CLARIN
08/05/2018 - 00:01
Debate
Militares ¿combatientes del crimen?
Oscar Aguad, actual ministro de Defensa de la Nación.
Juan Gabriel Tokatlian
Terminada la Guerra Fría comenzó otra etapa en las relaciones militares entre Estados Unidos y América Latina. A comienzos de los años 90, el mensaje del Pentágono se podía sintetizar así: re-institucionalizar las fuerzas armadas bajo control civil; estimular la participación de los ejércitos en misiones de paz; preservar la separación entre funciones policiales y militares; reducir los presupuestos de defensa ante la disminución de las fricciones con los vecinos y frente los avances de la democracia interna; modernizar los ministerios de defensa; reformar los planes educativos de los militares; y precisar misiones a raíz de los cambios mundiales.
Con diferente intensidad y alcance, los países de Latinoamérica abrazaron esta agenda: en ciertos casos esas nuevas pautas provenían de la propia experiencia de la transición democrática. El marco más amplio que permitía la creciente sintonía entre Estados Unidos y Latinoamérica en el frente militar era el Consenso de Washington en materia económica.
Con el correr del tiempo, ante el auge del negocio de las drogas y la criminalidad organizada en la región, y ante la incompetencia y corrupción de los cuerpos de seguridad en México, Colombia y Centroamérica, Estados Unidos propició la participación activa de las fuerzas armadas en la lucha anti-narcóticos.
Antes del 11/9 ya se había impuesto el criterio de los militares como “crime fighters” (combatientes del crimen) en la región. Después de los atentados de septiembre se sumaron, a los ojos de Washington, nuevas amenazas que exigían la aplicación de ese criterio en América Latina. Quien mejor lo expresó fue el General James Hill, al frente del Comando Sur (2002- 2004) cuando identificó dos graves peligros: la “guerra contra el terrorismo” en el plano global y el “populismo radical” en el regional. Años más tarde, el hoy comandante del USSouthcom, Almirante Kurt Tidd, reforzó la visión de los militares como “crime fighters” cuando en la Conferencia de Defensa Sudamericana en Montevideo del 17 de agosto de 2016, destacó cómo ya se habían difuminado los linderos “entre la seguridad interna y la defensa”. Complementó esto en la audiencia ante el Congreso estadounidense del 15 de febrero de 2018 cuando afirmó que se había borrado “la línea entre crimen y guerra, competencia y conflicto”.
En la mayoría de las naciones latinoamericanas, los militares se transformaron -por convicción y/o conveniencia- en “combatientes del crimen”. Sin embargo, por distintas razones, en algunos países no abandonaron su misión principal ni redujeron drásticamente las compras para la defensa. En ese contexto, el caso de la Argentina es singular. Por el lado positivo, y gracias a los acuerdos forjados desde el inicio de la democracia y por la movilización de múltiples actores sociales, se ha evitado, por ejemplo, militarizar la lucha contra el narcotráfico.
Por el lado negativo, y ante la actitud negligente de buena parte de la dirigencia política y ante las recurrentes crisis socio-económicas, se carece de una estrategia de defensa y de una política hacia las fuerzas armadas actualizada a los desafíos globales y regionales y acorde con los intereses nacionales.
Lo anterior, por supuesto, es de larga data, pero lo que se tiende a cristalizar hoy es un desequilibrio poco analizado entre las fuerzas armadas y las fuerzas de seguridad; algo que puede llevar a los militares a convertirse—por motivos internos y no solo externos—en luchadores anti-crimen. Y esto no tiene nada que ver con las leyes vigentes en materia de defensa, seguridad e inteligencia. Un modo, entre otros, de aproximarse al tema es a través de los gastos anuales en defensa y seguridad de acuerdo con los datos del Ministerio de Hacienda.
Hasta 2007-08 los gastos para la defensa era superiores a los de seguridad: por ejemplo, en 2007 en el rubro “Servicios para la Defensa y la Seguridad” (sumatoria de defensa, seguridad interior, inteligencia y sistema penal) lo destinado a lo primero fue el 47,7% y para lo segundo el 40.5%. Eso se revierte en 2009: 45,4% para seguridad y 42,6% para defensa. En 2010, 51.1% va a seguridad y apenas 37.8% a defensa.
Los años siguientes muestran un persistente desbalance que alcanza su pico en 2015: 53,9% para seguridad y 34,8% para defensa. La llegada de Cambiemos no alteró ese cuadro: en 2015, seguridad recibió 54.8% y defensa 34.2% y en 2017 los porcentajes respectivos fueron 47.6% y 40.2%.
Si las fuerzas armadas esperaban que éste fuese el año del viraje, se equivocaron: en 2018 el presupuesto para todo el rubro es de $145.594 millones correspondiendo el 49,1% para seguridad y 38,9% para defensa.
El debate sobre la defensa y la misión de los militares debiera ser mucho menos retórico y más cimentado en la evidencia. Se ha creado, al parecer sin que se advirtiera, una estructura presupuestal, de adquisición y renovación de material, de influencia burocrática y presión corporativa, de desinterés partidista, de inercia legislativa que ha llevado a las fuerzas armadas a un laberinto: ¿es la última alternativa para recuperar presupuesto, visibilidad y reconocimiento sumarse a la lucha contras las drogas y el terrorismo y, con ello, volverse combatientes auxiliares del crimen? La situación es inquietante así se la quiera soslayar. Ya no es prudente eludir una deliberación plena y plural sobre defensa y fuerzas armadas.
Juan Gabriel Tokatlian es profesor plenario de la Universidad Di Tella