En febrero de 2003, los rebeldes de la región de Darfur atacaron a los soldados de su país, Sudán. Buscaban autonomía y recursos. Los soldados, bajo las órdenes del golpista Partido del Congreso Nacional, respondieron con vehemencia. Con tanta vehemencia respondieron que no reprimieron sólo a los rebeldes, negros y cristianos en su mayoría, sino, también, a los sospechosos de respaldarlos. Vaciaron aldeas, violaron mujeres, asesinaron niños, masacraron a cuanto presunto enemigo se les cruzó en el camino. En algunos casos, por no ser árabes y musulmanes como ellos.
En cuatro años y medio, con más de 200.000 muertos y no menos de dos millones de refugiados y desplazados, el Gran Cuerno de Africa derrapó en la curva de la violencia. La violencia se apoderó de Darfur y, antes, del sur de Sudán, rico en petróleo, y se expandió rápidamente hacia Uganda, Chad y la República Centroafricana. En ellos, el gobierno de Khartum, en el poder desde 1989 por medio de un golpe militar, propició la formación de milicias de elite, de modo de hacerse fuerte en los conflictos internos. Por esa razón, por tratarse de crisis de raíces étnicas y religiosas circunscriptas a los límites de un país, temprano se hizo tarde en las Naciones Unidas.
El Consejo de Seguridad demoró tanto en admitir la magnitud de las masacres como en ordenar el envío de cascos azules a Darfur. En la región, blanco de Al-Qaeda, merodeó Osama ben Laden desde 1991 hasta 1996 y contribuyó al financiamiento de obras públicas. Tanto tiempo y dinero insumieron Irak, Irán y Corea del Norte, así como Palestina y el Líbano, en la agenda del gobierno de George W. Bush, que no llegó a advertir el potencial nido terrorista que estaba gestándose desde hacía mucho en Sudán, al sur de Egipto y a orillas del Mar Rojo.
Pecó en creer, al comienzo de la limpieza étnica declarada en Darfur, que todo iba a resolverse merced a acuerdos tácitos, y siempre costosos, con líderes extremistas que nunca supieron de diplomacia ni pretendieron democracia. Dejó en sus manos la solución. El problema, en realidad. Y fracasó.
En el sur del país, la autocracia de Sudán firmó en 2005 un cese el fuego con el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán, con el cual estuvo en guerra durante 21 años, pero, a su vez, captó en el norte de Uganda al Ejército de Resistencia del Señor para mantenerlo a raya. En la guerra habían muerto más de dos millones de personas.
Palos en la rueda
Sudán, el país más grande de Africa, no tuvo paz desde su independencia de Egipto y el Reino Unido en 1956. Excepto entre 1972 y 1983, el gobierno de Khartum, dominado por fundamentalistas que quisieron imponer la sharia (ley islámica), libró varias batallas con grupos dispersos que, como los albaneses durante el predominio serbio de Slobodan Milosevic en la antigua Yugoslavia, se sentían marginados y avasallados. Las atrocidades encontraron cobijo en un frecuente manto de impunidad, incluso por un crimen tan brutal y despiadado como el secuestro de niños.
Las Naciones Unidas, cuestionada su razón de ser frente a desafíos de esta magnitud, no actuaron en Darfur hasta septiembre de 2004, más de un año y medio después del nuevo estallido. Amenazaron con sanciones a los cabecillas gubernamentales. Sanciones, no penas, para no enfrentarse con un gobierno constituido. Constituido, no legítimo. La limitación, o la vacilación, respondió a la falta de ímpetu de los otros gobiernos constituidos. Si ayer intervenían Sudán, pasado mañana podían intervenir mi país. Mejor no involucrarse, pues.
Iba a ser una intromisión, por un lado, y una cobardía, por el otro. Primó la tesis de la no intromisión como señal de respeto a la soberanía nacional. Con ese criterio, como si Bosnia, Ruanda, Kosovo y Tímor Oriental no hubieran necesitado ayuda externa para superar sus tragedias, todo el mundo reclamaba por Irak y nadie, o casi nadie, reparaba en Darfur.
¿Qué podían hacer las Naciones Unidas? Tenían una excusa moral: ¿cómo ser indiferentes a las matanzas? Tenían una excusa política: todo conflicto interno en un mundo regido por la globalización afecta en forma directa o indirecta a otros países. Tenían otra excusa política: el éxodo de Darfur afectaba la estabilidad de Chad. Y tenían otra excusa política, quizá la más importante: la Declaración Universal de los Derechos Humanos, adoptada en 1948, prohíbe a todo gobierno constituido, como el sudanés, la comisión de crímenes de lesa humanidad dentro de su territorio.