Por qué los talibanes son los dueños del tiempo
Estados Unidos se retira de Afganistan y toma su lugar la rudimentaria secta afgana. Las causas de un desastre anunciado.
Ustedes tienen los relojes, pero nosotros tenemos el tiempo”. Con ese proverbio afgano un negociador talibán explicó en Doha (Qatar) en 2020 a un enviado norteamericano de Trump que no debían negociar como vencedores, sino como vencidos.
Por tener los relojes, pero no el tiempo, Estados Unidos abandonó a su suerte a millones de afganos en manos de una organización retrógrada que, cuando imperó entre 1996 y 2001, fue más oscurantista que el personaje más oscuro de El Nombre de la Rosa.
En la novela de Umberto Eco el bibliotecario de la Abadía odiaba la risa porque la consideraba una mueca diabólica.
Los talibanes aplican el mismo razonamiento anti-aristotélico, pero sólo a la mujer. Por eso le prohibía reír en público.
¿Volverán a darles latigazos si ríen en la calle o muestran el rostro o salen sin un pariente varón al lado? ¿Volverán a lapidar a las supuestas adúlteras y a ejecutar homosexuales?
Si no retoman aquellas prácticas no será gracias a la claudicación que firmó Trump en febrero del 2020 sino porque al frente del nuevo régimen talibán quede, finalmente, Abdul Ghani Baradar, el talibán que estuvo viviendo en Doha, donde presidió una oficina política y encabezó la delegación negociadora talibán.
Es posible que en Qatar Baradar (liberado por Pakistan en 2018 a pedido de Trump) entendiera que no deben reeditar el régimen psicópata que imperó hasta el 2001, sino seguir el modelo de las monarquías absolutistas de la Península Arábiga, que son oscurantistas, pero no comen vidrio sino que se relacionan y hacen negocios con el mundo.
A China, Pakistán, Rusia y los reinos árabes les conviene apoyar a Ghani Baradar o Abbas Stanekzai, quien también pasó años en Qatar y no a los líderes sin roce internacional que jamás salieron de Afganistan o de Pakistán como Haibatullah Akhunzada, Sarajudín Haqqani y Mohammad Yaqoob, el hijo del Mullah Omar.
Que la remake talibán sea “light” y relegue a quienes no pueden ver más allá de sus turbantes, depende de lo que logren Beijing, Islamabad y Moscú, no de la potencia que no supo manejar la clave del tiempo.
En las guerras de baja intensidad no importa quién gana más batallas, sino quien tiene más tiempo. Y los talibanes tenían todo el tiempo del mundo. En Afganistán la guerra es el sistema. El movimiento militar pashtún es parte de ese sistema. La guerra no lo desgasta. Los norteamericanos y la OTAN ganaron todas las batallas, pero eso es irrelevante.
Esta retirada no se parece a la de los soviéticos en Afganistán. Los muyahidines les ganaron a la URSS muchas batallas. Particularmente, los guerrilleros tadyikos de Ahmed Shah Massud, el “León del Panshir”. La URSS perdió en 10 años 15.000 hombres, más de 60.000 heridos y centenares de tanques, aviones y helicópteros. Pasaron por Afganistan más de 800.000 rusos.
Hubo un arma clave para la victoria en las intrincadas montañas del Hindu Kush: el misil Stinger. Esos proyectiles antiaéreos con rastreador infrarrojo que se cargan en los hombros, fueron el arma con que los muyahidines que se escabullían en las laderas y valles, derribaban helicópteros artillados Mil-Mi 24 como si fueran palomas.
En cambio EEUU y la OTAN en el doble del tiempo (20 años) solo tuvieron 2.500 muertos y perdieron un par de decenas de helicópteros por accidentes propios.
¿Cuándo empezaron a perder la guerra los norteamericanos?
Cuando George W. Bush, el vicepresidente Cheney, el secretario de Defensa Rumsfeld y el subsecretario Wolfowitz invadieron Irak mintiendo justificaciones y se olvidaron de Afganistán.
A la existencia de armas de destrucción masiva la desmintió la inspección del experto sueco Hans Blix, y al supuesto vínculo entre Saddam Hussein y Al Qaeda lo desmiente el sentido común: Al Qaeda es wahabita y Saddam era baasista; una vertiente coránica radical y una ideología secular árabe: el agua y el aceite.
A la invasión innecesaria se sumó un grave error: la disolución del ejército iraquí. Esa fuerza militar obstruía al terrorismo islamista, pero los negligentes Rumsfeld y Wolfowitz ordenaron a Paul Bremer, gris virrey que habían instalado en Bagdad, que aboliera el ejército.
Eso convirtió en desempleados a cientos de miles de militares que saquearon arsenales y vendieron armas a los grupos terroristas o se integraron a los mismos, que brotaron como hongos al desaparecer el ejército. Irak se infectó de milicias yihadistas y desvió la totalidad del esfuerzo militar de Afganistán al del país árabe.
La invasión del 2001 a Afganistán en alianza con los afganos antitalibanes (tayikos, uzbekos, hazaras, incluso pashtunes, desmanteló las bases de Al Qaeda, derribó el régimen y arrinconó a los talibanes al sur del pais en Helmand, pero con la energía absorbida por Irak, los marines fueron cesando la ofensiva y desde el 2014 no solo dejaron de avanzar, la mayor parte de las fuerzas de EEUU y la OTAN regresaron a casa
Lanzaban operaciones aéreas, como la que mató al líder Akhtar Mansour, pero ya no desplazaban tropas buscando talibanes. Y los muy pocos que quedaron en el país terminaron convertidos en una suerte de policía municipal de Kabul, Mazar e-Sharif y Jalalab.
Al percibir que EE.UU. ya no tenía energía política para eliminarlo, el talibán empezó a avanzar.
Tan corrupto como los gobiernos de Hamid Karzai y Ashraf Ghani, el ejército afgano les allanó el paso cobrando sobornos con dinero del opio.
Los norteamericanos estaban solos en ese rincón centroasiático y se guiaban por los informes del ISI, aparato de inteligencia paquistaní que les había ocultado hasta la presencia de Osama Bin Laden en Abodabad.
Pakistán siempre jugó a dos puntas: EEUU y el eje China-Taliban y los estadounidenses nunca pudieron saber cuando los estaba ayudando a ellos y cuando a sus enemigos.
De hecho, Pakistán apoya a la sanguinaria Red Haqqani, que realizó los mayores atentados suicidas contra bases de EEUU y la OTAN y cuyo poderío colocó a Sirajudín Haqqani, heredero del liderazgo de su padre, Jalaludín, en la cúpula talibán.
Con esa información opacea y de baja calidad, Washington falló hasta en calcular lo que demorarían los talibanes en llegar a Kabul.
A la guerra en Afganistán, EUUU empezó a perderla en Irak.
Y desde 2014 con el retiro del más del 90% de las tropas de la coalición los talibanes se sentaron a esperar la capitulación deshonrosa que Trump aceptó en Doha en 2020 y que Biden cumplió de manera desastrosa en 2021.
El presidente Biden siente que está pasándole el problema a China.
Probablemente piensa que, si quiere completar el tramo afgano de su Ruta de la Seda, proteger sus inversiones e ir por el fabuloso tesoro minero de Afganistán, Beijing debe hacerse cargo de ese agujero negro.
Que debe hacerse cargo Rusia también si no quiere que resurja el independentismo islamista en Chechenia, Ingushetia y Daguestán.
También Pakistán si no quiere que sus propios pashtunes quieran unir el Pashtunstán pakistaní al del lado afgano.
Y que Irán debe hacerse cargo de defender a los hazaras, etnia afgana que, como los iraníes, habla farsi y profesa el chiismo, por lo que el talibán considera herejes que deben ser exterminados.
En rigor, Irán debería actuar como Vietnam cuando invadió Camboya en 1978 para destruir al régimen genocida del Khemer Rouge. Pero no lo hará porque a los ayatolas sólo les interesa influir en Medio Oriente y complicarle la existencia a Israel.
Washington puede tener razones políticas para su retirada pero no la razón moral.
Trump firmó una rendición incondicional con la barbarie, Biden la implementó y la imagen norteamericana estalló por una ráfaga de Kalashnikov que dispararon los dueños del tiempo: los talibanes.