La posguerra en Ucrania sigue causando muertes
El marido de Galina murió en 2015, pero para entonces ella ya se había despedido decenas de veces de él. La guerra los encontró en su casa de dos pisos de Tonenke, un diminuto pueblo situado a unos 20 kilómetros de Donetsk. La artillería caía cada día más cerca y habilitaron el sótano para refugiarse cada vez que empezaban los ataques, pero él enfermó y pronto quedó paralizado sin poder moverse de la cama. Decidió quedarse arriba, porque el sótano era insalubre. Así que cada vez que empezaban los bombardeos, Galina se despedía de él y lo dejaba a merced del fuego de ambos bandos. De vuelta a la superficie, con el primer silencio, siempre lo encontró vivo. Al final lo mató la paz miserable que impera desde entonces en toda la franja de 400 kilómetros que recorre la línea del frente: el transporte público ha desaparecido, los precios se han disparado, la atención sanitaria es deficiente y la presencia del Estado en general es muy débil. Ucrania ha despertado de la guerra, pero la paz que hubo antes parece un sueño lejano.
La zona de Donbas, conocida antes de la guerra por sus raíces cosacas y la abundancia de carbón, sufre hoy una crisis humanitaria eclipsada internacionalmente por la guerra en Siria y la preocupación por los atentados en Europa. Ucrania se ha caído de las primeras páginas, pero no ha vuelto a ser la que era. Antes de la guerra, las provincias de Donetsk y Lugansk, hoy partidas cada una por la mitad por la línea del frente, acogían el 15% de la población de Ucrania y generaban el 16% del PIB. Hoy es un territorio donde los que quedan vivos y no se marcharon no hacen planes a largo plazo: "La gente no compra una casa, los empresarios no abren industrias, nadie sabe quién mandará en este territorio en el futuro", se lamenta Natalia, residente en Kramatorsk, una de las ciudades que las fuerzas ucranianas sí lograron recuperar de las manos de los separatistas en 2014. Este mes de abril se han cumplido cuatro años del arranque del conflicto, que todavía condiciona la vida de estas dos regiones limítrofes con Rusia.
El frente no avanza, pero la muerte sí, y de diversas formas: más de 200 personas han muerto por explosiones de minas y otros explosivos abandonados tras los combates, según Neal Walker, coordinador humanitario de Naciones Unidas en la zona. "El último incidente fue una familia que salió de pícnic al campo y pasó por encima de una mina anticarro, los vecinos dieron el aviso de que llevaban días sin verles y los encontramos en un lado de un camino, muertos dentro del coche salvo uno, que había sido lanzado a varias decenas de metros" explica Timur Saidmuminov, responsable de seguridad de la ONG People in Need. Sus coches tienen órdenes de no abandonar en la medida de lo posible el firme del asfalto. Aun así, la manera más fácil de que te maten es en casa: en algunos puntos del frente ambos bandos están muy cerca y entreverados por zonas habitadas, "la gente está en su casa y de repente el edificio recibe un impacto, así es como más se muere".
Hay dos millones de desplazados. Galina también tuvo que marcharse una temporada cuando se quedaron sin calefacción y sin electricidad. Se fueron justo a tiempo, esa noche su casa recibió artillería por dos costados. En la valla se ven las marcas de salida de la metralla, ella las repasa con sus manos delicadas y la mirada firme de una superviviente. El tejado voló, el segundo piso ardió. Lo perdió casi todo. People in Need, que trabaja en la zona desde antes del conflicto, ha reconstruido parte de la vivienda y ha colocado ventanas que aíslan del frío. El sótano sigue siendo una alfombra de piedras entre cajas que rodean el camastro en el que durmió tantas noches entre 2014 y 2015 pensando si la siguiente caería más lejos o más cerca: "Lloraba, rezaba, encendía velas... poco más se podía hacer".
Por fin, aunque ya como viuda, pudo volver a casa el año pasado. Los vecinos le dieron un frigorífico: "Nos llevamos bien, claro que algún otro vecino robó la antena de tele por satélite que teníamos", dice con mordacidad a sus 50 años. Pertenece a esa primera generación soviética que creció en paz, hija de los victoriosos que frenaron a los nazis. Para ella los uniformes, hasta 2014, eran recuerdos en blanco y negro encerrados dentro de las fotos familiares colgadas en la pared. Pero hace cuatro años esas estampas de la guerra cobraron vida a todo color: "Jamás en mi vida había visto tanques de cerca, pero de repente estaban en todos lados", dice mientras de nuevo sus manos acarician la casa.
La guerra junto al frente es un concepto escurridizo. Es algo que pasó y está pasando, pero también algo que dejó de pasar. Los vecinos del lugar usan la palabra "antes" para hablar de cuando no había guerra, pero también para referirse a cuando no existía el alto el fuego. La factura del antes y el después es considerable. El coste total en vidas supera las 10.000. Hubo etapas sangrientas en las que ver desaparecer a un vecino era lo normal: "No todos somos viejos aquí, había una mujer de 43 pero perdió la vida tras reunir valor para ir a ordeñar a su vaca", explican varias mujeres del mismo pueblo.
El fuego de mortero ocasional administra ahora la muerte en pequeños plazos, y el goteo de fallecimientos ya hace sombra a las cifras de decesos durante el conflicto. Esto provoca que en Kiev buena parte de la clase política muestre desafección por los acuerdos de Minsk firmados en 2015. "No es un conflicto congelado", protesta Saidmuminov, "puede prender en cualquier momento". Entre abril de 2014 y agosto de 2017 unos 2.500 civiles han muerto por culpa de la artillería y las minas colocadas en la zona. El ejército ucraniano tiene 50 brigadas antiminas trabajando en las provincias de Donetsk y Lugansk. En los últimos cuatro años se han explosionado de manera controlada 346.000. Rusia suministra explosivos a los rebeldes, pero muchas veces entrega partidas caducadas o defectuosas, provocando que queden tirados por zonas abandonadas y sin explotar. En algunas ciudades recuperadas por el ejército ucraniano han hallado minas PNM-2, un material soviético que desapareció de los arsenales del ejército ucraniano mucho antes de la guerra.
En Nerkove, otra aldea pero en la región de Lugansk, tuvieron suerte y la guerra se cebó con los pueblos de al lado. La posguerra, en cambio, ha igualado a esta aldea con el resto de pequeñas localidades de la comarca. No hay transporte público, así que para los viejos que quedan, el hospital de Papasna (a casi una hora en coche por carreteras llenas cráteres) es casi otra galaxia. Médicos del Mundo trabaja en estas zonas para que las vidas que no extinguió la artillería no se acaben por una glucosa mal controlada. Atienden en una vivienda particular amueblada con ayuda de los vecinos. La dueña de la casa huyó, así que en el salón se toma la tensión a la gente dos veces al mes. El Gobierno ucraniano sólo ha aportado el frigorífico.
En la fila para pasar a la oscura sala de la consulta se ven sobre todo abuelas ucranianas, unas mujeres casi indestructibles que cada día caminan más despacio y hablan más deprisa. Hay pocos hombres, porque mueren antes o están por norma general más envejecidos que ellas, muchas veces anclados en casa. Los niños son una excepción que corretea por las ruinas de lo que no conocieron, expuestos al peligro: en la zona, más de un centenar de menores ha sido víctima de explosivos abandonados mientras jugaba.
Miroslava, vecina de la zona, es la auxiliar de enfermería. "Vigilamos la tensión y la diabetes, porque aquí todos son mayores". En la fila, las lugareñas dibujan la situación en la que les ha dejado la paz: "Tenemos una vaca, gracias a Dios, y en parte los mismos problemas que antes de la guerra pero con precios más altos y menos medios". Las pensiones son bajas, unas 1.300 grivnas, unos 40 euros. A muchos ancianos la mitad de los ingresos se les van en gasto en medicinas si no hay ninguna ONG que les ayude. People in Need también contribuye concediendo microcréditos a desplazados por el conflicto para que puedan poner en marcha pequeños negocios, como por ejemplo una granja. Un kilo de cerdo cuesta hoy el doble que en 2013: los animales son tesoros.
El paro es omnipresente, aunque dos minas siguen funcionando en la comarca. De la consulta suelen salir con buenas noticias. Con la supervisión médica algunos problemas de salud se están enderezando. El que tiene algo más grave recibe dinero para el transporte a Papasna, aunque no se comprueba si acude o no. A Svetlana, una anciana con varios problemas de salud, estos "médicos de la legua" le han salvado la vida probablemente. "Cuando me ponía mala tenía que ir a Papasna. Luego, volver a por los resultados. Llamaba a la ambulancia y el médico aparecía a los cuatro días porque lleva seis pueblos, y encima no tiene equipamiento ni medicinas", recita velozmente en una especie de rap autobiográfico en el que se mezcla gramática rusa y léxico ucraniano.
Al fondo empieza a sonar de nuevo la artillería. La posguerra y la guerra rugen juntas muchos días y Galina, la penúltima yaya en entrar a consulta, deja pasar su turno para colocar su mensaje en este periódico: "Somos viejos, sólo queremos silencio y paz".
Una sangría de 10.300 muertos
*Naciones Unidas calcula que la guerra en el este de Ucrania ha dejado más de 10.300 muertos en ambos bandos. A pesar de los acuerdos de Minsk, suscritos en febrero de 2015, el conflicto no se ha cerrado.
*Más de 3.700 militares de las Fuerzas Armadas ucranianas han muerto desde que se inició en abril de 2014 el conflicto con las fuerzas separatistas prorrusas, según Ministerio de Defensa de Ucrania, que denuncia el apoyo ruso a los rebeldes.
*Casi 326.000 personas participaron en los combates, y 8.489 resultaron heridas. Del total de militares ucranianos muertos, 554 se suicidaron. Los problemas mentales son una constante en la zona y las ONG tratan de introducir la atención psicológica pese a los recelos de la población.
http://www.elmundo.es/internacional/2018/04/29/5ae49e67ca474109568b45d8.html