Bush y Chávez v. la limitación al poder
Por Alberto Benegas Lynch (h.)
Para LA NACION
Me da pena escribir estas líneas. Soy un admirador de la tradición estadounidense. Es realmente extraordinaria la visión de los Padres Fundadores de esa nación. Sus escritos y recomendaciones en pos de una sociedad abierta constituyen contribuciones notables para limitar el poder y ampliar el campo de las autonomías individuales y el respeto recíproco. Cursé parte del colegio en los Estados Unidos y volví a vivir en ese magnífico país cuando terminé la universidad, becado para realizar estudios de posgrado. No tengo más que recuerdos gratos del american way of life.
Sin embargo, hoy me veo en la necesidad de reiterar denuncias en cuanto a los procedimientos abominables de la actual administración que contradicen toda la tradición respetuosa de las libertades individuales.
El punto de inflexión ocurrió en la época de Roosevelt con el estatismo y el lamentable avance sobre la Corte Suprema de Justicia, tal como han señalado numerosos autores que suscriben la tradición del liberalismo clásico. El incremento en el gasto público, el déficit fiscal, el endeudamiento estatal, el aumento de la presión fiscal, el uso desaprensivo de los recursos de los contribuyentes y la prepotencia e impericia en la política exterior han sido algunos de los signos que se iniciaron en aquella gestión y que han continuado hasta nuestros días, salvo honrosas excepciones que han intentado, de tanto en tanto, revertir aquellos desvíos para volver a las fuentes republicanas.
Pero, a partir del fatídico 11 de Septiembre, el derrumbe ha sido espectacular. Ya el acto criminal de marras resultó posible debido a una ley federal que prohibía que estuviera armada la tripulación de las empresas de aeronavegación, lo cual hizo posible que el vandalismo pudiera llevarse a cabo con cuchillitos de plástico. Luego vino la invasión "preventiva" de Irak, que tal como explicó Richard Clark –asesor para asuntos de seguridad de cinco presidentes estadounidenses– constituyó una patraña mayúscula desviando la atención de Al-Qaeda y de Ben Laden, antes amigo y financiado por los servicios de inteligencia de los Estados Unidos, igual que el caso de Saddam Hussein. El resultado es una guerra civil en Irak y la espantosa muerte de inocentes en este país, a la que se agregan las numerosas bajas de soldados del ejército invasor y un adiposo gasto y endeudamiento estatal norteamericano que engrosan las cifras ya de por si alarmantes.
Vengo escribiendo sobre este tema en distintas secciones de este diario y otros medios, aun antes de haberse declarado el comienzo de las acciones bélicas. Ahora, las dieciséis agencias de inteligencia estadounidenses, con todas las contradicciones y los marcados problemas que permanentemente suscitan, acaban de publicar un informe titulado "Tendencias del terrorismo mundial: implicancias para los Estados Unidos" difundido por The New York Times y The Washington Post, donde se concluye que la invasión a Irak ha debilitado la seguridad en aquel país.
A pesar de la gravedad de la situación, todo lo anterior palidece si se toma en cuenta la afrenta contra los derechos individuales por medio de la invasión al secreto bancario, las escuchas telefónicas, la irrupción a los domicilios sin orden judicial y las detenciones sin el debido proceso, lo cual queda autorizado con la patética ley denominada "patriótica".
Curioso y paradójico resulta que todo esto se hace en nombre de la seguridad, para protegerse contra los terroristas cuya mayor amenaza consiste, precisamente, en la aniquilación de las libertades individuales y, eventualmente, convertir al planeta tierra en un inmenso Gulag. Para defenderse de semejante peligro, el gobierno norteamericano decide estrangular las libertades, otorgándole así al terror una victoria anticipada. Por esto es que Benjamin Franklin sostenía que "aquel país que renuncie a parte de sus libertades en nombre de la seguridad no merece ni la libertad ni la seguridad".
Es que la sociedad abierta implica riesgos. En el momento menos esperado, alguien puede clavarle un cuchillo a un inocente. Para evitar semejante riesgo, habría que destinar un policía para vigilar a cada persona, incluso bajo la cama, cuando duerme. Eso es un Estado policial al estilo orwelliano, en el que, por el acecho de los comisarios, se habrá perdido la seguridad y la consiguiente libertad.
Preguntarse si resulta mejor ser esclavizado por un gobierno que se dice partidario de la sociedad libre o por uno que abiertamente se declara totalitario es tan torpe y estúpido como inquirir si es mejor ser asesinado por un "amigo" o por un enemigo. Si no estamos en guardia, habrá tenido razón la obra de ficción de Taylor Caldwell de los años cincuenta, en la que se describe el régimen del terror custodiado por soldados estadounidenses. El terrorismo que, por definición, utiliza blancos y escudos civiles para asesinar, debe ser combatido con la energía y fuerza necesarias, pero nunca recurriendo a los mismos procedimientos de los canallas, y mucho menos adelantarse a implantar el sistema del enemigo.
Es claro que muchos son los antinorteamericanos que adoptan esta postura por resentimiento y pura malicia. Apuntan a lo mejor de las reservas morales de ese país. No pueden digerir los extraordinarios resultados que genera lo que queda de los principios liberales y los descomunales beneficios de los mercados libres que aún prevalecen.
A pesar de las calamidades generadas por la creciente intromisión de esa contradicción en términos llamada "Estado benefactor", no pueden aceptar que sea el país que, en proporción con sus habitantes, tiene más obras filantrópicas, asistencia a museos, a orquestas filarmónicas, producción de libros, denominaciones religiosas y, en general, solidaridad para con los más necesitados.
Es a estos últimos aspectos, al corazón de la libertad, a lo que apuntan sujetos como Chávez, que ha impuesto un régimen autoritario en Venezuela, donde ha exterminado todo vestigio de división horizontal de poderes y toda posibilidad de organismos de contralor. Con porcentajes africanos –con fraudes y sin ellos– avanza alegremente sobre los derechos de las personas como si la democracia se circunscribiera al mero mecanismo electoral, como si Hitler pudiera exhibirse como ejemplo de democracia porque asumió el poder con la primera minoría de los votos.
Su exposición en la tribuna de las Naciones Desunidas ha sido lamentable, excepto por un punto, que es la sugerencia de que esas llamadas Naciones Unidas trasladen su sede a algún país donde se apliquen las recetas socialistas que generan miseria y atraso. En ese caso, también es posible contemplar la posibilidad de que los lugares civilizados del planeta se abstengan de financiar los dislates de una entidad que no sólo ha demostrado incompetencia para resolver buena parte de los problemas acuciantes que abruman al mundo, sino que ha contribuido y contribuye, por intermedio de muchas de sus agencias, a pregonar políticas abiertamente contraproducentes, tal como ha sido documentado en reiteradas ocasiones.
Chávez ha usado esa tribuna internacional para despotricar contra la civilización, por más que haya recurrido a pantallas dialécticas para ocultar su posición. En realidad, no pudo con su genio; su desaforado discurso no se limitó a señalar intromisiones del país del Norte; tuvo que revelar su antisemitismo, su furia contra el capitalismo y contra ese invento inexistente llamado "neoliberalismo", ya que ningún intelectual serio, de nuestra época, se identifica con semejante etiqueta. Debe reconocerse que no pocos de los que escribimos libros sentimos cierta dosis de envidia por la estruendosa publicidad que realizó este ejemplar del Orinoco a una de las obras de Noam Chomsky, puesto que no todos los días se tiene una audiencia de unos treinta millones de personas. Pero también en este caso, y dejando de lado las concepciones colectivistas del autor mencionado y sus notables aportes a la lingüística, sería de interés que el orador peculiar a que aludimos prestara atención a las oportunas y sensatas advertencias y reflexiones sobre el poder político que realiza Chomsky.
Es triste reconocerlo, pero, aunque los dos mandatarios a que nos venimos refiriendo no pueden ponerse a la par debido a sus antecedentes éticos, se comienza a insinuar un estremecedor e inquietante paralelo entre Bush y Chávez en cuanto a la extralimitación del poder. Asusta más en el primer caso, puesto que proviene nada menos que del baluarte del mundo libre, y un barquinazo aquí conducirá a un espeso y extendido cono de sombra para el resto del mundo civilizado, que resultará difícil enmendar.
Por último, señalo una coincidencia con Bush por parte de quien escribe esta columna, y es su declaración en una mezquita al día siguiente del espantoso acontecimiento del 11 de Septiembre. En esa ocasión, manifestó que "debe distinguirse claramente lo que es un asesino de lo que es un musulmán". Además de los problemas serios que hoy justificadamente nos producen congoja, no debemos caer en la trampa de las guerras religiosas, que ya bastante mal le han hecho a la humanidad. Hay mil quinientos millones de musulmanes en el mundo, muchísimos de los cuales rechazan el crimen. Los fanáticos y fundamentalistas están en todos lados y se encuentran en todas las religiones, especialmente allí donde existe la vinculación entre el poder político y las iglesias. Asimilar el islam al terrorismo es tan insensato como haber asimilado el cristianismo a las tropelías de la Inquisición, a la quema de "herejes" o a la "guerra santa" en épocas de la conquista de América.
Recordemos que, en tiempos tenebrosos y pretéritos se le debe a los musulmanes la recuperación de la filosofía griega, sus contribuciones a la arquitectura, la música, la medicina, las matemáticas, la literatura y, sobre todo, a tolerancia de cristianos y judíos. Guy Sorman sostiene que "el Corán es el libro de los hombres de negocio" por el énfasis que otorga al cumplimiento de la palabra empeñada y a la santidad de los contratos. Huston Smith –profesor de religiones comparadas en MIT– afirma que, incluso en Occidente, muchas veces se ha tergiversado la expresión jihad como manifestación de violencia, en lugar de "guerra interior contra el pecado".
Y no es cuestión de revolver en los libros considerados sagrados para encontrar manifestaciones que, tomadas en su sentido literal, pueden conducir a errores de interpretación, puesto que en todos se encuentran expresiones cuando menos problemáticas.
El eje central de lo que nos ocurre estriba en no establecer estrictos límites al aparato de la fuerza que habitualmente llamamos "gobierno". Lo contrario era el sueño norteamericano. Es de desear que no se frustre por políticos que imitan a los tiranuelos que pululan por nuestro atribulado mundo. Como bien ha escrito lord Acton: "El poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente".
El último libro del autor es La tragedia de la drogadicción. Una propuesta (Lumière, 2006).
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