UNA EYECCIÓN EXITOSA
Relato del actual Comodoro Raúl Díaz derribado en combate sobre San Carlos
El piloto de un monoplaza es, tal vez, uno de los combatientes más solitarios. El autocontrol que requiere para sobrevivir, muy parecido al que necesita un cazador acechando la presa, tempranamente le ganó la denominación de piloto de caza. En una cabina estrecha, atado con firmeza al asiento, una mano asida a la palanca de comando, ocupa la otra en un sinnúmero de manipuleos que invariablemente incluye el tanteo preventivo de una anilla que se distingue con facilidad por su característico color amarillo con bandas negras.
Los ojos del piloto de caza bailotean de modo incesante entre los un misil. En sus oídos zumba el runrún de la turbina y las comunicaciones que brotan por los auriculares del casco: indicaciones vitales que, en ocasiones, ni siquiera puede contestar para no romper el silencio de radio. En las inmediaciones del blanco la adrenalina le trepa a niveles desbordantes. Los segundos le parecen horas; las acciones, proyecciones en cámara lenta. Dispara los cañones y su dedo presiona con furia intentando dar más potencia a la munición y, cuando ese círculo iluminado del visor se lo indica o, tan sólo por intuición, suelta las bombas con las que intenta herir de muerte al buque invasor. Después, escapa. En zigzag, atraviesa una telaraña de estelas de misiles y trazadoras de artillería. Le reza a Dios y sólo confía en su pericia y en la velocidad del avión. En ocasiones zafa, en otras no. Una sacudida violenta, el movimiento enloquecido del reactor y los controles que no responden. Con la aeronave averiada, a punto de estallar, la única salvación que le resta al piloto es esa anilla en la que nunca dejó de pensar. Eso le ocurrió el 24 de mayo al capitán Raúl Díaz cuando fue derribado mientras atacaba buques en el Estrecho de San Carlos. Su avión era experiencia sirve para entender a los pilotos que, ante lo irremediable, debieron eyectarse.
Relato del capitán Raúl Díaz
La Fuerza Aérea Sur (dependiente del Componente Aéreo del Teatro de Operaciones Sur, no decretado por el PEN, pero desplegados gran parte de sus elementos integrantes), seguía tratando de neutralizar las actividades de desembarco iniciadas el 21 de mayo. Como los días anteriores, el 24 de mayo se ordenó un ataque masivo, con la finalidad de saturar las defensas británicas.
Mi escuadrón recibió la misión de atacar la zona de desembarco, ya sea a los objetivos navales o al material bélico acumulado en el puerto San Carlos. El sur de la bahía sería atacada por mi escuadrilla. Me acompañarían el mayor Luis Puga, como numeral 2 y el teniente Carlos Castillo, como numeral 3. Nos asignaron el indicativo ORO y nos configuraron con dos bombas de 250 Kg y la carga completa de municiones de 30 mm.
Decidimos aproximarnos sobre el agua, por el norte de la isla Gran Malvina y, alcanzado el canal San Carlos, ingresar con rumbo directo hacia el objetivo. Deberíamos estar ya rasante, a quince metros del agua, en la lateral de las islas Salvajes, a una velocidad entre 480 y 520 nudos (890 a 960 kilómetros/h), formados en línea para hacer un único ataque, los tres aviones al mismo tiempo.
Lo planificado se cumplió exactamente. Al sobrepasar las islas Salvajes, por la radio comenzamos a escuchar las órdenes y advertencias que intercambiaban las primeras escuadrillas que atacaba puerto San Carlos.
Cerca de Bahía Elefante Marino preparamos el panel de armamento y nos aprestamos a iniciar, en ochenta segundos más, el viraje que nos llevaría al blanco. Concentrados en los instrumentos, en el reloj táctico y en la desembocadura norte del canal buscando navíos, no advertimos la aproximación que, por el sector de cola, hacían dos Harrier guiados por una fragata que no llegamos a ver.
Los Harrier venían armados con dos Sidewinder. El jefe de la primera sección inglesa lanzó un misil al avión del teniente Castillo haciéndolo explotar. El mayor Puga me alertó -"Al 3 lo derribó un misil!"-, reaccioné mirando a mi derecha hacia donde estaba Puga y vi que se encontraba intacto, pero que a 200 metros detrás de él se desplazaba una luz intensa en forma zigzagueante.
Comprendí que era un misil y que no había tiempo. Sólo atiné a gritarle que se eyectara. El proyectil, le pegó en el motor y la explosión fue tan espectacular, que el fuego y el humo negro envolvieron al avión a partir de un metro detrás de la cabina del piloto, donde se encuentran los primeros tanques de combustible; sólo quedó fuera de esa enorme bola de fuego la nariz del avión y la cabina; el resto no existía.
Inicié un brusco viraje a mi derecha para ver qué pasaba con Puga, a quien le seguía gritando que se eyectara. Cuando estaba en la mitad del viraje sentí un gran sacudón. Me quedé sin comandos, se encendieron todas las luces en el panel de fallas y sonó estridentemente el advertidor sonoro, que actúa cuando se tiene una falla grave.
No tardé en comprender que mi habitáculo se convertiría en una trampa mortal. Mi noble avión había sido casi totalmente destruido y si me quedaba allí, en la confortable cabina, sería el fin.
En viraje, a gran velocidad muy próximo al agua y sin comandos, ¿la eyección sería exitosa?, pensé. Cuando pasé cerca del avión de Puga, el mío se enderezó y comenzó a bascular bruscamente en profundidad; pude ver como me acercaba a la isla ubicada al norte de la Gran Malvina en forma descontrolada. No dudé más. Tiré de la anilla de eyección de entre las piernas, porque no podía llegar a la superior por la violencia de los cabeceos. Comencé a salir de la cabina y el terrible impacto contra el aire, producto de la alta velocidad, (aproximadamente 950 kilómetros/h) me hizo sentir que no me había eyectado y que me estaba estrellando contra el agua o la isla. Sólo tomé conciencia de que lo había abandonado cuando, fugazmente, observé mis rodillas contra el cielo debido al movimiento parabólico que realiza el asiento cuando abandona el avión.
Comodoro (R) Senn, Brigadier (R) Piuma Justo, Comodoro (R) Puga Brigadier General (R) Donadille, Comodoro (R) Diaz, junto a su salvador.
El tirón del paracaídas al abrirse me corroboró esa impresión. Sentí intensos dolores. La eyección a semejante velocidad me fracturó dos vértebras y sufrí una grave luxación en el codo derecho. Cuando se terminó de desplegar el paracaídas, observé hacia abajo y vi el suelo cerca. Tratando de analizar cuáles eran mis heridas caí, amortiguadamente, sobre la turba malvinense.
Estuve treinta minutos acostado boca arriba, sin moverme. Me dolía la columna y el brazo derecho. Logré incorporarme y, con mucho esfuerzo, saqué del equipo de supervivencia dos bolsas plásticas con agua y comencé a beber rápidamente. Me encontraba al borde del shock.
A la hora y treinta de la eyección, habiendo recogido lo necesario y posible de transportar del equipo de supervivencia, me aprestaba a iniciar una dolorosa marcha hacia la costa, para llegar a uno de los pueblitos que se encuentran a la orilla del mar. En ese momento vi un vehículo, tipo Land
Rover, que se acercaba a campo traviesa; supuse que sería una patrulla enemiga o kelper. Busqué en el equipo el revólver 38 y me preparé; el vehículo se detuvo a unos ochenta metros y se bajaron dos uniformados de verde, con fusiles; cuando vieron mi deplorable estado se acercaron y, desde una distancia prudencial, preguntaron en perfecto castellano mi nombre. Arrojé el revolver al suelo y les hice señas para que se acercaran; lo hicieron lentamente hasta que les pude decir que era el capitán Díaz, de la Fuerza Aérea.
Mis salvadores eran dos aviadores navales argentinos que me llevaron a un caserío kelper donde recibí asistencia sanitaria, bastante precaria por falta de elementos para ese tipo de dolencia. El médico era un soldado conscripto ingresado como profesional. Después de una semana fui recuperado por un avión Twin Otter de la IX Brigada Aérea de Comodoro Rivadavia en una operación sumamente riesgosa.
Fuente: La Gaceta Malvinense Nº5
Fecha: Agosto 2003
Imagenes: http://www.3040100.com.ar/la-eyeccion-del-capitan-raul-diaz/