Evento fundamental de la Historia Militar contemporanea, supuso el comienzo del fin de los delirios de Adolf Hitler. Siendo hoy 5 de Junio, me pareció interesante refrescar aspectos de los prolegomenos del Dia D. Para ello transcribo el capitulo denominado "La Decision", del libro "El Dia D" de Anthony Beevor.
fachada de estuco y una entrada porticada. A unos ocho kilómetros al
sur, la base naval de Portsmouth y los fondeaderos que se extendían
más allá aparecían repletos de naves de distintos tamaños y tipos: grisáceos
buques de guerra, barcos de transporte y centenares de lanchas
de desembarco, todos ellos amarrados unos a otros. El Día D se había
fijado para el lunes, 5 de junio, y las labores de carga ya habían dado
comienzo.
En tiempos de paz, Southwick habría podido ser perfectamente
el escenario de una de las fiestas de Agatha Christie, pero la Marina
Real británica había tomado posesión de la mansión en 1940. Sus
hermosos jardines de antaño y el bosque con los que éstos limitaban
se veían asolados ahora por la presencia de un sinfín de barracones
para soldados, tiendas de campaña y caminos de ceniza. Era el cuartel
general del almirante sir Bertram Ramsay, comandante en jefe de
las fuerzas navales para la invasión de Europa, así como el puesto de
mando avanzado del SHAEF (Supreme Headquarters AUied
Expedi-tionary Forcé, «Cuartel General Supremo de las Fuerzas
Expedicionarias Aliadas»). Las baterías antiaéreas situadas en las
estribaciones de Portsdown tenían la misión de defender la zona, así
como un arsenal naval a los pies de la montaña, de posibles ataques
de la Luftwaffe.
El sur de Inglaterra había sufrido una ola de calor y la consecuente
sequía. El 29 de mayo se habían alcanzado elevadas temperaturas,
inusuales en esa época del año, pero el equipo meteorológico al servicio
del cuartel general del general Dwight D. Eisenhower enseguida
empezaría a inquietarse. El grupo estaba bajo las órdenes del Dr. James
Stagg, un escocés alto y flaco, de rostro severo y con un acicalado
bigote. Stagg, el máximo experto en meteorología del país en la vida
civil, acababa de ser nombrado capitán de grupo de la RAF con el fin
de que gozara de la autoridad necesaria en un ambiente militar poco
acostumbrado a los intrusos.
Desde abril, Eisenhower había estado probando a Stagg y a su
equipo exigiéndoles previsiones meteorológicas para tres días que debían
consignarse todos los lunes para ser contrastadas posteriormente
con la realidad. El jueves 1 de junio, un día antes del fijado para que
los buques de guerra zarparan de Scapa Flow, en el noroeste de Escocia,
las estaciones meteorológicas indicaron que se estaban formando
áreas de depresión al norte del Atlántico. La marejada en el canal de
la Mancha podía mandar a pique las lanchas de desembarco, por no
hablar del pernicioso efecto que habría podido tener en los soldados
apiñados a bordo de ellas. Las nubes bajas y la mala visibilidad suponían
otra gran amenaza, pues las operaciones de desembarco dependían
de la habilidad de las fuerzas aéreas y navales aliadas para hacer
destruir la artillería y las posiciones defensivas de los alemanes en la
costa. El embarque de los ciento treinta mil efectivos que formaban
la primera tanda de la operación había comenzado y debía concluirse
en dos días.
Stagg sufría en sus carnes la falta de acuerdo entre los departamentos
meteorológicos de británicos y estadounidenses. Ambos recibían
los mismos informes de las estaciones meteorológicas, pero los
análisis que hacían de estos datos uno y otro departamento sencillamente
no coincidían. Incapaz de admitir una cosa así, se vio obligado
a decir al general de división Harold R. Bull, jefe auxiliar del Estado
Mayor de Eisenhower, que «la situación es compleja y difícil».
«¡Por amor de Dios, Stagg!», exclamó iracundo Bull. «Resuélvalo
mañana por la mañana antes de presentarse a la reunión con el
comandante supremo. El general Eisenhower está preocupadísimo.»
Stagg regresó a su barracón, donde desplegó los mapas y volvió a consultar
a los otros departamentos.
Para Eisenhower había otras razones que provocaban ese «nerviosismo
previo al Día D». Aunque aparentemente tranquilo, con aquella
sonrisa franca con la que se dirigía y miraba a todo el mundo, independientemente
de su rango militar, el general fumaba por entonces
hasta cuatro cajetillas diarias de Camel. Encendía un cigarrillo, dejaba
que se consumiera en un cenicero, se levantaba de un salto, daba
vueltas y encendía otro. Ese estado de nerviosismo tampoco se veía
favorecido por la constante ingestión de tazas de café.
Posponer la invasión conllevaba un sinfín de riesgos. No se podía
encerrar a los ciento setenta y cinco mil soldados de las dos primeras
tandas de fuerzas invasoras en sus buques y lanchas de desembarco, en
medio de la marejada, sin que perdieran su espíritu de combate. A los
acorazados y a los convoyes que estaban a punto de bordear la costa
británica para adentrarse en el canal de la Mancha no se les podría hacer
dar la vuelta más de una vez sin que se vieran obligados a repostar.
Y la posibilidad de que los aviones de reconocimiento alemanes los
localizaran habría aumentado peligrosamente.
Mantener el secreto de la operación había sido en todo momento
la principal preocupación. Buena parte de la costa meridional de
Inglaterra estaba literalmente cubierta de campamentos militares
de forma alargada, llamados «salchichas», en los que las tropas de la
invasión permanecían supuestamente aisladas y sin contacto con el
mundo exterior. Sin embargo, numerosos soldados habían conseguido
pasar al otro lado de las alambradas para tomar una última copa en
el pub o encontrarse con sus novias y esposas. La posibilidad de que,
por una razón u otra, se produjeran infiltraciones era muy elevada.
Un general estadounidense de las fuerzas aéreas había sido enviado a
casa de forma deshonrosa por haber revelado la fecha de la Operación
Overlord en el curso de una fiesta en el Claridge. Y ahora había surgido
el temor de que en Fleet Street pudiera notarse la ausencia de los
periodistas británicos que habían sido invitados para acompañar a las
fuerzas invasoras.
Toda Gran Bretaña sabía que la llegada del Día D era inminente,
y también lo sabían los alemanes, pero debía evitarse a toda costa que
el enemigo se enterara de su fecha precisa y de dónde tendría lugar
el ataque. Desde el 17 de abril se había impuesto una estricta censura
en las comunicaciones de los diplomáticos extranjeros, y las salidas
y entradas al país estaban sometidas a rígidos controles. Por fortuna,
los servicios de seguridad británicos habían capturado a todos los
agentes de Berlín que operaban en Gran Bretaña. La mayoría de estos
agentes habían sido «engañados» para que transmitieran información
errónea a sus supervisores. Este sistema llamado «doble equis», controlado
por el Comité XX, tenía por objetivo provocar mucho «ruido»
y confusión como uno de los aspectos fundamentales de la llamada
Operación Fortitude («Fortaleza»). Fortitude fue la medida de diversión
más ambiciosa de la historia de la guerra, un proyecto de mayor
envergadura incluso que la maskirovka que por aquel entonces preparaba
el Ejército Rojo para ocultar el verdadero objetivo de la Operación
Bagration, la ofensiva militar de Stalin para rodear y aplastar en
verano de 1944 el Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht en
Bielorrusia.
La Operación Fortitude tenía varias facetas. Fortitude Norte,
con formaciones falsas en Escocia creadas a partir de un «4.° Ejército
Británico», fingía estar preparando un ataque contra Noruega para
mantener en este país a las divisiones alemanas destacadas en él. Fortitude
Sur, la de mayor envergadura, tenía por objetivo hacer creer al
enemigo que cualquier desembarco en Normandía era una medida de
diversión a gran escala para atraer a las reservas alemanas y alejarlas del
paso de Calais. La verdadera invasión se suponía que iba a tener lugar
durante la segunda quincena de julio entre Boulogne y el estuario del
Somme. Un hipotético «I Grupo de Ejército de los Estados Unidos» a
las órdenes del George S. Patton, el general más temido por los alemanes,
se jactaba de contar con once divisiones en el sureste de Inglaterra.
Una serie de aviones de cartón piedra y de tanques hinchables, además
de doscientas cincuenta lanchas de desembarco falsas, contribuían a
crear ese espejismo. Se habían creado formaciones inventadas, como
la 2.a División Aerotransportada británica, junto con otras reales. Para
aumentar el efecto de ese espejismo, dos cuarteles generales militares
ficticios emitían constantemente mensajes por radio.
Uno de los principales agentes dobles que trabajó para los servicios
de inteligencia británicos en el marco de la Operación Fortitude
Sur fue un catalán, Juan Pujol, cuyo nombre en clave era «Garbo».
Junto con su agente de los servicios de seguridad, construyó una red
de veintisiete subagentes totalmente inventados y bombardeó la central
de inteligencia alemana en Madrid con informaciones minuciosamente
preparadas por Londres. Unos quinientos mensajes fueron
emitidos por radio en los meses anteriores al Día D. Esos comunicados
ofrecían una serie de detalles que poco a poco iban tejiendo el
entramado con el que el Comité de la Doble Equis quería persuadir a
los alemanes de que el gran ataque iba a tener lugar más adelante en
el paso de Calais.
También se idearon otras tretas con el fin de impedir que los alemanes
desplazaran a Normandía tropas procedentes de otros lugares
de Francia. La Operación Ironside tenía por objeto dar la sensación
de que dos semanas después de los primeros desembarcos se lanzaría
una segunda invasión en la costa occidental francesa directamente
desde los Estados Unidos y las Azores. Para que los alemanes siguieran
realizando conjeturas al respecto, y para impedir que desplazaran
a Normandía la 11.a División Acorazada, que se encontraba cerca
de Burdeos, una agente destinada en Gran Bretaña, que estaba debidamente
controlada, llamada «Bronx», envió el siguiente mensaje
cifrado a su supervisor alemán en el Banco Espirito Santo de Lisboa:
«Envoyez vite cinquante libres. J'ai besoin pour mon dentiste». Esto
significaba «que en torno al 15 de junio se llevará a cabo una operación
de desembarco en el golfo de Vizcaya». La Luftwaffe, que evidentemente
temía un desembarco en Bretaña, ordenó la destrucción
inmediata de cuatro aeródromos situados cerca de la costa.
Otro plan de diversión, la Operación Copperhead, se puso en marcha a finales
de mayo cuando un actor que guardaba un extraordinario parecido
con el general Montgomery, visitó Gibraltar y Argel, dando a entender
que se preparaba un ataque contra la costa del Mediterráneo.
Bletchley Park, el complejo secreto situado a unos noventa kilómetros
al noroeste de Londres dedicado a descifrar las comunicaciones
enemigas codificadas, adoptó a partir del 22 de mayo un nuevo
sistema de observación para la Operación Overlord. Sus expertos estaban
preparados para descifrar cualquier cosa importante en el momento
en que tuvieran noticia de ella. Gracias a esas interceptaciones
«Ultra», también eran capaces de comprobar el éxito de la desinfor-
mación elaborada por el Plan Fortitude y transmitida por los principales
agentes de la «Doble Equis», a saber, el citado Pujol, Dusko
Popov (alias Triciclo) y Román Garby-Czerniawksi. El 22 de abril se
descifró en Bletchley un comunicado alemán que identificaba al «4.°
Ejército», con su cuartel general cerca de Edimburgo y dos de sus
cuerpos en Stirling y Dundee. Otros mensajes ponían de manifiesto
que los alemanes creían que la División Lowland se estaba equipando
para lanzar un ataque contra Noruega.
Las decodificaciones Ultra revelaron en mayo que los alemanes
habían realizado ejercicios de maniobras antiinvasión, basados en el
supuesto de que los desembarcos aliados iban a tener lugar entre
Os-tende y Boulogne. Finalmente, el 2 de junio, Bletchley consideró
que tenía los suficientes datos para emitir el siguiente comunicado:
«Las pruebas más recientes indican que el enemigo supone que los
aliados ya han finalizado todos los preparativos. Espera que un
primer desembarco tenga lugar en Normandía o en Bretaña, y que a
continuación se materialice el grueso de la operación en el paso de
Calais». Parecía que los alemanes habían mordido el anzuelo
creyéndose a pies juntiñas la información difundida por la Operación
Fortitude.
A primera hora del 2 de junio Eisenhower se subió a una caravana,
oculta en el parque de Southwick bajo redes de camuflaje. La llamaba
«mi carromato de circo», y cuando no estaba en una conferencia o
visitando a las tropas, intentaba relajarse leyendo novelas del oeste y
fumando echado en su camastro.
A las diez de la mañana de ese viernes, en la biblioteca de
Southwick House, Stagg presentó a Eisenhower y a los demás comandantes
en jefe allí reunidos los últimos partes meteorológicos.
Debido a las continuas diferencias entre sus colegas, en particular
los superoptimistas meteorólogos americanos del SHAEF, tuvo que
adoptar una actitud deifica en sus manifestaciones. Stagg sabía perfectamente
que en la reunión de la tarde debía dar una opinión firme
sobre el empeoramiento de las condiciones climatológicas durante el
fin de semana. La decisión de seguir adelante según lo previsto o posponer
el comienzo de la operación debía tomarse de inmediato.
En el curso de aquella reunión, el comandante en jefe del aire, el
mariscal sir Trafford Leigh-Mallory, trazó un plan «para establecer
un cinturón de rutas bombardeadas a través de ciudades y pueblos que
permita evitar o impedir el movimiento de las formaciones enemigas
». Preguntó si tenía libertad de acción, «visto el número de bajas de
civiles que se producirían». Eisenhower manifestó su aprobación por
considerarlo «una necesidad operacional». Se decidió el lanzamiento
de panfletos entre la población francesa para advertirla de lo que se
avecinaba.
La suerte que pudiera correr la población civil francesa era una más
de las muchas inquietudes. Como comandante supremo, Eisenhower
tenía que mantener un equilibrio entre las rivalidades políticas y personales,
sin dejar de imponer su autoridad dentro de la alianza. Caía
bien al mariscal de campo sir Alan Brooke, jefe del Estado Mayor
Imperial, y al general sir Bernard Montgomery, comandante en jefe
del XXI Grupo de Ejército, pero ninguno de estos dos militares británicos
lo tenía en alta consideración como soldado. «No cabe duda
de que Ike está dispuesto a hacer todo lo posible para que británicos y
americanos mantengan unas relaciones fluidas —escribiría Brooke en
su diario—, pero tampoco cabe la menor duda de que no sabe nada de
estrategia y de que no es muy adecuado para el cargo de comandante
supremo por lo que se refiere a la dirección de la guerra.» Al concluir
la contienda, Monty haría uno de sus característicos comentarios lacónicos
y mordaces a propósito de Eisenhower: «Un buen tío, pero
no un soldado»
Ni que decir tiene que esas opiniones eran absolutamente injustas.
Eisenhower demostró poseer un buen criterio en todas las decisiones
clave relacionadas con el desembarco de Normandía, y sus habilidades
diplomáticas lograron mantener unida una frágil coalición.
Esto solo ya supuso una notable hazaña. Más tarde el propio Brooke
reconocería que «la lente del nacionalismo distorsiona la perspectiva
del paisaje estratégico». Y con nadie, ni siquiera con el general
George C. Patton, resultaba tan difícil relacionarse como con Monty,
que trataba a su comandante supremo con poquísimo respeto. En
su primera entrevista llamó la atención a su superior por fumar en su
presencia. Eisenhower era un hombre demasiado grande para tomar
a mal ese tipo de cosas, pero muchos de sus subordinados americanos
pensaron que habría debido mostrarse más duro con el británico.
El general Montgomery, pese a sus innumerables cualidades como
soldado de gran profesionalidad y excelente preparador de tropas, sufría
un narcisismo exacerbado, fruto seguramente de algún tipo de
complejo de inferioridad. En febrero, hablando de su célebre boina,
había hecho el siguiente comentario al secretario privado del rey Jorge
VI: «Mi gorra vale por tres divisiones. Los hombres pueden verla
a lo lejos. Y exclaman, "Allí está Monty", y entonces son capaces de
luchar contra cualquiera». Puede decirse que su autoestima resultaba
incluso cómica, y los americanos no eran los únicos que pensaban que
su reputación había sido hinchada por una prensa británica que lo adoraba.
«Monty —observaría Basil Liddell Hart—, probablemente goce
de mucha más popularidad entre los civiles que entre los soldados.»
Montgomery tenía un talento de actor extraordinario que normalmente
transmitía seguridad a sus hombres, aunque no siempre
obtenía una respuesta apasionada. En febrero, cuando comunicó a los
soldados del cuerpo de infantería ligera de Durham que iban a formar
parte de la primera oleada invasora, se oyeron fuertes murmullos de
queja. Acababan de regresar de combatir en el Mediterráneo, y se les
había concedido sólo un breve permiso para visitar a los suyos. Consideraban
que otras divisiones que no habían salido nunca de las islas
Británicas debían ir en su lugar. «Otra vez esos malditos Durhams»,
fue el comentario con el que reaccionó el general. «Siempre tienen
que ser ellos, esos malditos Durhams.». Cuando Montgomery abandonó
el lugar, se suponía que todos los soldados debían dirigirse a
la carretera para saludarlo al pasar, pero nadie se movió. Esta circunstancia
provocó mucho enfado y bochorno entre los oficiales de graduación superior.
Monty había tomado la determinación de que las tropas de veteranos
sirvieran de estímulo a las divisiones que no habían entrado
en combate, pero esta idea fue recibida con enojo por la mayor parte
de sus hombres del desierto. Habían estado luchando durante cuatro
años en tierras extranjeras y consideraban que ahora les tocaba com-
batir a otros, especialmente a los soldados de aquellas divisiones que
todavía no habían sido enviadas a ninguno de los escenarios del conflicto
armado. Varios regimientos del antiguo 8.° Ejército no habían
tenido la oportunidad de reencontrarse con los suyos en los últimos
seis años, y uno o dos de ellos habían estado fuera de Gran Bretaña
incluso más tiempo. Su enojo y su resentimiento estaban fuertemente
influenciados por los de sus esposas y novias.
La 1.a División de los Estados Unidos, llamada la «Gran Uno
Rojo», también mostró su descontentó cuando fue elegida para abrir
camino en el ataque a una playa, pero su experiencia era imprescindible
para la empresa. Un importante informe de evaluación emitido
el 8 de mayo había considerado «inadecuadas» a prácticamente todas
las demás formaciones americanas destinadas a la invasión.
Los oficiales estadounidenses de mayor rango eran incitados a la acción, y las
últimas semanas de adiestramiento intensivo no fueron desaprovechadas.
Eisenhower se sintió animado ante el espectacular progreso de los hombres, y en su interior, agradecido por la decisión de posponer la invasión de comienzos de mayo a principios de junio.
Había otros asuntos que provocaban tensiones en la estructura de
mandos aliada. El segundo de Eisenhower, el jefe del Aire, mariscal
sir Arthur Tedder, aborrecía a Montgomery, pero a su vez no era en
absoluto del agrado de Winston Churchill. El general Ornar Bradley,
comandante en jefe del l.er Ejército de los Estados Unidos, perteneciente
a una familia humilde de granjeros de Misuri, no tenía un
aspecto muy marcial que digamos, con su «expresión de palurdo» y
con sus gafas propiedad del Estado. Pero Bradley era «pragmático,
ecuánime, aparentemente poco ambicioso, algo torpe, poco dado a
extravagancias y a ostentaciones, y nunca sacaba a nadie de quicio»
Era, además, un comandante astuto, movido por la necesidad de ver
hechas las cosas que había que hacer. En apariencia era respetuoso
con Montgomery, pero no habría podido ser más distinto de él.
Bradley se llevaba muy bien con Eisenhower, pero no compartía
la tolerancia que mostraba su jefe con aquella bomba de relojería que
era George Patton. De hecho, apenas podía ocultar la fuerte descon-
fianza que le suscitaba aquel excéntrico soldado de caballería sureño.
Patton, un hombre temeroso de Dios, célebre por sus blasfemias, disfrutaba
dirigiéndose a sus soldados en términos provocativos: «Ahora
quiero que recordéis», les dijo en una ocasión, «que no ha habido nunca
ningún ****** que haya ganado una guerra muriendo por su país.
Las guerras se ganan haciendo que los otros ***** cabrones mueran
por su país». No cabe duda de que sin el apoyo de Eisenhower en
los momentos críticos, Patton jamás habría tenido la oportunidad de
forjarse un nombre en la campaña que estaba por iniciarse. La habilidad
de Eisenhower para mantener unido un equipo tan disparatado supuso un logro extraordinario.
La disputa más reciente, fruto de los nervios provocados por
el Día D, la protagonizó el jefe del Aire, mariscal Leigh-Mallory.
Leigh-Mallory, que «ponía a todo el mundo hecho una furia» y consiguió
incluso sacar de quicio a Eisenhower, de repente se mostró
convencido de que las dos divisiones aerotransportadas americanas
que debían ser lanzadas en la península de Cotentin se enfrentaban
a una matanza. Insistió una y otra vez en que se cancelara esta acción
vital de la Operación Overlord, cuya finalidad era proteger el flanco
occidental. Eisenhower le dijo que presentara por escrito todo lo que
le preocupaba. Así lo hizo, y, tras considerar detenidamente sus propuestas,
Eisenhower las rechazó con pleno apoyo de Montgomery.
Eisenhower, a pesar de su nerviosismo y de sus abrumadoras responsabilidades,
supo adoptar inteligentemente una actitud filosófica.
Había sido elegido para tomar las decisiones finales, de modo que debía
tomarlas y asumir las consecuencias. Como bien sabía, casi había
llegado la hora de pronunciarse sobre el asunto más grave. El destino
de muchos miles de vidas de soldados dependía de su decisión. Sin
decírselo ni siquiera a sus más estrechos colaboradores, Eisenhower
preparó un escueto comunicado para ser utilizado en el caso de que
la operación fracasara. «Los desembarcos en la zona Cherburgo-Le
Havre no han podido consolidarse, y he retirado las tropas. Mi decisión
de atacar en ese momento y en ese lugar se ha basado en la mejor
información de la que he dispuesto. Las tropas de tierra, mar y aire han
mostrado todo el coraje y la entrega que cabía esperar. Si hay que echar
la culpa del fracaso de la empresa a alguien, es exclusivamente a mí».
Aunque ni Eisenhower ni Bradley pudieran reconocerlo, de las
cinco playas en las que iba a llevarse a cabo el desembarco, la que
más dificultades iba a presentar sería Omaha. Un equipo británico
de los COPP (Combined Operations Beach Reconnaissance andAssault
Pilotage Parties, «Grupos de Operaciones Especiales de Reconocimiento
y Asalto de Playas») había llevado a cabo un minucioso reconocimiento
de este objetivo de la 1.a y la 29.a División de Infantería
de los Estados Unidos. En la segunda quincena de enero, el submarino
de bolsillo X-20 había sido conducido hasta las inmediaciones
de la costa de Normandía por un arrastrero armado. El general
Bradley había solicitado que, tras examinar las playas en las que iban
a desembarcar las tropas británicas y canadienses, los COPP también
hicieran un reconocimiento de Omaha para comprobar que el terreno
tenía firmeza suficiente para el movimiento de los tanques. El capitán
Scott-Bowden, zapador, y el sargento Bruce Ogden-Smith, de
la Sección de Embarcaciones Especiales, se desplazaron a nado hasta
la costa armados únicamente con un cuchillo y una pistola automática
del 45. También llevaban una barrena de mano de casi medio
metro de longitud y una bandolera con recipientes en los que depositar
las muestras de suelo que fueran recogiendo. El mar estaba
insólitamente en calma, y a punto estuvieron de ser descubiertos por
los centinelas alemanes.
Al día siguiente de su regreso, Scott-Bowden fue llamado a Londres
por un contraalmirante. Llegó a Norfolk House, en St. James's
Square, justo después de la hora del almuerzo. Allí, en un comedor
alargado, con las paredes llenas de mapas cubiertos por cortinas, se encontró
frente a seis almirantes y cinco generales, entre ellos el propio
Bradley. Éste lo sometió a un minucioso interrogatorio acerca de la
capacidad de resistencia de la playa. «Señor, espero que no le importe
lo que voy a decir», dijo Scott-Bowden al general americano cuando
ya estaba a punto de abandonar la reunión, «pero esa playa representa
de hecho un adversario formidable y por fuerza será escenario de un
gran número de bajas.» Bradley, poniendo una mano sobre el hombro
del zapador británico, murmuró: «Lo sé, muchacho, lo sé». Omaha
era simplemente la única playa donde era posible desembarcar entre
el sector británico, a la izquierda, y la playa Utah, a la derecha.
En cuanto las tropas invasoras empezaron a embarcar, la población
civil salió a la calle para despedirlas. «Cuando nos fuimos», escribiría
un joven ingeniero americano que había sido alojado en casa de una
familia inglesa, «lloraron como si fueran nuestros padres. Fue muy
conmovedor para todos nosotros. Parecía como si la gente en general
supiera muy bien lo que estaba ocurriendo.»
El secreto resultó, naturalmente, imposible de mantener. «Cuando
pasamos por Southampton», recordaría un soldado de caballería
británico perteneciente a un regimiento de las fuerzas blindadas, «la
gente nos dio una maravillosa bienvenida. Cada vez que nos deteníamos
nos ofrecían pastelillos y tazas de té, para consternación de la policía
militar que escoltaba a la columna y que había recibido la orden
estricta de impedir cualquier tipo de contacto entre la población civil
y los soldados».
La mayoría de las tropas fueron trasladadas en camiones del
ejército, pero algunas unidades británicas hicieron el camino a pie,
marchando al son de los clavos de sus botas que marcaban el paso
al golpear en el asfalto de la carretera. Los ancianos, que observaban
la escena desde sus jardines a menudo con lágrimas en los ojos,
no podían dejar de recordar a los hombres de la generación anterior,
marchando hacia las trincheras en Flandes. Los cascos eran de forma
similar a los de entonces, pero los uniformes eran distintos. Y los soldados
ya no llevabanputtees. En su lugar, usaban polainas de lona que
hacían conjunto con el cinturón, el arnés, las cartucheras y la mochila.
El rifle y la bayoneta también habían cambiado, pero no lo bastante
para marcar una diferencia significativa.
Los soldados se habían dado cuenta de que el Día D debía de estar
cerca cuando les fueron concedidos permisos de veinticuatro horas.
Para los menos entusiastas aquella medida representaba una última
oportunidad de desaparecer o de emborracharse. Se habían producido
muchos casos de ausencia de soldados en las semanas previas a la
invasión, pero los de deserción pura y dura habían sido relativamente
pocos. La mayoría había regresado a su puesto para estar «con sus
compañeros» cuando comenzó la invasión. Ni siquiera los oficiales
más pragmáticos quisieron perder a esos hombres enviándolos a prisión.
Dejaron que cada cual se redimiera en el campo de batalla.
Los soldados notaron que los oficiales se habían vuelto de repente
mucho más solícitos con sus hombres. Se proyectaban películas en los
campamentos cerrados. Las raciones de cerveza eran más generosas, y
por los altavoces sonaba música bailable. Los más cínicos pronosticaban
que aquel cambio repentino de los oficiales de intendencia, ahora
tan espléndidos, era una señal de mal agüero. El poeta Keith Douglas,
por aquel entonces un capitán de veinticuatro años del escuadrón de
caballería de los Rangers de Sherwood, haría el siguiente comentario
en una carta dirigida a Edmund Blunden, el poeta de la Gran Guerra:
«He sido cebado para la matanza, y ahora estoy simplemente a
la espera de que ésta comience». Douglas era uno de los hombres
que sentía la llegada inminente de la muerte y hablaba de ello con
sus amigos más íntimos. Resulta sorprendente comprobar cuántos de
ellos acabarían teniendo razón, y por algún motivo semejante pensamiento
se convirtió en una profecía irremediable. Douglas asistió a
una procesión religiosa el último domingo. Luego dio un paseo con
el capellán del regimiento, que recordaría que el joven poeta se había
resignado a una muerte inminente y que no estaba deprimido por esa
idea. En opinión de un oficial compañero suyo, su fatalismo se debía
a la sensación de que había agotado su ración de buena suerte en
la guerra del desierto.
Prácticamente todos detestaban aquella larga espera y deseaban
que lo peor pasara pronto. «Todos están nerviosos y fingen que están
tranquilos», comentaría un soldado de infantería estadounidense.
«Las fanfarronadas son de ayuda», añadiría. Muchos pensaban en
sus novias. Algunos se habían casado a toda prisa para asegurar a sus
mujeres una pensión de viudedad si ocurría lo peor. Un soldado americano
guardó toda su paga y la envió a un joyero para que su prometida
inglesa pudiera elegir un anillo para la boda que celebrarían en
cuanto regresara. Era un momento de intensas emociones personales.
«Las mujeres que han venido a ver partir a sus hombres», comentaría
un periodista poco antes del Día D, «casi siempre caminan hasta el
final del andén siguiendo al tren en su marcha para despedirse con
una primorosa sonrisa.»
Unos pocos hombres sucumbieron a la tensión. «Una noche», recordaba
un integrante de la 1.a División de Infantería de los Estados
Unidos, «uno de los soldados se colocó dos bandoleras de munición,
se colgó sus granadas de mano, cogió un fusil y se largó. Nadie vio
cómo lo hacía, pero cuando se dieron cuenta de lo sucedido, se formó
un grupo de búsqueda. El grupo de búsqueda dio con él. El individuo
en cuestión se negó a entregarse, y lo mataron. Nunca llegamos a
saber si lo que quería era morir en la playa o si se trataba de un espía.
Fuera lo que fuere, cometió una soberbia tontería. Dejó de ser un
hombre que podía morir para convertirse en un hombre muerto.»
Tal vez tuviera una premonición de lo que les esperaba en Omaha.
Mientras se cargaban los tanques en las lanchas de desembarco y los
hombres iban subiendo a bordo en aquella tarde del viernes, el capitán
de grupo Stagg discutía de nuevo sobre la seguridad de las redes
fijas de comunicación con los otros centros meteorológicos. Tenía
que presentar un informe definitivo en la reunión convocada para las
nueve y media de la noche, pero aún no se había llegado a un acuerdo.
«De no haber sido por el peligro potencial que se corría, todo aquel
asunto habría parecido una verdadera ridiculez. En menos de media
hora esperaban de mí que presentara al general Eisenhower un previsión
meteorológica "consensuada" para los cinco días siguientes que
cubriera las horas del lanzamiento de la mayor operación militar de
la historia: ni siquiera dos de los expertos que asistían a la reunión
podían llegar a un acuerdo sobre el tiempo que iba a hacer durante las
próximas veinticuatro horas.»
Estuvieron discutiendo y discutiendo hasta que se agotó el tiempo.
Stagg fue a toda prisa a la biblioteca de la casa principal para presentar
un informe a todos los jefazos de la Operación Overlord.
—Y bien, Stagg —dijo Eisenhower—, ¿qué noticias nos trae esta
vez?
Stagg sintió la necesidad de seguir su propio instinto y pasó por
alto las opiniones más optimistas de sus colegas americanos de
Bushey Parle.
—Las condiciones climatológicas, desde las islas Británicas hasta
Terranova, han cambiado considerablemente estos últimos días, y
ahora no son nada halagüeñas —contestó.
Mientras iba dando detalles de la situación, unos cuantos altos
oficiales contemplaban por la ventana la hermosa puesta de sol un
tanto aturdidos.*
Después de formularle una serie de preguntas relacionadas con el
tiempo y el lanzamiento de los aerotransportados, Eisenhower intentó
indagar más acerca de la situación previsible para los días 6 y 7 de
junio. Según Tedder, se produjo una pausa significativa.
—Si respondo a esto, señor —contestó Stagg—, estaré haciendo
conjeturas, no ejerciendo las funciones de su asesor meteorológico.
Stagg y su homólogo americano, el coronel D. N. Yates, se retiraron,
y al poco rato salió de la sala el general Bull para comunicarles que
no habría ningún cambio de planes para las siguientes veinticuatro horas.
Cuando regresaban a la tienda de campaña en la que dormían, los
dos meteorólogos se enteraron de que los primeros barcos ya habían
levado anclas. Stagg no pudo evitar recordar el chiste macabro que
le hizo el teniente general sir Frederick Morgan, principal encargado
de la planificación de la Operación Overlord en un primer momento:
«Buena suerte, Stagg. ¡Ojalá no nos hable usted más que de pequeñas
depresiones! Pero recuerde que lo colgaremos de la primera farola que
encontremos si no interpreta correctamente los presagios».
A primera hora de la mañana siguiente, sábado 3 de junio, las
noticias no podían ser peores. La estación meteorológica de Blacksod
Point, en Irlanda occidental, acababa de informar de un rápido descenso
de los barómetros y de la presencia de vientos de fuerza seis.
Stagg sintió «una especie de náusea física» al ver los mapas meteorológicos
y el modo en que los equipos de expertos seguían analizando
los mismos datos de distintas maneras. Aquella noche, a las nueve y
media, fueron convocados él y Yates. Los dos hombres se personaron
en la biblioteca, en cuyas estanterías no había ni un solo libro. Se dispusieron
unas sillas del comedor formando arcos concéntricos: las de
la primera fila, para los comandantes en jefe, y las de atrás, para sus
jefes del Estado Mayor y altos oficiales subordinados. Eisenhower,
el general Walter Bedell Smith, su jefe del Estado Mayor, y Tedder
tomaron asiento de cara al auditorio.
* Todavía era de día porque regía el horario de verano.
—Caballeros —empezó diciendo Stagg—. Los temores que mis
colegas y yo abrigábamos ayer en lo concerniente al tiempo para los
próximos tres o cuatro días se han visto confirmados.
A continuación, pasó a explicarlos pormenores de sus previsiones.
Ofreció un lúgubre retrato de mares agitados, vientos de tormenta de
fuerza seis y nubes bajas. «Durante todo ese recitar», escribiría Stagg
más tarde, «el general Eisenhower permaneció inmóvil en su asiento,
con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, apoyándola en una
mano, y la mirada fija, clavada en mí. Por un momento todos los allí
reunidos parecían aturdidos.» No es de extrañar que Eisenhower se
viera obligado a recomendar un aplazamiento provisional.
No fue una buena noche para Eisenhower. Su asistente, el comandante
Harry Butcher, le hizo saber más tarde que Associated
Press había emitido la siguiente noticia: «Las fuerzas de Eisenhower
están desembarcando en Francia». Aunque la agencia de información
dejó de difundirlo al cabo de veintitrés minutos, el comunicado había
sido recogido por CBS y Radio Moscú. «Lanzó una especie de gruñido
», comenta Buttcher en su diario.
Cuando Stagg abandonó la reunión y se dirigió a su tienda a eso
de la medianoche, tras oír que iba a posponerse provisionalmente el
comienzo de la operación, le resultó extraño levantar la vista entre
los árboles y comprobar que «el cielo estaba prácticamente despejado,
y a su alrededor todo estaba tranquilo y en silencio». Stagg
ni siquiera intentó dormir. Se pasó toda la madrugada escribiendo
notas detalladas de lo que se había hablado. Las previsiones no eran
mejores, a pesar de que el cielo siguiera estando despejado y apenas
hubiera viento.
A las cuatro y cuarto de la madrugada del domingo 4 de junio; en
el curso de una nueva reunión, Eisenhower tomó la decisión de mantener
las veinticuatro horas de aplazamiento provisional de la operación
que habían sido acordadas la noche anterior. Sin el pleno apoyo
de las fuerzas aéreas, los riesgos eran excesivos. Se dio la orden de
que regresaran los convoyes. Los destructores zarparon de inmediato
navegando a toda máquina para reunir las lanchas de desembarco
con las que no podía establecerse contacto por radio y conducirlas de
nuevo a puerto.
Stagg, que se había acostado exhausto en su tienda de campaña,
se sintió desconcertado cuando despertó y comprobó que el cielo seguía
despejado y apenas hacía viento. No sabía cómo mirar a la cara a
los demás oficiales durante el desayuno. Pero más tarde sintió cierto
alivio cuando aumentó la nubosidad por el oeste y comenzó a arreciar
el viento.
Aquel domingo fue un día de infinitas cuestiones. ¿Era realmente
imposible mantener encerrados en sus embarcaciones a los miles y
miles de hombres de la fase inicial de la invasión? ¿Y qué hacer con
todos los buques que habían zarpado y que ahora habían recibido la
orden de regresar? Iban a tener que repostar combustible. Y si el mal
tiempo se prolongaba, las mareas no actuarían como estaba previsto.
En efecto, si las condiciones meteorológicas no mejoraban en cuarenta
y ocho horas, la Operación Overlord debería ser aplazada dos
semanas. Sería difícil mantener el secreto, y las repercusiones de todo
ello en la moral de los hombres podrían ser nefastas....."
Continúa...
"....Southwick House es un grandioso edificio de estilo regencia, con unafachada de estuco y una entrada porticada. A unos ocho kilómetros al
sur, la base naval de Portsmouth y los fondeaderos que se extendían
más allá aparecían repletos de naves de distintos tamaños y tipos: grisáceos
buques de guerra, barcos de transporte y centenares de lanchas
de desembarco, todos ellos amarrados unos a otros. El Día D se había
fijado para el lunes, 5 de junio, y las labores de carga ya habían dado
comienzo.
En tiempos de paz, Southwick habría podido ser perfectamente
el escenario de una de las fiestas de Agatha Christie, pero la Marina
Real británica había tomado posesión de la mansión en 1940. Sus
hermosos jardines de antaño y el bosque con los que éstos limitaban
se veían asolados ahora por la presencia de un sinfín de barracones
para soldados, tiendas de campaña y caminos de ceniza. Era el cuartel
general del almirante sir Bertram Ramsay, comandante en jefe de
las fuerzas navales para la invasión de Europa, así como el puesto de
mando avanzado del SHAEF (Supreme Headquarters AUied
Expedi-tionary Forcé, «Cuartel General Supremo de las Fuerzas
Expedicionarias Aliadas»). Las baterías antiaéreas situadas en las
estribaciones de Portsdown tenían la misión de defender la zona, así
como un arsenal naval a los pies de la montaña, de posibles ataques
de la Luftwaffe.
El sur de Inglaterra había sufrido una ola de calor y la consecuente
sequía. El 29 de mayo se habían alcanzado elevadas temperaturas,
inusuales en esa época del año, pero el equipo meteorológico al servicio
del cuartel general del general Dwight D. Eisenhower enseguida
empezaría a inquietarse. El grupo estaba bajo las órdenes del Dr. James
Stagg, un escocés alto y flaco, de rostro severo y con un acicalado
bigote. Stagg, el máximo experto en meteorología del país en la vida
civil, acababa de ser nombrado capitán de grupo de la RAF con el fin
de que gozara de la autoridad necesaria en un ambiente militar poco
acostumbrado a los intrusos.
Desde abril, Eisenhower había estado probando a Stagg y a su
equipo exigiéndoles previsiones meteorológicas para tres días que debían
consignarse todos los lunes para ser contrastadas posteriormente
con la realidad. El jueves 1 de junio, un día antes del fijado para que
los buques de guerra zarparan de Scapa Flow, en el noroeste de Escocia,
las estaciones meteorológicas indicaron que se estaban formando
áreas de depresión al norte del Atlántico. La marejada en el canal de
la Mancha podía mandar a pique las lanchas de desembarco, por no
hablar del pernicioso efecto que habría podido tener en los soldados
apiñados a bordo de ellas. Las nubes bajas y la mala visibilidad suponían
otra gran amenaza, pues las operaciones de desembarco dependían
de la habilidad de las fuerzas aéreas y navales aliadas para hacer
destruir la artillería y las posiciones defensivas de los alemanes en la
costa. El embarque de los ciento treinta mil efectivos que formaban
la primera tanda de la operación había comenzado y debía concluirse
en dos días.
Stagg sufría en sus carnes la falta de acuerdo entre los departamentos
meteorológicos de británicos y estadounidenses. Ambos recibían
los mismos informes de las estaciones meteorológicas, pero los
análisis que hacían de estos datos uno y otro departamento sencillamente
no coincidían. Incapaz de admitir una cosa así, se vio obligado
a decir al general de división Harold R. Bull, jefe auxiliar del Estado
Mayor de Eisenhower, que «la situación es compleja y difícil».
«¡Por amor de Dios, Stagg!», exclamó iracundo Bull. «Resuélvalo
mañana por la mañana antes de presentarse a la reunión con el
comandante supremo. El general Eisenhower está preocupadísimo.»
Stagg regresó a su barracón, donde desplegó los mapas y volvió a consultar
a los otros departamentos.
Para Eisenhower había otras razones que provocaban ese «nerviosismo
previo al Día D». Aunque aparentemente tranquilo, con aquella
sonrisa franca con la que se dirigía y miraba a todo el mundo, independientemente
de su rango militar, el general fumaba por entonces
hasta cuatro cajetillas diarias de Camel. Encendía un cigarrillo, dejaba
que se consumiera en un cenicero, se levantaba de un salto, daba
vueltas y encendía otro. Ese estado de nerviosismo tampoco se veía
favorecido por la constante ingestión de tazas de café.
Posponer la invasión conllevaba un sinfín de riesgos. No se podía
encerrar a los ciento setenta y cinco mil soldados de las dos primeras
tandas de fuerzas invasoras en sus buques y lanchas de desembarco, en
medio de la marejada, sin que perdieran su espíritu de combate. A los
acorazados y a los convoyes que estaban a punto de bordear la costa
británica para adentrarse en el canal de la Mancha no se les podría hacer
dar la vuelta más de una vez sin que se vieran obligados a repostar.
Y la posibilidad de que los aviones de reconocimiento alemanes los
localizaran habría aumentado peligrosamente.
Mantener el secreto de la operación había sido en todo momento
la principal preocupación. Buena parte de la costa meridional de
Inglaterra estaba literalmente cubierta de campamentos militares
de forma alargada, llamados «salchichas», en los que las tropas de la
invasión permanecían supuestamente aisladas y sin contacto con el
mundo exterior. Sin embargo, numerosos soldados habían conseguido
pasar al otro lado de las alambradas para tomar una última copa en
el pub o encontrarse con sus novias y esposas. La posibilidad de que,
por una razón u otra, se produjeran infiltraciones era muy elevada.
Un general estadounidense de las fuerzas aéreas había sido enviado a
casa de forma deshonrosa por haber revelado la fecha de la Operación
Overlord en el curso de una fiesta en el Claridge. Y ahora había surgido
el temor de que en Fleet Street pudiera notarse la ausencia de los
periodistas británicos que habían sido invitados para acompañar a las
fuerzas invasoras.
Toda Gran Bretaña sabía que la llegada del Día D era inminente,
y también lo sabían los alemanes, pero debía evitarse a toda costa que
el enemigo se enterara de su fecha precisa y de dónde tendría lugar
el ataque. Desde el 17 de abril se había impuesto una estricta censura
en las comunicaciones de los diplomáticos extranjeros, y las salidas
y entradas al país estaban sometidas a rígidos controles. Por fortuna,
los servicios de seguridad británicos habían capturado a todos los
agentes de Berlín que operaban en Gran Bretaña. La mayoría de estos
agentes habían sido «engañados» para que transmitieran información
errónea a sus supervisores. Este sistema llamado «doble equis», controlado
por el Comité XX, tenía por objetivo provocar mucho «ruido»
y confusión como uno de los aspectos fundamentales de la llamada
Operación Fortitude («Fortaleza»). Fortitude fue la medida de diversión
más ambiciosa de la historia de la guerra, un proyecto de mayor
envergadura incluso que la maskirovka que por aquel entonces preparaba
el Ejército Rojo para ocultar el verdadero objetivo de la Operación
Bagration, la ofensiva militar de Stalin para rodear y aplastar en
verano de 1944 el Grupo de Ejércitos Centro de la Wehrmacht en
Bielorrusia.
La Operación Fortitude tenía varias facetas. Fortitude Norte,
con formaciones falsas en Escocia creadas a partir de un «4.° Ejército
Británico», fingía estar preparando un ataque contra Noruega para
mantener en este país a las divisiones alemanas destacadas en él. Fortitude
Sur, la de mayor envergadura, tenía por objetivo hacer creer al
enemigo que cualquier desembarco en Normandía era una medida de
diversión a gran escala para atraer a las reservas alemanas y alejarlas del
paso de Calais. La verdadera invasión se suponía que iba a tener lugar
durante la segunda quincena de julio entre Boulogne y el estuario del
Somme. Un hipotético «I Grupo de Ejército de los Estados Unidos» a
las órdenes del George S. Patton, el general más temido por los alemanes,
se jactaba de contar con once divisiones en el sureste de Inglaterra.
Una serie de aviones de cartón piedra y de tanques hinchables, además
de doscientas cincuenta lanchas de desembarco falsas, contribuían a
crear ese espejismo. Se habían creado formaciones inventadas, como
la 2.a División Aerotransportada británica, junto con otras reales. Para
aumentar el efecto de ese espejismo, dos cuarteles generales militares
ficticios emitían constantemente mensajes por radio.
Uno de los principales agentes dobles que trabajó para los servicios
de inteligencia británicos en el marco de la Operación Fortitude
Sur fue un catalán, Juan Pujol, cuyo nombre en clave era «Garbo».
Junto con su agente de los servicios de seguridad, construyó una red
de veintisiete subagentes totalmente inventados y bombardeó la central
de inteligencia alemana en Madrid con informaciones minuciosamente
preparadas por Londres. Unos quinientos mensajes fueron
emitidos por radio en los meses anteriores al Día D. Esos comunicados
ofrecían una serie de detalles que poco a poco iban tejiendo el
entramado con el que el Comité de la Doble Equis quería persuadir a
los alemanes de que el gran ataque iba a tener lugar más adelante en
el paso de Calais.
También se idearon otras tretas con el fin de impedir que los alemanes
desplazaran a Normandía tropas procedentes de otros lugares
de Francia. La Operación Ironside tenía por objeto dar la sensación
de que dos semanas después de los primeros desembarcos se lanzaría
una segunda invasión en la costa occidental francesa directamente
desde los Estados Unidos y las Azores. Para que los alemanes siguieran
realizando conjeturas al respecto, y para impedir que desplazaran
a Normandía la 11.a División Acorazada, que se encontraba cerca
de Burdeos, una agente destinada en Gran Bretaña, que estaba debidamente
controlada, llamada «Bronx», envió el siguiente mensaje
cifrado a su supervisor alemán en el Banco Espirito Santo de Lisboa:
«Envoyez vite cinquante libres. J'ai besoin pour mon dentiste». Esto
significaba «que en torno al 15 de junio se llevará a cabo una operación
de desembarco en el golfo de Vizcaya». La Luftwaffe, que evidentemente
temía un desembarco en Bretaña, ordenó la destrucción
inmediata de cuatro aeródromos situados cerca de la costa.
Otro plan de diversión, la Operación Copperhead, se puso en marcha a finales
de mayo cuando un actor que guardaba un extraordinario parecido
con el general Montgomery, visitó Gibraltar y Argel, dando a entender
que se preparaba un ataque contra la costa del Mediterráneo.
Bletchley Park, el complejo secreto situado a unos noventa kilómetros
al noroeste de Londres dedicado a descifrar las comunicaciones
enemigas codificadas, adoptó a partir del 22 de mayo un nuevo
sistema de observación para la Operación Overlord. Sus expertos estaban
preparados para descifrar cualquier cosa importante en el momento
en que tuvieran noticia de ella. Gracias a esas interceptaciones
«Ultra», también eran capaces de comprobar el éxito de la desinfor-
mación elaborada por el Plan Fortitude y transmitida por los principales
agentes de la «Doble Equis», a saber, el citado Pujol, Dusko
Popov (alias Triciclo) y Román Garby-Czerniawksi. El 22 de abril se
descifró en Bletchley un comunicado alemán que identificaba al «4.°
Ejército», con su cuartel general cerca de Edimburgo y dos de sus
cuerpos en Stirling y Dundee. Otros mensajes ponían de manifiesto
que los alemanes creían que la División Lowland se estaba equipando
para lanzar un ataque contra Noruega.
Las decodificaciones Ultra revelaron en mayo que los alemanes
habían realizado ejercicios de maniobras antiinvasión, basados en el
supuesto de que los desembarcos aliados iban a tener lugar entre
Os-tende y Boulogne. Finalmente, el 2 de junio, Bletchley consideró
que tenía los suficientes datos para emitir el siguiente comunicado:
«Las pruebas más recientes indican que el enemigo supone que los
aliados ya han finalizado todos los preparativos. Espera que un
primer desembarco tenga lugar en Normandía o en Bretaña, y que a
continuación se materialice el grueso de la operación en el paso de
Calais». Parecía que los alemanes habían mordido el anzuelo
creyéndose a pies juntiñas la información difundida por la Operación
Fortitude.
A primera hora del 2 de junio Eisenhower se subió a una caravana,
oculta en el parque de Southwick bajo redes de camuflaje. La llamaba
«mi carromato de circo», y cuando no estaba en una conferencia o
visitando a las tropas, intentaba relajarse leyendo novelas del oeste y
fumando echado en su camastro.
A las diez de la mañana de ese viernes, en la biblioteca de
Southwick House, Stagg presentó a Eisenhower y a los demás comandantes
en jefe allí reunidos los últimos partes meteorológicos.
Debido a las continuas diferencias entre sus colegas, en particular
los superoptimistas meteorólogos americanos del SHAEF, tuvo que
adoptar una actitud deifica en sus manifestaciones. Stagg sabía perfectamente
que en la reunión de la tarde debía dar una opinión firme
sobre el empeoramiento de las condiciones climatológicas durante el
fin de semana. La decisión de seguir adelante según lo previsto o posponer
el comienzo de la operación debía tomarse de inmediato.
En el curso de aquella reunión, el comandante en jefe del aire, el
mariscal sir Trafford Leigh-Mallory, trazó un plan «para establecer
un cinturón de rutas bombardeadas a través de ciudades y pueblos que
permita evitar o impedir el movimiento de las formaciones enemigas
». Preguntó si tenía libertad de acción, «visto el número de bajas de
civiles que se producirían». Eisenhower manifestó su aprobación por
considerarlo «una necesidad operacional». Se decidió el lanzamiento
de panfletos entre la población francesa para advertirla de lo que se
avecinaba.
La suerte que pudiera correr la población civil francesa era una más
de las muchas inquietudes. Como comandante supremo, Eisenhower
tenía que mantener un equilibrio entre las rivalidades políticas y personales,
sin dejar de imponer su autoridad dentro de la alianza. Caía
bien al mariscal de campo sir Alan Brooke, jefe del Estado Mayor
Imperial, y al general sir Bernard Montgomery, comandante en jefe
del XXI Grupo de Ejército, pero ninguno de estos dos militares británicos
lo tenía en alta consideración como soldado. «No cabe duda
de que Ike está dispuesto a hacer todo lo posible para que británicos y
americanos mantengan unas relaciones fluidas —escribiría Brooke en
su diario—, pero tampoco cabe la menor duda de que no sabe nada de
estrategia y de que no es muy adecuado para el cargo de comandante
supremo por lo que se refiere a la dirección de la guerra.» Al concluir
la contienda, Monty haría uno de sus característicos comentarios lacónicos
y mordaces a propósito de Eisenhower: «Un buen tío, pero
no un soldado»
Ni que decir tiene que esas opiniones eran absolutamente injustas.
Eisenhower demostró poseer un buen criterio en todas las decisiones
clave relacionadas con el desembarco de Normandía, y sus habilidades
diplomáticas lograron mantener unida una frágil coalición.
Esto solo ya supuso una notable hazaña. Más tarde el propio Brooke
reconocería que «la lente del nacionalismo distorsiona la perspectiva
del paisaje estratégico». Y con nadie, ni siquiera con el general
George C. Patton, resultaba tan difícil relacionarse como con Monty,
que trataba a su comandante supremo con poquísimo respeto. En
su primera entrevista llamó la atención a su superior por fumar en su
presencia. Eisenhower era un hombre demasiado grande para tomar
a mal ese tipo de cosas, pero muchos de sus subordinados americanos
pensaron que habría debido mostrarse más duro con el británico.
El general Montgomery, pese a sus innumerables cualidades como
soldado de gran profesionalidad y excelente preparador de tropas, sufría
un narcisismo exacerbado, fruto seguramente de algún tipo de
complejo de inferioridad. En febrero, hablando de su célebre boina,
había hecho el siguiente comentario al secretario privado del rey Jorge
VI: «Mi gorra vale por tres divisiones. Los hombres pueden verla
a lo lejos. Y exclaman, "Allí está Monty", y entonces son capaces de
luchar contra cualquiera». Puede decirse que su autoestima resultaba
incluso cómica, y los americanos no eran los únicos que pensaban que
su reputación había sido hinchada por una prensa británica que lo adoraba.
«Monty —observaría Basil Liddell Hart—, probablemente goce
de mucha más popularidad entre los civiles que entre los soldados.»
Montgomery tenía un talento de actor extraordinario que normalmente
transmitía seguridad a sus hombres, aunque no siempre
obtenía una respuesta apasionada. En febrero, cuando comunicó a los
soldados del cuerpo de infantería ligera de Durham que iban a formar
parte de la primera oleada invasora, se oyeron fuertes murmullos de
queja. Acababan de regresar de combatir en el Mediterráneo, y se les
había concedido sólo un breve permiso para visitar a los suyos. Consideraban
que otras divisiones que no habían salido nunca de las islas
Británicas debían ir en su lugar. «Otra vez esos malditos Durhams»,
fue el comentario con el que reaccionó el general. «Siempre tienen
que ser ellos, esos malditos Durhams.». Cuando Montgomery abandonó
el lugar, se suponía que todos los soldados debían dirigirse a
la carretera para saludarlo al pasar, pero nadie se movió. Esta circunstancia
provocó mucho enfado y bochorno entre los oficiales de graduación superior.
Monty había tomado la determinación de que las tropas de veteranos
sirvieran de estímulo a las divisiones que no habían entrado
en combate, pero esta idea fue recibida con enojo por la mayor parte
de sus hombres del desierto. Habían estado luchando durante cuatro
años en tierras extranjeras y consideraban que ahora les tocaba com-
batir a otros, especialmente a los soldados de aquellas divisiones que
todavía no habían sido enviadas a ninguno de los escenarios del conflicto
armado. Varios regimientos del antiguo 8.° Ejército no habían
tenido la oportunidad de reencontrarse con los suyos en los últimos
seis años, y uno o dos de ellos habían estado fuera de Gran Bretaña
incluso más tiempo. Su enojo y su resentimiento estaban fuertemente
influenciados por los de sus esposas y novias.
La 1.a División de los Estados Unidos, llamada la «Gran Uno
Rojo», también mostró su descontentó cuando fue elegida para abrir
camino en el ataque a una playa, pero su experiencia era imprescindible
para la empresa. Un importante informe de evaluación emitido
el 8 de mayo había considerado «inadecuadas» a prácticamente todas
las demás formaciones americanas destinadas a la invasión.
Los oficiales estadounidenses de mayor rango eran incitados a la acción, y las
últimas semanas de adiestramiento intensivo no fueron desaprovechadas.
Eisenhower se sintió animado ante el espectacular progreso de los hombres, y en su interior, agradecido por la decisión de posponer la invasión de comienzos de mayo a principios de junio.
Había otros asuntos que provocaban tensiones en la estructura de
mandos aliada. El segundo de Eisenhower, el jefe del Aire, mariscal
sir Arthur Tedder, aborrecía a Montgomery, pero a su vez no era en
absoluto del agrado de Winston Churchill. El general Ornar Bradley,
comandante en jefe del l.er Ejército de los Estados Unidos, perteneciente
a una familia humilde de granjeros de Misuri, no tenía un
aspecto muy marcial que digamos, con su «expresión de palurdo» y
con sus gafas propiedad del Estado. Pero Bradley era «pragmático,
ecuánime, aparentemente poco ambicioso, algo torpe, poco dado a
extravagancias y a ostentaciones, y nunca sacaba a nadie de quicio»
Era, además, un comandante astuto, movido por la necesidad de ver
hechas las cosas que había que hacer. En apariencia era respetuoso
con Montgomery, pero no habría podido ser más distinto de él.
Bradley se llevaba muy bien con Eisenhower, pero no compartía
la tolerancia que mostraba su jefe con aquella bomba de relojería que
era George Patton. De hecho, apenas podía ocultar la fuerte descon-
fianza que le suscitaba aquel excéntrico soldado de caballería sureño.
Patton, un hombre temeroso de Dios, célebre por sus blasfemias, disfrutaba
dirigiéndose a sus soldados en términos provocativos: «Ahora
quiero que recordéis», les dijo en una ocasión, «que no ha habido nunca
ningún ****** que haya ganado una guerra muriendo por su país.
Las guerras se ganan haciendo que los otros ***** cabrones mueran
por su país». No cabe duda de que sin el apoyo de Eisenhower en
los momentos críticos, Patton jamás habría tenido la oportunidad de
forjarse un nombre en la campaña que estaba por iniciarse. La habilidad
de Eisenhower para mantener unido un equipo tan disparatado supuso un logro extraordinario.
La disputa más reciente, fruto de los nervios provocados por
el Día D, la protagonizó el jefe del Aire, mariscal Leigh-Mallory.
Leigh-Mallory, que «ponía a todo el mundo hecho una furia» y consiguió
incluso sacar de quicio a Eisenhower, de repente se mostró
convencido de que las dos divisiones aerotransportadas americanas
que debían ser lanzadas en la península de Cotentin se enfrentaban
a una matanza. Insistió una y otra vez en que se cancelara esta acción
vital de la Operación Overlord, cuya finalidad era proteger el flanco
occidental. Eisenhower le dijo que presentara por escrito todo lo que
le preocupaba. Así lo hizo, y, tras considerar detenidamente sus propuestas,
Eisenhower las rechazó con pleno apoyo de Montgomery.
Eisenhower, a pesar de su nerviosismo y de sus abrumadoras responsabilidades,
supo adoptar inteligentemente una actitud filosófica.
Había sido elegido para tomar las decisiones finales, de modo que debía
tomarlas y asumir las consecuencias. Como bien sabía, casi había
llegado la hora de pronunciarse sobre el asunto más grave. El destino
de muchos miles de vidas de soldados dependía de su decisión. Sin
decírselo ni siquiera a sus más estrechos colaboradores, Eisenhower
preparó un escueto comunicado para ser utilizado en el caso de que
la operación fracasara. «Los desembarcos en la zona Cherburgo-Le
Havre no han podido consolidarse, y he retirado las tropas. Mi decisión
de atacar en ese momento y en ese lugar se ha basado en la mejor
información de la que he dispuesto. Las tropas de tierra, mar y aire han
mostrado todo el coraje y la entrega que cabía esperar. Si hay que echar
la culpa del fracaso de la empresa a alguien, es exclusivamente a mí».
Aunque ni Eisenhower ni Bradley pudieran reconocerlo, de las
cinco playas en las que iba a llevarse a cabo el desembarco, la que
más dificultades iba a presentar sería Omaha. Un equipo británico
de los COPP (Combined Operations Beach Reconnaissance andAssault
Pilotage Parties, «Grupos de Operaciones Especiales de Reconocimiento
y Asalto de Playas») había llevado a cabo un minucioso reconocimiento
de este objetivo de la 1.a y la 29.a División de Infantería
de los Estados Unidos. En la segunda quincena de enero, el submarino
de bolsillo X-20 había sido conducido hasta las inmediaciones
de la costa de Normandía por un arrastrero armado. El general
Bradley había solicitado que, tras examinar las playas en las que iban
a desembarcar las tropas británicas y canadienses, los COPP también
hicieran un reconocimiento de Omaha para comprobar que el terreno
tenía firmeza suficiente para el movimiento de los tanques. El capitán
Scott-Bowden, zapador, y el sargento Bruce Ogden-Smith, de
la Sección de Embarcaciones Especiales, se desplazaron a nado hasta
la costa armados únicamente con un cuchillo y una pistola automática
del 45. También llevaban una barrena de mano de casi medio
metro de longitud y una bandolera con recipientes en los que depositar
las muestras de suelo que fueran recogiendo. El mar estaba
insólitamente en calma, y a punto estuvieron de ser descubiertos por
los centinelas alemanes.
Al día siguiente de su regreso, Scott-Bowden fue llamado a Londres
por un contraalmirante. Llegó a Norfolk House, en St. James's
Square, justo después de la hora del almuerzo. Allí, en un comedor
alargado, con las paredes llenas de mapas cubiertos por cortinas, se encontró
frente a seis almirantes y cinco generales, entre ellos el propio
Bradley. Éste lo sometió a un minucioso interrogatorio acerca de la
capacidad de resistencia de la playa. «Señor, espero que no le importe
lo que voy a decir», dijo Scott-Bowden al general americano cuando
ya estaba a punto de abandonar la reunión, «pero esa playa representa
de hecho un adversario formidable y por fuerza será escenario de un
gran número de bajas.» Bradley, poniendo una mano sobre el hombro
del zapador británico, murmuró: «Lo sé, muchacho, lo sé». Omaha
era simplemente la única playa donde era posible desembarcar entre
el sector británico, a la izquierda, y la playa Utah, a la derecha.
En cuanto las tropas invasoras empezaron a embarcar, la población
civil salió a la calle para despedirlas. «Cuando nos fuimos», escribiría
un joven ingeniero americano que había sido alojado en casa de una
familia inglesa, «lloraron como si fueran nuestros padres. Fue muy
conmovedor para todos nosotros. Parecía como si la gente en general
supiera muy bien lo que estaba ocurriendo.»
El secreto resultó, naturalmente, imposible de mantener. «Cuando
pasamos por Southampton», recordaría un soldado de caballería
británico perteneciente a un regimiento de las fuerzas blindadas, «la
gente nos dio una maravillosa bienvenida. Cada vez que nos deteníamos
nos ofrecían pastelillos y tazas de té, para consternación de la policía
militar que escoltaba a la columna y que había recibido la orden
estricta de impedir cualquier tipo de contacto entre la población civil
y los soldados».
La mayoría de las tropas fueron trasladadas en camiones del
ejército, pero algunas unidades británicas hicieron el camino a pie,
marchando al son de los clavos de sus botas que marcaban el paso
al golpear en el asfalto de la carretera. Los ancianos, que observaban
la escena desde sus jardines a menudo con lágrimas en los ojos,
no podían dejar de recordar a los hombres de la generación anterior,
marchando hacia las trincheras en Flandes. Los cascos eran de forma
similar a los de entonces, pero los uniformes eran distintos. Y los soldados
ya no llevabanputtees. En su lugar, usaban polainas de lona que
hacían conjunto con el cinturón, el arnés, las cartucheras y la mochila.
El rifle y la bayoneta también habían cambiado, pero no lo bastante
para marcar una diferencia significativa.
Los soldados se habían dado cuenta de que el Día D debía de estar
cerca cuando les fueron concedidos permisos de veinticuatro horas.
Para los menos entusiastas aquella medida representaba una última
oportunidad de desaparecer o de emborracharse. Se habían producido
muchos casos de ausencia de soldados en las semanas previas a la
invasión, pero los de deserción pura y dura habían sido relativamente
pocos. La mayoría había regresado a su puesto para estar «con sus
compañeros» cuando comenzó la invasión. Ni siquiera los oficiales
más pragmáticos quisieron perder a esos hombres enviándolos a prisión.
Dejaron que cada cual se redimiera en el campo de batalla.
Los soldados notaron que los oficiales se habían vuelto de repente
mucho más solícitos con sus hombres. Se proyectaban películas en los
campamentos cerrados. Las raciones de cerveza eran más generosas, y
por los altavoces sonaba música bailable. Los más cínicos pronosticaban
que aquel cambio repentino de los oficiales de intendencia, ahora
tan espléndidos, era una señal de mal agüero. El poeta Keith Douglas,
por aquel entonces un capitán de veinticuatro años del escuadrón de
caballería de los Rangers de Sherwood, haría el siguiente comentario
en una carta dirigida a Edmund Blunden, el poeta de la Gran Guerra:
«He sido cebado para la matanza, y ahora estoy simplemente a
la espera de que ésta comience». Douglas era uno de los hombres
que sentía la llegada inminente de la muerte y hablaba de ello con
sus amigos más íntimos. Resulta sorprendente comprobar cuántos de
ellos acabarían teniendo razón, y por algún motivo semejante pensamiento
se convirtió en una profecía irremediable. Douglas asistió a
una procesión religiosa el último domingo. Luego dio un paseo con
el capellán del regimiento, que recordaría que el joven poeta se había
resignado a una muerte inminente y que no estaba deprimido por esa
idea. En opinión de un oficial compañero suyo, su fatalismo se debía
a la sensación de que había agotado su ración de buena suerte en
la guerra del desierto.
Prácticamente todos detestaban aquella larga espera y deseaban
que lo peor pasara pronto. «Todos están nerviosos y fingen que están
tranquilos», comentaría un soldado de infantería estadounidense.
«Las fanfarronadas son de ayuda», añadiría. Muchos pensaban en
sus novias. Algunos se habían casado a toda prisa para asegurar a sus
mujeres una pensión de viudedad si ocurría lo peor. Un soldado americano
guardó toda su paga y la envió a un joyero para que su prometida
inglesa pudiera elegir un anillo para la boda que celebrarían en
cuanto regresara. Era un momento de intensas emociones personales.
«Las mujeres que han venido a ver partir a sus hombres», comentaría
un periodista poco antes del Día D, «casi siempre caminan hasta el
final del andén siguiendo al tren en su marcha para despedirse con
una primorosa sonrisa.»
Unos pocos hombres sucumbieron a la tensión. «Una noche», recordaba
un integrante de la 1.a División de Infantería de los Estados
Unidos, «uno de los soldados se colocó dos bandoleras de munición,
se colgó sus granadas de mano, cogió un fusil y se largó. Nadie vio
cómo lo hacía, pero cuando se dieron cuenta de lo sucedido, se formó
un grupo de búsqueda. El grupo de búsqueda dio con él. El individuo
en cuestión se negó a entregarse, y lo mataron. Nunca llegamos a
saber si lo que quería era morir en la playa o si se trataba de un espía.
Fuera lo que fuere, cometió una soberbia tontería. Dejó de ser un
hombre que podía morir para convertirse en un hombre muerto.»
Tal vez tuviera una premonición de lo que les esperaba en Omaha.
Mientras se cargaban los tanques en las lanchas de desembarco y los
hombres iban subiendo a bordo en aquella tarde del viernes, el capitán
de grupo Stagg discutía de nuevo sobre la seguridad de las redes
fijas de comunicación con los otros centros meteorológicos. Tenía
que presentar un informe definitivo en la reunión convocada para las
nueve y media de la noche, pero aún no se había llegado a un acuerdo.
«De no haber sido por el peligro potencial que se corría, todo aquel
asunto habría parecido una verdadera ridiculez. En menos de media
hora esperaban de mí que presentara al general Eisenhower un previsión
meteorológica "consensuada" para los cinco días siguientes que
cubriera las horas del lanzamiento de la mayor operación militar de
la historia: ni siquiera dos de los expertos que asistían a la reunión
podían llegar a un acuerdo sobre el tiempo que iba a hacer durante las
próximas veinticuatro horas.»
Estuvieron discutiendo y discutiendo hasta que se agotó el tiempo.
Stagg fue a toda prisa a la biblioteca de la casa principal para presentar
un informe a todos los jefazos de la Operación Overlord.
—Y bien, Stagg —dijo Eisenhower—, ¿qué noticias nos trae esta
vez?
Stagg sintió la necesidad de seguir su propio instinto y pasó por
alto las opiniones más optimistas de sus colegas americanos de
Bushey Parle.
—Las condiciones climatológicas, desde las islas Británicas hasta
Terranova, han cambiado considerablemente estos últimos días, y
ahora no son nada halagüeñas —contestó.
Mientras iba dando detalles de la situación, unos cuantos altos
oficiales contemplaban por la ventana la hermosa puesta de sol un
tanto aturdidos.*
Después de formularle una serie de preguntas relacionadas con el
tiempo y el lanzamiento de los aerotransportados, Eisenhower intentó
indagar más acerca de la situación previsible para los días 6 y 7 de
junio. Según Tedder, se produjo una pausa significativa.
—Si respondo a esto, señor —contestó Stagg—, estaré haciendo
conjeturas, no ejerciendo las funciones de su asesor meteorológico.
Stagg y su homólogo americano, el coronel D. N. Yates, se retiraron,
y al poco rato salió de la sala el general Bull para comunicarles que
no habría ningún cambio de planes para las siguientes veinticuatro horas.
Cuando regresaban a la tienda de campaña en la que dormían, los
dos meteorólogos se enteraron de que los primeros barcos ya habían
levado anclas. Stagg no pudo evitar recordar el chiste macabro que
le hizo el teniente general sir Frederick Morgan, principal encargado
de la planificación de la Operación Overlord en un primer momento:
«Buena suerte, Stagg. ¡Ojalá no nos hable usted más que de pequeñas
depresiones! Pero recuerde que lo colgaremos de la primera farola que
encontremos si no interpreta correctamente los presagios».
A primera hora de la mañana siguiente, sábado 3 de junio, las
noticias no podían ser peores. La estación meteorológica de Blacksod
Point, en Irlanda occidental, acababa de informar de un rápido descenso
de los barómetros y de la presencia de vientos de fuerza seis.
Stagg sintió «una especie de náusea física» al ver los mapas meteorológicos
y el modo en que los equipos de expertos seguían analizando
los mismos datos de distintas maneras. Aquella noche, a las nueve y
media, fueron convocados él y Yates. Los dos hombres se personaron
en la biblioteca, en cuyas estanterías no había ni un solo libro. Se dispusieron
unas sillas del comedor formando arcos concéntricos: las de
la primera fila, para los comandantes en jefe, y las de atrás, para sus
jefes del Estado Mayor y altos oficiales subordinados. Eisenhower,
el general Walter Bedell Smith, su jefe del Estado Mayor, y Tedder
tomaron asiento de cara al auditorio.
* Todavía era de día porque regía el horario de verano.
—Caballeros —empezó diciendo Stagg—. Los temores que mis
colegas y yo abrigábamos ayer en lo concerniente al tiempo para los
próximos tres o cuatro días se han visto confirmados.
A continuación, pasó a explicarlos pormenores de sus previsiones.
Ofreció un lúgubre retrato de mares agitados, vientos de tormenta de
fuerza seis y nubes bajas. «Durante todo ese recitar», escribiría Stagg
más tarde, «el general Eisenhower permaneció inmóvil en su asiento,
con la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado, apoyándola en una
mano, y la mirada fija, clavada en mí. Por un momento todos los allí
reunidos parecían aturdidos.» No es de extrañar que Eisenhower se
viera obligado a recomendar un aplazamiento provisional.
No fue una buena noche para Eisenhower. Su asistente, el comandante
Harry Butcher, le hizo saber más tarde que Associated
Press había emitido la siguiente noticia: «Las fuerzas de Eisenhower
están desembarcando en Francia». Aunque la agencia de información
dejó de difundirlo al cabo de veintitrés minutos, el comunicado había
sido recogido por CBS y Radio Moscú. «Lanzó una especie de gruñido
», comenta Buttcher en su diario.
Cuando Stagg abandonó la reunión y se dirigió a su tienda a eso
de la medianoche, tras oír que iba a posponerse provisionalmente el
comienzo de la operación, le resultó extraño levantar la vista entre
los árboles y comprobar que «el cielo estaba prácticamente despejado,
y a su alrededor todo estaba tranquilo y en silencio». Stagg
ni siquiera intentó dormir. Se pasó toda la madrugada escribiendo
notas detalladas de lo que se había hablado. Las previsiones no eran
mejores, a pesar de que el cielo siguiera estando despejado y apenas
hubiera viento.
A las cuatro y cuarto de la madrugada del domingo 4 de junio; en
el curso de una nueva reunión, Eisenhower tomó la decisión de mantener
las veinticuatro horas de aplazamiento provisional de la operación
que habían sido acordadas la noche anterior. Sin el pleno apoyo
de las fuerzas aéreas, los riesgos eran excesivos. Se dio la orden de
que regresaran los convoyes. Los destructores zarparon de inmediato
navegando a toda máquina para reunir las lanchas de desembarco
con las que no podía establecerse contacto por radio y conducirlas de
nuevo a puerto.
Stagg, que se había acostado exhausto en su tienda de campaña,
se sintió desconcertado cuando despertó y comprobó que el cielo seguía
despejado y apenas hacía viento. No sabía cómo mirar a la cara a
los demás oficiales durante el desayuno. Pero más tarde sintió cierto
alivio cuando aumentó la nubosidad por el oeste y comenzó a arreciar
el viento.
Aquel domingo fue un día de infinitas cuestiones. ¿Era realmente
imposible mantener encerrados en sus embarcaciones a los miles y
miles de hombres de la fase inicial de la invasión? ¿Y qué hacer con
todos los buques que habían zarpado y que ahora habían recibido la
orden de regresar? Iban a tener que repostar combustible. Y si el mal
tiempo se prolongaba, las mareas no actuarían como estaba previsto.
En efecto, si las condiciones meteorológicas no mejoraban en cuarenta
y ocho horas, la Operación Overlord debería ser aplazada dos
semanas. Sería difícil mantener el secreto, y las repercusiones de todo
ello en la moral de los hombres podrían ser nefastas....."
Continúa...