Nicolas Kasanzew
Corresponsal Veterano Guerra de Malvinas
En el Día de la Patria, aquí va - a guisa de regalito para los hombres de acción - un poema de Juan Luis Gallardo.
PLEGARIA POR LOS HOMBRES DE ACCIÓN
Te suplico, Señor, por los hombres violentos.
Por los hombres que cumplen el arduo menester
de practicar oficios arriesgados y cruentos,
con repugnancia a veces, a veces con placer.
Te suplico, Señor, por la equívoca suerte
de esos hombres que matan y que se hacen matar;
que se ganan la vida apostando a la muerte,
en un juego implacable de cálculo y azar.
Te suplico, Señor, que tu benevolencia
alcance a los que asumen como una vocación
la temible tarea de ejercer la violencia,
te suplico, Señor, por los hombres de acción.
Me refiero, Señor, a los duros Comandos,
los de caras adustas teñidas de betún,
que lucharon sin tregua desde enconados bandos
en Argelia o Malvinas, en Chipre o Camerún.
Me refiero, Señor, a los dobles agentes,
que al amparo precario que les presta un disfraz,
transitan territorios hostiles, inclementes,
persiguiendo la clave de la guerra o la paz.
Me refiero, Señor, a los alucinados
guerrilleros que mueren por un confuso ideal.
Me refiero, Señor, a todos los soldados
que libran contra ellos una guerra informal.
Y me estoy refiriendo a los submarinistas,
al cazador furtivo que negocia el marfil.
Me refiero asimismo a los contrabandistas,
al pirata malayo y al experto en trotyl.
Al ladrón de caballos, al sagaz comisario,
al traficante de armas, al buzo, al boxeador,
a cada guardaespaldas, a cada legionario,
al piloto de pruebas y al sargento instructor.
Al pescador de perlas, al cuchillero gaucho,
Al comerciante en pieles que navega el Yukón,
al colono que tuvo plantaciones de caucho
o cultivó arrozales al norte de Saigón.
Al que busca esmeraldas y al domador de fieras,
al jugador de naipes y al viajero espacial, a los
aventureros que habitan las fronteras, al rudo
mercenario y al poblador austral.
Me refiero, Señor, a un conjunto curioso
que amalgama arquetipos de condición dispar.
Al héroe y al *******, al mártir y al tramposo,
al delincuente nato, y al policía ejemplar.
Porque ocurre, Señor, que muestran todos ellos
un rasgo compartido, un vínculo sutil,
que alumbra sus figuras con extraños destellos
y les imprime un sello de singular perfil.
Ya sé, Señor, que pueden tener barro en las manos
o ahogar de tanto en tanto su conciencia en alcohol.
Que suelen despreciar los Derechos Humanos
y que les suscita espanto la mención de su rol.
Que podrán ser blasfemos, pendencieros, perjuros,
y vociferar obscenas canciones de cuartel,
o formar la clientela de tugurios oscuros
en Jamaica o Marsella, en Singapur o Esquel.
Pero yo sé también que todos sus pecados
no son peores que aquellos del prudente burgués,
que delinque con márgenes de riesgo mensurados,
cuidando su apariencia de honesto feligrés.
No son más condenables sus posibles excesos
que la envidia que aqueja a un jefe de sección
o a pulcros subgerentes, autores inconfesos
de muertes y traiciones en su imaginación.
No son más despiadados que cientos financistas,
ni son más licenciosos que tal o cual actor.
No son más ambiciosos que algunos Camaristas,
ni son más mentirosos que algún Legislador.
Son claros paladines o sucios perdularios,
forjados sin embargo en un mismo metal:
El precio de la sangre que se incluye en sus salarios
y el peligro conforman, su ambiente laboral.
La violencia es su tacha, pero a la vez resulta
que en ella encontrarían su propia redención,
como si fuera un fuego que con su llama oculta
oficiara una suerte de purificación.
Con frecuencia aceleran la rueda de la historia,
la verídica historia, deslumbradora o ruin.
Osados fogoneros de la infamia y la gloria,
son quienes encabezan la Gesta o el Motín.
Temidos y admirados, amados, maldecidos,
nadie eleva por ellos jamás una oración.
Por eso, en estos versos acaso algo atrevidos,
te suplico, Señor, por los hombres de acción.
PLEGARIA POR LOS HOMBRES DE ACCIÓN
Te suplico, Señor, por los hombres violentos.
Por los hombres que cumplen el arduo menester
de practicar oficios arriesgados y cruentos,
con repugnancia a veces, a veces con placer.
Te suplico, Señor, por la equívoca suerte
de esos hombres que matan y que se hacen matar;
que se ganan la vida apostando a la muerte,
en un juego implacable de cálculo y azar.
Te suplico, Señor, que tu benevolencia
alcance a los que asumen como una vocación
la temible tarea de ejercer la violencia,
te suplico, Señor, por los hombres de acción.
Me refiero, Señor, a los duros Comandos,
los de caras adustas teñidas de betún,
que lucharon sin tregua desde enconados bandos
en Argelia o Malvinas, en Chipre o Camerún.
Me refiero, Señor, a los dobles agentes,
que al amparo precario que les presta un disfraz,
transitan territorios hostiles, inclementes,
persiguiendo la clave de la guerra o la paz.
Me refiero, Señor, a los alucinados
guerrilleros que mueren por un confuso ideal.
Me refiero, Señor, a todos los soldados
que libran contra ellos una guerra informal.
Y me estoy refiriendo a los submarinistas,
al cazador furtivo que negocia el marfil.
Me refiero asimismo a los contrabandistas,
al pirata malayo y al experto en trotyl.
Al ladrón de caballos, al sagaz comisario,
al traficante de armas, al buzo, al boxeador,
a cada guardaespaldas, a cada legionario,
al piloto de pruebas y al sargento instructor.
Al pescador de perlas, al cuchillero gaucho,
Al comerciante en pieles que navega el Yukón,
al colono que tuvo plantaciones de caucho
o cultivó arrozales al norte de Saigón.
Al que busca esmeraldas y al domador de fieras,
al jugador de naipes y al viajero espacial, a los
aventureros que habitan las fronteras, al rudo
mercenario y al poblador austral.
Me refiero, Señor, a un conjunto curioso
que amalgama arquetipos de condición dispar.
Al héroe y al *******, al mártir y al tramposo,
al delincuente nato, y al policía ejemplar.
Porque ocurre, Señor, que muestran todos ellos
un rasgo compartido, un vínculo sutil,
que alumbra sus figuras con extraños destellos
y les imprime un sello de singular perfil.
Ya sé, Señor, que pueden tener barro en las manos
o ahogar de tanto en tanto su conciencia en alcohol.
Que suelen despreciar los Derechos Humanos
y que les suscita espanto la mención de su rol.
Que podrán ser blasfemos, pendencieros, perjuros,
y vociferar obscenas canciones de cuartel,
o formar la clientela de tugurios oscuros
en Jamaica o Marsella, en Singapur o Esquel.
Pero yo sé también que todos sus pecados
no son peores que aquellos del prudente burgués,
que delinque con márgenes de riesgo mensurados,
cuidando su apariencia de honesto feligrés.
No son más condenables sus posibles excesos
que la envidia que aqueja a un jefe de sección
o a pulcros subgerentes, autores inconfesos
de muertes y traiciones en su imaginación.
No son más despiadados que cientos financistas,
ni son más licenciosos que tal o cual actor.
No son más ambiciosos que algunos Camaristas,
ni son más mentirosos que algún Legislador.
Son claros paladines o sucios perdularios,
forjados sin embargo en un mismo metal:
El precio de la sangre que se incluye en sus salarios
y el peligro conforman, su ambiente laboral.
La violencia es su tacha, pero a la vez resulta
que en ella encontrarían su propia redención,
como si fuera un fuego que con su llama oculta
oficiara una suerte de purificación.
Con frecuencia aceleran la rueda de la historia,
la verídica historia, deslumbradora o ruin.
Osados fogoneros de la infamia y la gloria,
son quienes encabezan la Gesta o el Motín.
Temidos y admirados, amados, maldecidos,
nadie eleva por ellos jamás una oración.
Por eso, en estos versos acaso algo atrevidos,
te suplico, Señor, por los hombres de acción.