La limpieza étnica desatada en Sri Lanka contra la minoría hinduista cuenta con la anuencia del Presidente. ¿Otra “solución final”?
La llaman “lágrima de la India” porque Sri Lanka es una isla con forma de gota que parece desprenderse del sur continental en caída hacia el Océano Índico. Pero hoy es una lágrima de la India no sólo por su forma, sino por la tragedia que está viviendo el pueblo indio que habita el norte del país antiguamente llamado Ceilán.
Con la venia del presidente Mahinda Rajapaksa, el ejército ha lanzado una ofensiva contra la vieja guerrilla separatista de la región, pero como a su paso está dejando tierra arrasada, la operación parece ir mucho más allá de los separatistas armados.
La artillería y los aviones no están disparando sólo contra las probables bases de los guerrilleros tamiles, ni limitándose a enfrentarlos en las espesas junglas, sino que bombardean las ciudades y aldeas donde después irrumpen los carros blindados cargados de soldados que ametrallan todo lo que se mueve en las calles y las casas.
Igual que el general guatemalteco Efraín Ríos Mont, que en la ofensiva contra-insurgente de la década del ochenta ocultó la limpieza étnica de los pueblos originarios que habitan la Selva Lacandona, aniquilándolos o echándolos del lado mejicano de la frontera; la operación ordenada por el gobierno de Sri Lanka parece tener la oculta intención de que los tamiles que habitan la Península de Jafna suban a los botes para cruzar el Estrecho de Palk y atravesar el Golfo de Mannar en el regreso al sur de la India, la tierra de sus ancestros.
Con la complicidad de la mayoritaria etnia cingalesa, el presidente Rajapaksa parece haber puesto en marcha una “solución final” a la cuestión tamil.
En el origen de estos padecimientos está la pasión inglesa por el té. Ocurre que cuando lo que hoy es Sri Lanka, India, Paquistán, Bangladesh y Myanmar eran “la joya” de la reina Victoria, los británicos habían llegado a una extraña conclusión: la mejor tierra para sembrar té es Jaffna, la península que está al norte del territorio por entonces llamado Ceilán, pero los mejores cosechadores de ese té no son los singaleses, o sea los nativos de esa isla; sino los tamiles, que habitan el sur de la India. Por eso, con el objetivo de obtener el mejor té del mundo, cosechado en la mejor tierra por los mejores cosechadores, comenzaron a implantar tamiles en la Península de Jaffna.
En rigor, en “la isla de los mil nombres” siempre hubo tamiles. Están desde antes que en el siglo IV aC llegara desde Bengala el pueblo indo-ario que siglos más tarde sería la población mayoritaria. Lo que hicieron los ingleses fue incrementar la población tamil.
Y como ocurrió en el resto de lo que había sido el inmenso virreinato británico, la independencia conquistada en 1948 acrecentó las tensiones entre dos pueblos que jamás convivieron ni se mezclaron armónicamente.
Las diferencias culturales entre las dos etnias con diferentes lenguas se amplificaron en el siglo III, cuando Sanghamita y Mahinda, los hijos del emperador Ashoka, introdujeron en la isla el budismo. Y esas distancias culturales pudieron más que el pacifismo de los vedas y de la escuela búdica therevada. Cada pueblo encarnó al animal que la representa: cingalés viene de sinhala, que significa “gente del león”, mientras que los tamiles descienden de los drávidas, antiguo pueblo que veneraba al tigre.
“Un Estado tamil libre, secular y socialista, con derecho a la autodeterminación” fue el objetivo proclamado por el Frente Tamil Unido, brazo político de los Nuevos Tigres Tamiles, la insurgencia independentista fundada en 1972 por Vellapilai Pirabhakarán y fusionada tres años más tarde con EROS (Eelam Revolutionary Organisers), grupo armado que apoyaba también a la minoría musulmana. De la unión de esas guerrillas surgieron los Tigres de la Liberación Tamil Eelam.
La guerra que lanzaron tuvo luchas honorables y también excesos bestiales y terrorismo. Llegaron incluso al magnicidio, asesinando en 1993 al entonces presidente cingalés Premadasa.
Dos años antes, del otro lado del Estrecho de Palk, en Tamil Nadu, el Estado indio del sur continental, caía acribillado Rajiv Gandhi, el primer ministro al que los Tigres acusaron de colaborar con el gobierno de Sri Lanka para impedir que la Península de Jaffna se convierta en Eelam, el país de los tamiles insulares.
La ferocidad con que lanzaban ofensivas que imitaban las de los vietcongs en el Tet, es el aporte de los guerrilleros independentistas a la violencia eterna que sembró dolor en una tierra bendecida por la naturaleza. Pero la violencia forma parte de la historia y, demasiadas veces, no fue producto de condiciones objetivas sino de desmesuras ideológicas, cuando no de razones absurdas. Al fin de cuentas, nadie entendió jamás por qué en 1959, un monje budista de pacifismo tibetano disparó seis balas sobre Solomón Bandaranaike, el primer ministro que había fundado un partido socialdemócrata para terciar entre los extremismos de izquierda y derecha que crisparon al país desde su independencia. Y simbolizando ese dolor que ya es un rasgo nacional, la viuda del líder asesinado llegó al gobierno tras una campaña electoral en la que lloró en todos y cada uno de los actos públicos.
No sólo fue bendecida por la naturaleza, sino también por la suerte. Al terminar el período colonial, la última administración británica dejó las arcas llenas de rupias y leyes sociales que garantizaban, entre otras cosas, una generosa ración semanal de arroz gratis para cada habitante de la isla.
Si en un rincón asiático no se justificaba el extremismo era en Sri Lanka. No había hambre ni miseria, flagelos que azolaban la India, Paquistán y Bangladesh. El estado de bienestar alcanzaba niveles socialistas, sin obstruir la actividad privada. El gobierno de Sirimavo Bandaranaike incluía comunistas, trotskistas y maoístas.
Sin embargo, contra ese gobierno se produjo a principios de los setenta una sublevación juvenil en gran escala, levantando banderas izquierdistas en un país en el que la izquierda era parte del Estado y la democracia funcionaba tan eficazmente como la economía social.
Fue una rebelión tan violenta como incomprensible. Jóvenes y adolescentes llegaron a rodear Colombo, la capital; pero ni sus fusiles ni sus cócteles Molotov ni sus bombas caseras justifican la brutalidad de la represión que mató a miles de chicos rebeldes, centenares de los cuales fueron crucificados en carteles callejeros, otros fusilados o torturados hasta morir.
Aquella locura exterminadora no fue desatada por una dictadura militar de ultraderecha, sino por el gobierno democrático del Partido de la Libertad, la misma fuerza centroizquierdista del actual presidente de Sri Lanka: Percy Mahendra Rajapaksa.
Lo llaman “Mahinda” por la similitud de su segundo nombre con el de aquel príncipe que introdujo el budismo en la isla. Es hijo de un histórico parlamentario socialdemócrata, estudió en la universidad norteamericana de Richmond y cumplió funciones ministeriales y legislativas antes de llegar a la cima del poder.
Su carrera política puede mostrar sombras de corrupción, pero no posiciones belicistas ni tendencias represivas. Sin embargo, cuando percibió que el ejército estaba en condiciones de aniquilar a la guerrilla separatista activa desde 1972, sólo se concentró en la posibilidad de alcanzar ese objetivo. Por eso, a la hora de poner en marcha la operación contrainsurgente, no reparó en las víctimas inocentes. Es más, el alcance de la ofensiva militar llegó a tal punto de destructividad, que permite sospechar la oculta intención de erradicar de la Península de Jaffna al pueblo indio e hinduista que la habita desde tiempos inmemoriales.
Estaba a punto de lograrlo, cuando la presión internacional impuso un precario cese del fuego. Pero la muerte y la destrucción provocadas por la devastadora ofensiva ya se expresan en un gigantesco dolor. El sentimiento que surca la historia de la isla índica explicando, más allá de la geografía, por qué la llaman “la lágrima de la India”.
Por CLAUDIO FANTINI, POLITÓLOGO y analista internacional
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La llaman “lágrima de la India” porque Sri Lanka es una isla con forma de gota que parece desprenderse del sur continental en caída hacia el Océano Índico. Pero hoy es una lágrima de la India no sólo por su forma, sino por la tragedia que está viviendo el pueblo indio que habita el norte del país antiguamente llamado Ceilán.
Con la venia del presidente Mahinda Rajapaksa, el ejército ha lanzado una ofensiva contra la vieja guerrilla separatista de la región, pero como a su paso está dejando tierra arrasada, la operación parece ir mucho más allá de los separatistas armados.
La artillería y los aviones no están disparando sólo contra las probables bases de los guerrilleros tamiles, ni limitándose a enfrentarlos en las espesas junglas, sino que bombardean las ciudades y aldeas donde después irrumpen los carros blindados cargados de soldados que ametrallan todo lo que se mueve en las calles y las casas.
Igual que el general guatemalteco Efraín Ríos Mont, que en la ofensiva contra-insurgente de la década del ochenta ocultó la limpieza étnica de los pueblos originarios que habitan la Selva Lacandona, aniquilándolos o echándolos del lado mejicano de la frontera; la operación ordenada por el gobierno de Sri Lanka parece tener la oculta intención de que los tamiles que habitan la Península de Jafna suban a los botes para cruzar el Estrecho de Palk y atravesar el Golfo de Mannar en el regreso al sur de la India, la tierra de sus ancestros.
Con la complicidad de la mayoritaria etnia cingalesa, el presidente Rajapaksa parece haber puesto en marcha una “solución final” a la cuestión tamil.
En el origen de estos padecimientos está la pasión inglesa por el té. Ocurre que cuando lo que hoy es Sri Lanka, India, Paquistán, Bangladesh y Myanmar eran “la joya” de la reina Victoria, los británicos habían llegado a una extraña conclusión: la mejor tierra para sembrar té es Jaffna, la península que está al norte del territorio por entonces llamado Ceilán, pero los mejores cosechadores de ese té no son los singaleses, o sea los nativos de esa isla; sino los tamiles, que habitan el sur de la India. Por eso, con el objetivo de obtener el mejor té del mundo, cosechado en la mejor tierra por los mejores cosechadores, comenzaron a implantar tamiles en la Península de Jaffna.
En rigor, en “la isla de los mil nombres” siempre hubo tamiles. Están desde antes que en el siglo IV aC llegara desde Bengala el pueblo indo-ario que siglos más tarde sería la población mayoritaria. Lo que hicieron los ingleses fue incrementar la población tamil.
Y como ocurrió en el resto de lo que había sido el inmenso virreinato británico, la independencia conquistada en 1948 acrecentó las tensiones entre dos pueblos que jamás convivieron ni se mezclaron armónicamente.
Las diferencias culturales entre las dos etnias con diferentes lenguas se amplificaron en el siglo III, cuando Sanghamita y Mahinda, los hijos del emperador Ashoka, introdujeron en la isla el budismo. Y esas distancias culturales pudieron más que el pacifismo de los vedas y de la escuela búdica therevada. Cada pueblo encarnó al animal que la representa: cingalés viene de sinhala, que significa “gente del león”, mientras que los tamiles descienden de los drávidas, antiguo pueblo que veneraba al tigre.
“Un Estado tamil libre, secular y socialista, con derecho a la autodeterminación” fue el objetivo proclamado por el Frente Tamil Unido, brazo político de los Nuevos Tigres Tamiles, la insurgencia independentista fundada en 1972 por Vellapilai Pirabhakarán y fusionada tres años más tarde con EROS (Eelam Revolutionary Organisers), grupo armado que apoyaba también a la minoría musulmana. De la unión de esas guerrillas surgieron los Tigres de la Liberación Tamil Eelam.
La guerra que lanzaron tuvo luchas honorables y también excesos bestiales y terrorismo. Llegaron incluso al magnicidio, asesinando en 1993 al entonces presidente cingalés Premadasa.
Dos años antes, del otro lado del Estrecho de Palk, en Tamil Nadu, el Estado indio del sur continental, caía acribillado Rajiv Gandhi, el primer ministro al que los Tigres acusaron de colaborar con el gobierno de Sri Lanka para impedir que la Península de Jaffna se convierta en Eelam, el país de los tamiles insulares.
La ferocidad con que lanzaban ofensivas que imitaban las de los vietcongs en el Tet, es el aporte de los guerrilleros independentistas a la violencia eterna que sembró dolor en una tierra bendecida por la naturaleza. Pero la violencia forma parte de la historia y, demasiadas veces, no fue producto de condiciones objetivas sino de desmesuras ideológicas, cuando no de razones absurdas. Al fin de cuentas, nadie entendió jamás por qué en 1959, un monje budista de pacifismo tibetano disparó seis balas sobre Solomón Bandaranaike, el primer ministro que había fundado un partido socialdemócrata para terciar entre los extremismos de izquierda y derecha que crisparon al país desde su independencia. Y simbolizando ese dolor que ya es un rasgo nacional, la viuda del líder asesinado llegó al gobierno tras una campaña electoral en la que lloró en todos y cada uno de los actos públicos.
No sólo fue bendecida por la naturaleza, sino también por la suerte. Al terminar el período colonial, la última administración británica dejó las arcas llenas de rupias y leyes sociales que garantizaban, entre otras cosas, una generosa ración semanal de arroz gratis para cada habitante de la isla.
Si en un rincón asiático no se justificaba el extremismo era en Sri Lanka. No había hambre ni miseria, flagelos que azolaban la India, Paquistán y Bangladesh. El estado de bienestar alcanzaba niveles socialistas, sin obstruir la actividad privada. El gobierno de Sirimavo Bandaranaike incluía comunistas, trotskistas y maoístas.
Sin embargo, contra ese gobierno se produjo a principios de los setenta una sublevación juvenil en gran escala, levantando banderas izquierdistas en un país en el que la izquierda era parte del Estado y la democracia funcionaba tan eficazmente como la economía social.
Fue una rebelión tan violenta como incomprensible. Jóvenes y adolescentes llegaron a rodear Colombo, la capital; pero ni sus fusiles ni sus cócteles Molotov ni sus bombas caseras justifican la brutalidad de la represión que mató a miles de chicos rebeldes, centenares de los cuales fueron crucificados en carteles callejeros, otros fusilados o torturados hasta morir.
Aquella locura exterminadora no fue desatada por una dictadura militar de ultraderecha, sino por el gobierno democrático del Partido de la Libertad, la misma fuerza centroizquierdista del actual presidente de Sri Lanka: Percy Mahendra Rajapaksa.
Lo llaman “Mahinda” por la similitud de su segundo nombre con el de aquel príncipe que introdujo el budismo en la isla. Es hijo de un histórico parlamentario socialdemócrata, estudió en la universidad norteamericana de Richmond y cumplió funciones ministeriales y legislativas antes de llegar a la cima del poder.
Su carrera política puede mostrar sombras de corrupción, pero no posiciones belicistas ni tendencias represivas. Sin embargo, cuando percibió que el ejército estaba en condiciones de aniquilar a la guerrilla separatista activa desde 1972, sólo se concentró en la posibilidad de alcanzar ese objetivo. Por eso, a la hora de poner en marcha la operación contrainsurgente, no reparó en las víctimas inocentes. Es más, el alcance de la ofensiva militar llegó a tal punto de destructividad, que permite sospechar la oculta intención de erradicar de la Península de Jaffna al pueblo indio e hinduista que la habita desde tiempos inmemoriales.
Estaba a punto de lograrlo, cuando la presión internacional impuso un precario cese del fuego. Pero la muerte y la destrucción provocadas por la devastadora ofensiva ya se expresan en un gigantesco dolor. El sentimiento que surca la historia de la isla índica explicando, más allá de la geografía, por qué la llaman “la lágrima de la India”.
Por CLAUDIO FANTINI, POLITÓLOGO y analista internacional
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