Les dejo el relato del Combate de La Concepción en que los 77 del Chacabuco se enfrentaron a fuerzas de 2000 peruanas en la sierra peruana el 10 de Julio 1882.
Este día hoy es el día del Juramento a la Bandera en honor a este puñado de valientes.
En ese segundo exacto resonó a lo lejos el estruendoso estampido de un cañón. Al dirigirse a la ventana, Carrera Pinto pudo comprobar de que los cerros de los contornos se veían cubiertos de soldados y montoneros, sin mayor demora se encaminó al cuartel.
Al salir a la plaza, pudo formarse una idea de lo que estaba ocurriendo. Sus soldados abandonaban apresuradamente el cuartel y se iban formando ante su pórtico. Sobre el techo un Corneta tocaba la alarma, y en el semicírculo de cerros que envolvía al pueblo se acrecentaba la masa de soldados y montoneros. En el centro de ellos se distinguía un cuadrilátero aislado, en el cual se alineaba un grupo de infantes con uniformes blancos y de jinetes que enarbolaban en sus lanzas banderolas con los colores del Perú.
Carrera Pinto llegó corriendo hasta la formación de sus hombres, a los que encabezaban los Subtenientes Martínez y Pérez Canto, y se dispuso a organizar la defensa. El plan de combate era resistir el ataque dentro del espacio de la plaza, protegiendo las cuatro calles que conducían al cuadrilátero hasta la llegada de la División del Coronel Del Canto. Dió la orden para que los enfermos que pudieran tomar arma se incorporasen a las filas pero antes de que el Subteniente Martínez pudiera llevar a cabo la orden, vió que éstos iban saliendo uno tras otro de la enfermería y, a medio vestir, rengueando o arrastrando sus armas, se iban colocando a la cola de la formación. Sólo faltaba el Subteniente Montt quien continuaba sin poder levantarse pero a los pocos minutos, se vió salir de la enfermería a la débil figura del Subteniente quien sólo venía con el pantalón del uniforme y un capote, que había recogido al pasar. Caminaba apoyandose en un palo, a modo de báculo y se tambaleaba notoriamente. No obstante, al observar la formación, lanzó lejos aquel bastón y trató de correr para ir a integrarse a ella, gritando que no le fueran a quitar el lugar que le correspondía pues todavía podía disparar un fusil. Carrera Pinto lo vió llegar y se sintió conmovido y orgulloso.
El Teniente ya había discurrido la forma de resistir el ataque de los indios y de los montoneros. Rápidamente, ordenó que la tropa se dividiera en tres grupos de veinte, los cuales ocuparon las siguentes posiciones: en la esquina del norte, Pérez Canto con el primer grupo; en la del noroeste, Martínez con otros veinte soldados; en la del sudeste, Montt con otros tantos; y él mismo, al frente de los dieciséis restantes, se dirigió a ocupar la esquina del sudoeste. Se trataría de impedir la entrada del enemigo a la plaza, pero en caso de no poder resistir el choque, se replegarían ordenadamente sobre el cuartel. Sin más demora agregó con el máximo brío: "A sus puestos, carrera mar! Viva Chile!"
Sus setenta y seis subalternos, lanzados a todo escape hacia las posiciones indicadas, le respondieron con un vigoroso "Viva!!"
En forma inesperada se produjo un silencio absoluto en las masas atacantes, cuando ya los montoneros y los indios asomaban por el nacimiento de las calles.
Carrera Pinto alzó los ojos hacia el cerro El León y descubrió allí la causa de la sorpresiva detención del avance enemigo. Un parlamentario, protegido por una gran bandera blanca, bajaba al paso lento de su caballo y, tomando la calle del costado oriente de la iglesia, no tardó en entrar en la plaza. Las miras de los fusiles chilenos lo seguían en su tránsito hacia donde estaba el Teniente. El parlamentario llegó junto a él y desmontó con parsimonia. Luego lo saludo con una leve reverencia y luego de asegurarse de que estaba frente al Comandante de la guarnición le hizo entrega de una nota que traía en la mano.
El jefe chileno abrió el pequeño pliego y lo leyó con calma. Este expresaba:
"Ejército del Centro. Comandancia General de la División Vanguardia. La Concepción, julio 9 de 1882. Al Jefe de la Guarnición Chilena de la Concepción. Presente.
Contando, como usted ve, con fuerzas muy superiores en número a las que usted tiene bajo su mando y deseando evitar una lucha a todas luces imposible, intimo a usted rendición incondicional de sus fuerzas, previniéndole que, en caso contrario, ellas serán tratadas con todo el rigor de la guerra. Dios guarde a usted."
JUAN GASTO.
Luego que concluyó de leer, Carrera Pinto buscó en los bolsillos de su guerrera y, no hallando lo que necesitaba, se volvió a Pérez Canto para pedirle un lápiz y papel, pero este último tampoco encontró lo que el Teniente necesitaba. En consecuencia, Carrera Pinto decidió ocupar la parte inferior de la misma hoja que había recibido del parlamentario y en ella escribió con letra firme:
"En la capital de Chile y en uno de sus principales paseos públicos, existe inmortalizada en bronce la estatua de prócer de nuestra Independencia, General don José Miguel Carrera, cuya misma sangre corré por mis venas; por cuya razón comprenderá usted que ni como chileno ni como descendiente de aquél, deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas del rigor. Dios guarde a usted."
IGNACIO CARRERA PINTO.
Cuando el parlamentario hubo leído la respuesta del jefe chileno, se quedó mirándolo con asombro y creyó su deber decirle al Teniente Carrera Pinto, que dicha determinación importaba el exterminio de sus hombres. Sin titubear, Carrera Pinto, con expresión serena, se mantuvo en su resolución. Luego le dió al parlamentario cinco minutos para abandonar el pueblo y ponerse fuera del área de peligro.
Tan pronto el parlamentario hubo salido de la plaza, el Teniente se volvió hacia sus hombres y les comunicó con voz clara:
"Soldados, han venido a ofrecerme las vidas de todos nosotros a cambio de una rendición incondicional! He rechazado la oferta!"
Un ruidoso clamoreo aprobatorio brotó de los cuatro grupos de soldados emplazados en las esquinas. Entonces Carrera Pinto avanzó unos pasos hacia el centro de la plaza, desenvainó su sable y lo alzó hacia el cielo, advirtiendo a sus soldados que estuvieran atentos a su señal para disparar la primera descarga.
Los montoneros e indios asomados a las calles del pueblo esperaban febriles, pendientes de lo que ocurría en el cerro El León. La orden de atacar les vino apenas el parlamentario llegó al sitio donde estaba el Coronel Gastó. Fue un toque largo y ululante de una caracola. De inmediato, surgió de la masa de atacantes un chivateo ensordecedor y los centenares de hombres que la componían se abalanzaron a todo correr por las calles, convergiendo hacia la plaza.
Los cuatro pelotones de soldados aguardaron con los ojos puestos en las miras de sus fusiles, atisbando a su jefe a hurtadillas, en espera de su señal. Este se mantuvo rígido hasta que vio a los enemigos a la distancia requerida, luego bajó su sable al mismo tiempo que daba la orden de disparar.
Los fusiles de repetición de los chacabucanos vomitaron plomo sobre los atacantes durante varios minutos, hasta que la masa que avanzaba se disgregó. Se vio entonces a los hombres de vanguardia chocar con los que venían más atrás y, en medio del mayor desconcierto, huir hacia el exterior del caserío. Los soldados los regaron con balas todavía un tiempo más, hasta que Carrera Pinto dió la orden de cesar el fuego.
Los habían detenido en aquella primera ocasión, y los soldados celebraron el hecho con voces entusiastas. Pero todos comprendían que ésa no había sido más que la escaramuza inicial y que pronto vendría un nuevo asalto.
En efecto, el Coronel Gastó, que observaba la contienda desde lo alto, ordenó casi de inmediato el avance de sus soldados regulares.
Previendo que la fracción que avanzaba intentaría introducirse al cuartel saltando la tapia trasera, Carrera Pinto ordenó al Sargento Clodomiro Rosas que sacara dos hombres de los dieciséis que él mismo comandaba y se estableciera con ellos en el patio de la casa parroquial.
Aquella disposición apenas alcanzó a ser cumplida, cuando se reanudó la gritería de los indios y montoneros, pero esta vez alternada con un disparejo fuego de fusilería, que surgía de todas partes. Ahora los pobladores disparaban contra los soldados chilenos a través de las ventanas de sus casas, al mismo tiempo que numerosos montoneros lo hacían desde lo alto de los techos.
Carrera Pinto comprendió que era imposible contrarestar aquella forma de ataque; los estaban escopeteando como conejos encerrados. Era necesario replegarse al interior del cuartel y asi fue la orden que dió a sus soldados.
Una vez adentro, los distribuyó en grupos de a diez en cada ventana, cinco arrodillados y cinco de pie. Los demás se apostaron en el portón y en el patio. Luego se acercó a la soldadera Quinteros para ordenarle a que encerrase a las otras dos mujeres y al niño en la cocina y luego retornase para que fuera recargando los fusiles a medida que se fueran vaciando.
Repentinamente hubo un nuevo silencio, los enemigos habían dejado de disparar y habían hecho abandono de la plaza. Carrera Pinto tuvo que pensar que se estaban reorganizando en las calles atravesadas o que proyectaban algún nuevo método de ataque.
La cuenta por el lado chileno era de unos seis o siete muertos y muchos heridos. Esto lo llevó a tomar una dificil decisión. Solicitó a tres voluntarios para una arriesgada misión, deberían atravesar las líneas enemigas y llevar aviso de la situación que estaban viviendo al Coronel Del Canto. Varios se ofrecieron pero sólo serían tres los seleccionados, entre ellos eran: el Sargento Manuel Jesús Silva y los Soldados Olguín y Otárola.
Pérez Canto y Carrera Pinto encabezarían el grupo de veinte hombres, los cuales abrirían paso a los tres hombres selecionados. Antes de salir del cuartel, el Teniente se dirigió al Subteniente Montt para decirle que en caso de que él ni Pérez Canto regresaran, debería tomar el mando y defender el cuartel hasta el último. El jefe chileno abrió el portón, tirando bruscamente del pasador y saltó hacia afuera con todos sus hombres detrás.
Los Subtenientes Montt y Martínez se quedaron mirándolos a través de la abertura del portón, que habían entrecerrado de nuevo, y los vieron correr frenéticamente hacia la esquina del sudoeste. Pero, de súbito, la plaza pareció reventar como una granada. Los techos de las casas y del portal que ocupaban tres de sus costados se coronaron de fogonazos y los hombres de Carrera Pinto comenzaron a caer al suelo, retorciéndose por obra de los proyectiles.
Siguiendo la orden del Subteniente Montt, todos los soldados que miraban desde el cuartel el ataque contra sus compañeros, comenzaron a disparar sin cesar hacia los techos, tratando de esta manera de cubrir la retirada de su teniente y de los demás soldados chilenos.
A pesar de las circunstancias, Carrera Pinto había conseguido llegar con sus hombres hasta la esquina de la plaza donde nacía el camino a Huancayo y luchaba ferozmente para abrir paso, por entre la masa de enemigos allí reunidos, a los tres mensajeros. Finalmente, logró su objetivo y el Sargento y los dos soldados pasaron la primera muralla humana. Pero la situación en que quedaban sus compañeros era insostenible y el Teniente ordenó el repliegue sobre el cuartel, protegido por las balas rasantes que brotaban de éste.
Julio Montt había abierto el portón para facilitarles el reingreso y estaba esperándolos, cuando vio que, a unas veinte varas de distancia, Carrera Pinto caía al suelo. Salió entonces a la plaza con el Cabo Villarroel y, tomándolo de las axilas, lo llevaron en vilo al amparo del cuartel. Una bala le había perforado el hombro izquierdo, pero el Teniente, a pesar de su dolor, insistía en que no se ocuparan de él, sino de la defensa. Fue la soldadera Quinteros la que se encargó de examinarle la herida. Rasgándole la guerrera, le dejó el hombro al descubierto. Era una fea herida la que vieron sus ojos, pero sacó fuerzas de flaqueza y, desgarrando la camisa del oficial, improvisó un tosco vendaje.
En aquel instante, junto al portón se oyó una exclamación horrorizada del Subteniente Montt. Carrera Pinto intentó incorporarse, pero la cantinera se lo impidió y sólo pudo volver su rostro interrogante hacia el espantado Subteniente quien le informó que los indios habían arrojado a tres hombres desnudos y decapitados en medio de la plaza. Se trataba de los mensajeros. Pronto lo comprobaron al ver que tres de los indios danzaban haciendo cabriolas y llevando ensartadas en las puntas de sus lanzas las cabezas del Sargento y los dos Soldados. Sin titubeo Carrera Pinto ordenó tumbar a todos los salvajes hasta que no quedase ninguno vivo.
Los fusiles de todos los sobrevivientes volvieron a escupir metralla sobre los indios que estaban en el centro de la plaza, exterminando a la mayor parte de ellos. El Coronel Juan Gastó, que se había instalado en el piso alto de la casa de los Balladares y observaba la escena, consideró insensata la forma de actuar de sus aliados indios y montoneros, ordenó al corneta a dar el cese de fuego.
Una quietud extraña se posesionó del lugar y los defensores del cuartel, sorprendidos al principio, aprovecharon después para atender a sus heridos y descanzar. La plaza estaba nuevamente vacía. Con la ayuda de Pérez Canto, el Teniente Carrera Pinto se proponía ir a examinar a los heridos, cuando a través del muro de la cocina le llegó un penetrante grito de mujer, seguido por angustiosos gemidos. En el primer instante no supo interpretar aquellas voces, pero al ver aparecer a la cantinera en la puerta de lo cocina, comprendió de golpe lo que estaba ocurriendo, la mujer del Cabo Ortiz estaba con los dolores de parto.
Afuera, en una de las calles que apuntaban a la plaza, vagaba como una sombra Ambrosio Salazar, el sanguinario hacendado que mandaba a los indios de Comas. Su rostro tenía una expresión pérfida cuando clavaba su mirada en la silueta del cuartel chileno. Acababa de tener una violenta discusión con el Coronel Gastó, que insistía en negarle la autorización para que hiciera bajar de la montaña al grueso de sus indios. Y él tenía la certeza de que si no aplastaban pronto a los enemigos, éstos podían ser socorridos al día siguiente. Por otra parte, había advertido que los montoneros comenzaban a dejarse llevar por temores supersticiosos, pues los oyó comentar que los chilenos estaban protegidos por un dios muy poderoso. Además, habían saqueado varias cantinas y estaban embriagándose frenéticamente.
Resolvió entonces actuar por iniciativa propia, sin consultar al Coronel Gastó. Se daba cuenta de que la obscuridad hacía posible acercarse al cuartel enemigo por todos lados. Este estaba ubicado entre la iglesia y su propia residencia; el templo poseía dos torres altas y su casa era de dos pisos. No olvidaba tampoco que en la casona de los Balladares había divisado numerosos tambores con parafina. Todos esos elementos le sugerían el medio más rápido para aplastar de una vez por todas a los chilenos.
En tanto, en el interior del cuartel el drama de la mujer que estaba dando a luz no concluía y sus alaridos de dolor afectaban más a los soldados que los disparos provenientes de afuera. En aquel instante mismo la parturienta profirió un grito más fuerte que los anteriores y luego guardó silencio. Un par de minutos más tarde, se abrió la puerta de la cocina y asomó su rostro la cantinera, para preguntar si había por allí un balde de agua. Al ser consultada por el estado de la mujer, ella respondió que todo había salido bien pues acababa de tener un niño, luego volvió a cerrar la puerta.
Los soldados suspiraron sonoramente, como si todos ellos hubieran participado en aquel trance y gozaran ahora de alivio. Estaban comentando en voz baja el acontecimiento, cuando uno de ellos se llevó la diestra a la frente para secarse una gota que le había caído desde el techo. Nadie pareció hacer caso de su extraña reflexión; sabían que la noche estaba perfectamente despejada. Pero de pronto oyeron un ruido que los hizo pensar en que estaban baldeando el techo de la casa, y fueron entonces varios de ellos los que recibieron gotas sobre sus cuerpos.
Carrera Pinto les ordenó guardar silencio y todos se quedaron escuchando. Entonces si oyeron claramente cómo caían grandes masas líquidas sobre la techumbre. De inmediato le ordenó al Sargento Rosas que saliera al patio para averiguar lo que ocurría, aunque estaba poseído por una pavorosa sospecha. Tan pronto salió el Suboficial, Carrera Pinto se dedicó a caminar lentamente, con la esperanza de atrapar alguna de aquellas enigmáticas gotas. Pronto descubrió un chorrillo que se escurría desde el techo y puso la mano bajo él. Al olérsela, se dió cuenta de que sus temores no estaban errados, los serranos estaban bañando el cuartel con parafina para incendiarlo.
Un coro de roncas maldiciones acogió sus palabras y todos los hombres que aún podían hacerlo se pusieron de pie, dispuestos a abandonar el edificio. Pero su jefe los contuvo y ordenó a la mitad de los hombres a salir al patio a fusilar a los enemigos que debían de estar en las torres de la iglesia o sobre el techo de la casa del otro costado, antes de que pudieran lanzar fuego sobre la parafina.
Unos diez soldados salieron a la carrera a cumplir la orden; cuando el Jefe de la compañía se disponía a imitarlos, fue retenido por un griterio que provenía de la plaza y, pese a los dolores de su herida, se asomó a una ventana. Lo que vio le causó espanto. Una poblada india avanzaba a todo correr, portando centenares de antorchas, era obvio sus intenciones, los iban a quemar vivos. Rápidamente ordenó a sus soldados abrir fuego contra ellos para impedir que se acercasen al cuartel.
Los soldados que restaban saltaron hacia las ventanas y comenzaron a disparar. Allí agotaron la mayor parte de las municiones que les quedaban, pero lograron contener a los indios de la plaza. Sin embargo, de súbito se elevó un fulgor de llamas por un costado de la casa y éste tiñó de rojo la parte frontera. El Sargento Rosas quien se encontraba disparando contra los indios que estaban en la torre había logrado dar muerte a la mayoría de los atacantes, lamentablemente uno de los muertos cayó sobre el techo del cuartel con una antorcha en la mano. El techo entero estaba ardiendo.
Este día hoy es el día del Juramento a la Bandera en honor a este puñado de valientes.
En ese segundo exacto resonó a lo lejos el estruendoso estampido de un cañón. Al dirigirse a la ventana, Carrera Pinto pudo comprobar de que los cerros de los contornos se veían cubiertos de soldados y montoneros, sin mayor demora se encaminó al cuartel.
Al salir a la plaza, pudo formarse una idea de lo que estaba ocurriendo. Sus soldados abandonaban apresuradamente el cuartel y se iban formando ante su pórtico. Sobre el techo un Corneta tocaba la alarma, y en el semicírculo de cerros que envolvía al pueblo se acrecentaba la masa de soldados y montoneros. En el centro de ellos se distinguía un cuadrilátero aislado, en el cual se alineaba un grupo de infantes con uniformes blancos y de jinetes que enarbolaban en sus lanzas banderolas con los colores del Perú.
Carrera Pinto llegó corriendo hasta la formación de sus hombres, a los que encabezaban los Subtenientes Martínez y Pérez Canto, y se dispuso a organizar la defensa. El plan de combate era resistir el ataque dentro del espacio de la plaza, protegiendo las cuatro calles que conducían al cuadrilátero hasta la llegada de la División del Coronel Del Canto. Dió la orden para que los enfermos que pudieran tomar arma se incorporasen a las filas pero antes de que el Subteniente Martínez pudiera llevar a cabo la orden, vió que éstos iban saliendo uno tras otro de la enfermería y, a medio vestir, rengueando o arrastrando sus armas, se iban colocando a la cola de la formación. Sólo faltaba el Subteniente Montt quien continuaba sin poder levantarse pero a los pocos minutos, se vió salir de la enfermería a la débil figura del Subteniente quien sólo venía con el pantalón del uniforme y un capote, que había recogido al pasar. Caminaba apoyandose en un palo, a modo de báculo y se tambaleaba notoriamente. No obstante, al observar la formación, lanzó lejos aquel bastón y trató de correr para ir a integrarse a ella, gritando que no le fueran a quitar el lugar que le correspondía pues todavía podía disparar un fusil. Carrera Pinto lo vió llegar y se sintió conmovido y orgulloso.
El Teniente ya había discurrido la forma de resistir el ataque de los indios y de los montoneros. Rápidamente, ordenó que la tropa se dividiera en tres grupos de veinte, los cuales ocuparon las siguentes posiciones: en la esquina del norte, Pérez Canto con el primer grupo; en la del noroeste, Martínez con otros veinte soldados; en la del sudeste, Montt con otros tantos; y él mismo, al frente de los dieciséis restantes, se dirigió a ocupar la esquina del sudoeste. Se trataría de impedir la entrada del enemigo a la plaza, pero en caso de no poder resistir el choque, se replegarían ordenadamente sobre el cuartel. Sin más demora agregó con el máximo brío: "A sus puestos, carrera mar! Viva Chile!"
Sus setenta y seis subalternos, lanzados a todo escape hacia las posiciones indicadas, le respondieron con un vigoroso "Viva!!"
En forma inesperada se produjo un silencio absoluto en las masas atacantes, cuando ya los montoneros y los indios asomaban por el nacimiento de las calles.
Carrera Pinto alzó los ojos hacia el cerro El León y descubrió allí la causa de la sorpresiva detención del avance enemigo. Un parlamentario, protegido por una gran bandera blanca, bajaba al paso lento de su caballo y, tomando la calle del costado oriente de la iglesia, no tardó en entrar en la plaza. Las miras de los fusiles chilenos lo seguían en su tránsito hacia donde estaba el Teniente. El parlamentario llegó junto a él y desmontó con parsimonia. Luego lo saludo con una leve reverencia y luego de asegurarse de que estaba frente al Comandante de la guarnición le hizo entrega de una nota que traía en la mano.
El jefe chileno abrió el pequeño pliego y lo leyó con calma. Este expresaba:
"Ejército del Centro. Comandancia General de la División Vanguardia. La Concepción, julio 9 de 1882. Al Jefe de la Guarnición Chilena de la Concepción. Presente.
Contando, como usted ve, con fuerzas muy superiores en número a las que usted tiene bajo su mando y deseando evitar una lucha a todas luces imposible, intimo a usted rendición incondicional de sus fuerzas, previniéndole que, en caso contrario, ellas serán tratadas con todo el rigor de la guerra. Dios guarde a usted."
JUAN GASTO.
Luego que concluyó de leer, Carrera Pinto buscó en los bolsillos de su guerrera y, no hallando lo que necesitaba, se volvió a Pérez Canto para pedirle un lápiz y papel, pero este último tampoco encontró lo que el Teniente necesitaba. En consecuencia, Carrera Pinto decidió ocupar la parte inferior de la misma hoja que había recibido del parlamentario y en ella escribió con letra firme:
"En la capital de Chile y en uno de sus principales paseos públicos, existe inmortalizada en bronce la estatua de prócer de nuestra Independencia, General don José Miguel Carrera, cuya misma sangre corré por mis venas; por cuya razón comprenderá usted que ni como chileno ni como descendiente de aquél, deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas del rigor. Dios guarde a usted."
IGNACIO CARRERA PINTO.
Cuando el parlamentario hubo leído la respuesta del jefe chileno, se quedó mirándolo con asombro y creyó su deber decirle al Teniente Carrera Pinto, que dicha determinación importaba el exterminio de sus hombres. Sin titubear, Carrera Pinto, con expresión serena, se mantuvo en su resolución. Luego le dió al parlamentario cinco minutos para abandonar el pueblo y ponerse fuera del área de peligro.
Tan pronto el parlamentario hubo salido de la plaza, el Teniente se volvió hacia sus hombres y les comunicó con voz clara:
"Soldados, han venido a ofrecerme las vidas de todos nosotros a cambio de una rendición incondicional! He rechazado la oferta!"
Un ruidoso clamoreo aprobatorio brotó de los cuatro grupos de soldados emplazados en las esquinas. Entonces Carrera Pinto avanzó unos pasos hacia el centro de la plaza, desenvainó su sable y lo alzó hacia el cielo, advirtiendo a sus soldados que estuvieran atentos a su señal para disparar la primera descarga.
Los montoneros e indios asomados a las calles del pueblo esperaban febriles, pendientes de lo que ocurría en el cerro El León. La orden de atacar les vino apenas el parlamentario llegó al sitio donde estaba el Coronel Gastó. Fue un toque largo y ululante de una caracola. De inmediato, surgió de la masa de atacantes un chivateo ensordecedor y los centenares de hombres que la componían se abalanzaron a todo correr por las calles, convergiendo hacia la plaza.
Los cuatro pelotones de soldados aguardaron con los ojos puestos en las miras de sus fusiles, atisbando a su jefe a hurtadillas, en espera de su señal. Este se mantuvo rígido hasta que vio a los enemigos a la distancia requerida, luego bajó su sable al mismo tiempo que daba la orden de disparar.
Los fusiles de repetición de los chacabucanos vomitaron plomo sobre los atacantes durante varios minutos, hasta que la masa que avanzaba se disgregó. Se vio entonces a los hombres de vanguardia chocar con los que venían más atrás y, en medio del mayor desconcierto, huir hacia el exterior del caserío. Los soldados los regaron con balas todavía un tiempo más, hasta que Carrera Pinto dió la orden de cesar el fuego.
Los habían detenido en aquella primera ocasión, y los soldados celebraron el hecho con voces entusiastas. Pero todos comprendían que ésa no había sido más que la escaramuza inicial y que pronto vendría un nuevo asalto.
En efecto, el Coronel Gastó, que observaba la contienda desde lo alto, ordenó casi de inmediato el avance de sus soldados regulares.
Previendo que la fracción que avanzaba intentaría introducirse al cuartel saltando la tapia trasera, Carrera Pinto ordenó al Sargento Clodomiro Rosas que sacara dos hombres de los dieciséis que él mismo comandaba y se estableciera con ellos en el patio de la casa parroquial.
Aquella disposición apenas alcanzó a ser cumplida, cuando se reanudó la gritería de los indios y montoneros, pero esta vez alternada con un disparejo fuego de fusilería, que surgía de todas partes. Ahora los pobladores disparaban contra los soldados chilenos a través de las ventanas de sus casas, al mismo tiempo que numerosos montoneros lo hacían desde lo alto de los techos.
Carrera Pinto comprendió que era imposible contrarestar aquella forma de ataque; los estaban escopeteando como conejos encerrados. Era necesario replegarse al interior del cuartel y asi fue la orden que dió a sus soldados.
Una vez adentro, los distribuyó en grupos de a diez en cada ventana, cinco arrodillados y cinco de pie. Los demás se apostaron en el portón y en el patio. Luego se acercó a la soldadera Quinteros para ordenarle a que encerrase a las otras dos mujeres y al niño en la cocina y luego retornase para que fuera recargando los fusiles a medida que se fueran vaciando.
Repentinamente hubo un nuevo silencio, los enemigos habían dejado de disparar y habían hecho abandono de la plaza. Carrera Pinto tuvo que pensar que se estaban reorganizando en las calles atravesadas o que proyectaban algún nuevo método de ataque.
La cuenta por el lado chileno era de unos seis o siete muertos y muchos heridos. Esto lo llevó a tomar una dificil decisión. Solicitó a tres voluntarios para una arriesgada misión, deberían atravesar las líneas enemigas y llevar aviso de la situación que estaban viviendo al Coronel Del Canto. Varios se ofrecieron pero sólo serían tres los seleccionados, entre ellos eran: el Sargento Manuel Jesús Silva y los Soldados Olguín y Otárola.
Pérez Canto y Carrera Pinto encabezarían el grupo de veinte hombres, los cuales abrirían paso a los tres hombres selecionados. Antes de salir del cuartel, el Teniente se dirigió al Subteniente Montt para decirle que en caso de que él ni Pérez Canto regresaran, debería tomar el mando y defender el cuartel hasta el último. El jefe chileno abrió el portón, tirando bruscamente del pasador y saltó hacia afuera con todos sus hombres detrás.
Los Subtenientes Montt y Martínez se quedaron mirándolos a través de la abertura del portón, que habían entrecerrado de nuevo, y los vieron correr frenéticamente hacia la esquina del sudoeste. Pero, de súbito, la plaza pareció reventar como una granada. Los techos de las casas y del portal que ocupaban tres de sus costados se coronaron de fogonazos y los hombres de Carrera Pinto comenzaron a caer al suelo, retorciéndose por obra de los proyectiles.
Siguiendo la orden del Subteniente Montt, todos los soldados que miraban desde el cuartel el ataque contra sus compañeros, comenzaron a disparar sin cesar hacia los techos, tratando de esta manera de cubrir la retirada de su teniente y de los demás soldados chilenos.
A pesar de las circunstancias, Carrera Pinto había conseguido llegar con sus hombres hasta la esquina de la plaza donde nacía el camino a Huancayo y luchaba ferozmente para abrir paso, por entre la masa de enemigos allí reunidos, a los tres mensajeros. Finalmente, logró su objetivo y el Sargento y los dos soldados pasaron la primera muralla humana. Pero la situación en que quedaban sus compañeros era insostenible y el Teniente ordenó el repliegue sobre el cuartel, protegido por las balas rasantes que brotaban de éste.
Julio Montt había abierto el portón para facilitarles el reingreso y estaba esperándolos, cuando vio que, a unas veinte varas de distancia, Carrera Pinto caía al suelo. Salió entonces a la plaza con el Cabo Villarroel y, tomándolo de las axilas, lo llevaron en vilo al amparo del cuartel. Una bala le había perforado el hombro izquierdo, pero el Teniente, a pesar de su dolor, insistía en que no se ocuparan de él, sino de la defensa. Fue la soldadera Quinteros la que se encargó de examinarle la herida. Rasgándole la guerrera, le dejó el hombro al descubierto. Era una fea herida la que vieron sus ojos, pero sacó fuerzas de flaqueza y, desgarrando la camisa del oficial, improvisó un tosco vendaje.
En aquel instante, junto al portón se oyó una exclamación horrorizada del Subteniente Montt. Carrera Pinto intentó incorporarse, pero la cantinera se lo impidió y sólo pudo volver su rostro interrogante hacia el espantado Subteniente quien le informó que los indios habían arrojado a tres hombres desnudos y decapitados en medio de la plaza. Se trataba de los mensajeros. Pronto lo comprobaron al ver que tres de los indios danzaban haciendo cabriolas y llevando ensartadas en las puntas de sus lanzas las cabezas del Sargento y los dos Soldados. Sin titubeo Carrera Pinto ordenó tumbar a todos los salvajes hasta que no quedase ninguno vivo.
Los fusiles de todos los sobrevivientes volvieron a escupir metralla sobre los indios que estaban en el centro de la plaza, exterminando a la mayor parte de ellos. El Coronel Juan Gastó, que se había instalado en el piso alto de la casa de los Balladares y observaba la escena, consideró insensata la forma de actuar de sus aliados indios y montoneros, ordenó al corneta a dar el cese de fuego.
Una quietud extraña se posesionó del lugar y los defensores del cuartel, sorprendidos al principio, aprovecharon después para atender a sus heridos y descanzar. La plaza estaba nuevamente vacía. Con la ayuda de Pérez Canto, el Teniente Carrera Pinto se proponía ir a examinar a los heridos, cuando a través del muro de la cocina le llegó un penetrante grito de mujer, seguido por angustiosos gemidos. En el primer instante no supo interpretar aquellas voces, pero al ver aparecer a la cantinera en la puerta de lo cocina, comprendió de golpe lo que estaba ocurriendo, la mujer del Cabo Ortiz estaba con los dolores de parto.
Afuera, en una de las calles que apuntaban a la plaza, vagaba como una sombra Ambrosio Salazar, el sanguinario hacendado que mandaba a los indios de Comas. Su rostro tenía una expresión pérfida cuando clavaba su mirada en la silueta del cuartel chileno. Acababa de tener una violenta discusión con el Coronel Gastó, que insistía en negarle la autorización para que hiciera bajar de la montaña al grueso de sus indios. Y él tenía la certeza de que si no aplastaban pronto a los enemigos, éstos podían ser socorridos al día siguiente. Por otra parte, había advertido que los montoneros comenzaban a dejarse llevar por temores supersticiosos, pues los oyó comentar que los chilenos estaban protegidos por un dios muy poderoso. Además, habían saqueado varias cantinas y estaban embriagándose frenéticamente.
Resolvió entonces actuar por iniciativa propia, sin consultar al Coronel Gastó. Se daba cuenta de que la obscuridad hacía posible acercarse al cuartel enemigo por todos lados. Este estaba ubicado entre la iglesia y su propia residencia; el templo poseía dos torres altas y su casa era de dos pisos. No olvidaba tampoco que en la casona de los Balladares había divisado numerosos tambores con parafina. Todos esos elementos le sugerían el medio más rápido para aplastar de una vez por todas a los chilenos.
En tanto, en el interior del cuartel el drama de la mujer que estaba dando a luz no concluía y sus alaridos de dolor afectaban más a los soldados que los disparos provenientes de afuera. En aquel instante mismo la parturienta profirió un grito más fuerte que los anteriores y luego guardó silencio. Un par de minutos más tarde, se abrió la puerta de la cocina y asomó su rostro la cantinera, para preguntar si había por allí un balde de agua. Al ser consultada por el estado de la mujer, ella respondió que todo había salido bien pues acababa de tener un niño, luego volvió a cerrar la puerta.
Los soldados suspiraron sonoramente, como si todos ellos hubieran participado en aquel trance y gozaran ahora de alivio. Estaban comentando en voz baja el acontecimiento, cuando uno de ellos se llevó la diestra a la frente para secarse una gota que le había caído desde el techo. Nadie pareció hacer caso de su extraña reflexión; sabían que la noche estaba perfectamente despejada. Pero de pronto oyeron un ruido que los hizo pensar en que estaban baldeando el techo de la casa, y fueron entonces varios de ellos los que recibieron gotas sobre sus cuerpos.
Carrera Pinto les ordenó guardar silencio y todos se quedaron escuchando. Entonces si oyeron claramente cómo caían grandes masas líquidas sobre la techumbre. De inmediato le ordenó al Sargento Rosas que saliera al patio para averiguar lo que ocurría, aunque estaba poseído por una pavorosa sospecha. Tan pronto salió el Suboficial, Carrera Pinto se dedicó a caminar lentamente, con la esperanza de atrapar alguna de aquellas enigmáticas gotas. Pronto descubrió un chorrillo que se escurría desde el techo y puso la mano bajo él. Al olérsela, se dió cuenta de que sus temores no estaban errados, los serranos estaban bañando el cuartel con parafina para incendiarlo.
Un coro de roncas maldiciones acogió sus palabras y todos los hombres que aún podían hacerlo se pusieron de pie, dispuestos a abandonar el edificio. Pero su jefe los contuvo y ordenó a la mitad de los hombres a salir al patio a fusilar a los enemigos que debían de estar en las torres de la iglesia o sobre el techo de la casa del otro costado, antes de que pudieran lanzar fuego sobre la parafina.
Unos diez soldados salieron a la carrera a cumplir la orden; cuando el Jefe de la compañía se disponía a imitarlos, fue retenido por un griterio que provenía de la plaza y, pese a los dolores de su herida, se asomó a una ventana. Lo que vio le causó espanto. Una poblada india avanzaba a todo correr, portando centenares de antorchas, era obvio sus intenciones, los iban a quemar vivos. Rápidamente ordenó a sus soldados abrir fuego contra ellos para impedir que se acercasen al cuartel.
Los soldados que restaban saltaron hacia las ventanas y comenzaron a disparar. Allí agotaron la mayor parte de las municiones que les quedaban, pero lograron contener a los indios de la plaza. Sin embargo, de súbito se elevó un fulgor de llamas por un costado de la casa y éste tiñó de rojo la parte frontera. El Sargento Rosas quien se encontraba disparando contra los indios que estaban en la torre había logrado dar muerte a la mayoría de los atacantes, lamentablemente uno de los muertos cayó sobre el techo del cuartel con una antorcha en la mano. El techo entero estaba ardiendo.