Su conflicto es el más mortífero desde la Segunda Guerra Mundial.
Las luchas étnicas e ideológicas no tienen fin.
Goethe habló de “los impulsos oscuros de la historia” para referirse a los liderazgos, regímenes y momentos de extermino. En el corazón del África, los congoleños han vivido a merced de esos “impulsos oscuros de la historia”. Desde los tiempos coloniales, con el territorio del Oeste convertido en posesión personal del rey Leopoldo de Bélgica, y con explotadores franceses de todos los pelajes en el resto de esa vastedad de selvas y sabanas que se extienden desde la desembocadura atlántica del río Congo hasta las entrañas del continente negro. Allí, las guerras se confunden en laberintos étnicos e ideológicos, convertidos por traficantes y empresas inescrupulosas en hogueras de fraguar odios viscerales.
Nunca puede verse en forma nítida quienes y por qué pelean en el Congo. El mundo le ha dado la espalda desde el naufragio de la primera misión de cascos azules de la ONU, en1960. Con más de 4 millones de muertos, las guerras congoleñas han sido las más mortíferas desde la Segunda Guerra Mundial. Por eso, ya nada justifica que el mundo siga mirando hacia otro lado, mientras el Congo transita nuevamente la cornisa de una conflagración civil.
Laurent Nkunda mira el mundo desde su delgada estatura y a través de sus anteojos dorados. Lo llaman Nkundabatware y lo reconocen como un perfecto ejemplar banyamulengue, palabra swahili que significa “habitantes del Mulengue” y denomina a los pueblos tutsis que confluyeron, desde Tanzania y Burundi, en el oriente del Congo y la región de los grandes lagos durante el siglo XIX, en el marco de las campañas expansionistas del rey ruandés Kigali IV.
Es un pueblo de guerreros que siempre dominó y oprimió a la etnia hutu. Ese opresivo dominio derivó en el genocidio tutsi perpetrado por los hutus en 1994 en Ruanda y Burundi, luego de que un misil antiaéreo derribara el avión en que viajaban los presidentes hutus de ambos países, Juvenal Habyarimana y Cyprian Ntaryamira.
La tragedia tenía un grave antecedente: en 1962, cuando Ruanda se hizo independiente y tuvo el primer presidente hutu, Gregoire Kayibanda, ante el avance de las fuerzas coloniales belgas, los hutus salieron a masacrar a sus vecinos tutsis. Lo mismo hicieron con la ayuda del gobierno socialista francés de Mitterrand 32 años más tarde. Y de nuevo la marea de refugiados inundó la provincia congoleña de Kivu. Igual que cuando tomó el poder el Frente Patriótico Ruandés (FPR), del tutsi Paul Kagame, y la marea humana fue hutu.
Con el más grande de los campos de refugiados establecido en la congoleña ciudad de Goma, el conflicto de la pequeña Ruanda se contagió a su gigantesco vecino, y el general Laurent Nkunda con su milicia tutsi es uno de los signos más bestiales de ese contagio. Recibió adiestramiento en el FPR y realizó trabajos por encargo de Kagame, entre otros rastrear y asesinar oficiales hutus en el campo de refugiados de Goma. Desde entonces, Nkundabwatare recibió armas y ayuda del ejército ruandés, para convertirse en el hombre fuerte del oriente congoleño. Por cierto, su fama no es sólo la de un general banyamulengue obsesionado por proteger a su etnia de los designios exterminadores de la etnia enemiga. También es la de un guerrero sanguinario que, en la segunda Guerra Civil del Congo, cometió en el 2004, junto al coronel Mutebesi, los ataques aniquiladores sobre la población civil de Bukavu, además de ser el autor de las peores masacres perpetradas en Kisangani, la antigua Stanleyville.
Ese ejemplar de la fisonomía tutsi es el que lanzó su ágil y letal milicia contra el ejército del Congo y contra los cascos azules de la ONU, poniendo Goma al alcance de sus largas y mortíferas manos. Podrá acusar al presidente congoleño de confabularse contra los tutsis y justificar su ofensiva, pero la verdadera razón tiene que ver con la madre de todas las tragedias congoleñas: un Estado fallido en un territorio feudalizado por jefes guerreros que negocian como si fueran propios los minerales que explotan empresarios inescrupulosos y traficantes de la peor calaña.
Joseph Kabila es presidente desde que, en el 2001, varias ráfagas de metralla acribillaron en el Palacio de Kinshasa a su padre, Laurent Desiré Kabila.
Se dice que en los tiempos de la larga guerra contra la dictadura de Mobutu Sese Seko, el hijo del jefe rebelde daba rienda suelta a un instinto sanguinario. Pero más allá de que sea o no un criminal de guerra, Joseph Kabila está obligado a unificar bajo el Estado que preside el espacio geográfico que hasta hoy ha sido un archipiélago inmanejable y trágico.
Con ese fin negoció con China la concesión para explotar las mimas de coltán, además de las de oro, diamantes y cobalto, minerales que seguirán desangrando al África mientras haya ruines empresarios dispuestos a pagar menos tratando con bandoleros y criminales.
En los últimos años, la del Congo ha sido “la guerra del coltán” porque este mineral cotiza altísimo en los mercados mundiales por ser clave en la producción de teléfonos celulares y de laptops. La misma razón alimenta la ofensiva de Nkunda y su Congreso Nacional por la Defensa del Pueblo.
Es cierto que por el acuerdo con el gobierno de Kabila, China se lleva mucho más de lo que pone. Pero también es cierto que los caminos y trenes que Kinshasa pide a Beijing a cambio de la extracción a gran escala de sus riquezas minerales constituyen elementos unificadores en un país atomizado en regiones aisladas entre sí. También los ingleses fueron favorecidos en los acuerdos por los que instalaron trenes en la Argentina, pero esos trenes vertebraron como efectivos vasos comunicantes un territorio extenso y disperso. Aunque hay otro atributo aún mayor del acuerdo alcanzado entre Kabila y Hu Jintao: es un acto de soberanía del gobierno central, que de ese modo proclama su existencia y su voluntad de regir; además de quitar de las manos de los jefes locales los yacimientos mineros que les dan poder territorial debilitando el Estado nacional. O sea que el acuerdo de explotación minera unifica la extracción en manos chinas, en virtud del gobierno y del Estado congoleños. Por eso se levantó en su contra el ejército del general Nkunda. Por la misma razón apoyan a este rebelde tutsi los ejércitos de Ruanda y de Uganda, que hace tiempo participan en la rapiña de las riquezas minerales de su gigantesco vecino.
Claro que todo esto no implica que Kabila sea un gobernante honesto y justo. Su gobierno es corrupto y su ejército también recurre a la violación sistemática de los derechos humanos. No obstante, la posibilidad de que el Congo deje de ser un Estado fallido y logre la paz que nunca tuvo, está más cerca de Kinshasa que de la lejana Kivu donde reina el ejército banyamulengue del implacable Nkundabatware.
El general español Díaz Villegas renunció a comandar los cascos azules del Congo, al advertir que nadie en la cúpula de la ONU atendía sus advertencias sobre el riesgo de una nueva guerra civil. Lo mismo había hecho al comenzar la década del noventa el general francés de las fuerzas de interposición en Ruanda. La historia muestra las consecuencias tremendas de la indiferencia.
Los cascos azules debutaron en África con un fracaso, precisamente en el Congo. Era 1960, había estallado la guerra separatista en Katanga y las fuerzas de interposición llegaron al país a pedido del primer ministro Patrice Lumumba. El secuestro y asesinato de Lumumba a manos del líder secesionista Moshe Tshombé con la secreta bendición belga, testimonia aquel primer fracaso.
Los cascos azules recobraron la autoestima veinte años más tarde, al supervisar con relativo éxito el armisticio en Namibia entre la SWAPO y el ejército sudafricano. Mucho menos consiguieron en Angola, interponiéndose entre el ejército del presidente Do Santos y Unita, la guerrilla de Jonás Savimbi.
Tampoco se destacaron en Mozambique y sufrieron la más desastrosa humillación en Ruanda. A renglón seguido, los marines norteamericanos salieron despavoridos de Somalía tras la infernal batalla de Mogadiscio. Pero ya no hay margen para nuevos fracasos en África. Por eso el mundo no puede darle la espalda al Congo, donde nuevamente laten los “impulsos oscuros de la historia” de los que habló Goethe.
Por CLAUDIO FANTINI, Periodista y politólogo | Fotos: AFP.
Las luchas étnicas e ideológicas no tienen fin.
Goethe habló de “los impulsos oscuros de la historia” para referirse a los liderazgos, regímenes y momentos de extermino. En el corazón del África, los congoleños han vivido a merced de esos “impulsos oscuros de la historia”. Desde los tiempos coloniales, con el territorio del Oeste convertido en posesión personal del rey Leopoldo de Bélgica, y con explotadores franceses de todos los pelajes en el resto de esa vastedad de selvas y sabanas que se extienden desde la desembocadura atlántica del río Congo hasta las entrañas del continente negro. Allí, las guerras se confunden en laberintos étnicos e ideológicos, convertidos por traficantes y empresas inescrupulosas en hogueras de fraguar odios viscerales.
Nunca puede verse en forma nítida quienes y por qué pelean en el Congo. El mundo le ha dado la espalda desde el naufragio de la primera misión de cascos azules de la ONU, en1960. Con más de 4 millones de muertos, las guerras congoleñas han sido las más mortíferas desde la Segunda Guerra Mundial. Por eso, ya nada justifica que el mundo siga mirando hacia otro lado, mientras el Congo transita nuevamente la cornisa de una conflagración civil.
Laurent Nkunda mira el mundo desde su delgada estatura y a través de sus anteojos dorados. Lo llaman Nkundabatware y lo reconocen como un perfecto ejemplar banyamulengue, palabra swahili que significa “habitantes del Mulengue” y denomina a los pueblos tutsis que confluyeron, desde Tanzania y Burundi, en el oriente del Congo y la región de los grandes lagos durante el siglo XIX, en el marco de las campañas expansionistas del rey ruandés Kigali IV.
Es un pueblo de guerreros que siempre dominó y oprimió a la etnia hutu. Ese opresivo dominio derivó en el genocidio tutsi perpetrado por los hutus en 1994 en Ruanda y Burundi, luego de que un misil antiaéreo derribara el avión en que viajaban los presidentes hutus de ambos países, Juvenal Habyarimana y Cyprian Ntaryamira.
La tragedia tenía un grave antecedente: en 1962, cuando Ruanda se hizo independiente y tuvo el primer presidente hutu, Gregoire Kayibanda, ante el avance de las fuerzas coloniales belgas, los hutus salieron a masacrar a sus vecinos tutsis. Lo mismo hicieron con la ayuda del gobierno socialista francés de Mitterrand 32 años más tarde. Y de nuevo la marea de refugiados inundó la provincia congoleña de Kivu. Igual que cuando tomó el poder el Frente Patriótico Ruandés (FPR), del tutsi Paul Kagame, y la marea humana fue hutu.
Con el más grande de los campos de refugiados establecido en la congoleña ciudad de Goma, el conflicto de la pequeña Ruanda se contagió a su gigantesco vecino, y el general Laurent Nkunda con su milicia tutsi es uno de los signos más bestiales de ese contagio. Recibió adiestramiento en el FPR y realizó trabajos por encargo de Kagame, entre otros rastrear y asesinar oficiales hutus en el campo de refugiados de Goma. Desde entonces, Nkundabwatare recibió armas y ayuda del ejército ruandés, para convertirse en el hombre fuerte del oriente congoleño. Por cierto, su fama no es sólo la de un general banyamulengue obsesionado por proteger a su etnia de los designios exterminadores de la etnia enemiga. También es la de un guerrero sanguinario que, en la segunda Guerra Civil del Congo, cometió en el 2004, junto al coronel Mutebesi, los ataques aniquiladores sobre la población civil de Bukavu, además de ser el autor de las peores masacres perpetradas en Kisangani, la antigua Stanleyville.
Ese ejemplar de la fisonomía tutsi es el que lanzó su ágil y letal milicia contra el ejército del Congo y contra los cascos azules de la ONU, poniendo Goma al alcance de sus largas y mortíferas manos. Podrá acusar al presidente congoleño de confabularse contra los tutsis y justificar su ofensiva, pero la verdadera razón tiene que ver con la madre de todas las tragedias congoleñas: un Estado fallido en un territorio feudalizado por jefes guerreros que negocian como si fueran propios los minerales que explotan empresarios inescrupulosos y traficantes de la peor calaña.
Joseph Kabila es presidente desde que, en el 2001, varias ráfagas de metralla acribillaron en el Palacio de Kinshasa a su padre, Laurent Desiré Kabila.
Se dice que en los tiempos de la larga guerra contra la dictadura de Mobutu Sese Seko, el hijo del jefe rebelde daba rienda suelta a un instinto sanguinario. Pero más allá de que sea o no un criminal de guerra, Joseph Kabila está obligado a unificar bajo el Estado que preside el espacio geográfico que hasta hoy ha sido un archipiélago inmanejable y trágico.
Con ese fin negoció con China la concesión para explotar las mimas de coltán, además de las de oro, diamantes y cobalto, minerales que seguirán desangrando al África mientras haya ruines empresarios dispuestos a pagar menos tratando con bandoleros y criminales.
En los últimos años, la del Congo ha sido “la guerra del coltán” porque este mineral cotiza altísimo en los mercados mundiales por ser clave en la producción de teléfonos celulares y de laptops. La misma razón alimenta la ofensiva de Nkunda y su Congreso Nacional por la Defensa del Pueblo.
Es cierto que por el acuerdo con el gobierno de Kabila, China se lleva mucho más de lo que pone. Pero también es cierto que los caminos y trenes que Kinshasa pide a Beijing a cambio de la extracción a gran escala de sus riquezas minerales constituyen elementos unificadores en un país atomizado en regiones aisladas entre sí. También los ingleses fueron favorecidos en los acuerdos por los que instalaron trenes en la Argentina, pero esos trenes vertebraron como efectivos vasos comunicantes un territorio extenso y disperso. Aunque hay otro atributo aún mayor del acuerdo alcanzado entre Kabila y Hu Jintao: es un acto de soberanía del gobierno central, que de ese modo proclama su existencia y su voluntad de regir; además de quitar de las manos de los jefes locales los yacimientos mineros que les dan poder territorial debilitando el Estado nacional. O sea que el acuerdo de explotación minera unifica la extracción en manos chinas, en virtud del gobierno y del Estado congoleños. Por eso se levantó en su contra el ejército del general Nkunda. Por la misma razón apoyan a este rebelde tutsi los ejércitos de Ruanda y de Uganda, que hace tiempo participan en la rapiña de las riquezas minerales de su gigantesco vecino.
Claro que todo esto no implica que Kabila sea un gobernante honesto y justo. Su gobierno es corrupto y su ejército también recurre a la violación sistemática de los derechos humanos. No obstante, la posibilidad de que el Congo deje de ser un Estado fallido y logre la paz que nunca tuvo, está más cerca de Kinshasa que de la lejana Kivu donde reina el ejército banyamulengue del implacable Nkundabatware.
El general español Díaz Villegas renunció a comandar los cascos azules del Congo, al advertir que nadie en la cúpula de la ONU atendía sus advertencias sobre el riesgo de una nueva guerra civil. Lo mismo había hecho al comenzar la década del noventa el general francés de las fuerzas de interposición en Ruanda. La historia muestra las consecuencias tremendas de la indiferencia.
Los cascos azules debutaron en África con un fracaso, precisamente en el Congo. Era 1960, había estallado la guerra separatista en Katanga y las fuerzas de interposición llegaron al país a pedido del primer ministro Patrice Lumumba. El secuestro y asesinato de Lumumba a manos del líder secesionista Moshe Tshombé con la secreta bendición belga, testimonia aquel primer fracaso.
Los cascos azules recobraron la autoestima veinte años más tarde, al supervisar con relativo éxito el armisticio en Namibia entre la SWAPO y el ejército sudafricano. Mucho menos consiguieron en Angola, interponiéndose entre el ejército del presidente Do Santos y Unita, la guerrilla de Jonás Savimbi.
Tampoco se destacaron en Mozambique y sufrieron la más desastrosa humillación en Ruanda. A renglón seguido, los marines norteamericanos salieron despavoridos de Somalía tras la infernal batalla de Mogadiscio. Pero ya no hay margen para nuevos fracasos en África. Por eso el mundo no puede darle la espalda al Congo, donde nuevamente laten los “impulsos oscuros de la historia” de los que habló Goethe.
Por CLAUDIO FANTINI, Periodista y politólogo | Fotos: AFP.