Hábitos rusos
Publicado por
@nsanzo ⋅ 09/10/2024
“Hace tres años, Rusia era el mayor exportador mundial de gas natural y Europa, su principal cliente. Para los líderes del continente, el acceso a toda esa energía rusa barata pesaba más que cualquier recelo a hacer negocios con el presidente Vladimir Putin. Entonces Rusia lanzó su invasión a gran escala de Ucrania, y esta dependencia abrumadora de un único proveedor pareció de repente una amenaza para la seguridad económica y política de la región”, escribía la semana pasada
Bloomberg, que se lamentaba de que “Europa no es capaz de renunciar a sus hábitos energéticos rusos”. Los datos aportados por el Consejo Europeo, por su parte, se jactan del gran descenso del consumo de esta materia prima procedente de Rusia. “La diversificación es un proceso largo y costoso que requiere inversiones en infraestructuras, como por ejemplo la construcción de nuevos gasoductos y terminales de gas natural licuado (GNL). Sin embargo, la UE y sus países actúan con rapidez”, afirma para añadir que “la proporción de gas ruso por gasoducto en las importaciones de la UE cayó de más del 40 % en 2021 a alrededor del 8 % en 2023. En el caso del gas de gasoducto y el GNL combinados, Rusia representó menos del 15 % del total de las importaciones de gas de la UE”. La Unión Europea insiste también en que la reducción de gas ruso se ha compensado con importaciones de gas natural licuado procedentes de socios fiables como los Estados Unidos y Noruega”. La fiabilidad se confunde en este discurso con la postura geopolítica del país en cuestión.
“En 2022, los 27 países de la Unión Europea consumieron más de 350.000 millones de metros cúbicos de gas, un 13% menos que en 2021. El gas se utiliza principalmente para la generación de electricidad, la calefacción doméstica y los procesos industriales. Más del 3 % de los hogares de la UE se calientan con gas”, afirma la Unión Europea que no incide en exceso en las razones para la caída del consumo de gas ni en los efectos sobre la producción industrial, en la que según uno de los gráficos que aporta, se emplea el 24,1% del gas consumido. Como principal potencia industrial, un país del bloque está viéndose más afectada que el resto, Alemania, contra la que están dirigidas gran parte de las críticas por no haber
eliminado el hábito energético ruso.
En uno de sus últimos artículos, Enric Juliana critica “la enorme confianza que los gobernantes alemanes tenían en el suministro ruso. No creían que en un futuro tuviesen que importar gas licuado de otras procedencias, como están haciendo ahora. No tenían ninguna planta de regasificación en sus puertos. España tiene siete. Sin ese elevado grado de confianza en Rusia, la canciller Angela Merkel no habría tomado la decisión de adelantar el cierre de las centrales nucleares alemanas. Merkel lo apostó todo al gas ruso como energía de transición hacia las renovables. Este dato es clave para comprender la actual situación de Alemania y, por extensión, el complejo cuadro político europeo. Hay una arquitectura que se ha roto. Alemania y Francia, y en muy buena medida Italia, deseaban una buena relación con Rusia”. Alemania, que había basado parte de su competitividad industrial en disponer de energía barata procedente de un país con el que mantenía una relación económica y política desde hacía décadas, comenzó a ser duramente criticada en el momento en el que países cuyos intereses económicos o geopolíticos dependían de que no se consolidara la percepción de que los intereses continentales eran comunes y que no se creara un eje Berlín-Moscú (como fase inicial de un aún más temido Berlín-Moscú-Beijing). “El eje angloamericano jamás dejó de pensar en la contención de Rusia, con el vivo apoyo de polacos y bálticos”, añade Juliana, que aparentemente no es consciente de que esa
contención no era sino el reflejo de sus intereses, claramente contrarios a los de Alemania y gran parte del continente europeo.
El adjunto al director de
La Vanguardia presenta el comercio de gas entre la Federación Rusa y Alemania como “el verdadero tratado de paz”, que “saltó por los aires en febrero de 2022, cuando los tanques rusos atravesaron la frontera de Ucrania”. En realidad, las presiones contra Alemania habían comenzado mucho antes y aumentaron en el momento en el que una canciller políticamente fuerte, Angela Merkel, fue sustituida por Olaf Scholz, al frente de una coalición más débil y con graves contradicciones internas. Fue entonces, mucho antes de la invasión rusa de Ucrania, cuando la campaña estadounidense contra, por ejemplo, el Nord Stream-2, al que acusaba de ser un proyecto político, no económico como defendían Berlín y Moscú, se acrecentó para lograr lo que Condoleeza Rice ya había afirmado abiertamente en 2014: que Europa debía depender más de la energía norteamericana que de la rusa.
Ya entonces, con Ucrania ejerciendo de parte agresora contra la población de Donbass, Rice proponía sanciones económicas más duras y que afectaran a los sectores del gas y el petróleo, una actuación que, en la práctica, suponía sancionar tanto a Rusia como a su principal cliente europeo. Pese a referirse a la Unión Europea en general, quien fuera Secretaria de Estado de George W. Bush durante los años de la guerra de Irak señalaba directamente a Alemania, contra quien también se dirige un artículo publicado la pasada semana por
Foreign Policy.
“El uso de la energía como arma contra Europa por parte de Moscú durante décadas se convirtió en un hecho incontrovertible a finales de 2021 y principios de 2022, cuando el Kremlin estranguló el suministro de gas natural para impedir que Alemania y otros países europeos ayudaran a Ucrania. Para asegurarse de que Rusia no pueda utilizar la energía para hacer la guerra de nuevo, es hora de que Estados Unidos imponga sanciones permanentes a los gasoductos rusos restantes a Europa, comenzando con las sanciones existentes pero que pronto expirarán sobre Nord Stream 2, el gasoducto inactivo que conecta Rusia con Alemania bajo el Mar Báltico”, escriben en su apertura Benjamin L. Schmitt, investigador principal del Centro Kleinman de Política Energética de la Universidad de Pensilvania, y John E. Herbst, director principal del Centro Eurasia del Atlantic Council. Pese al titular, que llama a impedir que Alemania vuelva “a los viejos trucos rusos” y una imagen de portada que muestra al entonces canciller Schroeder con Vladimir Putin, no se trata de un artículo de archivo escrito cuando el Nord Stream-2 se encontraba en construcción o a la espera de ser puesto en marcha, sino durante la semana que se cumplía el segundo aniversario del atentado que dejó sentenciadas a tres de las cuatro tuberías de los dos Nord Stream.
Las explosiones causadas por los explosivos que, según afirman los medios alemanes y estadounidenses citando fuentes de diferentes inteligencias occidentales y personas que participaron en la trama, colocó un comando ucraniano hicieron saltar por los aires el símbolo de las décadas de distensión económica y política en el continente europeo el 26 de septiembre de 2022. Como recogió meses después
The New York Times, Rusia había comenzado a valorar la posibilidad de iniciar una reparación, que supondría unos costes multimillonarios y que, de ninguna manera es viable en las condiciones militares, políticas y de ruptura de las relaciones económicas actuales.
El artículo de
Foreign Policy realiza una trayectoria histórica plagada de los tópicos habituales del Atlantic Council y otros
think-tanks atlantistas, desde calificar lo ocurrido en 2014 de “primera invasión rusa de Ucrania” sin mencionar el golpe de Estado de Maidan -al que Alemania contribuyó pese a que su hombre, Vitaly Klitschko, perdió la carrera por liderar el Gobierno ante el candidato de Victoria Nuland- o que fue Ucrania quien agredió a Donbass, hasta calificar al SPD como “tradicionalmente favorable a Rusia”. Por el camino, los
expertos achacan a Alemania, fundamentalmente a Merkel, haberse opuesto a la expansión de la OTAN hacia el este “para no molestar a Rusia” sin pararse a pensar en si el acercamiento de un bloque militar de la Guerra Fría hacia las fronteras de Rusia no era en realidad una queja legítima de Moscú tres décadas después de la desaparición de la Unión Soviética, el país contra el que se había creado aquella alianza. Incluso el actual presidente, un cargo ceremonial en Alemania, Frank-Walter Steinmeier, recibe el reproche de no haber aprovechado la invasión rusa para dimitir de su cargo. Los autores no mencionan, por supuesto, que el principal fracaso en su etapa de ministro de Asuntos Exteriores fue precisamente no lograr que su aliado y protegido, Ucrania, aplicara la fórmula que él propuso para avanzar en el cumplimento de los acuerdos de Minsk, cuya implementación, unida a una negociación para evitar la expansión de la OTAN, podría haber evitado la actual guerra.
Sin embargo, para los halcones de Washington, el objetivo nunca fue llegar a un acuerdo, dar por finalizada la guerra de Donbass y conseguir un acomodo de una de las principales potencias continentales, sino evitar toda posibilidad de la existencia, no de un eje ajeno a Estados Unidos y sus intereses, sino la más mínima disidencia o desviación dentro de él. Para ello, son precisas sanciones incluso contra las infraestructuras que ya han sido destruidas y de las que el ahora ministro de Asuntos Exteriores de Polonia tuiteara una imagen del resultado de las explosiones acompañada de su ya célebre «Thank you, USA».