Centro de Conferencias de reciente construcción, un edificio extraordinariamente bello al sur de Damasco rodeado de jardines y al que se accedía por avenidas de fuentes iluminadas, vi mujeres bellísimas con trajes occidentales que habrían hecho palidecer de envidia a nuestras famosas, tocarse la cabeza con un pañuelo de puntillas blancas en un alarde de elegancia y con tal gracia heredada de generaciones que en vano podríamos imitar quienes no contamos con este acerbo. U otras mujeres enlutadas con la cabeza cubierta con el pañuelo negro, o las campesinas que llevaban anudada a la nuca una tela de los tonos de la tierra para defenderse del sol y mantener la piel del rostro del color del nácar, o las beduinas con pañuelos en forma de turbantes, manchas de brillo y color desafiando la palidez del desierto.
La mujer siria que yo conocí durante los meses que viví en uno de los más bellos y generosos países del mundo, hacía como hemos hecho nosotras,
buscaba su lugar en un mundo que iba imponiéndose y que ella aceptaba en parte pero del que no quería ver desaparecer la riqueza de lo propio, de lo heredado, sustituida por modelos que le eran ajenos y que no escondían sino dominio económico a gran escala.
Pero aquello pasó y por más que tras el viejo Al Assad llegó su hijo
Bashar al-Asad con una política heredada de su padre, llegó el momento de que Occidente entrara a invadir, directa o solapadamente como había hecho en Irak, Afganistán, Libia, Egipto o Túnez, en los últimos diez años sin contar las cinco guerras africanas en el mismo periodo de tiempo promovidas también por Occidente. Y hace dos años los verdaderos integristas -hoy llamados yihadistas-
liderados o apoyados por Arabia Saudí y Qatar en primera línea, y en segunda, no visible pero constatable para quien tenga ojos y no deba obediencia al poder, la OTAN, Turquía e Israel, armaron a un núcleo de los que
se llamaban defensores de la libertad y pagaron y organizaron a un gran número de mercenarios en una guerra brutal que no ha cesado aún.
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Mujeres sirias pasan delante de un cadáver en Alepo. | Afp
Es difícil creer que siguen vigentes las aspiraciones de las mujeres de Siria cuando ni siquiera sabemos qué es de ellas. Su trabajo hoy, su tradición, su voluntad no va más allá de
sobrevivir ellas y sus familias, de encontrar comida, de ver cómo salir del agujero negro donde la codicia del mundo las ha sumido. En los pocos territorios controlados por los yihaditas la mujer ha pasado a convertirse en "cosa", o esclava laboral y sexual del hombre que se ha casado con ella. Por esto, si las mujeres de Siria tienen un momento de descanso, y su mente y su corazón no están inmovilizados por el terror, la angustia, el llanto o la muerte,
mirarán con aversión al futuro porque conocen lo que les ha ocurrido a los países vecinos que fueron invadidos antes que Siria: destrucción, luchas fratricidas, bombas, imposición de las doctrinas más reaccionarias y en todo momento , dolor y muerte, da lo mismo que el invasor se haya ido dejando el país destruido y la sociedad desmembrada o que las fuerzas de ocupación permanezcan en el territorio: el panorama es el mismo. El mal que han hecho no se borra, la catástrofe se implanta en el país y nada podrá desbancarla. ¿Y las mujeres? De nuevo al pozo de la esclavitud social perdidas la libertad y la esperanza.
elmundo.es