Combate de La Concepción

Les dejo el relato del Combate de La Concepción en que los 77 del Chacabuco se enfrentaron a fuerzas de 2000 peruanas en la sierra peruana el 10 de Julio 1882.
Este día hoy es el día del Juramento a la Bandera en honor a este puñado de valientes.

En ese segundo exacto resonó a lo lejos el estruendoso estampido de un cañón. Al dirigirse a la ventana, Carrera Pinto pudo comprobar de que los cerros de los contornos se veían cubiertos de soldados y montoneros, sin mayor demora se encaminó al cuartel.

Al salir a la plaza, pudo formarse una idea de lo que estaba ocurriendo. Sus soldados abandonaban apresuradamente el cuartel y se iban formando ante su pórtico. Sobre el techo un Corneta tocaba la alarma, y en el semicírculo de cerros que envolvía al pueblo se acrecentaba la masa de soldados y montoneros. En el centro de ellos se distinguía un cuadrilátero aislado, en el cual se alineaba un grupo de infantes con uniformes blancos y de jinetes que enarbolaban en sus lanzas banderolas con los colores del Perú.

Carrera Pinto llegó corriendo hasta la formación de sus hombres, a los que encabezaban los Subtenientes Martínez y Pérez Canto, y se dispuso a organizar la defensa. El plan de combate era resistir el ataque dentro del espacio de la plaza, protegiendo las cuatro calles que conducían al cuadrilátero hasta la llegada de la División del Coronel Del Canto. Dió la orden para que los enfermos que pudieran tomar arma se incorporasen a las filas pero antes de que el Subteniente Martínez pudiera llevar a cabo la orden, vió que éstos iban saliendo uno tras otro de la enfermería y, a medio vestir, rengueando o arrastrando sus armas, se iban colocando a la cola de la formación. Sólo faltaba el Subteniente Montt quien continuaba sin poder levantarse pero a los pocos minutos, se vió salir de la enfermería a la débil figura del Subteniente quien sólo venía con el pantalón del uniforme y un capote, que había recogido al pasar. Caminaba apoyandose en un palo, a modo de báculo y se tambaleaba notoriamente. No obstante, al observar la formación, lanzó lejos aquel bastón y trató de correr para ir a integrarse a ella, gritando que no le fueran a quitar el lugar que le correspondía pues todavía podía disparar un fusil. Carrera Pinto lo vió llegar y se sintió conmovido y orgulloso.

El Teniente ya había discurrido la forma de resistir el ataque de los indios y de los montoneros. Rápidamente, ordenó que la tropa se dividiera en tres grupos de veinte, los cuales ocuparon las siguentes posiciones: en la esquina del norte, Pérez Canto con el primer grupo; en la del noroeste, Martínez con otros veinte soldados; en la del sudeste, Montt con otros tantos; y él mismo, al frente de los dieciséis restantes, se dirigió a ocupar la esquina del sudoeste. Se trataría de impedir la entrada del enemigo a la plaza, pero en caso de no poder resistir el choque, se replegarían ordenadamente sobre el cuartel. Sin más demora agregó con el máximo brío: "A sus puestos, carrera mar! Viva Chile!"

Sus setenta y seis subalternos, lanzados a todo escape hacia las posiciones indicadas, le respondieron con un vigoroso "Viva!!"

En forma inesperada se produjo un silencio absoluto en las masas atacantes, cuando ya los montoneros y los indios asomaban por el nacimiento de las calles.

Carrera Pinto alzó los ojos hacia el cerro El León y descubrió allí la causa de la sorpresiva detención del avance enemigo. Un parlamentario, protegido por una gran bandera blanca, bajaba al paso lento de su caballo y, tomando la calle del costado oriente de la iglesia, no tardó en entrar en la plaza. Las miras de los fusiles chilenos lo seguían en su tránsito hacia donde estaba el Teniente. El parlamentario llegó junto a él y desmontó con parsimonia. Luego lo saludo con una leve reverencia y luego de asegurarse de que estaba frente al Comandante de la guarnición le hizo entrega de una nota que traía en la mano.

El jefe chileno abrió el pequeño pliego y lo leyó con calma. Este expresaba:

"Ejército del Centro. Comandancia General de la División Vanguardia. La Concepción, julio 9 de 1882. Al Jefe de la Guarnición Chilena de la Concepción. Presente.
Contando, como usted ve, con fuerzas muy superiores en número a las que usted tiene bajo su mando y deseando evitar una lucha a todas luces imposible, intimo a usted rendición incondicional de sus fuerzas, previniéndole que, en caso contrario, ellas serán tratadas con todo el rigor de la guerra. Dios guarde a usted."

JUAN GASTO.

Luego que concluyó de leer, Carrera Pinto buscó en los bolsillos de su guerrera y, no hallando lo que necesitaba, se volvió a Pérez Canto para pedirle un lápiz y papel, pero este último tampoco encontró lo que el Teniente necesitaba. En consecuencia, Carrera Pinto decidió ocupar la parte inferior de la misma hoja que había recibido del parlamentario y en ella escribió con letra firme:

"En la capital de Chile y en uno de sus principales paseos públicos, existe inmortalizada en bronce la estatua de prócer de nuestra Independencia, General don José Miguel Carrera, cuya misma sangre corré por mis venas; por cuya razón comprenderá usted que ni como chileno ni como descendiente de aquél, deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas del rigor. Dios guarde a usted."

IGNACIO CARRERA PINTO.

Cuando el parlamentario hubo leído la respuesta del jefe chileno, se quedó mirándolo con asombro y creyó su deber decirle al Teniente Carrera Pinto, que dicha determinación importaba el exterminio de sus hombres. Sin titubear, Carrera Pinto, con expresión serena, se mantuvo en su resolución. Luego le dió al parlamentario cinco minutos para abandonar el pueblo y ponerse fuera del área de peligro.

Tan pronto el parlamentario hubo salido de la plaza, el Teniente se volvió hacia sus hombres y les comunicó con voz clara:

"Soldados, han venido a ofrecerme las vidas de todos nosotros a cambio de una rendición incondicional! He rechazado la oferta!"

Un ruidoso clamoreo aprobatorio brotó de los cuatro grupos de soldados emplazados en las esquinas. Entonces Carrera Pinto avanzó unos pasos hacia el centro de la plaza, desenvainó su sable y lo alzó hacia el cielo, advirtiendo a sus soldados que estuvieran atentos a su señal para disparar la primera descarga.

Los montoneros e indios asomados a las calles del pueblo esperaban febriles, pendientes de lo que ocurría en el cerro El León. La orden de atacar les vino apenas el parlamentario llegó al sitio donde estaba el Coronel Gastó. Fue un toque largo y ululante de una caracola. De inmediato, surgió de la masa de atacantes un chivateo ensordecedor y los centenares de hombres que la componían se abalanzaron a todo correr por las calles, convergiendo hacia la plaza.

Los cuatro pelotones de soldados aguardaron con los ojos puestos en las miras de sus fusiles, atisbando a su jefe a hurtadillas, en espera de su señal. Este se mantuvo rígido hasta que vio a los enemigos a la distancia requerida, luego bajó su sable al mismo tiempo que daba la orden de disparar.

Los fusiles de repetición de los chacabucanos vomitaron plomo sobre los atacantes durante varios minutos, hasta que la masa que avanzaba se disgregó. Se vio entonces a los hombres de vanguardia chocar con los que venían más atrás y, en medio del mayor desconcierto, huir hacia el exterior del caserío. Los soldados los regaron con balas todavía un tiempo más, hasta que Carrera Pinto dió la orden de cesar el fuego.

Los habían detenido en aquella primera ocasión, y los soldados celebraron el hecho con voces entusiastas. Pero todos comprendían que ésa no había sido más que la escaramuza inicial y que pronto vendría un nuevo asalto.

En efecto, el Coronel Gastó, que observaba la contienda desde lo alto, ordenó casi de inmediato el avance de sus soldados regulares.

Previendo que la fracción que avanzaba intentaría introducirse al cuartel saltando la tapia trasera, Carrera Pinto ordenó al Sargento Clodomiro Rosas que sacara dos hombres de los dieciséis que él mismo comandaba y se estableciera con ellos en el patio de la casa parroquial.

Aquella disposición apenas alcanzó a ser cumplida, cuando se reanudó la gritería de los indios y montoneros, pero esta vez alternada con un disparejo fuego de fusilería, que surgía de todas partes. Ahora los pobladores disparaban contra los soldados chilenos a través de las ventanas de sus casas, al mismo tiempo que numerosos montoneros lo hacían desde lo alto de los techos.

Carrera Pinto comprendió que era imposible contrarestar aquella forma de ataque; los estaban escopeteando como conejos encerrados. Era necesario replegarse al interior del cuartel y asi fue la orden que dió a sus soldados.

Una vez adentro, los distribuyó en grupos de a diez en cada ventana, cinco arrodillados y cinco de pie. Los demás se apostaron en el portón y en el patio. Luego se acercó a la soldadera Quinteros para ordenarle a que encerrase a las otras dos mujeres y al niño en la cocina y luego retornase para que fuera recargando los fusiles a medida que se fueran vaciando.

Repentinamente hubo un nuevo silencio, los enemigos habían dejado de disparar y habían hecho abandono de la plaza. Carrera Pinto tuvo que pensar que se estaban reorganizando en las calles atravesadas o que proyectaban algún nuevo método de ataque.

La cuenta por el lado chileno era de unos seis o siete muertos y muchos heridos. Esto lo llevó a tomar una dificil decisión. Solicitó a tres voluntarios para una arriesgada misión, deberían atravesar las líneas enemigas y llevar aviso de la situación que estaban viviendo al Coronel Del Canto. Varios se ofrecieron pero sólo serían tres los seleccionados, entre ellos eran: el Sargento Manuel Jesús Silva y los Soldados Olguín y Otárola.

Pérez Canto y Carrera Pinto encabezarían el grupo de veinte hombres, los cuales abrirían paso a los tres hombres selecionados. Antes de salir del cuartel, el Teniente se dirigió al Subteniente Montt para decirle que en caso de que él ni Pérez Canto regresaran, debería tomar el mando y defender el cuartel hasta el último. El jefe chileno abrió el portón, tirando bruscamente del pasador y saltó hacia afuera con todos sus hombres detrás.

Los Subtenientes Montt y Martínez se quedaron mirándolos a través de la abertura del portón, que habían entrecerrado de nuevo, y los vieron correr frenéticamente hacia la esquina del sudoeste. Pero, de súbito, la plaza pareció reventar como una granada. Los techos de las casas y del portal que ocupaban tres de sus costados se coronaron de fogonazos y los hombres de Carrera Pinto comenzaron a caer al suelo, retorciéndose por obra de los proyectiles.

Siguiendo la orden del Subteniente Montt, todos los soldados que miraban desde el cuartel el ataque contra sus compañeros, comenzaron a disparar sin cesar hacia los techos, tratando de esta manera de cubrir la retirada de su teniente y de los demás soldados chilenos.

A pesar de las circunstancias, Carrera Pinto había conseguido llegar con sus hombres hasta la esquina de la plaza donde nacía el camino a Huancayo y luchaba ferozmente para abrir paso, por entre la masa de enemigos allí reunidos, a los tres mensajeros. Finalmente, logró su objetivo y el Sargento y los dos soldados pasaron la primera muralla humana. Pero la situación en que quedaban sus compañeros era insostenible y el Teniente ordenó el repliegue sobre el cuartel, protegido por las balas rasantes que brotaban de éste.

Julio Montt había abierto el portón para facilitarles el reingreso y estaba esperándolos, cuando vio que, a unas veinte varas de distancia, Carrera Pinto caía al suelo. Salió entonces a la plaza con el Cabo Villarroel y, tomándolo de las axilas, lo llevaron en vilo al amparo del cuartel. Una bala le había perforado el hombro izquierdo, pero el Teniente, a pesar de su dolor, insistía en que no se ocuparan de él, sino de la defensa. Fue la soldadera Quinteros la que se encargó de examinarle la herida. Rasgándole la guerrera, le dejó el hombro al descubierto. Era una fea herida la que vieron sus ojos, pero sacó fuerzas de flaqueza y, desgarrando la camisa del oficial, improvisó un tosco vendaje.

En aquel instante, junto al portón se oyó una exclamación horrorizada del Subteniente Montt. Carrera Pinto intentó incorporarse, pero la cantinera se lo impidió y sólo pudo volver su rostro interrogante hacia el espantado Subteniente quien le informó que los indios habían arrojado a tres hombres desnudos y decapitados en medio de la plaza. Se trataba de los mensajeros. Pronto lo comprobaron al ver que tres de los indios danzaban haciendo cabriolas y llevando ensartadas en las puntas de sus lanzas las cabezas del Sargento y los dos Soldados. Sin titubeo Carrera Pinto ordenó tumbar a todos los salvajes hasta que no quedase ninguno vivo.

Los fusiles de todos los sobrevivientes volvieron a escupir metralla sobre los indios que estaban en el centro de la plaza, exterminando a la mayor parte de ellos. El Coronel Juan Gastó, que se había instalado en el piso alto de la casa de los Balladares y observaba la escena, consideró insensata la forma de actuar de sus aliados indios y montoneros, ordenó al corneta a dar el cese de fuego.

Una quietud extraña se posesionó del lugar y los defensores del cuartel, sorprendidos al principio, aprovecharon después para atender a sus heridos y descanzar. La plaza estaba nuevamente vacía. Con la ayuda de Pérez Canto, el Teniente Carrera Pinto se proponía ir a examinar a los heridos, cuando a través del muro de la cocina le llegó un penetrante grito de mujer, seguido por angustiosos gemidos. En el primer instante no supo interpretar aquellas voces, pero al ver aparecer a la cantinera en la puerta de lo cocina, comprendió de golpe lo que estaba ocurriendo, la mujer del Cabo Ortiz estaba con los dolores de parto.

Afuera, en una de las calles que apuntaban a la plaza, vagaba como una sombra Ambrosio Salazar, el sanguinario hacendado que mandaba a los indios de Comas. Su rostro tenía una expresión pérfida cuando clavaba su mirada en la silueta del cuartel chileno. Acababa de tener una violenta discusión con el Coronel Gastó, que insistía en negarle la autorización para que hiciera bajar de la montaña al grueso de sus indios. Y él tenía la certeza de que si no aplastaban pronto a los enemigos, éstos podían ser socorridos al día siguiente. Por otra parte, había advertido que los montoneros comenzaban a dejarse llevar por temores supersticiosos, pues los oyó comentar que los chilenos estaban protegidos por un dios muy poderoso. Además, habían saqueado varias cantinas y estaban embriagándose frenéticamente.

Resolvió entonces actuar por iniciativa propia, sin consultar al Coronel Gastó. Se daba cuenta de que la obscuridad hacía posible acercarse al cuartel enemigo por todos lados. Este estaba ubicado entre la iglesia y su propia residencia; el templo poseía dos torres altas y su casa era de dos pisos. No olvidaba tampoco que en la casona de los Balladares había divisado numerosos tambores con parafina. Todos esos elementos le sugerían el medio más rápido para aplastar de una vez por todas a los chilenos.

En tanto, en el interior del cuartel el drama de la mujer que estaba dando a luz no concluía y sus alaridos de dolor afectaban más a los soldados que los disparos provenientes de afuera. En aquel instante mismo la parturienta profirió un grito más fuerte que los anteriores y luego guardó silencio. Un par de minutos más tarde, se abrió la puerta de la cocina y asomó su rostro la cantinera, para preguntar si había por allí un balde de agua. Al ser consultada por el estado de la mujer, ella respondió que todo había salido bien pues acababa de tener un niño, luego volvió a cerrar la puerta.

Los soldados suspiraron sonoramente, como si todos ellos hubieran participado en aquel trance y gozaran ahora de alivio. Estaban comentando en voz baja el acontecimiento, cuando uno de ellos se llevó la diestra a la frente para secarse una gota que le había caído desde el techo. Nadie pareció hacer caso de su extraña reflexión; sabían que la noche estaba perfectamente despejada. Pero de pronto oyeron un ruido que los hizo pensar en que estaban baldeando el techo de la casa, y fueron entonces varios de ellos los que recibieron gotas sobre sus cuerpos.

Carrera Pinto les ordenó guardar silencio y todos se quedaron escuchando. Entonces si oyeron claramente cómo caían grandes masas líquidas sobre la techumbre. De inmediato le ordenó al Sargento Rosas que saliera al patio para averiguar lo que ocurría, aunque estaba poseído por una pavorosa sospecha. Tan pronto salió el Suboficial, Carrera Pinto se dedicó a caminar lentamente, con la esperanza de atrapar alguna de aquellas enigmáticas gotas. Pronto descubrió un chorrillo que se escurría desde el techo y puso la mano bajo él. Al olérsela, se dió cuenta de que sus temores no estaban errados, los serranos estaban bañando el cuartel con parafina para incendiarlo.

Un coro de roncas maldiciones acogió sus palabras y todos los hombres que aún podían hacerlo se pusieron de pie, dispuestos a abandonar el edificio. Pero su jefe los contuvo y ordenó a la mitad de los hombres a salir al patio a fusilar a los enemigos que debían de estar en las torres de la iglesia o sobre el techo de la casa del otro costado, antes de que pudieran lanzar fuego sobre la parafina.

Unos diez soldados salieron a la carrera a cumplir la orden; cuando el Jefe de la compañía se disponía a imitarlos, fue retenido por un griterio que provenía de la plaza y, pese a los dolores de su herida, se asomó a una ventana. Lo que vio le causó espanto. Una poblada india avanzaba a todo correr, portando centenares de antorchas, era obvio sus intenciones, los iban a quemar vivos. Rápidamente ordenó a sus soldados abrir fuego contra ellos para impedir que se acercasen al cuartel.

Los soldados que restaban saltaron hacia las ventanas y comenzaron a disparar. Allí agotaron la mayor parte de las municiones que les quedaban, pero lograron contener a los indios de la plaza. Sin embargo, de súbito se elevó un fulgor de llamas por un costado de la casa y éste tiñó de rojo la parte frontera. El Sargento Rosas quien se encontraba disparando contra los indios que estaban en la torre había logrado dar muerte a la mayoría de los atacantes, lamentablemente uno de los muertos cayó sobre el techo del cuartel con una antorcha en la mano. El techo entero estaba ardiendo.
 
La situación se había tornado dificil para los chilenos y Carrera Pinto sabía que era necesario salir pronto de allí o de lo contrario morirían todos quemados. La hora había llegado de salir del cuartel e ir a refugiarse a la casa del lado la cual había servido de enfermería.

Los heridos fueron arrastrados hasta el pórtico de entrada y aquellos hombres que aún tenían municiones se aprestaron a salir detrás de su teniente.

El grupo, ya de no más de veinte hombres, disparó sus fusiles y cargó a la bayoneta con desesperada locura. Luchaban como posesos, cortando, pinchando, usando los fusiles como mazas. La apariencia de los soldados en aquel escenario infernal, enrojecido por las llamas y sus gritos roncos, llenaron de pavor a los indios, que volvieron a retroceder.

Carrera Pinto se sintió invadido por una alegría salvaje y decidió perseguirlos hasta el costado opuesto de la plaza, para causarles la mayor mortandad.

Siguendo las órdenes de su teniente, los subtenientes Pérez Canto y Montt se abrieron hacia la derecha a fin de poder apoderarse de la casa vecina y justo cuando Carrera Pinto se aprestaba a agregar algo más, un disparo le cortó la voz en la garganta. Durante un segundo alzo los brazos al cielo, como si fuera a elevarse y luego cayó sobre el polvo hecho un ovillo. Julio Montt corrió a su lado con el propósito de ayudarlo, pero no había nada que se pudiera hacer: estaba muerto.

Por lo demás, no les quedaba tiempo para preocuparse del cuerpo caído. Los infantes del Coronel Gastó habían entrado en acción y se introducían a la plaza disparando nutridamente. La única esperanza de salvación que les quedaba a los sobrevivientes estaba en el pórtico de piedra del cuartel, y a su amparo se acogieron con toda rapidez.
Se distribuían en el pequeño espacio, parapetando a las mujeres tras las jambas del pórtico, cuando el techo crujió estrepitosamente y concluyó por hundirse, con pavoroso estruendo y un chisperío infernal.

El Coronel Gastó había hecho acudir a su presencia a Ambrosio Salazar y lo recriminaba con rudeza por el incendio provocado por sus indios. Además, estaba exasperado por las diez horas que duraba ya el combate. Por fin, aceptó dar termino inmediato al combate y le dió permiso a Ambrosio Salazar a lanzar a sus indios contra los escasos soldados chilenos.

Los soldados de Chacabuco que aún sobrevivían estaban agrupados tras el marco de piedra del portón. Detrás de ellos continuaba el incendio, pero muchas de las vigas del techo no se habían quebrado y, caídas de un extremo, formaban pasillos entre las llamas. Pero el calor era insoportable.

Pérez Canto se alzó un poco del lugar en que estaba acuclillado y preguntó a Martínez cuántos quedaban. Este no le respondió, eso ya no tenía importancia. Restarían diez o doce, no más.

En aquel momento Carmen Quinteros surgió agachada, por uno de los pasillos que formaban las vigas a medio caer y se acercó al Subteniente con aire perplejo. Le advirtió que alguien estaba golpeando contra la muralla del costado.

El Subteniente terminó de enderezarse, e iba a penetrar entre las ruinas, cuando atrajo su atención el paso de numerosas sombras por entre los horcones del portal. Temiendo que se avecinara un nuevo ataque por el frente, ordenó a Martínez que tomara tres hombres y, acompañados por el Sargento Rosas, se metiera entre las ruinas para averiguar en qué sitio estaban golpeando la pared. Luego, distribuyó a tres hombres tras el marco del pórtico, con la misión de defender a las mujeres, y él salió con los restantes a la vereda para rechazar a los atacantes. En efecto, éstos se habían distribuido en las sombras del prtal y abrieron fuego sorpresivamente.

Pérez Canto avanzó con los suyos, les ordenó efectuar una descarga y luego cargaron a la bayoneta. Fue inconcebible la forma como aquel puñado de hombres logró contener y rechazar a la masa de atacantes. Pero cuando regresaron al refugio del portón, eran ya muy pocos. Pérez Canto rehusó contarlos, aunque imaginó que todos los sobrevivientes, incluyendo a los que habían ido al interior del cuartel, serían unos ocho. Cuando retornó el Subteniente Martínez, este llegó repitiendo de que los indios no habían logrado entrar, su grupo había descubierto un forado pero lo taparon con los cuerpos de los indios que intentaron penetrar por él y también con los cadáveres de sus compañeros. Lamentablemente ese hecho costó la vida de dos de sus soldados y la del Sargento Rosas quien murió aplastado por unas vigas ardientes.

Comenzaba el amanecer del 10 de julio de 1882. Quince horas hacia que los soldados chilenos mantenían una resistencia suicida. Fieles al Artículo 21 de la Ordenanza General del Ejército, que impone: "El militar que tuviere orden de conservar su puesto, lo hará", habían ido sacrificandose jefes y soldados. En la plaza, arada por las balas y regada de sangre, se veía el cadáver del Teniente Carrera Pinto y de sesenta y siete soldados, y junto al pórtico del cuartel, el del Subteniente Montt. Sólo quedaban vivos Arturo Pérez Canto, Luis Cruz Martínez y seis soldados que, parapetados tras el marco de piedra del pórtico, cubrían con sus cuerpos a tres mujeres y dos niños, uno de ellos una guagua.

Alrededor de las cinco de la mañana, atendiendo al ruego de Giovanna Muzzio, el Coronel Juan Gastó ordenó suspender el fuego y se produjo entonces un silencio de muerte, roto sólo por las voces destempladas de los indios embriagados en los barrios vecinos. Tan profundo era el silencio que, en cierto momento, el Coronel Gastó pensó que todos los chilenos estaban muertos y ordenó a uno de sus ayudantes que practicara una investigación, tan pronto la luz de la aurora le permitiera ver.

Pérez Canto preguntó de improviso el número de municiones que aún quedaban, todos se miraron respondiendo negativamente, todos habían agotado sus municiones a excepción de un soldado quien sólo poseía una sola bala. Luego se preocupó de ver en qué estado se encontraban las mujeres, el niño y el recién nacido. Estaban todos vivos, pero se hallaban atontados por el tremendo drama que habían vivido.

De súbito, la cantinera, que estaba de bruces en el suelo, alzó un tanto la cabeza y se quedó mirando hacia afuera. Luego, tocó con una mano al Subteniente Pérez Canto señalandole en la dirección correcta. Era el comisionado a quien el Coronel Gastó encomendara acercarse al cuartel para averiguar si en él quedaban sobrevivientes. Se aproximaba con toda cautela, atenta la mirada y listo para escabullir el cuerpo, en caso de que se presentara un defensor. Pero todos éstos estaban inmóviles, fundidos al suelo y a las piedras del portón.

Mirando a su soldado, Pérez Canto hizo referencia a la bondad del destino al permitirle conservar una bala. El soldado poseedor de aquel único proyectil comprendió al instante.

Moviéndose con infinitas precauciones, fue alzando poco a poco el cañón de su fusil hasta ponerlo a nivel de sus ojos y asomado por un hueco que dejaban las piedras. Así se mantuvo apuntando durante unos segundos, que a los demás les parecieron interminables. Pero el hombre quería estar cierto de no errar el tiro. Sabía que en cuanto sonara el disparo, todos los atacantes se precipitarían a la plaza y cargarían contra ellos. Por fin, lo tuvo en la mira de su fusil y fue oprimiendo el gatillo milímetro a milímetro. Cuando sonó la detonación, parecía que el mundo entero había reventado.

El oficial peruano, que avanzaba agazapado, se irguió de un golpe, saltó en el aire, describiendo una parábola y cayó aplastado contra el suelo. Aquello bastó para que se desencadenara de inmediato el más furibundo ataque, en el que avanzaron mezclados montoneros, soldados e indios. Todos ellos corrían hacia el pórtico desde los diversos costados de la plaza.

Pérez Canto hizo ovillarse a las mujeres detrás de los pilares del pórtico y ordenó a sus hombres esperar hasta que los atacantes estuvieran a unas veinte varas de distancia. Cuando esto ocurrió, saltó afuera gritando: "A la carga, valientes del Chacabuco!".

Era un compacto y revolucionario muro de hombres el que enfrentaba al cuartel cuando salieron los chacabucanos e hincaron sus bayonetas en los cuerpos más próximos. El Subteniente Martínez sintió que su fusil se quebraba, incrustado entre las costillas de un soldado peruano, retrocedió unos pasos para buscar otra arma y en esos segundos alcanzó a captar una visión del horrible espectáculo que se estaba desarrollando frente a él. Los soldados que iban adelante con Pérez Canto habían sido envueltos por una enjambre de enemigos y apenas se divisaban sus brazos subiendo y bajando. Pero al fin, los enfurecidos atacantes se cerraron sobre ellos, aplastándolos.

Luis Cruz Martínez recogió un fusil caído y se percató entonces de que al lado suyo luchaban cuatro soldados y los llamó con un grito. Unidos codo a codo cargaron salvajemente y, machacando cráneos, tajando espaldas, hicieron retroceder a los asaltantes que , engañados por la confusión, se alejaron del lugar de la lucha. Luego, ordenó retirarse rumbo al cuartel lentamente para no darles la impresión a sus atacantes de que tenían miedo.

Retrocedieron lentamente, sin dar las espaldas, obsevados por los ojos atónitos de todos los vecinos asomados a las ventanas. Cuando llegaron junto a las mujeres, Carmen Quinteros se los quedó mirando con pupilas ansiosas y expectantes. Entonces el Subteniente de dieciseis años se quitó la gorra e hincó una rodilla en tierra, y fue imitado por los cuatro soldados. Junto a las mujeres a los demás soldados se pusieron a rezar por la salvación de sus almas.

Pareció que una voluntad superior deseara protegerlos durante los breves momentos que duró el rezo, pero apenas aquellos seres pronunciaron la palabra "amén", volvió a elevarse en el costado opuesto de la plaza el chivateo de los indios.

Todos se pusieron de pié, Martínez con voz entera se dirigió a sus hombres diciendo: "Soldados, creo que nos llegó nuestra hora". Dispuestos a poner termino a dicha situación se encaminaron hacia la salida pero sin antes detenerse frente a las mujeres, trazando con su mano el signo de la cruz, pidiendo que el Señor intercediera por ellas; luego se dispidió. Atrás quedaban las mujeres despidiendose con voz quebrada de los soldados de Chile.

Los cinco hombres salieron a la plaza formados en una corta hilera y avanzando con pasos firmes. A medida que se acortaba la distancia que los separaba de sus contendores, el Subteniente Martínez les ordenó ajustarse los barboquejos de los quepis y ordenarse las guerreras para morir con buena facha. Pero cuando ya se disponían a emprender la carrera para lanzarse a la carga, en una de las ventanas de la casa de los Balladares asomó medio cuerpo el Coronel Juan Gastó y con sus gritos acalló el chivateo de los indios. Luego exclamó en forma perfectamente audible: "Chilenos, ríndanse! Ríndanse y les perdonamos la vida!".

Los cinco hombres se detuvieron y se miraron entre sí, pero ninguno de ellos aflojó y juntos reanudaron el avance. Luego otras ventanas del pueblo se fueron abriendo desde su interior se escuchaban voces de los mismos habitantes pidiendoles su rendición a cambio de sus vidas.

El joven oficial chileno se detuvo y contestó con voz clara: "Los chilenos no se rínden nunca!". Luego se volvió a sus soldados y les ordenó vigorosamente: "Soldados del Chacabuco, a la carga!".

Los cinco hombres aferraron sus fusiles, nivelaron sus bayonetas a la altura del pecho y se precipitaron a la carrera contra la masa de asaltantes, que los aguardaba con bayonetas, lanzas y sables, dispuestos a exterminarlos. Y en el trascurso de unos pocos segundos sus cuerpos quedaron allí acribillados.

La División del Coronel Del Canto había logrado, por fin, ponerse en marcha desde Huancayo a las diez de la mañana y se dirigía aceleradamente hacia la Concepción. Como batidores de avanzada cabalgaban el Capitán Andrés Layseca , su ordenanza Cardemil, el Capitán Arturo Salcedo y el Subteniente Luis Molina. Estaban por trasmontar el lomo de la cuesta llamada Alto de la Concepción, cuando Cardemil señaló con un brazo hacia adelante y refrenó su caballo. A lo lejos se divisaba una columna de humo al otro lado del cerro.

Los tres oficiales detuvieron sus cabalgaduras unos segundos y se quedaron mirando la delgada humareada que emergía por sobre la cresta del cerro. Pero, de inmediato, todos ellos picaron espuelas y lanzaron sus animales al galope desenfrenado. La misma sospecha había surgido en sus cerebros: era en la Concepción donde se estaba produciendo el incendio. Sin demora alguna le fueron a notificar al Coronel Del Canto lo que habían visto.

Cuando el veteran soldado contempló el espectáculo que ofrecían la plaza de la Concepción y las ruinas del que había sido el cuartel de la 4a compañía del Chacabuco, sintió que una saliva amarga le llenaba la boca. Con las manos crispadas en las bridas de su caballo, parecía la encarnación del horror. La plaza estaba sembrada con los cadáveres de los setenta y siete soldados chilenos. Estos habían sido desnudos y horriblemente mutilados; la misma triste suerte habían corrido las tres mujeres y los dos niños.

Alzando el rostro al cielo, con las mandíbulas apretadas de tal modo que los huesos de las quijadas se le marcaban en blanco en las mejillas, pidió perdón y fuerzas a Dios para exterminar a todas las fieras que se ensañaron asi con sus soldados. Volviendose a los Comandantes que lo observaban, les ordenó a gritos sus deseos. El Comandante Pinto Aguero fue despachado rumbo a las montañas; el Comandante José Miguel Alzérreca al mando de los Carabineros de Yungay tenían la tarea de perseguir hasta el fondo del infierno a los que sacrificaron a los soldados chilenos.

El estruendo de los cascos de los caballos y de la fusilería resonó durante varias horas en los vericuetos de las montañas vecinas, delatando la encarnizada persecución y sólo regresaron a la Concepción cuando la noche se cerró sobre el paisaje serrano.

Al día siguiente en la mañana se procedió a la sepultación de los mártires. Los cadáveres de los sesenta y tres soldados de la 4a. compañía, más los once heridos y enfermos, habían sido recogidos y alineados junto a una zanja abierta detrás del muro posterior de la iglesia. Los restos de los cuatro oficiales estaban envueltos en mortajas en el interior de ella y unos compañeros de grado abrieron una zanja paralela al altar mayor.

El Coronel Del Canto, descubierto, contemplaba la escena con rostro sombrío, cuando se le acercó el cirujano Justo Pastor Merino. Este había recibido una comisión que no le había sido posible cumplir. La de recomponer los cuerpos de los cuatro oficiales. Lo único que había podido hacer fue extraerles los corazones, los que guardó en redomas de vidrio que encontró en la farmacia del pueblo. Confiaba en que los corazones de los héroes, sumergidos en alcohol, podrían conservarse hasta que fuesen llevados a Chile.

En cuatro toscos ataúdes, fabricados por los carpinteros de la sección bagaje, los oficiales fueron descendidos a la tumba común. Ignacio Carrera Pinto llevaba cosidas en su guerrera los galones correspondientes al grado de capitán, que le había sido otorgado hacía más de un mes, pero cuyo despacho él no alcanzó a conocer. Y sobre su pecho se extendió el jirón que restaba de la bandera quemada del cuartel, de la cual se conservaba la estrella, blanca estrella en la que el Coronel Del Canto y su Ayudante Galvarino Irarrázaval estamparon sus firmas y escribieron la fecha 10 de julio de 1882, como testimonio. Luego, entre los responsos por los difuntos y las salvas de honores, fueron cubiertos de tierra.

Mientras una corneta lanzaba al aire el toque de "silencio", el Comandante Marcial Pinto Aguero se acercó al Coronel Del Canto y se inmovilizó a su lado hasta que cesó de oírse la corneta. Luego de pedir permiso a su coronel, se volvió con viveza hacia cuatro grupos de soldados apostados en las esquinas del viejo templo y les hizo una señal con su sable. Estos baldearon los muros y luego el pórtico del templo con parafina y, sin vacilaciones, le prendieron fuego. De esta manera, las cenizas cubrirán las tumbas, evitando cualquier profanación por parte de los indios. El viejo templo comenzó a arder como una inmensa pira funeraria.

A una orden del Comandante Alzérreca, todos los componentes de la División expedicionaría presentaron armas en homenaje de honor a los caídos. Al reanudar nuevamente la marcha, los soldados desfilaban en sobrío silencio y, al pasar frente a la iglesia en llamas, volvían los rostros hacia las tumbas de sus compañeros, como dándoles un postrer adiós. Los tambores, en sordina, comenzaban a marcar el compás de marcha, y la división, formada en perfecto orden, iba abandonando el trágico pueblo del sacrificio.
 
Combate de La Concepción Version Peruana (Pt1)

Aqui les dejo una version peruana del combate.

Uno de los regimientos que integraba la división chilena del centro era el Chacabuco, Sexto de Línea, dirigido por el comandante Marcial Pinto Aguero. El Chacabuco estaba integrado por seis compañías y había tenido una participación decisiva en las batallas de San Juan y Miraflores, particularmente en la difícil toma del morro Solar. Hasta cierto punto, el Chacabuco podía considerarse un regimiento de elite. El inicio de la campaña terrestre, desde Pisagua, había sido llevado a cabo por soldados voluntarios pertenecientes a la clase proletaria obrera chilena, conducidos por oficiales profesionales, en buen porcentaje miembros de la burguesía. Sin embargo, no se observaban muchos voluntarios provenientes de las clases acomodadas, situación que motivaba cierto malestar en un sector del pueblo que consideraba estar cargando sobre sus espaldas el mayor peso del conflicto. Esta situación impulsó a varios jóvenes patriotas miembros de las clases medias y altas a enrolarse en el ejército con objeto de mostrar con el ejemplo que la guerra era para todos los chilenos. El caso más notorio fue el de don Ignacio Carrera Pinto, sobrino del ex presidente de aquel país, Aníbal Pinto.

Ignacio Carrera nació en 1848 y era descendiente directo del prócer de la independencia chilena José Miguel Carrera. Pocos meses después de declarada la guerra con el Perú, cuando contaba con 31 años de edad, se enroló voluntariamente en el ejército y recibió el grado de sargento del Regimiento Cívico Movilizado No 7 de Infantería Esmeralda, conocido como el Séptimo de Línea. A fines de setiembre de 1879 desembarcó con su regimiento en el territorio ocupado de Antofagasta, de donde pasó a Carmen Alto. Luego de la captura del puerto peruano de Pisagua se trasladó al teatro de operaciones de Tarapacá e integró la fuerza que ocupó el puerto de Iquique. Cuando se inició la campaña de Tacna, su regimiento pasó a integrar la primera división del ejército expedicionario. El sargento Carrera tuvo una destacada actuación en la batalla del Alto de la Alianza, donde no obstante ser herido en combate, condujo a sus hombres con gran coraje, hecho que le valió ser ascendido a Subteniente. Concluida la campaña del sur, el flamante oficial fue destacado al regimiento Chacabuco, Sexto de Línea, con el cual luchó valientemente en las batallas de San Juan y Miraflores. En una de aquellas, participó en la conquista de siete trincheras peruanas, compartiendo honores con otros jóvenes oficiales que luego servirían bajo sus órdenes (7).

Luego de la ocupación de la capital peruana, Carrera Pinto fue ascendido al rango de teniente. Poco más de un año después, fue promovido al rango de capitán y jefe de la cuarta compañía del regimiento Chacabuco, que en aquellos momentos formaba parte de la división que ocupaba la sierra central del Perú.

El fraccionamiento de las tropas de la división del centro en un terreno hostil estaba demostrando ser un error estratégico que les acarearía graves consecuencias. Así, vista la difícil situación que enfrentaba con el avance de las fuerzas de Cáceres y a efecto de acortar las líneas replegando las tropas hacia lugares donde se pudiera ofrecer una sólida resistencia y prestar debida asistencia médica a los enfermos, el gobernador Lynch ordenó al coronel del Canto evacuar Huancayo, replegarse a Jauja y limitarse a retener la línea del ferrocarril de la Oroya u otro punto estratégico que conservara el libre paso del ejército al otro lado de la cordillera de los Andes. La ofensiva podría reanudarse una vez concluido el frío invierno andino. Sin embargo, ante el gran número de enfermos en sus tropas y otras circunstancias de carácter logístico, del Canto se vio forzado a retrasar su repliegue.

Fuera de Huancayo y separadas cada cual por una distancia de 20 ó 30 kilómetros se hallaban distribuidas las pequeñas guarniciones militares chilenas que tenían por misión contener a las huestes de Cáceres. Así, en Marcavalle se ubicaba la cuarta compañía del batallón Santiago, En Pucará estaban la 2da y 3ra compañías del mismo regimiento, en Zapallanga descansaba el resto del Santiago, en Jauja permanecían dos compañías del regimiento Chacabuco, mientras que otras compañías ocupaban Tarma, Concepción y la Oroya. En la situación en que se encontraban, los chilenos eran constantemente hostilizado por los guerrilleros y sus convoyes de pertrechos atacados y capturados. Además, un buen porcentaje de sus soldados había caído víctimas de enfermedades como el tifus y yacían inermes en hospitales o improvisadas tiendas de campaña.

La distribución de las fuerzas adversarias, sugirió a Cáceres la idea de encajonar a del Canto mediante un doble movimiento de rodeo, cortándole la retirada hacia la costa, para batirla posteriormente por partes. Para tal efecto el gran estratega peruano dividió sus fuerzas, consistentes en 1300 soldados y 3000 guerrilleros, en tres columnas. La primera de ellas, integrada por el batallón Pucará número 4, las columnas guerrilleras de Comas y Libres de Ayacucho y fracciones del batallón América, más destacamentos guerrilleros de Comas y Andamarca, quedó al mando del Coronel Juan Gasto. La segunda columna, compuesta por un batallón de regulares y un destacamento de guerrillas, quedó a órdenes del coronel Máximo Tafur y, La tercera columna, integrada por los batallones Zepita, Tarapacá, Izcuchaca, once piezas de artillería y destacamentos guerrilleros de Acoria, Colcabamba, Huando, Acostambo, Pillichaca, Huaribamba, Pampas, Pazos y Tongos, permaneció bajo el mando del propio Cáceres.

De acuerdo al plan, la columna del coronel Gasto debía marchar por el sector derecho de las alturas del río Mantaro y, virando por la localidad de Comas, debía caer sobre el pueblo de Concepción y batir al destacamento que ocupaba ese lugar. La columna de Tafur por su parte, debía avanzar hacia el oeste, pasar por Chongos y Chupaca, caer sobre la Oroya, atacar a la guarnición chilena y cortar el puente del mismo nombre para impedir el escape de las tropas adversarias hacia Lima. El general Cáceres por su parte se dirigiría a batir a los destacamentos chilenos en Marcavalle y Pucará.

El 8 de julio la columna de Cáceres arribó a la localidad de Chongos y se desplazó por los pueblos de Pasos, Ascotambo, Acoria y otros sin ser avistado por el adversario, acampando finalmente en las alturas de Tayacaja, frente al poblado de Marcavalle, primer objetivo militar de la expedición. Desde aquella posición los peruanos pudieron divisar claramente a las tropas chilenas del Regimiento Santiago. En la madrugada del nueve de julio, el general Cáceres ejecutó un ataque simultaneo con artillería e infantería. La sorpresa fue tal, que en no más de 30 minutos las fuerzas chilenas se vieron obligadas a retroceder hasta el pueblo de Pucará, ubicado a poco menos de un kilómetro y medio de Marcavalle, en dirección a Huancayo. En este proceso los chilenos sufrieron 34 bajas. En Pucará se trabó un nuevo combate entre las tres compañías del Santiago y cuatro compañías de los peruanos Tarapacá, Junín y la columna de guerrilleros de Izcuchaca. El ataque peruano alcanzó tal intensidad que la tropa chilena debió emprender otra apurada retirada. Las pérdidas sufridas por los chilenos en las acciones de Marcavalle y Pucará fueron considerables. Tuvieron 200 bajas, entre muertos y heridos. Asimismo dejaron en el camino gran número de municiones y otros pertrechos de guerra. Sus muertos fueron enterrados por las tropas peruanas. Entre ellos se encontraron seis oficiales, para quienes el general Cáceres dispuso sepultura especial y que se les rindiera los honores correspondientes.

A 26 kilómetros al norte de Huancayo y a 45 de Pucará, se encuentra el pintoresco pueblo de Concepción, que entonces contaba con unos tres mil habitantes. Aquella localidad, fundada por los incas en territorio de los Huancas y descubierta por el conquistador español Hernando Pizarro un 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, también había sido ocupada por una guarnición del ejército chileno, similar a las otras tantas fraccionadas a lo largo de diversos pueblos del hermoso valle del Mantaro. El cinco de julio del Canto había dispuesto que la cuarta compañía del Chacabuco, a órdenes de Ignacio Carrera Pinto –quien por cierto aun no había sido informado de su ascenso- relevara a la tercera compañía del mismo regimiento en dicho pueblo, comandada por el capitán Alberto Nebel. La compañía de Carrera Pinto consistía en 57 soldados de tropa, un sargento, cuatro cabos y un segundo oficial, el joven subteniente Arturo Pérez Canto, de 21 años de edad. A ellos se sumaban los subtenientes Julio Montt de la quinta compañía del Chacabuco, convaleciente de tifus y Luís Cruz, de la sexta, agregado, con apenas 18 años. También se encontraban en Concepción diez soldados, todos ellos extentos del servicio por razones de enfermedad; nueve pertenecientes a diversas compañías del Chacabuco y uno a la primera compañía del regimiento Lautaro. En total, 77 hombres. Cuatro de los suboficiales estaban acompañados por sus mujeres, comúnmente conocidas como cantineras, quienes convivían con ellos, asistiéndolos lealmente en sus faenas a más de apoyar los quehaceres domésticos del destacamento.

La vida en aquel pequeño y pintoresco pueblo era tranquila y pese al natural rechazo de la población no se registraban actos de violencia o sabotaje contra las fuerzas de ocupación. Parecía que el destacamento recién llegado no sufriría mayores contratiempos y la posibilidad de un enfrentamiento inmediato con el ejército peruano se vislumbraba como remota. No obstante, y de conformidad con las órdenes del alto mando, se adoptaron medidas preventivas. En tal sentido Carrera Pinto mantuvo a la tropa acuartelada y acondicionó dispositivos defensivos en el cuartel de la guarnición. Este funcionaba en una casa parroquial, ubicada al costado de la iglesia a cuyo otro extremo se levantaba una casa de dos pisos que había sido acondicionado como enfermería, construcciones todas situadas en plena Plaza de Armas. De la parte posterior del improvisado cuartel emergían las faldas del cerro del León. Ello y las bocacalles de la plaza eran motivo de preocupación, por lo que el capitán ordenó levantar barricadas en los accesos, contemplando un eventual escenario que implicara la defensa del perímetro de la plaza. Las municiones en los diversos regimientos chilenos de la división del centro estaban muy escasas y los soldados del Chacabuco no eran una excepción: Cada uno disponía apenas de 100 balas, cantidad ínfima pero apreciable si se comparaba con las 20 balas con que contaban los del regimiento Lautaro. La guarnición de Concepción tampoco poseía caballería ni piezas de artillería y se encontraba muy aislada, pues el destacamento chileno más cercano se encontraba en Jauja, donde acampaban otros 100 hombres del Chacabuco.

A las 9 de la mañana del 9 de julio, el ataque peruano iniciado en Marcavalle y continuado en Pucará -evidentemente inadvertido en Concepción- empezó a diluirse en plena persecución del adversario, que retrocedió hacia Zapallanga. Sin embargo las compañías del Santiago lograron hacerse fuertes en un lugar llamado La Punta, donde fueron reforzados por el destacamento acantonado en Zapallanga. El hecho que la fuerte división central de Huancayo se acercara para socorrer a sus camaradas, además de otras circunstancias motivó que Cáceres suspendiera el ataque en ese sector, con intención de reanudar las hostilidades al día siguiente. A plazo inmediato había logrado su objetivo y los chilenos había sido desalojados de dos poblados.

Después de recoger a los sobrevivientes del Santiago, el grueso de la división del Canto se replegó a Huancayo, pero en lugar de continuar hacia Concepción, cual era su objetivo, el comandante en jefe decidió permanecer en aquella ciudad y pasar ahí la noche. Si bien no se había recibido noticias de Concepción, nadie podía imaginar los dramáticos sucesos que ahí pronto se desencadenarían.

En efecto, el coronel Juan Gasto, comandante general de la División de Vanguardia, en cumplimiento a sus órdenes, partió de Izcuchaca con dos batallones del ejército regular y multitudes de campesinos provistos de hondas y rejones. Los soldados, un total de 300, pertenecían al batallón de infantería Pucará Nº 4 al mando del teniente coronel Andrés Freyre y al batallón de infantería Libres de Ayacucho bajo el teniente coronel Francisco Carbajal. Apenas disponían de 60 balas por hombre. Las fuerzas Irregulares estaban integradas por la columna Comas y guerrillas de Andamarca, al mando de don Ambrosio Salazar, las guerrillas de Orcotuna, guerrillas de Mito, guerrillas de San Jerónimo, guerrillas de Apata y las guerrillas de Paccha, que en conjunto alcanzarían unos 1,000 hombres.

El número de la columna peruana difiere ligeramente en el Parte Oficial del comandante chileno Marcial Pinto Agüero, quien señaló:

“El número de fusileros enemigos que atacaron Concepción, era de 300 al mando del coronel Gasto, más 1,500 hombres armados de lanzas”.

Previo consejo de guerra, el coronel Gasto encomendó al comandante guerrillero Ambrosio Salazar ejecutar el asalto. Así, aproximadamente a las 14:30 horas del domingo 9 de julio, las fuerzas peruanas aparecieron por los cerros que rodeaban el pueblo. Al percatarse de ello, el sorprendido capitán Carrera Pinto rápidamente evaluó con sus oficiales el curso de acción. La primera posibilidad que se presentaba sugería emprender una retirada rápida pero ordenada habido cuenta de la imposibilidad de sostener con sólo 77 soldados de infantería armados apenas con fusiles y bayonetas y escasos de munición, un ataque de 1,300 hombres. Esta posibilidad sin embargo fue rápidamente descartada al considerar que los guerrilleros peruanos podían emboscarlos en el proceso de repliegue y que sería más difícil combatir a campo descubierto, donde las tropas se presentarían más vulnerables. Se optó entonces por permanecer en el lugar y mantener la posición, pues se esperaba contar con el apoyo del coronel del Canto, que luego de evacuar Huancayo, debía pasar por Concepción en el transcurso de las próximas horas. En tales circunstancias los chilenos confiaron en resistir el ataque adversario, hasta que llegara el grueso del contingente y provocara un vuelco en lo que se vislumbraba como un desigual combate. En consecuencia, el enérgico Carrera Pinto ordenó a sus hombres prepararse para la lucha. Los heridos capaces de combatir ocuparon posiciones y aquellos que yacían enfermos como el teniente Montt se unieron a la lucha. Pérez Canto y 20 hombres fueron destacados en la esquina norte de la plaza de armas, Luis Cruz y otros 20 soldado se ubicaron en el noroeste, mientras que el teniente Montt ocupó con otros 20 efectivos el sudeste. Carrera Pinto por su parte, tomó 14 soldados para defender el sudoeste. Al mismo tiempo despachó al cabo Manuel Silva y dos soldados para que intentaran llegar a Huancayo y avisaran al cuartel general sobre su difícil situación. Así, la guarnición se vio reducida a 74 hombres sin siquiera haberse iniciado el combate.
 
Combate de La Concepcion Version peruana (pt2)

Los portadores del mensaje sin embargo, no lograron atravesar las posiciones peruanas y resultaron muertos en el intento. Con ello se desvanecerían las posibilidades de ayuda. Por su parte el coronel del Canto no marcharía aquel fatídico día sobre Concepción; A más de su decisión de permanecer en Huancayo, irónicamente acababa de recibir una comunicación... suscrita por el propio Carrera Pinto aproximadamente a las 13:30 horas, mediante la que notificaba que la guarnición bajo su mando no observaba mayores novedades.

La columna de Ambrosio Salazar, ubicada en la colina que domina el pueblo, inició esporádicos disparos. La guarnición chilena, obligada a conservar municiones, no contestó el fuego. Más bien se preparó para repeler un ataque frontal. Carrera mantuvo la opción de defender todo el perímetro de la Plaza de Armas.

Tras más de una hora de intensa fusilería el ejército regular convergió por el norte, con lo que se aseguró el cerco sobre el pueblo. Acto seguido los peruanos emprendieron el asalto simultáneo a la plaza. No bien se inició aquella violenta incursión, los chilenos respondieron a pie firme con una descarga cerrada, causando muchas bajas en los peruanos. Estos sin embargo no se amilanaron y continuaron en la brega, siendo rechazados una y otra vez desde las posiciones chilenas, lo que dio inicio a la primera fase del combate. El fuego chileno demostró ser bastante certero y por lo tanto mortal. Las embestidas peruanas no podían romper las barricadas y se veían obligadas a retroceder para reintentar una y otra vez penetrar las defensas del adversario. En este cruento proceso sin embargo, algunos chilenos resultaron muertos o heridos y pronto se hizo evidente que por más esfuerzos que hicieran no podrían mantener los accesos indefinidamente. Los peruanos, pese a las bajas sufridas no mostraban intención de suspender o concluir el ataque y se vislumbraba que su aguerrida determinación y ventaja numérica pronto les permitiría alcanzar su objetivo. Así fue, porque pese a todos los intentos por no ceder las posiciones, los chilenos fueron forzados a replegarse de a pocos hacia el centro de la Plaza de Armas cargando a sus heridos y dejando sobre los accesos -mudos testigos de la épica lucha- los cadáveres de sus compañeros caídos en acción. En esa nueva posición quedaron sin embargo más expuestos que antes. Teniendo en cuenta que bajo tales circunstancias resultaba suicida mantener la plaza, el capitán Carrera Pinto ordenó a sus fuerzas replegarse hacia el cuartel, desde el cual continuarían combatiendo. Los hombres obedecieron y pronto la Plaza de Armas quedó desierta. Una vez dentro del cuartel los soldados trancaron las puertas y tapiaron con muebles las ventanas dejando sólo troneras para disparar.

Mientras el comando peruano evaluaba un plan de acción para capturar el cuartel mediante un asalto convencional, los guerrilleros, indignados por las represalias, cupos y otros abusos cometidos por la división del centro contra sus pueblos y familias, se lanzaron una vez más, indiscriminadamente, contra el objetivo. Esta decidida acción fue respondida con un fuego nutrido y compacto que los obligó a replegarse no sin sufrir cuantiosas bajas.

Suspendido este ataque, el coronel Gasto, consciente que tarde o temprano se tomaría el cuartel chileno y previendo que este proceso demandaría un mayor derramamiento de sangre en ambas partes, que inclusive podía implicar el exterminio del valiente destacamento enemigo, envió a uno de sus oficiales para que, bajo bandera de parlamento, les planteara la rendición de acuerdo a las leyes de la guerra y ante la imposibilidad de que los hombres de la cuarta compañía del Chacabuco mantuvieran por mucho tiempo su frágil posición. El texto de la notificación era corto pero explícito:

“Señor Jefe de las fuerzas chilenas de ocupación.- Considerando que nuestras fuerzas que rodean Concepción son numéricamente superiores a las de su mando y deseando evitar un enfrentamiento imposible de sostener por parte de ustedes, les intimó a deponer las armas en forma incondicional, prometiéndole el respeto a la vida de sus oficiales y soldados. En caso de negativa de parte de ustedes, las fuerzas bajo mi mando procederán con la mayor energía a cumplir con su deber.”

La respuesta de Carrera Pinto habría sido tan dramática como tajante. Se dice que en el mismo papel que recibió la notificación de rendición escribió:

“En la capital de Chile y en uno de sus principales paseos públicos existe inmortalizada en bronce la estatua del prócer de nuestra independencia, el general José Miguel Carrera, cuya misma sangre corre por mis venas, por cuya razón comprenderá usted que ni como chileno ni como descendiente de aquel deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas de rigor. Dios guarde a usted”.

En otras palabras, no pensaba rendirse. Frente a tales circunstancias los hombres que ocupaban los accesos de la plaza emprendieron un nuevo asalto para capturar el cuartel. Aquella aguerrida incursión realizada a pecho descubierto por combatientes en su mayoría armados sólo con piedras y rejones fue nuevamente rechazada con feroces descargas de plomo. Se continuó pues luchando con igual ímpetu hasta que la tarde dio paso a las penumbras de la noche; el frío se acentuó, el silencio se apoderó de la plaza y uno y otro bando se dedicó a atender a sus heridos y a reponer fuerzas. Los peruanos sólo deseaban poner término al drama y los estoicos chilenos aún mantenían la esperanza que de un momento a otro aparecerían las tropas que los salvarían de lo que ya se presentaba como una muerte segura. Sólo era cuestión de tiempo. Mientras tanto sólo quedaba continuar la pelea.

El combate se reanudó alrededor de las 19:00 horas, sólo que esta vez adquirió un matiz diferente. Los peruanos continuaron disparando contra el cuartel y avanzaron protegidos por la oscuridad, hasta lograr finalmente alcanzar las paredes del recinto. Los hombres del Chacabuco formaron y armados de gran coraje salieron en grupos a repeler los ataques a la bayoneta, con lo que hicieron retroceder a sus atacantes. Esta secuencia se repetiría en varias oportunidades y si bien en este proceso los chilenos lograban parcialmente su cometido, es decir alejar a los peruanos de su posición, comenzaron a sufrir bajas en mayor proporción. En este proceso Carrera Pinto recibió dos heridas en el brazo.

En la practica los peruanos ya eran dueños de Concepción, salvo por la construcción que servía como cuartel chileno. Por ello, aproximadamente a las 20:00 horas, en cumplimiento de ordenes superiores, el coronel Gastó dispuso que las tropas del ejército regular se dirigieran hacia al fundo Santibáñez entre Quichuay e Ingenio. Por su parte Ambrosio Salazar, quien quedó como único responsable militar de las acciones para neutralizar al destacamento chileno, apreció la dilatación de la lucha sin ver nada positivo y decidió dar más ímpetu al ataque. Como los peruanos ya controlaban la totalidad de la plaza, pudieron ocupar las casas aledañas al cuartel, que de este modo terminó rodeado por los cuatro lados. Así, trepados sobre los techos vecinos y desde distintos ángulos, continuaron disparando contra el objetivo y causando más mortandad entre los agotados adversarios. Carrera Pinto vio la situación desesperada. El tiempo transcurría; del Canto no aparecía, las municiones casi se habían agotado y las bajas eran proporcionalmente grandes. Sí bien el espíritu combativo de sus hombres no había mermado todo hacía presagiar que el final era inminente. Los gritos intimando a la rendición se sucedían, pero el oficial sureño, pese a su situación, prestó oídos sordos y decidió mantener su puesto hasta las últimas consecuencias. Era evidente que prefería morir antes que rendir su comando. El olor a pólvora, la sangre, el humo, los gemidos de los heridos, los gritos de los combatientes, las amenazas, el ruido de las balas, todos ellos elementos componentes de un espectáculo dantesco pero épico donde ambas partes daban muestras de un valor admirable: En unos, tener que sostenerse espartanamente contra fuerzas superiores con la seguridad que si no llegaban refuerzos serían exterminados; en otros, la mayoría descalzos y sin uniforme, el enfrentar con el pecho descubierto, blandiendo apenas hondas y rejones, los mortales y certeros disparos del contrincante.

Antes de la medianoche ya la mitad de la compañía del Chacabuco había perecido en la contienda. Pero los sobrevivientes no bajaron la guardia, batiéndose a balazos, culatazos o cargando a la bayoneta, pero jamás dispuestos a ceder su posición. Entonces los peruanos realizaron nuevas variantes para lograr ingresar al cuartel y dar término al drama. Abrieron agujeros en las paredes de adobe y exponiéndose a una muerte segura treparon sobre el techo de paja para incendiarlo y forzar su evacuación. El fuego, avivado por la cera que lanzaban los contrincantes hizo presa del cuartel y sus ocupantes apagaron lo que pudieron. El humo se intensificó. Al final no había agua. Carrera Pinto decidió entonces efectuar otra salida con objeto de evacuar nuevamente el perímetro. Al frente de su grupo se abrió paso con los corvos, avanzando por el frente y los costados del cuartel.

El resto que permaneció en el interior intentaba alejar a los heridos del fuego y detener a los peruanos que pretendían ingresar por los agujeros. Fue en estas circunstancias que el capitán Carrera y varios de sus hombres cayeron muertos en acción, el primero por una bala que le atravesó el pecho (8). Las puertas del cuartel volvieron a cerrarse con no más de dos docenas de hombres aptos para combatir, ahora bajo el mando del subteniente Montt. Un tiempo después los chilenos se vieron obligados a salir para repetir la operación y en la temeraria carga Montt también resultó muerto. El mando recayó en el joven Pérez Canto. Nuevamente los guerrilleros peruanos y los habitantes de Concepción solicitaron a los chilenos rendirse pues no había razón para continuar tan inútil lucha. Los emisarios sin embargo fueron baleados en el fragor del combate y ello enervó a los atacantes que consideraron tal reacción como un acto de traición. Los ataques se prolongaron durante toda la madrugada, sin mitigarse y sin que los chilenos se decidieran finalmente a presentar bandera de parlamento.

Amaneció finalmente y con la luz del día como testigo, Pérez Canto se vio obligado a efectuar una nueva y suicida incursión fuera del cuartel. Peleó hasta donde le dieron las fuerzas y sucumbió finalmente con los hombres que lo acompañaron, todos ellos víctimas de su arrojo.

Dentro del recinto sólo permanecía el novel subteniente Cruz con una docena de soldados y las tres cantineras. Una vez más los peruanos, impresionados ante el espectáculo y fastidiados por el derramamiento de sangre, quisieron salvar la vida de los sobrevivientes y exhortaron a Cruz a deponer su actitud combativa. Se le hizo ver que ya había cumplido sobradamente con su deber y que era demasiado joven para morir. Inclusive se dice que se le hizo llegar el mensaje de una muchacha amiga de este, en el que le imploraba que pusiera fin a la contienda. Fue inútil.

Los chilenos prosiguieron acuartelados, con los cañones y percutores de sus rifles calientes por las continuas descargas. Finalmente las municiones se les agotaron por completo. A las nueve de la mañana aproximadamente, el fuego había adquirido proporciones terribles. El destacamento ya no podía permanecer dentro de ese infierno pues los hombres eran alcanzados por las llamas o se ahogaban por efectos del humo, que hacía irrespirable el ambiente. La mayoría de los heridos ya había expirado. Entonces Cruz ordenó cargar a los heridos y con los pocos hombres que le quedaban salió del recinto, convertido en un verdadero infierno, para abrir paso a la fuerza hacia la Plaza. En ese proceso el aguerrido subteniente y la mayoría de sus acompañantes sucumbieron. Para todo efecto, tras 17 dramáticas horas, la batalla había concluido.

Los pocos sobrevivientes fueron capturados entre el llanto desconsolado de las cantineras. Para aquel grupo de combatientes la resistencia había terminado; habían sostenido espartana lucha hasta el límite del coraje y la determinación que puede ofrecer un hombre. Todos sus oficiales, suboficiales y la gran mayoría de compañeros estaban muertos. El comandante Lago de inmediato los declaró prisioneros de guerra (9).

Para infortunio de ellos, el oficial peruano no pudo contener la ira de los guerrilleros. Como unas horas antes el coronel Gasto con el ejército regular se habían retirado en cumplimiento de órdenes superiores a sabiendas que en la práctica el combate había concluido y que era cuestión de tiempo rendir a los remanentes de la guarnición chilena, Lago no contaba con suficientes recursos como para frenar a los enfurecidos guerrilleros. A ellos los chilenos los fusilaban cuando los capturaban, les desconocían su carácter de beligerantes, quemaban sus viviendas y saqueaban sus pueblos. Decenas de ellos yacían muertos en aquel combate; Pagaron con la ley del talión. Ajenos al raciocinio que se pierde en circunstancias tan difíciles como las vividas, se lanzaron sobre los sobrevivientes y ante el horror del vecindario y la impotencia de los oficiales, los ejecutaron (10).

El 10 de julio las fuerzas del general Cáceres reanudaron la marcha sobre Huancayo resueltos a continuar la lucha, pero del Canto había evacuado ya la población dirigiéndose a Jauja, por la cual la capital de Junín fue recuperada por las fuerzas peruanas. Concepción se convertiría sin duda en uno de los incidentes más brutales de la guerra del Pacífico, en el que ambos bandos, en mayor o menor medida, fueron responsables de actos reprobables. Además de los 77 oficiales y soldados chilenos, 291 peruanos rindieron la vida en el combate. En su repliegue, del Canto llegó, como estaba previsto, a Concepción, donde descubrió los cadáveres de sus compañeros caídos. Acto seguido y continuando con la secuela de destrucción vivida en las últimas horas, ordenó que la caballería cargase contra los cerros de Concepción donde yacían heridos los guerrilleros que participaron en el combate. Posteriormente dispuso fusilar a 94 montoneros prisioneros y otros residentes del pueblo. Acto seguido ordenó incendiar el pueblo, el primero de una serie de caseríos y poblados que serían arrasados en represalia en el recorrido hacia Tarma.

El periodista Manuel F. Horta, corresponsal del diario “El Eco” de Junín, quien visitó Concepción después del combate escribió:

“La ciudad de Concepción es una sola ruina. De las manzanas de casas que la formaban, no existe ninguna en pie. Los horrores de la guerra parece que se hubieran aglomerado sobre este infeliz pueblo, para ofrecerse en toda su desnudez, formando un cuadro infernal, propio para conmover a los corazones más empedernidos”

Por su parte, el coronel del Canto, por iniciativa del comandante del regimiento Chacabuco, dispuso que los corazones de los cuatro valientes oficiales fueran retirados de sus cuerpos para ser transportados a Lima (11). Luego concluyó el paso de su ejército por Concepción con la siguiente proclama:

“Soldados del Ejército del Centro: Al pasar por el pueblo de Concepción habéis presenciado ese lúgubre cuadro de escombros y cuyo combustible fueron los restos queridos de cuatro oficiales y 73 individuos de tropa del Batallón Chacabuco Sexto de Línea. Millares de manos salvajes fueron autores de tamaño crimen; pero es necesario que tengáis entendido que los que defendieron él puesto que se les había confiado eran chilenos y que, fieles al cariño de su patria y animados por el entusiasmo de defender su bandera, prefirieron sucumbir todos antes que rendirse. Los que perecieron en Concepción en defensa de nuestra querida patria han obtenido la palma del martirio; pero una i mil veces benditos sean, puesto que su valor y sacrificio les ha dado derecho a la corona de los héroes”.

La batalla de Concepción fue la acción de armas en la Sierra Central en la que más soldados chilenos rindieron la vida. De acuerdo a los partes oficiales chilenos, en el período de la Campaña de la Breña que comprende el primero de julio de 1882 y el primero de julio de 1883 el ejército de ese país sufrió 2,426 bajas. De estas, más de 200 habrían muerto en combate (77 en Concepción) y 603 perecieron por enfermedades, en su mayoría por tifus. Además, unos 1,000 efectivos fueron licenciados por inutilidad física, resultado de las acciones del ejército y los montoneros peruanos, mientras que 674 fueron dados como desaparecidos.

Como del Canto terminó abandonando la sierra, el prestigio del coronel Cáceres alcanzó la cúspide, pues era indudable que había conseguido un triunfo para su país. Incluso en Chile, a raíz de los cruentos resultados en los Andes, comenzaron a sentirse voces pidiendo la desocupación del Perú, por lo menos hasta el norte del río Sama.

La guerra sin embargo, no había llegado a su fín y se prolongaría exactamente, por un año más

9) La leyenda chilena señala que el subteniente Cruz y cuatro soldados sobrevivientes, ya sin municiones, decidieron inmolarse, cargando a la bayoneta contra la fuerza peruana, donde fueron ultimados. Otras versiones indican que al morir Cruz Martinez, aun quedaron unos 5 o 6 soldados con vida, más las cantineras, los que depusieron las armas, aunque por desgracia, aún en su condición de prisioneros, fueron ejecutados por las multitudes enardecidas, producto de la coyuntura vivida en aquellos momentos y que adquirió los mismos ribetes que en Arica, cuando los soldados peruanos fueron asesinados en la catedral y el morro bajo la consigna de "hoy no hay prisioneros". El asunto de la rendición de los sobrevivientes no resta un ápice a la valiente y épica resistencia de la cuarta compañía del Chacabuco. Estos hombres estoicamente soportaron por más de 20 horas un ataque de fuerzas numericamente superiores, rechazaron los llamados a la rendición y además de sostener ferreamente su posición realizaron admirables contraataques fuera del cuartel, mostrando un coraje y una determinación a prueba de todo cuestionamiento. Los pocos que se entregaron no tuvieron otra opción. Habían luchado hasta el final. Todo estaba perdido. Habían cumplido con su patria y bandera hasta el limite de su resistencia y nada ni nadie, les podía exigir mayor sacrificio.
 
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